Emociones, translocalidad y comunes. Retos para la investigación sobre culturas populares en América Latina*
Emotions, Translocality, and Commons: Challenges for Research on Popular Cultures in Latin America
Emoções, translocalidade e comuns: desafios para a pesquisa sobre culturas populares na América Latina
Óscar Hernández Salgar , Brenda Díaz Vargas
Emociones, translocalidad y comunes. Retos para la investigación sobre culturas populares en América Latina*
Signo y Pensamiento, vol. 42, 2023
Pontificia Universidad Javeriana
Óscar Hernández Salgar a
Pontificia Universidad Javeriana, Colombia
Brenda Díaz Vargas
Pontificia Universidad Javeriana, Colombia
Recibido: 04 marzo 2023
Aceptado: 01 agosto 2023
Publicado: 20 diciembre 2023
Resumen: El artículo tiene como propósito hacer una aproximación crítica a los retos que presenta actualmente el estudio de las culturas populares en América Latina. Para ello, se exploran algunos de los problemas que llevaron a que este objeto de estudio ocupara un lugar secundario frente a los estudios de subalternidad, dejando en un punto ciego la comprensión académica de dinámicas que están determinando algunas de las grandes coyunturas sociales de América Latina. Posteriormente se explica la importancia de abordar la producción de lo común en la cultura, especialmente a través de los significados y las emociones colectivas, con el fin de entender cómo lo popular transita entre diferentes órdenes global-local-virtual-presencial. Por último, se propone una ampliación de la noción de translocalidad, así como el uso de la noción de mundos de sentido para estudiar la producción de significados y emociones comunes de forma intermedial y multimodal, en la perspectiva de autores como Jesús Martín Barbero y Hermann Herlinghaus.
Palabras clave:cultura popular, subalterno, masivo, estudios culturales, transmodernidad, translocalidad, multiculturalismo, mundos de sentido.
Abstract: The purpose of the article is to make a critical approach to the challenges currently presented by the study of popular cultures in Latin America. For this, some of the problems that led to this object of study occupying a secondary place compared to subalternity studies are explored, leaving a blind spot for the understanding of dynamics that are determining some of the great social commitments of Latin America. Subsequently, the importance of addressing the production of the common in culture is explained, especially through collective meanings and emotions, in order to understand how the popular transits between different global, local, virtual, and face-to-face orders. Therefore, a redefinition of the notion of translocality is proposed, as well as the use of the notion of worlds of sense to study the production of intermedial narrations, from the perspective of authors such as Jesús Martín Barbero and Hermann Herlinghaus.
Keywords: Popular Culture, Subaltern, Massive, Cultural Studies, Transmodernity, Translocality, Multiculturalism, Worlds of Sense.
Resumo: O artigo tem como objetivo fazer uma abordagem crítica dos desafios que atualmente o estudo das culturas populares na América Latina apresenta. Para isso, exploram-se alguns dos problemas que fizeram com que esse objeto de estudo ocupasse um lugar secundário em comparação aos estudos de subalternidade, deixando num ponto cego a compreensão acadêmica das dinâmicas que estão determinando algumas das grandes conjunturas sociais da América Latina. Posteriormente, explica-se a importância de abordar a produção do comum na cultura, especialmente através dos significados e das emoções coletivas, com o objetivo de entender como o popular transita entre diferentes ordens global-local-virtual-presencial. Por fim, propõe-se uma ampliação da noção de translocalidade, assim como o uso da noção de mundos de sentido para estudar a produção de significados e emoções comuns de forma intermedial e multimodal, na perspectiva de autores como Jesús Martín Barbero e Hermann Herlinghaus.
Palavras-chave: cultura popular, subalterno, massivo, estudos culturais, transmodernidade, translocalidade, multiculturalismo, mundos de sentido.
Introducción
Los estudios sobre las culturas populares dejaron de estar en el primer plano de la agenda, precisamente en un momento en que las prácticas y modos de existencia de lo popular se están transformando vertiginosamente, produciendo cambios en la forma en que se definen las grandes agendas políticas y sociales de nuestros países. Como veremos más adelante, el auge de los estudios de subalternidad y de la investigación colaborativa y situada ha llevado a que la investigación en las ciencias sociales críticas se concentre en contextos específicos y en organizaciones y movimientos sociales concretos. Esto ha implicado una ganancia en términos del compromiso ético y político de la academia, pero también ha significado que se pongan en segundo plano las relaciones entre lo masivo y lo popular, más allá de los contextos y comunidades visibles para los investigadores. Estas relaciones, por su parte, se han complejizado enormemente por la intensificación de las dinámicas de deslocalización y relocalización que se han producido con la emergencia y proliferación de redes y mundos virtuales, lo cual a su vez ha llegado a ser utilizado para manipulaciones políticas de gran alcance, llegando a poner en cuestión la libertad de elección que está en la base de nuestra concepción de la democracia.
En este artículo no vamos a entrar en el detalle de cómo ocurren este tiempo de manipulaciones, pero sí queremos proponer algunas reflexiones sobre cómo se puede abordar lo popular en medio de estas transformaciones, revisitando la noción de culturas populares sin dejar de lado los aprendizajes que han tenido las ciencias sociales críticas en los últimos treinta años. En términos generales, consideramos que, además de la importancia de retomar trayectorias teóricas producidas por los estudios de culturas populares de los años 90, es clave construir herramientas para estudiar la relación entre emociones y significados desde una perspectiva multimodal, intermedial y translocal.
Inicialmente, haremos un recorrido por las razones que llevaron a los estudios sobre culturas populares a ocupar un lugar secundario frente a otras preocupaciones de las ciencias sociales, como los estudios sobre subalternidad y producción de diferencia, dejando lo popular en una especie de punto ciego para la academia. En la segunda mitad del artículo, nos aproximaremos a la producción de emociones y significados comunes en los grupos humanos con el fin de proponer una idea de lo popular —y de las relaciones de familiaridad y cercanía que le son inherentes— que no esté atada al espacio físico o el territorio. Para ello, examinaremos las nociones de lo local, lo global y lo translocal. Por último, haremos énfasis en la importancia del análisis multimodal e intermedial para entender cómo se producen los mundos en los que se disputan actualmente los significados de lo popular.
La decadencia de lo popular
Durante los años 80 y 90 del siglo XX, los estudios sobre la cultura popular se constituyeron como un importante campo de investigación y producción teórica en América Latina y el Caribe. Apuestas teóricas como la de Martín Barbero en De los medios a las mediaciones (1987) permitieron abordar de forma original las relaciones particulares que en la región se han construido históricamente entre lo popular y lo masivo, entre las tradiciones orales y escritas y entre las industrias culturales y las formas creativas en que los sujetos las cuestionan, resisten y apropian. Cabe mencionar también a José Joaquín Brunner (1992), Nelly Richard (2010), Néstor García Canclini (1990) y Beatriz Sarlo (2011), entre muchos otros autores, que aportaron elementos para una teoría crítica de la cultura popular en el continente desde diferentes miradas disciplinares.
Aunque hay muchos ejes que atraviesan estos debates, nos interesa resaltar un elemento común a las definiciones de lo popular que se encuentra en esta producción. Consiste en establecer una permanente tensión frente a tres categorías: la alta cultura, el folclor y las industrias culturales.
En primer lugar, la noción de lo popular se sitúa frente a la “alta cultura”, que hasta los años 80 del siglo XX todavía se consideraba en las instituciones públicas y el sentido común como un sinónimo de cultura, a secas. En este punto es notable la influencia de Adorno y Horkheimer quienes en su texto Dialéctica de la Ilustración (2007) advierten de las derivas totalitarias a las que puede conducir la homogenización que en ese entonces veían en la cultura masiva, especialmente en el contexto estadounidense. La perspectiva adorniana no postula una superioridad intrínseca de la alta cultura, es decir, de las letras y las artes europeas, pero fue usada por muchos como artillería para satanizar la cultura popular y así mantener una distinción jerárquica entre las dos. Los estudiosos de las culturas populares en América Latina acudieron con frecuencia a Walter Benjamín y a referentes de los estudios culturales ingleses, como Raymond Williams, Edward Thompson y Stuart Hall para cuestionar dichas jerarquías y adicionalmente plantearon propuestas originales para la comprensión de una relativa autonomía del campo de la cultura popular. Pero en todo caso la tensión entre alta y baja cultura seguía estando presente en la producción sobre culturas populares que se dio en el continente durante los años 90.
En segundo lugar, estos autores también buscan construir la categoría de lo popular como una que se aparta de lo folclórico. Los estudios del folclor tienen en común con la noción de alta cultura la idea de que existe una relación fija o casi fija entre una expresión cultural y los sujetos que la producen. En el caso del folclor, la producción cultural se asigna al “pueblo” como categoría ahistórica y telúrica, sustraída del tiempo y, por tanto, fuera de toda crítica (Ochoa, 2003). En muchos países de América Latina se hicieron compendios de folclor que listaban las manifestaciones culturales de determinados grupos humanos estableciendo taxonomías fijas que después eran usadas tanto para la escenificación de culturas nacionales y regionales como para la destinación de recursos y la adopción de políticas públicas. En Colombia, este papel lo cumplieron especialmente autores como Guillermo Abadía Morales (1983, 1995) y Octavio Marulanda (1984). Esto produjo un efecto de congelamiento de las representaciones culturales. En tensión con lo anterior, los estudios de las culturas populares se preocuparon por recuperar la agencia de sujetos concretos situados histórica y geográficamente, así como por analizar las prácticas y las representaciones culturales como algo vivo, en permanente movimiento y sujeto a luchas políticas, especialmente en un momento en que las nuevas tecnologías de comunicación prometían romper las clasificaciones jerárquicas heredadas hasta entonces.
En tercer lugar, este cuestionamiento sobre la agencia de las clases populares, sumado a la fuerza de la comunicación masiva llevó a examinar el papel de las industrias culturales. Entre los apocalípticos y los integrados (Eco, 1965) o entre quienes veían estas industrias como una decadencia totalitaria y quienes las veían como una oportunidad para la emancipación, los estudiosos latinoamericanos intentaron varios enfoques intermedios. Es el caso de Jesús Martín Barbero, quien propuso tres líneas de investigación: 1) de lo popular a lo masivo, para estudiar cómo lo masivo no se impone de manera vertical sobre las dinámicas populares sino se desprende parcialmente de ellas, 2) de lo masivo a lo popular para investigar cómo lo masivo niega y despolitiza lo popular pero también lo media y lo recupera a través de “códigos populares de percepción y reconocimiento, de elementos de su memoria narrativa e iconográfica” (1987, p. 61); y 3) los usos populares de lo masivo, es decir, “aquella dirección en la que apuntan las preguntas sobre qué hacen las clases populares con lo que ven, con lo que creen, con lo que compran o lo que leen” (1987). En otras palabras, investigar el consumo cultural como lugar de producción de sentidos que escapan a las lógicas homogeneizadoras de los medios.
Otros autores como George Yúdice (2002) aportaron miradas críticas a la relación entre las culturas populares y las industrias culturales. Sin embargo, de las tres categorías frente a las que se sitúa la cultura popular (alta cultura, folclor e industrias culturales), esta última es la que parece haber perdido más filo crítico hacia finales de los años 90, ya que en este momento las industrias culturales empezaron a aparecer, ya no como la amenaza totalitaria de los apocalípticos adornianos, sino como un terreno en el cual podían desplegarse las luchas culturales con todas sus microagencias y contradicciones.
Un aporte central en relación con este último punto fue el del libro Culturas híbridas (1990) de Néstor García Canclini, quien puso en discusión la hibridación en la cultura como una apuesta que combina elementos de lo culto, lo popular, lo folclórico y lo masivo, a partir de la producción tecnológica y las transformaciones sociales posmodernas. Este texto tuvo un auge notable dado que encontraba maneras propositivas y originales para desafiar las divisiones entre alta y baja cultura, entre folclor y cultura masiva, entre lo rural y lo urbano. Sin embargo, según comenta Pablo Alabarces (2021), al mostrar la globalización neoliberal como el terreno de disolución de las viejas jerarquías, la noción de hibridación terminó reduciendo la cultura popular a una cuestión de mercado y el consumo empezó a ser visto como el lugar por excelencia de la definición de las identidades culturales (ver, por ejemplo, Sunkel, 1999).
Este giro coincidió a su vez con la intensificación de la agenda que entidades como la UNCTAD y la UNESCO impulsaron durante la década de los 2000 para priorizar la gestión de las industrias creativas como motor de desarrollo para América Latina y el Caribe (Hernández Salgar, 2023). La coincidencia entre las líneas de pensamiento sobre las culturas populares y el impulso a las industrias creativas se hizo evidente en esfuerzos como el del Convenio Andrés Bello, que impulsó una serie de estudios, publicaciones y eventos sobre la relación entre economía y cultura en varios países. Uno de los resultados más representativos de este proyecto fue el seminario Economía y cultura: la tercera cara de la moneda (Convenio Andrés Bello, 2001). En el caso colombiano esto sirvió como antecedente en el mediano plazo para la implementación de la política de la Economía Naranja (Buitrago y Duque, 2013) durante el gobierno de Iván Duque, un enfoque creado por el Banco Interamericano de Desarrollo que reduce la cultura a la gestión de activos de propiedad intelectual. Este proceso de entronización de las industrias creativas, que muchas veces acudió a las reflexiones de los estudios de culturas populares de los años 90, ha llevado la discusión con frecuencia hacia terrenos puramente economicistas y ha contribuido a acrecentar la percepción de los científicos sociales de que la noción misma de culturas populares ha sido convertida en un instrumento para agendas neoliberales.
Por otro lado, como discutiremos más adelante, el influjo creciente de los feminismos, las teorías decoloniales y los movimientos sociales ha llevado a privilegiar la investigación colaborativa, situada y horizontal en las ciencias sociales críticas. Esto ha hecho cada vez más problemático —en términos éticos, políticos y epistemológicos— el lugar de enunciación de unos intelectuales que describen las prácticas y expresiones de sujetos populares desde lugares que se entienden por fuera (si no por encima) de lo popular. Desde estos nuevos marcos que exigen un compromiso ético-político y un cuestionamiento permanente sobre las relaciones de poder entre investigadores y comunidades, se ha valorado mucho más el trabajo profundo sobre casos concretos, en terreno, y se ha mirado con sospecha el uso de categorías tan generales como “lo popular” o “lo masivo”. La idea de que un investigador pueda describir, estructurar y juzgar desde una posición privilegiada las expresiones culturales de sujetos subalternos es cada vez más vista, no sin justicia, como un anacronismo del trabajo académico. Este último punto, sumado a lo anteriormente señalado sobre la cercanía con las industrias creativas y el consumo, ha contribuido para que en las ciencias sociales cada vez menos personas se interesen por el estudio de las culturas populares (Alabarces, 2021).
De lo popular a lo subalterno
Uno de los principales problemas de la idea de lo popular está en la categoría de pueblo y sus tensiones con conceptos cercanos, pero diferentes, como clase o masa. A pesar de su resistencia a tener una definición fija, para diferentes autores lo popular está estrechamente ligado con las clases trabajadoras. Sin embargo, el concepto mismo de clase estaba recibiendo fuertes críticas desde los años 70 por muchas razones, entre ellas el ser un concepto basado exclusivamente en la posición de los sujetos en el proceso de producción económica, excluyendo otras relaciones de poder como la raza o el género. En el Manifiesto Inaugural del Grupo Latinoamericano de Estudios Subalternos se ubica este giro en 1968 por ser un año en el cual empiezan a emerger con fuerza otros sujetos políticos diferentes al de la clase como sujeto de la historia (1998).
Muchos de los reclamos de los movimientos sociales y de las ciencias sociales críticas desde los años 90 se basaron en parte en un alejamiento de la clase como único factor explicativo de las diferencias sociales. En los casos extremos el giro llegó a ser tan radical que se podía sustituir la clase por otro concepto igualmente totalizante. Esta es, por ejemplo, una de las críticas que se le hace a Aníbal Quijano, quien basa su noción de la colonialidad del poder en la centralidad de la raza como elemento estructurador de las relaciones de poder (2000). Sin embargo, otros movimientos, especialmente los feministas, se empiezan a interesar por la relación entre distintas estructuras de opresión, más que basarse en un único criterio de diferenciación. Es así como se han venido adoptando diferentes usos del término interseccionalidad, propuesto inicialmente por Kimberlé Crenshaw (2012), o incluso de fusión o emulsión entre categorías como raza, clase, sexualidad y género (Lugones, 2005).
Lo importante de este giro en relación con las culturas populares es que: 1) no hay un único tipo de sujeto (la clase obrera, las mujeres, los no blancos) cuya producción cultural pueda considerarse como “popular”, y 2) la investigación social ha tendido a enfocarse menos en la relación entre los grupos humanos y sus formas de expresión cultural. Pero esto último no ocurre porque los obreros, las mujeres o las personas racializadas hayan dejado de crear manifestaciones culturales, sino porque los enfoques analíticos de las ciencias sociales críticas han puesto el acento en las diferencias sociales y los mecanismos que las estructuran, más que en los elementos expresivos compartidos en el interior de colectivos y sociedades. En efecto, las definiciones de cultura que se integraron a las políticas culturales durante los años 90 hacían énfasis en entenderla como un conjunto de rasgos distintivos que caracterizan a comunidades o grupos humanos. Es decir, ponían el acento en aquello que es común a un mismo grupo y que, por lo tanto, puede funcionar como expresión de la colectividad ante otros. Por ejemplo, en la ley General de Cultura de Colombia dice: “cultura es el conjunto de rasgos distintivos, espirituales, materiales, intelectuales y emocionales que caracterizan a los grupos humanos y que comprende, más allá de las artes y las letras, modos de vida, derechos humanos, sistemas de valores, tradiciones y creencias” (Congreso de la República de Colombia, 1997). Esta definición es idéntica a la que adoptó la primera Conferencia Mundial sobre las Políticas Culturales Mondiacult, realizada en México en julio de 1982. Sin embargo, el auge de los movimientos sociales, las políticas de la diferencia y las aproximaciones críticas a diferentes estructuras de opresión, muchas de ellas permeadas por los estudios culturales, llevaron a poner la subalternidad en el primer plano de la agenda.
Para Gayatri Spivak (2003), los sujetos subalternos no pueden ser representados —hablados— por intelectuales, y tampoco tienen otras posibilidades de incidir en la definición de lo que es decible, legible y audible, pues no controlan los términos de su régimen de enunciación. Esto lleva a pensar que la subalternidad es siempre relacional y que se da en estructuras de diferencia construidas históricamente. Fernando Coronil, citado por Asensi, se refiere a este carácter relacional de la subalternidad cuando escribe:
Propongo que veamos el subalterno no como un sujeto soberano que ocupa activamente un lugar delimitado, tampoco como un sujeto subordinado que es la consecuencia de los efectos dispersos de múltiples determinaciones externas, sino como un agente de construcción de una identidad que participa, bajo determinadas condiciones dentro del campo de las relaciones de poder, en la organización de su posicionalidad y subjetividad múltiples. (Asensi, 2009, p. 26)
Lo anterior explica por qué no puede haber algo así como una “expresión característica” de los sujetos subalternos entendidos como una especie de bloque social, ya que la subalternidad no es una condición fija, sino el resultado de unas diferencias complejas sujetas a las intersecciones de distintas estructuras de poder. En este sentido, el Manifiesto inaugural del Grupo Latinoamericano de Estudios Subalternos (1998, p. 77) dice en uno de sus apartados: “El subalterno aparece entonces como un sujeto “migrante”, tanto en sus propias representaciones culturales como en la naturaleza cambiante de sus pactos con el estado-nación”.
Los enfoques que han puesto de relieve las relaciones de subalternidad en América Latina son muy variados. Van desde los autores del grupo modernidad/colonialidad, como Walter Mignolo, Enrique Dussel, Aníbal Quijano, Ramón Grosfoguel y Santiago Castro-Gómez hasta propuestas más cercanas a los feminismos, el giro ontológico y el posthumanismo, que se centran en las formas emergentes de organización y resistencia social. Entre estas, vale la pena mencionar las epistemologías del sur de Boaventura de Sousa (2011), el enfoque postdesarrollista de Arturo Escobar (2010) y autoras feministas como Rita Laura Segato o Silvia Rivera Cusicanqui. Muchos de estos enfoques están fuertemente influenciados por apuestas teóricas como la del contextualismo radical de los estudios culturales (Grossberg, 2006), las teorías del actor-red de Bruno Latour (2005) y el conocimiento situado de Donna Haraway (1991). Esto es, propuestas que renuncian al valor explicativo de grandes categorías como sociedad o cultura, cuestionan la distancia aséptica y jerárquica entre sujeto y objeto, y claman por una investigación situada, colaborativa, centrada en relaciones locales en las cuales sea posible observar cómo la subalternidad afecta los cuerpos, pero también cómo desde lo micro se operan resistencias a las estructuras de opresión.
El lugar hegemónico que ha alcanzado este paradigma en el continente se expresa muy bien en el tipo de trabajo que promueve actualmente el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO, 2022): una investigación social “crítica, relevante, rigurosa, colaborativa y situada, con perspectiva regional”. Las palabras que nos interesa resaltar aquí son “colaborativa” y “situada”. La primera hace referencia no solamente a que la construcción de conocimiento se haga más allá de los límites de la academia, sino a que dicha construcción sea permeable a las formas de conocimiento producido por actores sociales y comunidades, en una relación horizontal, de ida y vuelta, que redunde en la transformación de condiciones de opresión. La segunda hace referencia a que se reconozcan en todo momento las condiciones particulares históricas, territoriales y sociales del contexto en el que se investiga, que desde allí se haga explícito el lugar de enunciación de quienes adelantan la investigación y sobre todo, que se reconozcan los límites de conocer desde dicho lugar.
El imperativo de hacer un trabajo colaborativo y situado es sin duda un logro ético y político importante de las ciencias sociales críticas latinoamericanas. Sin embargo, es importante decir que este tipo de trabajo con frecuencia conduce a que la academia interactúe casi exclusivamente con sujetos que tengan algún nivel de enunciación colectiva, es decir, organizaciones sociales, movimientos, colectivos o asociaciones, en las cuales existan un mínimo de elementos compartidos para la articulación de acciones sociales. Esto no se debe a una intención de abandonar la agencia de sujetos no colectivizados, sino más bien a la necesidad de lxs investigadorxs de visibilizar las luchas agenciadas por las mismas comunidades. En este tipo de relaciones es claro el papel que puede jugar la academia como acompañantes de procesos autónomos. Pero, ¿qué sucede con sujetos subalternizados que no hacen parte de ninguna organización o movimiento social y que no se sienten interpelados particularmente por algún discurso reivindicatorio o emancipatorio? Asumirlos simplemente como sujetos carentes de conciencia de clase es algo impensable dentro de las nuevas perspectivas de las ciencias sociales en las cuales se parte del respeto por los conocimientos de las comunidades con las que se trabaja. Pero ¿de qué comunidades estamos hablando en el caso de sujetos cuya acción no está colectivizada? El punto es que existen millones de personas, especialmente en entornos urbanos, cuyas estrategias de lucha —para la subsistencia diaria, para enfrentar la discriminación o simplemente para construir sus identidades—, discurren a través de formas de comunicación y construcción de comunes que no necesariamente se traducen en movilizaciones o formas de colectivización visibles para la academia.
Un punto ciego en las ciencias sociales
Retomando los puntos anteriores, muchos de los grupos humanos que habitan las ciudades latinoamericanas no se reconocen como pertenecientes a una minoría o una organización social con una agenda política clara. Y el hecho de que las ciencias sociales críticas se hayan volcado al estudio y trabajo colaborativo y situado con organizaciones y movimientos sociales de base y el acompañamiento de agendas políticas y luchas minoritarias, no quiere decir que tanto la comunicación masiva, como lo que Martín Barbero (1987), llamaba los “usos populares de lo masivo”, hayan dejado de existir. Las formas de comunicación masiva siguen siendo centrales en la definición de las agendas dominantes en la economía, la política y la sociedad civil, y las formas de consumo y apropiación que ponen en juego los sujetos subalternos son cada vez más activas, productivas y ricas en posibilidades de resistencia. Pero comparativamente hay pocos proyectos, estudios, publicaciones e iniciativas de intervención que aborden con perspectiva crítica la situación de los millones de personas que viven su vida —y construyen sus emociones, valores y criterios de acción— bajo regímenes de enunciación sobre los cuales tienen poca o ninguna incidencia. Estas personas eran precisamente sobre quienes giraban las herramientas conceptuales y metodológicas del estudio de las culturas populares durante los años 90. Hoy en día, sin embargo, las prácticas culturales de estos grupos humanos se están volviendo un punto ciego para la academia, a pesar de ser allí en muchos casos en donde se están definiendo las grandes apuestas sociales. Fenómenos como el de Trump, el del Brexit, el de Bolsonaro en Brasil, el triunfo del “no” en el plebiscito por la paz en Colombia (Gómez, 2016) o el triunfo del “no apruebo” en Chile, muestran que hay dinámicas que se están escapando de la comprensión de las ciencias sociales críticas y que son determinantes para la configuración del terreno en el que se juegan las luchas políticas.
A manera de ejemplo, Barbara Hines (2019) analiza las políticas migratorias del gobierno Trump asumiendo posiciones xenófobas de su base electoral, sin profundizar en las dinámicas culturales subyacentes. Otros estudios abordan este tipo de fenómenos desde perspectivas macro sociales o macro políticas, apoyándose en estadísticas y datos generales (como en Martino, 2017 o Cruz Olmeda, 2019). Algunos de los textos más críticos analizan en detalle los discursos y estrategias retóricas en la comunicación política, pero no estudian en detalle la recepción o lectura de estos mensajes en contextos concretos (como en Román y Manikis, 2019). Aunque la producción sobre estos temas es extensa, no son muchos los trabajos que abordan la complejidad de los usos de la comunicación por parte de sujetos populares.
Las discusiones sobre subalternidad han sido muy favorables para la reivindicación de los derechos de las minorías, pero parecen haber quitado peso a la investigación sobre las disputas por los significados culturales comunes dentro de los grupos humanos. Es muy llamativo que esto coincida con el auge de la pregunta por procesos de comunalización o colectivización, que muchas veces se presentan como una forma de resistencia ante estructuras de opresión. Lo interesante es que en el estudio de estos procesos no se suele profundizar en el papel específico que juegan las prácticas culturales en la construcción de lo común. Sobre este punto se encuentran investigaciones relacionadas con el patrimonio desde una perspectiva jurídica o institucional (D’Orsogna y Iacopino 2020, Barbieri, 2014, Nogales, 2019), pero es difícil hallar estudios que aborden lo común en relación con el significado de prácticas culturales concretas. Una excepción es el trabajo de Irene Merino sobre patrimonio cultural inmaterial (2020, 2022). Para efectos de este texto entendemos los comunes, de acuerdo con Sañudo y Aguilar (2018, p. 17), como “las relaciones sociales de cooperación, colaboración, responsabilidad recíproca y compartencia con que producimos, cuidamos (auto)gestionamos y disfrutamos colectivamente la “riqueza común””.
Un ejemplo elocuente de ello es el texto Los bienes comunes del conocimiento (Hess y Ostrom, 2016). Allí se aborda la gestión del conocimiento a través de herramientas de propiedad intelectual como una nueva forma de cercamiento de comunes, pero la discusión se limita a lo relacionado con el acceso y la circulación de información, y no se ahonda en las relaciones sociales que hacen de la cultura y el conocimiento bienes comunes en primera instancia. De un modo similar, en muchas de las discusiones sobre lo común que se dan en el ámbito latinoamericano se da por sentado que “las artes” y la “cultura”, entendidas de forma genérica, tendrían un papel positivo en los tejidos de relaciones que sostienen la vida comunitaria. Pero es poco frecuente que se aborden las formas específicas en que las prácticas culturales que se mueven entre lo popular, lo masivo y lo tradicional llegan a ser productoras de comunes o, por el contrario, facilitan diferentes formas de despojo. Además del trabajo de Irene Merino, ya citado, otra excepción se puede encontrar en algunas reflexiones sobre radio comunitaria como la de Graciela Martínez (2019). En algunos casos, se ha estudiado de forma muy detallada el impacto de manifestaciones culturales específicas en la construcción de identidades, tejido social y paz a nivel local (Castaño y García, 2020; Grandal, 2012; Henao y Estrada, 2022; Patiño, 2019). Pero estas miradas con frecuencia carecen de una visión crítica de las relaciones de estas prácticas con fenómenos globales, lo cual entraña el riesgo de romantizarlas y sobredimensionar el alcance que puedan tener más allá de la práctica misma. Un ejemplo de esto en el ámbito de las políticas culturales es el debate que se produjo en Colombia a partir de la intención de implementar un sistema de orquestas sinfónicas inspirado en el modelo venezolano. Ante las preocupaciones expresadas en detalle por el sector musical —especialmente por el escaso arraigo territorial de esta práctica—, el gobierno respondió con una retórica superficial de respeto a la diversidad —que pasa por encima de las dimensiones profundas de la diferencia cultural— con argumentos del tipo “las orquestas sinfónicas también tocan porros”, para justificar así inequidades en la asignación presupuestal.
Por otro lado, la concentración en la producción de la diferencia y las relaciones de subalternidad ha llevado en algunos casos a que los discursos emancipatorios se enuncien desde lugares que pretenden estar por fuera de la modernidad. De acuerdo con Santiago Castro-Gómez (2019), esto ha producido en algunos movimientos el impulso de refugiarse en una alteridad radical, desde la cual el capitalismo, el patriarcado, la colonialidad, y el conocimiento y las instituciones modernas se ven como un mismo y único enemigo. El problema con este tipo de visiones es que implican una renuncia a la lucha, pues terminan situándose por fuera del terreno de lo político. Frente a esto, Castro-Gómez propone un republicanismo transmoderno, entendido como una apuesta por radicalizar las luchas democráticas bajo el supuesto de que: 1) en el mundo contemporáneo ya no existe algo así como un afuera radical de la democracia liberal, y 2) la modernidad se ha construido y enunciado históricamente desde muy diferentes centros. En ese sentido, entiende la transmodernidad como una “asimilación creativa y emancipadora de la modernidad desde historias locales” (2019, p. 91), desde la cual es posible acudir al gesto de universalización de intereses necesario para la construcción de hegemonía.
Ahora bien, para avanzar en este ideal de radicalización democrática es necesario volver a preguntarnos cómo los significados son disputados, cómo se estabilizan y cómo construyen una visión compartida del mundo en el interior de los grupos humanos. De igual manera, hay que entender cómo esas estabilizaciones temporales de sentido entran en tensión y transitan a través de diferentes niveles de comprensión de la realidad, desde las relaciones locales, cara a cara, hasta las fuerzas globales desatadas por los flujos transnacionales de capital. Esta comprensión multiescalar es fundamental para poder entender cuál es el papel específico que pueden jugar las prácticas culturales en la producción de lo común.
Emociones y significados comunes
El multiculturalismo, es decir, la coexistencia de “comunidades culturales diferentes intentando desarrollar una vida en común y a la vez conservar algo de su identidad ‘original’” (Hall, 2010, p. 583), fue en su momento un logro importante del humanismo liberal y un sostén del orden multilateral que se abrió en la segunda posguerra. Pero la construcción de condiciones de igualdad para el ejercicio de la diferencia cultural no se da de la noche a la mañana en sociedades que tienen historias de cientos de años de exclusión y dominación cultural, como las que caracterizan la relación entre Europa y América Latina. Las políticas de la diferencia, las acciones afirmativas y el lenguaje inclusivo han sido herramientas útiles para compensar estas historias de desigualdad en algunos escenarios. Hoy sabemos que también generaron malestares profundos en buena parte de la población que no se podía expresar por el miedo a la sanción social que conllevaba la incorrección política. Como consecuencia, hemos presenciado recientemente el resurgimiento de discursos de odio que se creían poco probables en la era del humanismo liberal y que se materializan en la aparición de oleadas de fanatismos y populismos de derecha. Sobre este punto, ver el artículo de Caro, Quitral, y Riquelme (2022) sobre el liderazgo populista de Donald Trump y su impactó en la política exterior de Estados Unidos. Respecto al caso de Bolsonaro, ver el artículo de Velador y Loyola (2023) que analiza el carácter autoritario y neoliberal de este gobierno así como las pugnas en el interior del poder ejecutivo.
Sin embargo, a pesar de esta crisis del multiculturalismo, es importante señalar que el humanismo liberal sí logró dejar instalados en el sentido común —y en las políticas institucionales de la mayoría de los países— unos límites morales de alcance global. Los derechos humanos, que son el contenido alrededor del cual se estableció todo el orden multilateral de la posguerra, son hoy en día un referente moral incluso en aquellos escenarios en los que se ponen en duda los lugares de poder de este mismo orden. Además de los derechos humanos, recientemente ha cobrado fuerza otra fuente moral que está en camino de producir consensos similares: la lucha contra el cambio climático y el cuidado del medio ambiente. Los temas ecológicos convocan voluntades de manera creciente en todo el mundo, lo que obliga a sus detractores a usar eufemismos y acudir, cuando menos, a la retórica del desarrollo sostenible. El que exista una carga emocional compartida por miles de millones de personas alrededor de estos dos temas permite hablar de unos comunes morales, que se han vuelto posibles en parte por la apropiación cada vez mayor de formas comunes de circulación de la cultura a través de las redes y los nuevos medios.
También emergen comunes culturales: si bien los memes, los videos, los podcasts y las plataformas de streaming pueden tener especificidades locales en sus contenidos, sus formas de creación, producción, distribución y consumo tienden cada vez más a seguir parámetros globales. Nunca antes en la historia se habían compartido en todo el planeta tantas herramientas y formas de hacer en relación con el flujo de las expresiones culturales. Los modelos de negocio de las plataformas y las tecnologías usadas para la circulación y consumo de contenidos demandan y producen hábitos, comportamientos y expectativas por parte de los usuarios, operando procesos de subjetivación similares a pesar de que se dan alrededor de una variedad muy grande de contenidos y expresiones culturales. Estas formas de producción y circulación de expresiones culturales pueden ser entendidas en sí mismas como comunes culturales globales, que no necesariamente sustituyen a las culturas locales, pues no están atadas a los contenidos sino a sus relaciones sociales de producción, pero sí se superponen a ellas.
Se dirá que este ha sido un fenómeno inherente a los diferentes procesos de globalización que ha habido en el mundo. Incluso se ha usado la palabra “glocal” para referirse a la tensión -positiva o negativa- entre lo local y lo global (Beck, 2002). Lo llamativo es precisamente que en la última década parece haberse superado (o abandonado) esta tensión, dando paso a un proceso de autonomización y distanciamiento de dos órdenes diferentes de producción de lo común cultural: por un lado, un flujo transnacional de contenidos que ensalza la “diversidad” de culturas mientras homogeniza las prácticas a través de unas mediaciones tecnológicas comunes en todo el globo (Sobre el impacto de las mediaciones tecnológicas en la diversidad cultural ver el concepto de “ecualización” propuesto por Jose Jorge de Carvalho, 1996). Por otro lado, una proliferación de dinámicas culturales locales ancladas a grupos humanos y espacio-tiempos específicos que enfatizan el valor de la presencia cara a cara y que con frecuencia se presentan como ejercicios de resistencia ante el capital, el patriarcado, la modernidad y otros monstruos similares. Un ejemplo sencillo pero elocuente de la aparente distancia entre estos dos órdenes es la frase “aquí no hay WIFI, hablen entre ustedes”, que tiene cientos de versiones alrededor del mundo, especialmente en letreros de establecimientos públicos, y que se ha hecho viral, paradójicamente, a través de las redes sociales. Una búsqueda rápida de esta leyenda en Google arroja 631 000 resultados.
Las ciencias sociales críticas de las últimas décadas han desarrollado herramientas para estudiar las relaciones económicas, políticas y sociales que se dan entre diferentes escalas. Como ejemplos se pueden mencionar los enfoques transnacionales del campo de los estudios críticos de las migraciones o algunas aplicaciones que se hacen del concepto de acumulación por desposesión de David Harvey (2005) para examinar procesos situados de despojo en conexión con dinámicas globales. Pero no parecen estar atendiendo a la aparente divergencia que estamos experimentando entre estos diferentes órdenes de producción cultural. Las prácticas culturales micro se celebran muchas veces como fenómenos intrínsecamente positivos en virtud de su capacidad para consolidar vínculos, sentidos de pertenencia y arraigo territorial —sin que importe en muchos casos la especificidad de los contenidos y los significados que movilizan más allá de una comunidad—. Al mismo tiempo, el consumo mediado por tecnologías de información y comunicación se integra al paisaje de la vida cotidiana y su estudio se aborda mayoritariamente con herramientas descriptivas que apuntan más a fortalecer las cadenas de valor que a elaborar planteamientos críticos. Antes de las oleadas de derechización que caracterizan el fin del multiculturalismo, era difícil encontrar estudios multiescalares críticos que abordaran la relación entre esta emergencia de comunes morales y culturales a nivel global —los derechos humanos, el medio ambiente, el uso de mediaciones tecnológicas— y las muy diversas formas de producción de valores, emociones y significados que se dan en espacio-tiempos específicos. En los últimos años se ha presentado un relativo auge provocado por la discusión sobre los populismos, pero este no ha conducido aún a enfoques o corrientes teóricas que ocupen un lugar protagónico en las ciencias sociales críticas, al menos en América Latina (ver De Oliveira y Vargas, 2021; Sansone, 2021; Merino, 2018).
Para superar esta distancia hay dos conjuntos de herramientas conceptuales y metodológicas que consideramos deben tener una mayor atención de las ciencias sociales y humanas. En primer lugar, está el ya mencionado estudio de las culturas populares que tiene en autores como Jesús Martín Barbero un alto nivel de sofisticación teórica y que puede aportar elementos para estudiar el flujo de la significación a través de diferentes órdenes. Las distintas formas de relación entre lo popular y lo masivo señaladas por este autor pueden ser una clave central para estudiar la producción y reproducción de subalternidades en distintos niveles, sin abandonar la pregunta por la construcción de unos comunes culturales cuyo alcance no necesariamente coincide con la comunidad con la que se trabaja. Por supuesto, el estudio de las culturas populares tiene mucho que aprender de los feminismos en el sentido de asumir ética y políticamente la tensión permanente que constituye el lugar de enunciación del investigador. Pero, al mismo tiempo, la investigación colaborativa y situada puede nutrirse de nociones como las de “tópicos”, “visiones de mundo”, “sensorium” o “matrices culturales”, que permiten entender las formas en que los significados se decantan históricamente adquiriendo un peso que trasciende los discursos y prácticas visibles de las comunidades.
En segundo lugar, está el estudio de las emociones, que en los últimos años ha tomado un importante impulso en corrientes como el giro afectivo (Masumi, 2015; Beasley-Murray, 2008; Ahmed, 2015) o la historia de las emociones (Moscoso, 2015; Reddy, 2001; Garrido, 2020).
Uno de los problemas más interesantes (y menos abordados) de este campo es la relación entre las emociones vividas por el sujeto y las emociones como un hecho social. Las emociones subjetivas han sido ampliamente estudiadas por disciplinas como la psicología y la neurobiología, y se basan en la comprensión de las emociones como un fenómeno psico-fisiológico que involucra el cuerpo y la cognición orientando la acción del sujeto en un contexto dado. Sin embargo, para entender las emociones como fenómeno social se requiere una comprensión de cómo la experiencia emocional adquiere una dimensión colectiva que afecta la vida social. Es este tránsito el que nos interesa especialmente pues se relaciona directamente con las tensiones entre diferentes órdenes a las que nos hemos venido refiriendo.
En un aporte muy pertinente para esta reflexión, Sara Ahmed llama la atención sobre este paso de lo individual a lo colectivo a través de un ejemplo: el susto de una niña al encontrarse con un oso en el bosque. Para la neurobiología de las emociones el oso sería un estímulo que dispara una cadena de reacciones físicas en la niña que, al ser mapeada por su cerebro, resulta en una serie de procesos que constituyen la emoción (Damasio, 2009). Sin embargo, para Ahmed la pregunta más pertinente es: ¿por qué la niña teme al oso? Su respuesta es que:
La manera en que nos impresiona el objeto puede depender de historias que siguen vivas en tanto ya han dejado sus impresiones. El objeto puede sustituir a otros objetos o estar próximo a ellos. Los sentimientos pueden pegarse a ciertos objetos y resbalarse por otros […] Los sentimientos no residen en los sujetos ni en los objetos, sino que son producidos como efectos de la circulación. (Ahmed, 2015, p. 31)
En otras palabras, la vida social de las emociones se explica por asociaciones que adquieren una materialidad en los cuerpos y circulan a través de experiencias colectivas. Cabe aclarar que para Ahmed son las emociones y los sentimientos propiamente dichos los que circulan en la sociedad. Nosotros entendemos en cambio que lo que circula son las asociaciones entre signos y que la circulación de las emociones es una metáfora para referirse a los intercambios semióticos intersubjetivos que producen experiencias emocionales. Esta diferencia es importante para dar un anclaje metodológico al estudio de las emociones colectivas. La idea de que los sentimientos “se pegan” a los objetos puede ser muy sugerente, pero es imposible de verificar empíricamente. Un abordaje semiótico, en cambio, permite rastrear las formas en que las emociones subjetivas están vinculadas a asociaciones de gestos, narrativas, imágenes, sonidos, respuestas corporales, etc. que al circular a través de diferentes medios y modos dan lugar a formas de emoción colectiva como las que interesan a autoras como Butler (2007) y Ahmed (2015).
Ahora, es importante insistir en que esta circulación de asociaciones —como vehículo de la vida colectiva de las emociones— no se limita a las relaciones cara a cara propias de las prácticas culturales locales. En los flujos transnacionales de contenidos mediados tecnológicamente y en sus prácticas de consumo también se producen semiosis capaces de despertar y potenciar emociones. Más aun, las emociones transitan permanentemente entre lo presencial y lo virtual a través de ensamblajes sígnicos que se adaptan a diferentes modos de expresión. Como veremos más adelante, esta comprensión multimodal de la expresión emocional colectiva va de la mano con su multiescalaridad, es decir, con la posibilidad de darse simultáneamente y transitar también entre diferentes órdenes. Esto quiere decir que los enfoques que se concentran únicamente en las emociones como efecto de las redes y la comunicación masiva (como en Villa-Gómez et al., 2020; García y Heredia, 2017; Torres-Nabel, 2016), o aquellos que se concentran exclusivamente en las emociones como efecto de la cercanía física (como en Ramírez, 2021; Peláez, 2021), pueden estar perdiéndose de una gran parte de la dinámica social de las emociones.
Por otro lado, de acuerdo con Eva Illouz, ya sea en sus formas de circulación virtuales o presenciales, las emociones siempre vinculan valores y acciones. En palabras de esta autora, en la dinámica de las emociones:
En primer lugar hay una cognición, es decir, una creencia sobre el mundo. En segundo lugar hay una evaluación, esto es, una actitud positiva o negativa hacia un objeto específico. En tercer lugar hay una reacción corporal con sensaciones físicas que pueden ir de suaves a agudas. En cuarto lugar hay un afecto; y, finalmente, la emoción también contiene una motivación a actuar […]. Aunque la emoción no es acción per se, es lo que orienta e implica al yo en su ambiente social. Es al mismo tiempo lo que da un ánimo o coloración particular a un determinado acto y la energía interna que nos impulsa hacia ese acto. (Illouz, 2009, p. 382)
En otras palabras, en una experiencia específica las emociones articulan conexiones casi instantáneas entre los signos presentes en el entorno, los significados decantados en una cultura, los valores y los cursos posibles de acción. El problema de estudiarlas como un fenómeno psico-fisiológico individual es que eso que se llama “cultura” queda por fuera del panorama, como bien lo señala Ahmed. Pero al mismo tiempo, explicar la circulación a través de metáforas, sin atender a los detalles específicos de los procesos de significación, impide ver las complejas formas en que se produce esa articulación o asociación entre signos, emociones, valores y acciones.
Es importante insistir en que, al usar palabras como significación o significado, no nos estamos refiriendo al lenguaje verbal o a la estructura de signo propuesta por De Saussure, sino a las múltiples posibilidades de construcción de sentido que se dan en diferentes modos de experiencia (táctil, visual, auditivo, etc.) y en sus combinaciones, y que se abordan mejor con la semiótica de Peirce, la semiótica multimodal y otras escuelas similares. Es por ello que a lo largo de este artículo no hemos presentado una diferenciación conceptual entre significado y sentido. De una manera similar, al entender las emociones de manera amplia, es decir, incluyendo tanto las emociones subjetivas como las emociones colectivas, nos estamos alejando de enfoques que plantean una diferencia entre emoción y afecto, como las que caracterizan al giro afectivo de corte deleuziano. Esto no quiere decir que desconozcamos la relevancia de la noción de afecto de Spinoza en la comprensión general de las emociones. Quiere decir más bien que preferimos usar nociones que permitan conectar estas tradiciones filosóficas con enfoques y metodologías más útiles para el trabajo empírico y analítico.
El punto que queremos defender aquí es que las emociones tienen una historia social y colectiva gracias a la cual es posible tener significados compartidos, y que sin entender cómo se crean terrenos comunes de significación no es posible entender cómo se construye la diferencia en las relaciones de subalternidad. Para un uso de la noción de “terreno común” como metáfora que permite analizar la relación entre ejercicios intelectuales no necesariamente anclados al espacio, ver López (2018).
No hay fenómenos de discriminación, discursos de odio o estructuras de opresión que no tengan como base unos conjuntos de historias, emociones, valores y acciones compartidas por grupos humanos. Ahora, durante la mayor parte de la historia esa significación compartida ha dependido en gran medida de la existencia de un espacio físico en común (de ahí la metáfora del terreno). Pero sabemos que desde hace un poco más de un siglo la aceleración de las mediaciones tecnológicas ha venido des-espacializando cada vez más las cadenas de significados. Es esta producción de comunes semióticos que se da a través, principalmente, de las emociones, y que no necesariamente corresponde con lógicas espaciales, la que consideramos constituye una de las principales tareas de una agenda de investigación sobre culturas populares.
Deslocalización, relocalización, translocalización
Para los estudios de las culturas populares de los años 90, los fenómenos de desterritorialización y reterritorialización producidos por la globalización todavía se veían como una novedad. García Canclini, por ejemplo, entendía esta transformación a partir de dos procesos: “la pérdida de la relación “natural” de la cultura con los territorios geográficos y sociales, y, al mismo tiempo, ciertas relocalizaciones territoriales relativas, parciales, de las viejas y nuevas producciones simbólicas” (1990, p. 288). Hoy podríamos decir que para muchas personas en el mundo es más “natural” (en el sentido de “cotidiano” y “familiar”) conectarse a una red social o a una reunión remota de trabajo que asistir a una presentación escénica o tomar un café con los vecinos. Pero en todo caso, los dos procesos descritos por García Canclini se parecen mucho a la aparente divergencia de órdenes que mencionamos anteriormente: los mundos virtuales mediados por herramientas tecnológicas adoptadas globalmente facilitan un flujo transnacional de contenidos (y de emociones, valores y acciones) que pone en cuestión la noción misma de territorio. Por otro lado, esos mismos medios están plagados de reivindicaciones, regionalismos, nacionalismos y discursos sobre el valor de lo local y de las relaciones cara a cara y son utilizados para movilizar procesos de relocalización.
A manera de ejemplo, en el mes de octubre de 2022, en un capítulo de la telenovela mexicana “La rosa de Guadalupe”, apareció un personaje que usaba un “acento colombiano”. La reacción por parte de los internautas colombianos fue masiva y virulenta. Se acusaba a la actriz de mezclar diferentes acentos regionales y utilizar mal expresiones como “chimba”. El debate trascendió a los medios en una clara muestra de que la autonomización entre el flujo transnacional de contenidos y las relaciones locales es sólo aparente y de que la negociación de significados siempre parte de trayectorias históricas decantadas.
A lo largo de este texto hemos insistido en que la divergencia entre estos dos órdenes es aparente. Con ello no queremos decir que no existan, sino que no tienen una base ontológica, pero sí generan efectos en el flujo y producción de significados. Ahora, el riesgo de asumir esa dicotomía como algo con existencia positiva y no como el producto de una construcción discursiva es que se termine reduciendo un fenómeno muy complejo a una simplificación bipolar. En palabras de Ayora-Díaz:
La discusión predominante sobre los efectos de lo global en lo local o, en sentido contrario, de las resistencias de lo local a lo global, han dado lugar a efectos ontologizantes sobre estos términos, llevando a asumir que como conceptos ellos describen el carácter objetivo de estas condiciones y los oponen como una dicotomía lógica […]. Me parece que la noción de translocalidad, por ser multiescalar, da cuenta de relaciones horizontales tanto en el ámbito de lo descrito como global, como en lo frecuentemente descrito como local, desestabilizando ambas nociones como descriptoras de objetos o procesos monolíticos. (2017, pp. 98-99)
Ahora, la noción de translocalidad ya había sido usada por Mendieta y Castro-Gómez, quienes señalan que:
La globalización no es un proceso nebuloso y abstracto sino que se halla siempre localizado, es decir, que no existe ni puede existir con independencia de lo local. Cuando hablamos de “territorios globales” o de “comunicaciones desterritorializadas” no nos estamos refiriendo a procesos que ocurren “por fuera” de subjetividades y localidades específicas. (1998, p. 9)
En este artículo queremos ampliar la noción de translocalidad para entender que lo local o lo global no son ámbitos preexistentes a la agencia y al cambio cultural —como una especie de terrenos fijos sobre los cuales se mueven los actores—, sino que ellos mismos son efectos de las prácticas culturales. En ese sentido, la agencia individual o colectiva siempre produce en primera instancia una forma de localidad (sea virtual o presencial), pero sus efectos, las asociaciones que genera y las formas en que repercute en el mundo pueden tener diferentes alcances cuya calificación (global, viral, mainstream) es objeto de disputas en medio de la lucha por los significados. Es decir, no hay acciones que se planeen y ejecuten desde y en una instancia global (así como no hay prácticas, instituciones o discursos que sean puramente modernos), sino que existen múltiples lugares de enunciación y de agencia que en conjunto producen nuestra comprensión de lo local, lo global y sus ámbitos intermedios. O para decirlo en otras palabras, lo global no existe sino como un conjunto de comunes translocales —es decir, elementos compartidos (o impuestos) que se enuncian y apropian de maneras diferentes— que nunca llegan a abarcar realmente todo el globo.
¿Qué es entonces lo local? ¿Cómo entender una producción de lo local que no dependa del espacio geográfico y el territorio? Para Martín Barbero uno de los elementos que caracteriza a lo popular está en las relaciones familiares que se oponen a la abstracción de la vida mercantil, y que él no duda en relacionar con la “economía moral” (1983). El paso del mercado como espacio físico en el que las negociaciones se daban cara a cara a un mercado nacional sujeto a la variabilidad de variables macroeconómicas invisibles para los sujetos fue, según explica E. P. Thompson, un elemento central en los motines de subsistencia de la Inglaterra del siglo XVIII. En estas revueltas, los campesinos se revelaban violentamente frente a normas abstractas que contradecían relaciones consuetudinarias (Thompson, 2000).
Martín Barbero parte de esta noción de E.P. Thompson para explorar cómo las clases populares negocian, subvierten y transforman los discursos modernos usando tácticas —más que estrategias, siguiendo a De Certeau (1996)— que se expresan en formas de narración intermedial, como el melodrama. De acuerdo con Hermann Herlinghaus, lo intermedial corresponde a “aquellas estrategias y procedimientos (discursivos o no) que organizan, sin trascender las fronteras de un medio, una asimilación estética o funcional de códigos, elementos narrativos y performativos de otros medios” y que remiten en particular a “las prácticas populares que, narrando o imaginando narrativamente, atraviesan, ocupan y desocupan distintos terrenos simbólicos” (2002, pp. 39-40). El melodrama tiene así un carácter intermedial porque su narración puede transitar sin problemas entre poesías, canciones románticas, teatro de folletín o telenovelas sin delimitarse en una forma discursiva. Por otro lado, con respecto a las relaciones de familiaridad, dice Martín Barbero: “En el melodrama perduran algunas señas de identidad de la concepción popular, de eso que E. P. Thompson ha llamado “la economía moral de los pobres” y que consiste en mirar y sentir la realidad a través de las relaciones familiares en su sentido fuerte, esto es, las relaciones de parentesco; y desde ellas, melodramatizando todo, las clases populares se vengan, a su manera, de la abstracción impuesta por la mercantilización de la vida y de los sueños” (1983, p. 68).
Estas “tácticas de los pobres” dependen de relaciones de solidaridad y familiaridad que son determinantes para la producción de lugares y por lo tanto para la definición de lo local. Al fin y al cabo el prójimo (el próximo) se entiende como tal, así sea metafóricamente, por una relación espacial. Pero no es solamente la proximidad espacial la que produce la cercanía, sino también lo contrario: son las relaciones entre cuerpos, con toda su densidad semiótica y afectiva los que permiten que se pueda hablar de un lugar.
En este sentido, las relaciones de familiaridad no son exclusivas de la presencialidad física. Ahora los cuerpos se ven y se escuchan a distancia con una fidelidad nunca antes vista. A raíz de la pandemia muchos hemos podido experimentar de primera mano cómo a través de los intercambios virtuales pueden fluir relaciones de cercanía y afinidad que van mucho más allá de la transaccionalidad impersonal con que se suele asociar la mediación tecnológica. Los códigos compartidos a través de grupos de WhatsApp, comunidades de twitteros o cuentas de memes son vehículos privilegiados para la producción de ensamblajes o asociaciones entre signos, emociones, valores y acciones precisamente porque acuden a formas de narración intermedial similares a las que Martín Barbero o Herlinghaus describen para el melodrama. En efecto, no es un saber-poder articulado discursivamente lo que ocupa miles de terabytes en los servidores de TikTok o Instagram. Son asociaciones fluidas entre imágenes, sonidos, cuerpos, palabras y otras expresiones que transitan del video al meme y a los stickers de WhatsApp generando códigos, formas de hablar o moverse y valoraciones sobre el mundo cargadas de emociones con efectos tanto en los mundos virtuales como en los presenciales.
Esto da cuenta de formas populares de producción de lo común que no son rastreables desde las estadísticas agregadas o los algoritmos de las plataformas de contenidos, y que tampoco son visibles en la investigación colaborativa con organizaciones y movimientos sociales. Es claro que estas formas de narración no escapan a la producción de diferencia y subalternidad. De hecho, allí como en ningún otro espacio se negocian sentidos sobre la raza, la clase o el género, se ejercen resistencias y se movilizan luchas, pero también se potencian significados dominantes, se refuerza el statu quo y se reproducen relaciones de producción. En medio de todo esto lo popular, como siempre, no está de un polo ni del otro, sino atravesándolo todo en las direcciones múltiples de diversas agencias.
¿Cómo abordar entonces lo popular en esta condición translocal que se acentúa con la proliferación de los mundos virtuales? El enfoque que queremos privilegiar aquí es el de estudiar los procesos intermediales y multimodales de producción de significados comunes. La palabra intermedial, como ya se indicó, refiere al tránsito de una forma narrativa entre diferentes medios: libros, canciones, imágenes, video, etc. La palabra multimodal refiere a que la producción de significado se da de forma simultánea en diferentes modos de percepción: visual, kinésico, sonoro/aural, etc. Difícilmente podemos entender la translocalidad de lo popular si no podemos explicar cómo un sonido se convierte en una imagen, luego en un gesto corporal y luego en un código que permite calificar —y construir— la realidad dentro de un grupo social. Existen muchas herramientas de análisis multimodal (Kress, 2010; O’Halloran, 2012; Cárcamo, 2018) que permiten estudiar relaciones entre modos en experiencias o dispositivos comunicacionales concretos. Pero en este texto queremos proponer la noción de mundos de sentido por su potencial para conectar las relaciones de refuerzo o contradicción entre modos con el seguimiento a la semiosis a través de diferentes medios.
Un mundo de sentido es una configuración multimodal de la experiencia en la que diferentes modos de lenguaje (música, discurso, imágenes, movimientos, etc.) refuerzan los mismos contenidos o contenidos similares, de tal manera que las asociaciones que hacen parte de estos campos semánticos son percibidas como naturales y necesarias. Es decir, no se trata de cualquier contexto de percepción, sino uno en el que el horizonte de inteligibilidad queda copado por el refuerzo de significados relacionados, haciendo que sea muy difícil pensar o sentir algo “fuera de lugar”. De esta manera, no sólo es posible orientar la acción en el entorno inmediato de la experiencia, sino que se llegan a consolidar asociaciones entre valores, emociones y acciones que son duraderas y pueden ser compartidas convirtiéndose en objetos culturales (Hernández Salgar, 2016; 2020).
Es claro que no todos los procesos de construcción de significado en las culturas populares llegan a ser así de inmersivos y totalizantes. Pero la comprensión de cómo opera el refuerzo multimodal y cómo se generan sus efectos políticos es útil para estudiar aspectos particulares de la narración popular en su condición intermedial. Los memes son un excelente ejemplo de cómo se produce esta dinámica en experiencias que no necesariamente son mundos de sentido: un solo dispositivo comunicacional pone en relación un concepto con un valor y con una carga emocional a través de la combinación de contenidos verbales y no verbales, es decir, de diferentes modos. Esa imagen es luego repetida miles de veces a través de redes, cadenas de conversaciones, etc. y su reiteración a través de diferentes medios —su circulación intermedial— produce una solidificación de las asociaciones que comunica. Luego, en conversaciones cara a cara, es posible hacer referencia a ese conjunto a través de una breve alusión verbal o un gesto. El meme, más allá del medio específico que el que circule, se ha convertido en un objeto cultural que permite evocar una visión de la realidad y una comprensión del mundo común a miles de personas más allá de espacios físicos o virtuales.
El punto aquí es que la comprensión de cómo se narra lo popular no puede depender exclusivamente del análisis de productos, manifestaciones o experiencias concretas de forma aislada. La noción de mundos de sentido está basada en la familiaridad que se produce con la reiteración de experiencias similares, y ello permite entender que no todos los significados en una cultura se decantan de la misma forma o adquieren el mismo peso histórico. Por eso consideramos que una aproximación multimodal e intermedial al estudio de lo popular translocal requiere rastrear: 1) cómo se producen relaciones de refuerzo o contradicción entre diferentes modos, 2) cómo estas relaciones dan origen a asociaciones entre valores, emociones y acciones que se decantan en dispositivos comunicacionales, y 3) cómo la circulación de estas asociaciones a través de diferentes medios y dispositivos resulta en objetos culturales que resumen visiones de mundo que orientan la acción política. Esto, claro, implica una combinación de metodologías de análisis que pueden ir desde la etnografía hasta el análisis multimodal.
Desafortunadamente, por razones de espacio no podemos profundizar en las implicaciones metodológicas de esta propuesta o hacer una aplicación cabal (se puede encontrar una aplicación de este concepto en Hernández et al., 2020). Por lo pronto hemos querido aportar una serie de reflexiones para identificar algunos de los retos que entraña el estudio de las culturas populares desde una perspectiva translocal.
Palabras finales
A lo largo de este texto hemos realizado una aproximación crítica al estudio de las culturas populares. Discutimos cómo este tema ha sido parcialmente dejado de lado por las ciencias sociales latinoamericanas en favor de una preocupación por la producción de diferencia y relaciones de subalternidad. Argumentamos que este vacío ha generado un punto ciego para el abordaje académico de dinámicas sociales que están siendo determinantes para las grandes apuestas políticas del continente. Posteriormente, nos enfocamos en la importancia de estudiar la producción de significados comunes, incluyendo las emociones colectivas, a través de diferentes órdenes de producción de lo común.
A partir de esta discusión, propusimos diferentes aproximaciones a las nociones de lo global y lo local con el fin de resituar la idea de familiaridad en una definición de lo popular translocal. Entendemos que una de las características de la cultura popular es su naturaleza intermedial, es decir, su resistencia a ser delimitada en los formatos, herramientas y lenguajes de un determinado medio. Esto nos llevó a proponer el uso de métodos de análisis multimodal para explorar cómo se producen asociaciones a través de diferentes órdenes y niveles de realidad. Particularmente, nos parece útil explorar la forma en que el refuerzo entre diferentes modos de lenguaje puede naturalizar significados y producir ensamblajes duraderos entre signos, emociones, valores y posibilidades de acción, tanto en experiencias presenciales como virtuales. Creemos que un abordaje que contemple la producción de significados y emociones comunes en la cultura desde una perspectiva translocal es crucial para retomar el estudio de las culturas populares.
Agradecimientos
Este artículo es resultado del trabajo realizado en el marco de la estancia doctoral realizada en el Instituto Pensar por Brenda Díaz, estudiante del Doctorado en Ciencias Sociales y Humanas de la Pontificia Universidad Javeriana, durante el segundo semestre de 2022.
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Notas
*
Artículo de investigación.
Notas de autor
a Autor de correspondencia. Correo electrónico: oscar.hernandez@javeriana.edu.co
Información adicional
Cómo citar: Hernández Salgar, O. y Díaz Vargas, B. (2023). Emociones, translocalidad y comunes. Retos para la investigación sobre culturas populares en América Latina. Signo y Pensamiento, 42. https://doi.org/10.11144/Javeriana.syp42.etcr