Entre el Clasicismo y la modernidad. La blancura, una construcción cultural de Occidente*

Between Classicism and Modernity. Whiteness, a Cultural Construction of the West

Universitas Humanística, núm. 88, 2019

Pontificia Universidad Javeriana

Javier Aoiz Orduna a

Universidad Complutense de Madrid, España


Recibido: 18 Agosto 2019

Publicado: 20 Diciembre 2019

Resumen: Desde los orígenes de la cultura occidental, el blanco se ha identificado con la luz como fenómenos afines y, por ello, con el conocimiento, con Dios, con el fulgor primigenio y con el primer acto de creación que asimilaba la blancura al orden y la medida frente a la oscuridad del caos. Se reflexionará sobre la persistencia del concepto de blancura como una construcción de Occidente, fundamentado en el prejuicio perceptivo que considera el disegno lo esencial frente al cromatismo, hunde su raíz en el Clasicismo y ha llegado casi intacto hasta hoy. Se analiza la perdurabilidad de esta concepción estética occidental para concluir que, a pesar de los intentos de tabula rasa de la modernidad y del arte contemporáneo, nada ha cambiado y sigue siendo una construcción vigente. Para ello, se han utilizado, desde una perspectiva analítica, referencias documentales, fundamentalmente escritas, pero también filmográficas y artísticas.

Palabras clave:cultura occidental, blanco, semiótica del color, Clasicismo, modernidad, cultura estética.

Abstract: From the inception of the Western culture, white color has been identified with light, being akin to each other. Therefore, white was identified with knowledge, God, primeval flare, and the first act of creation that equated whiteness to order and measure as opposed to the darkness of chaos. This paper provides a reflection on the persistence of the concept ‘white’ as a Western construct on the grounds of a perceptive prejudice that considers the disegno as essential before the chromatism, which is rooted in the Classicism and has remained almost intact up today. The perpetuation of this western aesthetic concept is examined to then conclude that, despite all the attempts to do a tabula rasa by the Modernity and the contemporary art, nothing has changed and it remains in force nowadays. Under an analytical approach, this work uses documentary references, mostly written, together with some other filmic and artistic ones.

Keywords: Western culture, white, semiotics of color, Classicism, Modernity, aesthetic culture.

La cultura occidental se basa en un complejo catálogo de conceptos antagónicos que se necesitan recíprocamente para existir: luz y oscuridad, día y noche, orden y caos, esencial y superficial, principio y fin. Pocos conceptos son tan espontáneos como la oposición entre el blanco y el negro: aquel como sinónimo de lo luminoso, este identificado con la oscuridad. Sin embargo, en dicho sistema de opuestos, los significados asociados a cada color no son persistentes ni constantes y, por lo general, llevan aparejado un sentido doble: positivo y negativo. Quizá sea el blanco el que ha mantenido los más duraderos y estables: por un lado, se identifica con lo positivo, el conocimiento, la divinidad, y remite a ideas de pureza y limpieza. Pero, al mismo tiempo, asociado con lo negativo, evoca la ausencia, la pérdida de memoria, los fantasmas, la blancura cegadora de la nieve y la lividez de los difuntos.

Partiendo de estas premisas, la propuesta es reflexionar sobre el concepto estético de la blancura desde el punto de vista de la cultura occidental. Se trata de un estudio más amplio que si se tuviera en cuenta solo la pintura, ya que, además de otras artes visuales, abarca aspectos de la cultura como la literatura, el cine, la música, la moda, los usos sociales o la publicidad. Esta reflexión se ha sustentado fundamentalmente en el análisis de numerosas fuentes escritas y en la indagación de muchas otras de muy variada índole (filmográficas, artísticas, etc.). Pero también es producto de una profunda reflexión personal y de un esmerado trabajo de redacción para dar sentido, uniformidad y coherencia al pensamiento de tan diversas fuentes junto con el del propio autor. Una labor importante fue la elección de las cuatro imágenes, una por cada subapartado en los que se ha dividido este artículo, que sirven para completar y subrayar el argumento teórico en cuestión.

A lo largo de cuatro capítulos se reflexiona, de manera breve, acerca del blanco en cuanto a su iconicidad, significación y carga simbólica en la cultura occidental, su identificación, desde los orígenes de esta, con la luz como fenómenos afines, y, por ello, con el conocimiento, Dios, el fulgor primigenio y el primer acto de creación que asimilaba la blancura al orden y la medida frente a la oscuridad del caos. Se aborda la persistencia del concepto de blancura en Occidente, fundamentado en la idea de la acromática symmetria sin adornos de la Acrópolis de Atenas, y en el prejuicio que rechazaba los colores y consideraba el disegno lo esencial por encima del colorido. Esta construcción cultural hunde su raíz en el Clasicismo y ha llegado casi intacta hasta nuestros días.

En primer lugar, se analiza la ambigüedad de su naturaleza y las dudas que existen (o han existido) sobre el blanco en cuanto a si es o no un color verdadero, especialmente desde los experimentos que Newton hizo con la luz a finales del siglo XVII. En segundo lugar, se aborda la perdurabilidad del prejuicio estético que lo contrapone al color como algo superior, identificado con el dibujo, pero también con el fondo, lo transparente y lo incoloro. En tercer lugar, se reflexiona sobre la vigencia de las premisas de pureza y austeridad que conlleva y que, a pesar de los intentos de la modernidad y el arte contemporáneo occidentales de ruptura con el pasado, lo vinculan con el recato medieval y la tradición clasicista. En cuarto lugar, se estudia el carácter devorador de la blancura como un concepto estético que parece contaminarlo todo con su punto de vista. Se concluye al final que, antes que nada, se trata de una construcción cultural anclada en la manera en que Occidente mira el mundo, en su forma de observar, tocar, oír o probar. Es un concepto estético que sigue hoy tan vigente como lo estuvo en el pasado, un tipo de blanco que lo envuelve todo con su tamiz y devora lo que tiene a su alrededor. Está en todas partes, en el arte, en el cine, en la moda, en el gusto estético. Brillo y mate al mismo tiempo, es un blanco limpio, moral y racional que denota estatus social, orden y austeridad.

El blanco bajo sospecha: ¿es o no es un color verdadero?

La tradición occidental ha relacionado el blanco con la luz, como un color verdadero vinculado a ella, uno de los dos polos en el unicum que, según Plotino (2007, pp. 91-102), fluye entre la luminosidad y la oscuridad. Por eso, desde los orígenes de la civilización occidental, se identificó con el germen del universo, con el fulgor primigenio, con el primer acto de creación, que asimilaba la blancura al orden y la medida frente a la oscuridad del caos, de lo amorfo. En una doble escala de tres colores (blanco-rojo-negro), para la mentalidad medieval, la luz era una emanación de Dios, por eso los colores más valorados (blanco, oro y rojo) eran los más saturados, densos y luminosos (Gombrich, 2000, p. 8), antagonistas de las tinieblas, por estar más cerca del Creador (Pastoureau, 2006, pp. 153-157). En cualquier caso, el blanco era uno de los colores fuertes en cualquier escala cromática, vinculado a lo divino: luz frente a oscuridad, virtud frente a pecado, verdad frente a mentira.

Si es uno más entre los colores, habremos de tener en cuenta todas las dificultades existentes a la hora de establecer una teoría en torno a ellos. Albers (2005, p. 15) señaló que nuestra memoria visual es tan pobre que nos resulta muy difícil recordarlos en su matiz exacto ya que son una simple sensación y la percepción que tenemos de ellos varía en función de las condiciones de iluminación, el entorno, el modelo cultural, etc. Rara vez vemos un blanco aislado de otros colores, continuamente resulta alterado e influido por los que tiene contiguos, e, incluso, por otros matices de blanco. Así, al observar diversos blancos, unos junto a otros, la tendencia es buscar cuál de ellos es el más puro, el más auténtico, cuál es el más blanco entre los blancos (Batchelor, 2001, p. 105). Muchas veces tendremos que recurrir a los gestos y las comparaciones, y para diferenciar uno de otro, procederemos a señalarlo.

En la obra de Jean Baptiste Oudry, El pato blanco, de 1753 (Fig. 1), junto con un candelabro de plata —que en heráldica equivale a este color (Sánchez, 1999, p. 344)—, podemos ver una gran variedad de blancos: las plumas del ave, la vela, la tela de raso, el papel y los azulejos del fondo. ¿Cuál entre ellos es el más blanco? ¿En qué punto exacto deja de serlo y se transforma en amarillo, gris o azul? El ojo humano es capaz de distinguir un número amplio, pero limitado, de matices de blanco, lo que a menudo depende íntimamente de los diversos sistemas culturales. Ninguna lengua es capaz de nombrar la inmensa gama de tonalidades con total exactitud (Ball, 2003, pp. 32-36). Trione (2004, pp. 162-165) argumenta que las palabras que definen cada matiz de color dependen de variables como la fuente luminosa, el contexto, el efecto psicológico, la influencia de los colores contiguos o el modelo cultural. Así, en español, existe un solo sustantivo para designarlo, al que pueden añadirse diversos adjetivos en función del matiz, luminosidad o tonalidad, de manera que podríamos hablar de blanco nuclear, blanco roto, blanco puro, blanco marfil… Y lo mismo ocurre con otros idiomas del entorno, como el francés, el inglés, el alemán o el italiano. En cambio, el lenguaje de los esquimales, adaptado a un ámbito de blancura, es capaz de diferenciar muchos matices de ella y contiene una gran cantidad de palabras que designan la diversidad cromática de su contexto, mientras que apenas usa vocablos para el resto de colores (Heller, 2004, p. 103). También el latín distinguía el blanco brillante o candidus del blanco mate o albus. En otras culturas sucede algo similar: los inuit percibían siete variedades de blanco. En la India los textos sánscritos distinguen el blanco brillante, el blanco de la luna otoñal y el de las nubes, el blanco color plata, leche de vaca, rayo de luz, perla, concha, estrella. Los japoneses, por su parte, poseen seis términos diferentes para evocar la blancura, percibida no solo en función de su brillo o de su calidad mate, sino también según la energía que contiene.

Cada vez son más escasas las culturas cuyo vocabulario refleja todas estas sutilezas cromáticas, pero los simbolismos relacionados con el blanco conservan casi intactos algunos de los significados que lleva aparejados desde los orígenes. Parece indudable que a lo largo de la historia la blancura se ha ido cargando de simbologías en muchos casos antagónicas y que difieren mucho de unas culturas a otras (Pastoureau, 2009, pp. 82-83). Frente al elogio de la sombra del mundo oriental (Tanizaki, 2005), la cultura occidental ensalza la iluminación, a veces desmesurada (Rodríguez, 1998, p.15). Mientras en algunos pueblos orientales es el color del luto, en Occidente es el negro, su contrario, el que se identifica con la oscuridad, la muerte y el duelo (Pastoureau y Simonnet, 2006, p. 58): blanco frente a negro, el día opuesto a la noche.

Además, como los extremos se tocan, los antagónicos pueden llegar a ser análogos, de manera que, siguiendo la argumentación de Batchelor (2001, p. 18), el blanco y el negro, dos polos cromáticos opuestos, pueden tener significados similares, ya que, como la niebla espesa, un exceso de luz ciega e impide ver, igual que la blancura que invade a los protagonistas de Ensayo sobre la ceguera (Saramago, 2003, p. 9), y representa lo inconmensurable que produce terror en el hombre, incapaz de abarcar sus difusos límites, como la aterradora ballena albina de la novela de Melville (2002, pp. 154-156), símbolo de absoluta maldad. Este tipo de blanco pertenece al terreno de los fantasmas, los sepulcros y la lividez del rostro de los difuntos. Sería la austeridad, la falta de cromatismo, el no-color, y se vincula con el silencio, la soledad, y la ausencia: una página blanca es la que no tiene texto, una nota en blanco no suena, una noche en blanco es la que se pasa sin dormir, un cheque en blanco no tiene importe.

Jean Baptiste Oudry, El pato blanco (1753). Colección particular
Figura 1.
Jean Baptiste Oudry, El pato blanco (1753). Colección particular


Fuente: Gage, 2001, p. 193

También parece claro que el blanco es uno de los colores que tienen asociadas connotaciones simbólicas más potentes, permanentes y en algunos casos universales. Suele denotar valores positivos; se vincula con la pureza, la virginidad y la inocencia, las virtudes espirituales, la higiene y la limpieza, la verdad y el bien. Es universalmente el color de la paz, representado por una paloma o una bandera blancas. Es la inocencia infantil en la piel de Blancanieves(Walt Disney, 1937), doblemente blanca y pura, frente al mal y el pecado de la manzana roja que le ofrece la bruja malvada, vestida de negro; es Luke Skywalker y la princesa Leia ataviados de blanco frente a la oscuridad del lado oscuro encarnada por el malvado Darth Vader en Star Wars (George Lucas, 1977). También se asocia con la leche como alimento primigenio, dador de vida, incluso para el hijo del Dios cristiano, y con el huevo y la concha como símbolos del origen del universo, del comienzo de todo.

En muchas culturas se identifica con lo divino. Zeus se presenta a Europa como un toro albino; las vacas níveas en la India son encarnaciones de la luz; y la garza y el ibis de color albo son aves sagradas que simbolizan la inmortalidad en China. Además, si para la teología cristiana medieval la luz era una emanación divina, el blanco por su brillo quedaba vinculado con esa claritas(Coomaraswamy, 2001, p. 33), con el resplandor divino, con el conocimiento verdadero. Para la cristiandad representa al Dios Padre, al Hijo de Dios y al Espíritu Santo, a sus mensajeros los ángeles y, desde el establecimiento del dogma de la inmaculada concepción en 1854, también es el color que viste la inocencia de la Virgen. Blancos son los ropajes reservados para el papa, máximo representante de la Iglesia y vicario de Cristo en la Tierra o la fumata que en el Vaticano anuncia el nombramiento de un nuevo pontífice. Además, es el color litúrgico en las festividades católicas consideradas mayores, por eso en Navidad, en Semana Santa y en todas las fiestas en honor de Cristo, de la Virgen y de los santos que no fueron mártires, el ritual de la misa se celebra por sacerdotes ataviados de blanco resaltado con oro (Pastoureau, 2006, p. 163). De blanco resplandeciente aparece Jesús cuando adopta su naturaleza divina: en la transfiguración del monte Tabor (Mateo 17:1-2), en la visión de San Juan al comienzo del Apocalipsis (Apocalipsis 7:9-14) o en la ascensión tras su resurrección (Pastoureau y Duchet, 2009, p. 73).

En cualquier caso, la cuestión de si el blanco es o no un color verdadero no habría tenido ningún sentido en la Antigüedad ni en la Edad Media. Entonces, el color se medía, sobre todo, en una escala que iba de la luz a la oscuridad (Ball, 2003, p. 11), en la que el blanco era el polo de luminosidad, el negro se identificaba con las tinieblas y los demás colores eran una mezcla entre ambos. En este contexto no solo era un color incuestionable, sino que, junto con el rojo y el negro, sería uno de los tres básicos en la “escala de tricromía” medieval (Sánchez, 1999, p. 324), o de los cuatro que componían, según Plinio (2001, p. 87), la austera “paleta de cuatricromía” de Apeles (Ball, 2003, p. 104), el pintor más famoso de la Antigüedad —habríamos de añadir el amarillo—, según la hipótesis formulada por los antropólogos Berlin y Key (1983).

Las dudas con respecto al blanco surgieron desde los experimentos que sobre la luz y la refracción realizó Newton entre 1670 y 1672, publicados en 1704 en su libro Opticks, por no ser uno de los siete colores en que se descompone la luz. Desde entonces hasta casi nuestros días, dejó de considerarse uno más entre los colores del espectro: si por colores se entienden los que son producto de la descomposición prismática de la luz, habríamos de concluir que el blanco no lo es y se situaría al margen de los colores propiamente dichos. Pero, por otra parte, enseguida deberíamos añadir que sí lo es e incluso que es algo más que eso: podríamos decir que es “el color verdadero” por ser la suma de los que componen la luz visible e incolora, el compendio de todos ellos, de manera que la luz sería blanca (Batchelor, 2001, p. 102). Además, como en su doble naturaleza también es sustancia, debería considerarse un color en el aspecto puramente material del término porque, al no poder obtenerse de la mezcla sustractiva de ningún otro, constituye uno de los básicos en la paleta de cualquier pintor, uno de nuestros cuatro primarios, junto con el amarillo, el rojo y el azul (Heller, 2004, p. 155). Afortunadamente, hoy en día hemos recuperado “la sabiduría antigua y volvemos a considerar el blanco como un color con todas las de la ley” (Pastoureau y Simonnet, 2006, p. 52).

Una luz cegadora: blancura frente a cromatismo

Si el blanco es un color verdadero e incuestionado, ¿cómo se introdujo su equivalencia con lo incoloro, la ausencia de color, lo transparente? El prejuicio contra los colores, unido al afán de austeridad de san Bernardo, el Císter y la Reforma protestante, contribuyeron a perpetuar la predilección por lo acromático en el sistema cultural de Occidente y a incrementar su identificación con la blancura. Este recelo se vio reforzado con las disputas renacentistas entre dibujantes florentinos y coloristas venecianos: el blanco quedó asociado con el disegno como elemento esencial de las artes que, según Kant (2003, p. 177), las conectaba entre sí, además de con el intelecto y con Dios, elevándose sobre los colores entendidos como algo engañoso y superficial (disegno versus colore).

Este tabú se acentuó desde el siglo XV cuando, con la invención de la imprenta, el saber comenzó a transmitirse en libros impresos en negro sobre blanco. Al convertirse el papel en el principal soporte de textos e imágenes, pronto se introdujo una equivalencia entre el fondo, lo incoloro y el blanco, por lo que este pasó a ser el grado cero del color, es decir, su ausencia. Según Christin (2009), la letra, el signo, la línea impresa con tinta negra era lo que tenía contenido, y, por tanto, lo esencial, serio y profundo. Por el contrario, el papel blanco, convertido en el principal fondo de textos e imágenes impresos, terminó por identificarse con lo carente de contenido, lo transparente.

En la Antigüedad y en la Edad Media, lo incoloro se identificaba con lo que no tenía pigmentos: de la misma manera que ocurría con lo rojo, lo amarillo o lo azul, lo blanco era también lo coloreado, porque para conseguirlo había que teñir con algún material con el cual obtenerlo. Alcanzar un blanco denso, brillante y estable fue durante mucho tiempo algo tan difícil de elaborar (requería un largo y costoso proceso de tintura) que se trataba más de una utopía teórica que de algo real y tangible. Todo ello cambió con la aparición de la imprenta. Desde entonces y hasta casi nuestros días, las imágenes se han venido representando fundamentalmente en diferentes grises impresos sobre papel blanco. Aunque actualmente la tecnología permite hacer muy fieles reproducciones en color, no fue así hasta finales del siglo XX, por lo que hasta entonces muchos historiadores del arte, críticos, arqueólogos e incluso los propios pintores consideraban más fieles a las obras originales sus reproducciones en blanco y negro que cuando se imprimían en colores. Por tanto, el testimonio que se tenía del pasado, el saber (y también la pintura) se transmitía mediante imágenes, grabados y fotografías sin cromatismo. Quizás, por ello, en Occidente muchos de nosotros, acostumbrados durante siglos a pensar en blanco y negro, hayamos aprendido el pasado desprovisto de sus colores (Christin, 2009, p. 11), lo que sin duda ha contribuido a que se considere algo no esencial y a que, además, en ocasiones, se vea blancura donde en realidad hay colorido (Sánchez, 1999, p. 323).

La preferencia por la forma, la ausencia de colores y de adornos está tan interiorizada en su manera de pensar, entender y mirar el mundo que parece que a Occidente le cuesta ver los colores. Tal vez por eso, en ocasiones, ha confundido lo colorista con lo incoloro, y este con la blancura (Wittgenstein, 1994, p. 2), como ha ocurrido y ocurre en el caso del movimiento minimalista, identificado muchas veces con el blanco, a pesar de que la mayoría de sus artistas utilizaron los mismos colores chillones e industriales que usó el pop-art, identificado, por el contrario, con el exceso de colorido. En general, no es que exista una ausencia de cromatismo en sus obras, simplemente hay una especie de ceguera, un no querer (o no poder) ver los colores. Esto mismo le ocurrió al Neoclasicismo que, para salvaguardar su ideal de pureza y austeridad sin adornos y sin colores, ignoró los descubrimientos arqueológicos de la época que evidenciaban la policromía de las estatuas y los edificios griegos, y abogó por una blancura inmaculada y sin fisuras, que era más bien un ideal, una meta de pureza a la cual retornar, aunque su consecución fuese utópica e inalcanzable.

Antonio Canova, Paolina Borghese como Venus victoriosa (1804-1808). Galleria Borghese, Roma
Figura 2.
Antonio Canova, Paolina Borghese como Venus victoriosa (1804-1808). Galleria Borghese, Roma


Fuente: Toman, 2000, p. 270

En la Galería Borghese de Roma, reclinada en su triclinio, Paolina, la hermana de Napoleón, de tan solo veinticinco años, muestra en su mano izquierda la manzana que la señala como vencedora del juicio de Paris (Homero, 2000, p. 483) y la identifica con Venus victoriosa. Dirige la mirada hacia su izquierda y ofrece el esplendor de su cuerpo con cierto aire despreocupado, enfatizando la distancia que la eleva muy por encima del espectador. A un paso de ser tachada de inmoral, esta obra de Antonio Canova, con su blancura de mármol de Carrara, emblematiza el ideal occidental de eterna belleza clásica, sin manchas ni colorido, superior a la carne corruptible. Este es un tipo de belleza que Occidente miró con delectación (Barasch, 2010, pp. 261-263), y que “en su antinaturalismo, era vista como materialización perfecta del mundo ideal que se pretendía imitar […], como la expresión más genuina, acaso, de la modélica e idealizada Antigüedad clásica” (Bendala, 2009, p. 33). Esa clase de belleza blanca, sin cosméticos, lisa, pura, sin vello ni hendiduras, se encuentra por encima de lo real y nos remite al mito de Pigmalión, el cual, por boca de Orfeo, narró Ovidio (1985, pp. 240-241) en Las Metamorfosis: el escultor, perdidamente enamorado de una de sus propias creaciones, necesitaba que la diosa la transformase en carne para que, de esta manera, tuviera sentimientos y fuera accesible. La estatuilla de marfil, reinventada en escultura de mármol blanco bajo la influencia del Neoclasicismo (Stoichita, 2006, pp. 37-81), se convierte, por la acción benefactora de Afrodita, en las carnaciones de una mujer real, Galatea. Dos conceptos antagónicos en Occidente vienen a elevar la blancura por encima del colorido, entendida aquella como algo superior y perteneciente al mundo de las ideas, y este como algo corrupto e inferior, propio del ámbito material y engañoso de los sentidos: frente a la pureza fría e impenetrable de la estatua, elevada como una diosa a causa de su belleza y su blancura, Galatea ofrece el color, la tibieza y la blandura de la carne. Es este un prejuicio perceptivo que ensalza la pureza marmorea de Paolina Borghese (Fig. 2) por encima de la corrupta sensualidad material (Sánchez, 2013, p. 200) representada por la Olympia pintada por Manet en 1863.

En su viaje por la oscuridad del universo conocido, en 2001: Odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1968), el comandante Dave Bowman atraviesa mundos de color hasta llegar a un ámbito de luminosidad sin límites de tiempo ni de espacio. Ha ascendido a través del color, desde la oscuridad a la luz del conocimiento absoluto, al blanco infinito y trascendente. Parece que con el nacimiento se produce una caída del hombre en el mundo terrenal y colorista desde un paraíso repleto de luz blanca, un lugar de pureza, orden y perfección, de total conocimiento, al cual se pretende regresar, y al que, de hecho, se asciende tras la muerte. Vida y muerte quedarían así unidas por la blancura de la cuna y del sudario, “como si el ciclo de la vida empezase [...] y terminase en el blanco” (Pastoureau y Simonnet, 2006, p. 58), pasando por la degradación colorista que supondría la existencia terrenal humana (Batchelor, 2001, pp. 31-38). En este sentido, el color significaría un descendimiento desde un estado más puro y sublime (Lichtenstein, 1989, p. 50), igual que la caída de Lucifer procedente de la luz de Dios al reino de las tinieblas (Apocalipsis 8:8-9), como la de Dorothy en el mundo del inconsciente lleno de colores frente al orden y la armonía en blanco y negro de Kansas en El Mago de Oz (Fleming, 1939); o la del ángel que en El cielo sobre Berlín baja del Edén desprovisto de cromatismo a la vida terrenal policromada (Wenders, 1987). Sería, en fin, una pérdida de la gracia como le ocurre a Marlow en El corazón de las tinieblas de Conrad (2002, pp. 26-27), un descenso a lo contaminado e impuro que, en la novela, representa el primitivismo del continente africano.

Para evitar esa caída, se precisaría dominar, ordenar y clasificar el color, someterlo a la disciplina del dibujo y la forma hasta convertirlo en los colores, una vez pasados por el filtro de la cultura y el lenguaje. Una realidad basada solo en ellos, sin el sustento de la forma, en Occidente parece impensable, caótica, incomprensible. En cambio, sí resulta plausible un mundo en blanco y negro, sin cromatismo. Quizá por ello, en general, la cultura occidental prefiere los denominados colores “estéticos”, fijados en la memoria colectiva como tales y que, según Brusatin (1997, p. 29), se identifican con lo mate, poco saturado y blanqueado por la pátina del tiempo, los cuales, por ello mismo, alcanzan un plus de gravedad y seriedad.

Sirvan ambos ejemplos, la estatua de Canova y la película de Kubrick, para enfatizar la pugna entre color y blancura, y el prejuicio perceptivo a favor de esta última arraigado en la cultura occidental como un sustrato que todo lo contamina. Simulacro y verdad, piedra y carne, la diosa frente a la prostituta; dos aspectos, dos caras de la misma realidad: lo inmutable y lo corrupto; la espiritualidad de la luz sobre lo terrenal del cromatismo; la blancura por encima del colorido.

Tabula rasa

El prejuicio de Occidente contra los colores, que los considera algo engañoso e impuro, un mero adorno superficial, ancla su raíz en las filosofías de Platón y Aristóteles (Bayer, 2002, p. 39) y su rechazo por la imitación y por las artes, junto con la symmetria de la Acrópolis de Atenas. Rastreando la huella de este prejuicio hasta la actualidad, comprobamos que todavía a mediados del siglo XX Bernard Berenson, siguiendo la estela de Karl Friedrich Schinkel, Le Corbusier o Adolf Loos, aseveraba que el color pertenecía, sobre todo, al mundo de lo vulgar y manifestaba abiertamente su preferencia por el dibujo (Batchelor, 2001, p. 49) como garante de producir sensaciones ideales que estarían por encima de las simples sensaciones experimentadas en la vida cotidiana. Este recelo ha llegado hasta hoy en los edificios transparentes de la Glass Culture, los cubos a modo de capillas para la contemplación o los monocromos blancos (Rose, 2005, pp. 159-189).

Igual que en el pasado, en Occidente hoy se sigue creyendo que la gravedad, la seriedad en el arte y la cultura, es un asunto en blanco y negro, incoloro, inodoro e insípido, y que la profundidad se mide sin colores (Pastoureau, 2006, pp. 121-128). Por el contrario, se sigue identificando el color con lo vulgar y lo superficial (Batchelor, 2001, pp. 34-36); es el “colorín” del papel couché frente a la prensa seria que suele (o solía) ser en blanco y negro. Se relaciona con lo grotesco, los excesos del carnaval previos a la Cuaresma, lo infantil de los payasos del circo; con la falta de elegancia propias de la exageración y la extravagancia del rococó o las plataformas y el brillo de los años setenta del siglo XX, frente a la moda a la griega con que Louis David retrató a Madame Récamier en 1800; con lo pintoresco y orientalizante de los damasquinados de La India, el reggae de los pueblos caribeños, las estéticas decoloniales americanas (Mingolo y Gómez, 2012, pp. 12-14), los zocos de Túnez o Marruecos, frente a la austera elegancia acromática de la Acrópolis de Atenas o, siguiendo su estela, las arquitecturas blancas y desnudas de John Pawson; la pureza extrema del monocromo contra la paranoia multicolor del Seargent Peppers de los Beatles unida al consumo de LSD o los colores ácidos de la música house asociados a las drogas de diseño como el éxtasis; lo mate frente a lo brillante; la elegancia contra el mal gusto; lo esencial ante lo superficial.

Icono y símbolo, armonía y desornamentación, la blancura sería entendida en Occidente como algo serio y ordenado, bueno, limpio e inmaculado, a cuyo lado todo se vuelve positivo (Pastoureau y Simonnet, 2006, p. 53), frente a lo impuro y superficial de lo colorista, visto como un maquillaje que conlleva las connotaciones de embriaguez, extranjero, primitivo, indígena, orientalizante, heterogéneo y poco riguroso. De esta íntima vinculación del blanco con la luz han derivado imágenes muy diversas a través de los siglos: desde las columnas del Partenón, las vestimentas del Cristo resucitado en los mosaicos hasta la pureza del mármol neoclásico. Así mismo, se observa su asociación con lo acromático: el tejido sin teñir propio del Císter y la Reforma, los fondos sin color de los libros impresos hasta, en su búsqueda del grado cero en el arte, las pinturas suprematistas y sin adornos de Malevich o los monocromos blancos de Robert Ryman.

Según Batchelor (2001, p. 49), en su afán de pureza, Le Corbusier (2005, p. 201) viajó a Atenas para encontrar en la Acrópolis un referente ideal de blancura, belleza y perfección. En cambio, los artistas occidentales de vanguardia del siglo XX, en su búsqueda de un nuevo punto de partida para la pintura, intentaron romper con el pasado (Replinger, 1998, p. 43). Para ello siguieron la estela de reducción del arte a su esencia, iniciada por Turner o Monet, y llegaron al monocromo, paradigma de desornamentación, con las pinturas suprematistas de Malevich —especialmente su Cuadrado blanco sobre blanco, de 1918—, convertido desde entonces en emblema de la pintura despojada y sin adornos. En este camino de austeridad, algunos artistas contemporáneos como Hiroshi Sugimoto o James Turrel han tratado de reemplazar el color-materia por algo más etéreo: la luz (Sánchez, 2013, p. 207). Por el contrario, otros artistas se decantan por el aspecto puramente material de la pintura: a Ryman, por ejemplo, no le interesa el blanco en cuanto color, ni en cuanto luz, sino que lo que le importa es cómo su simplicidad desde el punto de vista material pone de relieve todo lo que se haga en o cerca de él. Así mismo, y aun a riesgo de contradecir la voluntad y la modestia del propio artista, como bien analizó Calvo (1993), alcanza esa pureza en un sentido metafísico, ya que esa inclinación por el blanco, por la desnudez sin adornos, se corresponde con la mística espiritual protestante imperante en los países anglosajones.

John Pawson, Casa Palmgren (2006-2013). Drevviken, Suecia. © John Pawson/Project Architects; Shingo Ozawa, Seamus Kowarzik. Fotografía: Gilbert McCarragher
Figura 3.
John Pawson, Casa Palmgren (2006-2013). Drevviken, Suecia. © John Pawson/Project Architects; Shingo Ozawa, Seamus Kowarzik. Fotografía: Gilbert McCarragher


Fuente: Palgrem House, s.f.

Este tipo de obras de arte sin adornos tratan de negar el pasado. Sin embargo, a pesar de ello, en su afán de geometría y economía de elementos, según Kuspit (citado en Zabalbescoa y Rodríguez, 2001, p. 19), mal que les pese “enlazan con la tradición occidental”, con la pureza clasicista de Winckelmann (2008) y con la austeridad cromófoba de san Bernardo. No puede ser mera casualidad que la arquitectura blanca y de líneas puras del británico Pawson se haya empleado para su Monasterio de Nuestra Señora de Novy Dvur, en la República Checa, construido como ampliación del antiguo edificio neoclásico, para la orden del Císter, que cuenta entre sus principales características con la austeridad extrema. Ya Malevich, a principios del siglo XX, consideraba que la economía de medios era la nueva medida para todas las artes (Marchán, 2005, p. 121) y Mies van der Rohe sostenía que la armonía de los objetos, su reduccionismo racionalista, transmite un orden espiritual que conecta con el Clasicismo y con la espiritualidad debido a la ausencia de elementos secundarios.

Se busca la sencillez y la máxima reducción para eliminar cualquier evocación ilusionista, toda alusión simbólica y representacional, y centrarse en cuestiones puramente formales como son el color, la escala, el volumen o el espacio circundante, de manera que entablan un diálogo íntimo con la arquitectura que las contiene. Así mismo, esta se relaciona con el paisaje que la rodea, como en el caso de la Casa Palmgren (Fig. 3) en Suecia, también obra de Pawson, que en invierno, cuando el entorno se cubre de nieve y el lago Drevviken se congela, se vuelve casi invisible. Mediante la supresión de marcos, tabiques y puertas se elimina cualquier distracción para quedarse con la esencia (Zabalbescoa y Rodríguez, 2001, pp. 24-25). Desaparecen las barreras entre las diferentes disciplinas artísticas y se difuminan las fronteras entre pintura, escultura, instalación o arquitectura.

El cubo blanco

Mediante la blancura, la obra de arte se ve amplificada y ensanchada por las paredes del lugar donde se expone, pintadas del mismo color. Al extraviarse toda referencia, la pintura pierde su bidimensionalidad para convertirse en instalación, en arquitectura. Como si se tratara de una cárcel de paredes ilimitadas, el cubo blanco que las contiene se transforma en una ilusión de vastas expansiones (O’Doherty, 2011, pp. 19-37). Precisamente, quizá lo que más atraiga de este tipo de obras de arte sea la sugerida dilatación ad infinitum del espacio, la sensación de encontrarse en un interior cerrado que contiene, sin embargo, un universo claro, limpio y ordenado.

En la Dia:Beacon (Dia Art Foundation) de Nueva York hay una sala que contiene la obra del artista norteamericano Robert Ryman titulada Varese Wall (Fig. 4). Se trata de una pintura blanca de gran formato, con unas dimensiones de ocho metros de largo por tres de alto, realizada en 1975 sobre un panel de madera. Instalada según los estrictos dictados de su autor en cuanto a cómo y dónde exponer sus obras, fue ideada para estar colocada sobre el muro blanco pero separada de él a una distancia de poco más de medio metro y apoyada en el suelo sobre cinco pequeños bloques de goma-espuma azul claro. La propia obra de arte es también una especie de pared que muestra la fina línea existente entre una pintura y el fondo que la sustenta. Cuando el espectador entra en lo que O’Doherty (2011, p. 109) denomina “el cubo blanco”, se siente de inmediato atraído por las superficies blancas que le invitan a acercarse para observar su delicada agitación y le aturden en la imponente envergadura de la obra pictórica.

Robert Ryman, Varese Wall (1975). Dia Art Fundation, Nueva York. © Collection Dia Art Foundation, Promised Gift. Fotografía: Bill Jacobsen.
Figura 4.
Robert Ryman, Varese Wall (1975). Dia Art Fundation, Nueva York. © Collection Dia Art Foundation, Promised Gift. Fotografía: Bill Jacobsen.


Fuente: Varese Wall, s.f.

En efecto, en esta sala de la Dia Art Foundation uno se siente desorientado. Todo a su alrededor es blanco, excepto las pocas personas que allí se encuentran, el pavimento y los pequeños calzos de goma-espuma azul que apoyan la obra pictórica en el suelo. El espacio de la sala se mezcla, se desdibujan sus límites, la pintura se confunde con la blancura del muro que tiene detrás y se extiende por él. Su claridad libera el espíritu del espectador que puede así comprobar que el blanco lo es todo, porque lo contiene todo y lo vuelve blanco.

¿Qué puede decirse de esta obra monocroma aparte de describir sus dimensiones, sus materiales y su forma de realización? ¿Se trata de una pintura, una instalación o una arquitectura? ¿Qué la diferencia de la pintura blanca del muro subyacente donde se cuelga para ser expuesta? Varese Wall establece una dialéctica con el espacio concreto donde se expone, que también está pintado de blanco, pero no es, de ningún modo, una pintura en el sentido artístico. La frontera entre obra y muro donde se muestra desaparece o es sometida a presiones y violencias tan fuertes que, según Garrels (1988), se hace real la idea de que el arte nos envuelve (pp. 10-13). La pared juega un papel primordial en la experiencia y el significado de las obras de Ryman, con independencia de su tamaño, y de la interacción entre la pintura y el soporte. El propio artista reconoció la simbiosis entre su obra pictórica y el muro que les sirve de apoyo (Garrels, 1988, p. 13). En su ambición de “pintar la pintura” (Storr, 1993, p. 45), Ryman no solo ha pintado para y sobre paredes, sino que, en ocasiones como en esta, las ha simulado, confundiéndose con ellas.

La blancura de Varese Wall es de esa clase que, siguiendo a Batchelor (2001, pp. 9-10), rebasa sus propios límites, repele lo que es distinto e inferior a ella y lo devora, de manera que vuelve blanco todo lo que la rodea, sin que nada se le escape. Es un blanco cuya misión es desnudar, purificar y en cuyo espacio no cabe la posibilidad de la mentira; un interior cerrado pero enorme, silencioso, vacío —aunque estuviera lleno con la obra pictórica—, privado por completo de los colores, lo que la conecta, aun contra la intención del propio artista, con la tradición clasicista que buscaba la pureza en la falta de adornos y colores. Se trata de un tipo de arte no ilusionista que tendría en la pintura monocroma “el ideal del lienzo en blanco, del cuadro vacío” (Solana, 2005, p. 15), la simplificación más absoluta convertida en pura luz o en simple materia. Estas obras blancas suelen exponerse en “cubos blancos”, museos o galerías de arte, auténticos espacios cerrados que tienen algo de “la santidad de una iglesia, […] la solemnidad de una sala judicial o la mística de un laboratorio de investigación, una celda de luz uniforme […] crucial para que el conjunto funcione” (O’Doherty, 2011, p. 20); un silencio incuestionable, una blancura devoradora de lo que hay a su alrededor que se extiende sin límite porque lo contamina absolutamente todo. En ella tienen cabida desde el color radiante del conocimiento y la luz, hasta su contrario, que ciega, produce terror y todo lo envuelve, a la manera de una espesa niebla. Según Diz (2003), “nuestro tiempo hereda de los románticos el infinito, pero exige nuevas metáforas […]. Con todo, acaso aquel pavor romántico sea todavía responsable de nuestra notable devoción por la luz. Vivimos en el imperio de las cárceles blancas y las ciudades vidriadas”. Es lo que Batchelor (2001, pp. 7-21) llama “huida al blanco” de Occidente, hacia el vacío y los espacios infinitos —o ininterrumpibles—, limpios, claros y ordenados.

Igual que ocurría, como vimos, en la obra de Jean Baptiste Oudry El pato blanco (Fig. 1), en las obras de Ryman podemos encontrar un amplio catálogo de la diversidad real de blancos. Estos se sitúan en las antípodas de los blancos de Picasso a los que Replinger (1990, pp. 137-145) define como ausencia de cromatismo. Aquellos son justo lo que el artista quiere que sean: pura materia, nada más que eso; son en sí mismos la propia obra de arte. En cambio, los de este son los huecos, los espacios vacíos entre los colores del cuadro que el artista dejó sin pintar (Christin, 2009, p. 11), de manera que el fondo de la tela —que sirve de soporte a la pintura— saldría a la superficie y, por tanto, quedaría a la vista. Se trata de dos blancos opuestos que, sin embargo, forman parte del mismo significante: los de Ryman son lo esencial, el gesto; los de Picasso, el fondo, lo dejado “sin dueño, deshabitado” (Zambrano, 1991, p. 43). Unos y otros ponen de relieve que la blancura en la cultura occidental puede tener un significado y su contrario, y que, como los extremos se tocan, pueden producir resultados análogos.

Sean luz o materia, los infinitos sugeridos por estas obras monocromas no son “sólo silencio y vacío, sino que remiten a la idea de empezar de nuevo” (Ciscar, 2002, p. 7). Son silencios mudos en los lienzos que abren las puertas a un mundo invisible, pero de transparente luminosidad, en donde reside la esencia: el pensamiento que nos lleva al conocimiento verdadero (Azúa, 2003, pp. 258-261). En su búsqueda de la pureza, la austeridad y el orden, conectan la modernidad y la vanguardia con el Clasicismo, el pensamiento medieval y la Antigüedad grecolatina (Calvo, 1993). Parece que solo en esta blancura la cultura occidental encuentra sosiego, aunque a veces suponga una venda que impida ver el mundo coloreado, “[…] pues esa visión, como el sol, deslumbra al ojo no acostumbrado a la luz intelectual” (Garrels, 1988, pp. 18-21).

Conclusiones

De nuestras reflexiones anteriores podemos concluir que la construcción cultural que Occidente ha realizado en torno a la blancura sigue tan vigente hoy como en el pasado. La dualidad de blancos contrapuestos en que se basa dicho argumento estético sirve de puente de conexión entre el arte conceptual contemporáneo, el pensamiento medieval y el academicismo clasicista. Así mismo, observamos que los extremos se tocan, de manera que conceptos en principio contrarios pueden llegar a tener resultados o significados análogos. En este sentido, la blancura, identificada con la luz, también puede producir el mismo efecto que su contrario, el negro (vinculado con la oscuridad), porque un exceso de luminosidad también ciega e impide ver si no es a través de su tamiz, como señalaba Platón en su alegoría de la caverna, y como le ocurría a Ícaro: acercarse demasiado a la luz del conocimiento puede quemar sus alas por aproximarse a su fulgor.

Desde este punto de vista, y a pesar de los intentos de tabula rasa, de ruptura con el pasado y la tradición clasicista, los monocromos blancos, las esculturas de luz o las arquitecturas transparentes contemporáneas conllevan una serie de interrogantes. ¿No se trata, acaso, de una blancura similar a la virtud originaria del Partenón, un nuevo punto de partida desde el que construir el futuro? ¿Nos encontramos ante un nuevo afán de trascendencia en el que los significados son los mismos, aunque las intenciones y sus resultados sean tan dispares? ¿Han llegado los artistas del monocromo, añorando la pureza de los orígenes de la cultura occidental, igual que los reformistas luteranos a un extremo en el que el círculo se ha cerrado?

Parece que, en el fondo, nada ha cambiado. La cultura occidental sigue sustentándose en un amplio catálogo de conceptos antagónicos, en el cual la serenidad del blanco se identifica con la luz, la divinidad, lo ordenado, la calma, el conocimiento y la pureza, frente a lo irracional, lo falso, lo extranjero, lo primitivo e indígena, y la borrachera colorista. Al mismo tiempo, en su dualidad, la blancura también se vincula con el fondo, lo transparente y lo incoloro. Por un lado, tendríamos el blanco mate del tejido sin teñir que lo identifica con lo no coloreado, lo transparente, los huecos, y remite al afán de austeridad y recato de los primeros padres de la Iglesia, a la regla de san Benito, y a la lucha contra el lujo y los placeres de la vida terrenal propuesta por el Císter. Por otro lado, el blanco radiante vinculado con la luz como color verdadero y símbolo del resplandor divino se convierte en metáfora del conocimiento y del pensamiento racional, enlaza con la tradición clasicista occidental y entiende la blancura como una manera de ver el mundo, un intento de retorno a los orígenes, y un afán de orden, pureza y desornamentación.

Se trata, en fin, de una construcción cultural de Occidente, un modo de mirar y explicar la realidad que sigue vigente, se considera superior a las demás y, en su vinculación con la luz, ciega y lo contamina todo. En presencia del blanco, cabe todo: es letra y fondo; densidad y transparencia; tradición y vanguardia; luz frente a oscuridad; blancura por encima del colorido; esencia frente a adorno; color y no-color.

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Notas

* El presente escrito es un artículo de reflexión por ser producto de una actuación cognitiva personal que, desde una perspectiva analítica del asunto a tratar, toma como objeto de estudio un fenómeno social y cultural, la blancura en nuestro caso, interpretando y apoyando dicha subjetividad fundamentalmente en fuentes documentales que se enmarcan dentro del marco de la estética, la filosofía y el arte occidentales, para plantear una conclusión final válida: la vigencia al día de hoy de las mismas o equivalentes premisas sobre las que se sustenta el concepto cultural de la blancura en Occidente.

Notas de autor

a Autor de correspondencia. Correo electrónico: javier@aoizorduna.com

Información adicional

Cómo citar este artículo: Aoiz Orduna, J. (2019). Entre el Clasicismo y la modernidad. La blancura, una construcción cultural de Occidente. Universitas Humanística, 88. https://doi.org/10.11144/Javeriana.uh88.ecmb

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