"Ya me miro al espejo, ya no me echo culpas, ya quiero ser otra": memoria, cuerpos y violencia en el departamento del Meta, Colombia*

Héctor Rolando Chaparro Hurtado, Elkin González Ulloa

"Ya me miro al espejo, ya no me echo culpas, ya quiero ser otra": memoria, cuerpos y violencia en el departamento del Meta, Colombia*

Universitas Humanística, núm. 89, 2020

Pontificia Universidad Javeriana

Héctor Rolando Chaparro Hurtado a

Universidad de los Llanos, Colombia


Elkin González Ulloa

Universidad de los Llanos, Colombia


Recibido: 19 septiembre 2017

Aceptado: 08 junio 2019

Publicado: 20 agosto 2020

Resumen: El artículo presenta el resultado del proyecto de investigación “La voz como persuasión: cuerpo, memoria y desplazamiento en producciones narrativas”, financiado institucionalmente en la convocatoria del 2016 de la Universidad de los Llanos. Plantea un análisis sobre las formas de inscripción de los registros de la violencia en el cuerpo de las personas que han sido víctimas de la violencia en el departamento del Meta.

En este contexto, en el de los cuerpos atravesados por la(s) violencia(s) sucesivas a nivel nacional y regional, el departamento del Meta se constituye en una de las unidades territoriales que mayor número de desplazamiento forzoso genera y recibe en Colombia. Y aunque las preocupaciones gubernamentales se centran más en su relocalización o en las formas de adaptación a los mundos del empleo y el consumo, poco se ha dicho sobre la memoria de la violencia tejida en la piel, aquella que difícilmente caduca porque está completamente encarnada.

Se trata, entonces, de dar la voz a quienes no la han tenido nunca, a quienes desde lo subalterno o desde la intimidad hacen del silencio su refugio y su morada, y a quienes los estudios ocultan como objetos de examen o como informantes calificados para el oído y el análisis de los expertos.

Palabras clave:cuerpo, memoria, violencia, subjetividad.



Se “escribe” en el cuerpo de las mujeres victimizadas por la conflictividad informal al hacer de sus cuerpos el bastidor en el que la estructura de la guerra se manifiesta.

Fuente: Rita Laura Segato

Introducción

Narrar el conflicto implica tener en cuenta los detalles de los acontecimientos con criterios de objetividad y validez. Además, supone recordar detalles con la minuciosidad de un cartógrafo: se trata de recorridos muchas veces dolorosos que, a modo de itinerarios de la experiencia, configuran y reconfiguran nuestra forma de entrar y salir del mundo, de estar en él o de no hacerlo. Narrarlo en un territorio como el departamento del Meta (Colombia), ampliamente afectado por la guerra de las últimas cinco décadas desde orillas, descargos y matrices tan variadas e injustificables como insólitas (guerrillas, paramilitares, agentes de seguridad estatal, narcotráficos y últimamente las eufemísticamente denominadas bandas criminales —bacrim—), resulta una urgencia para la memoria, para la dignificación de sus víctimas (pero en general, para el pleno de la dignidad humana) y para la obligatoriedad de la no repetición de estas atrocidades, para nunca más.

El artículo propone, en este sentido, reflexionar a partir del proyecto de investigación “La voz como persuasión: cuerpo, memoria y desplazamiento en producciones narrativas”, financiado institucionalmente por la Universidad de los Llanos en el marco de sus convocatorias habituales, y a partir de un repertorio de interrogantes que constituye la semilla del problema: ¿cómo se encarnan el sufrimiento y la violencia en el cuerpo de las víctimas de la violencia? ¿Existe un tránsito entre la violencia en el cuerpo y la violencia del cuerpo, y de qué manera se evidencia esta situación? ¿Tiene la violencia un carácter diferenciador en términos de género? ¿De qué manera se ha visto afectado el cuerpo femenino de las víctimas del conflicto social y armado en el departamento del Meta? ¿De qué forma relatan su dolor quienes han padecido tales atrocidades? ¿De qué manera afecta sus formas de subjetivación y su confianza en la sociedad y el Estado? ¿Cómo se constituye la memoria de las víctimas del destierro y el desplazamiento forzoso (que en Colombia asciende a la cifra de 7,7 millones de personas)? ¿Qué historia es la que se busca transmitir?

Violencia, violencias y conflictos: escenarios del horror

Lo anterior implica, en principio, reconocer que la historia de la violencia (la que se escribe en minúscula, la cotidiana, pero también la Violencia de ese periodo oscuro del que Colombia trata de salir con el proceso de acuerdo con las guerrillas) hace parte del lacerado encuentro que como colombianos nos ha tocado en suerte en estos sesenta años. Son historias desgarradoras de terror y de ausencias las que se tejen bien para el recuerdo o bien para el excusable olvido.

Son guerras que se cruzan en relaciones atávicas entre bandos en conflicto (liberales y conservadores, populismos y conservadurismos, guerrillas y agentes del Estado, narcotráfico y Gobierno, bandoleros y chulavitas, bacrim y grupos delicuenciales) y que generan auténticos bloques en tensión en los que la posibilidad de la reconciliación aparece por lo menos poco probable. En estas guerras las víctimas han sido legiones de ciudadanos anónimos, civiles inermes que se han visto a un lado u otro de la vía en bandos a los que nunca se incorporaron y ante los cuales muchas veces perdieron sus vidas. Son guerras en las que las víctimas han sido aterradoramente recurrentes: mujeres, niños, ancianos. Se trata de guerras en las que las mujeres han puesto una cuota indecible de víctimas, en una auténtica “pedagogía de la crueldad” (Segato, 2014) que como proyecto a largo plazo desea mantenerse y naturalizar su terrible presencia en comunidades y territorios exhibiendo el poder total del más fuerte, y cuyo único y atroz saldo es la ruina y la muerte. Además, está el desplazamiento, esa estrategia de violencia sociopolítica empleada por los grupos armados legales e ilegales para mantener o ampliar el dominio del territorio rural.

La mayoría de víctimas que ha dejado el conflicto armado en Colombia son mujeres que han sobrevivido para dar testimonio del impacto que ha dejado la guerra en sus familias, en personas cercanas y ajenas, y en comunidades enteras. Son mujeres que, además de presenciar el asesinato de sus familiares, han cargado el dolor de sucesivas violencias en sus propios cuerpos; mujeres que suelen ser quienes con mayor frecuencia expresan en espacios públicos su dolor y claman por justicia, por ello también han sido protagonistas en la búsqueda de esa justicia. Las mujeres no solo han sido víctimas en tanto madres, esposas, hermanas e hijas que pierden a sus familiares masculinos, sus propios cuerpos también han sido un campo de batalla: “La rapiña que se desata sobre lo femenino se manifiesta tanto en formas de destrucción corporal sin precedentes como en las formas de trata y comercialización de lo que estos cuerpos puedan ofrecer, hasta el último límite” (Segato, 2014, p. 18). Es una forma de acción y ejecución del cuerpo femenino, del cuerpo feminizado (un capítulo aparte —que no hace parte de este análisis— demostrará las acciones contra el cuerpo de homosexuales, travestis y transexuales en la lógica de la guerra) que se solaza en la figura femenina y que todos (víctimas y victimarios) reconocen:

Usted puede esforzarse por sus hijos, usted es muy bonita mija, me decía, y cuando a usted me la humillen usted no se sienta triste, cuando a usted la desprecien, cuando a usted la hagan sentir mal. Viviana ¡usted vale mucho! ¿oyó? (Viviana, comunicación personal, mes día, año)

La violencia, de esta manera, se desregula, se hace informal y amplía su radio de actuación, pues ya no se expresa exclusivamente en los combatientes de uno y otro bando sino en toda la población, que de espectadores pasivos transitan hacia protagonistas de su propio infortunio e incluso en determinadores de su propia desgracia, como sucede en el caso de reclutamientos forzados o voluntarios de las facciones en confrontación. Y es que en esta discontinuidad de las guerras regulares, el cuerpo femenino/feminizado juega un papel determinante, si reconocemos la agresión sexual como un arma que ha cobrado enorme protagonismo en estas guerras irregulares (la colombiana, específicamente), que generan una crueldad simbólica y expresiva que produce, en palabras de Segato (2014), de manera simultánea daños materiales y morales. Es una violencia que surge espontánea pero vigorosa, que aparece de la nada y que se instala en las realidades de las víctimas, que irrumpe brutal y escandalosa, que llega imperceptible pero definitiva:

“Yo me vine con un señor que le decían Platamonte. Nosotros veníamos y el señor ese venía tan arriado de susto de ver que había una guerra y que a qué horas le salía a él; y eso nosotros nos volcamos en la camioneta y de ahí nos recogieron y aparecimos tarde de la noche en una casa; entonces ya de ahí se empezó la guerra, la guerra en este pueblo. Hubieron [sic] muchas masacres.” (Viviana)

Narrar el conflicto, la violencia (las violencias) del conflicto debe significar entonces movilizar sentidos, abrir sensibilidades ocultas u opacadas, visibilizar emociones otorgándole sentido a la propia realidad e incluso al futuro: son eventos que alteran las pretensiones de la “historia monumental”, y confunden presente, pasado y futuro perturbando nuestra comprensión de la realidad; restauran, sanan, permiten.

Estas violencias tienen rostros diferentes y orígenes múltiples que se conjuran e invocan en hechos, lugares y personas a lo largo y ancho de la geografía local, con actores, víctimas y situaciones heterogéneas aunque consistentes, y que permiten en las comunidades y sujetos afectados ingeniar mecanismos para resistirse, evitar las repeticiones, y garantizar la dignidad en medio de la incertidumbre y el terror.

Y en las orillas de esta situación, están los conflictos de poder de agencias de uno u otro orden que suscitan tanto la violencia física como la violencia simbólica, el castigo ejemplar y la construcción del orden corporal del vencedor con el cual se evidencia el poder. En palabras de Jaspers (1999), es allí:

[…] donde se emplea la violencia, se suscita la violencia. El vencedor decide qué debe suceder con el vencido. Vale el vae victis. Al vencido le queda solo la lección de morir o hacer sufrir lo que quiere el vencedor. Casi siempre ha preferido la vida. (p. 58)

Con esta premisa hecha, el marco teórico del estudio presenta dos categorías: cuerpo y subjetividad, que en su conjunción podríamos llamar subjetividad corporal. Este concepto se distancia de la subjetividad trascendental clásica y que se inscribe en forma provisoria —en tanto se está procesando bibliografía rastrillada sobre este tópico— en la perspectiva de Emanuel Levinas (1993) como la subjetividad que es sinónimo de sensibilidad respecto del otro y que se encarna en el cuerpo. Desde este marco general, el estudio pretendió instalar la discusión en un lugar empírico que ofreciera tensiones más que convergencias alrededor de esta temática, lo que implica reconocer las variaciones, múltiples y complejas, que originan la violencia en la región y el país que se desliza en muchos frentes (guerrillas, paramilitarismo, agentes del Estado, crimen organizado):

“Nosotros recibimos un atentado en Barrancabermeja en el año 2000, en el que la casa quedó vuelta nada de un bombazo, y esta es la hora que el Estado dice que no me pueden reconocer como víctima porque por ese entonces yo estaba en servicio… no sé a qué servicio se refieren. ¿Acaso estando en servicio, siendo policía, no puedo ser víctima? Si lo que se dañó fue la integridad mental de mis hijos, que hasta hace unos años tuvieron terapia psicológica.” (Islena)

La encarnación como subjetivación

Desde una orientación teórica del estudio en lo relacionado con el concepto de cuerpo, Planella (2000) establece diferencias entre el cuerpo objeto y el cuerpo sujeto (o lo que es lo mismo: cuerpo físico y cuerpo simbólico) a partir de dos conceptos que en lengua alemana reconocen estas dos perspectivas: Körper y Leib. La idea de cuerpo Leib se articula alrededor de lo subjetivo, de la vivencia y la experiencia, en contraste con la dimensión Körper, que se centra en la materialidad y la objetivación del cuerpo que posibilita su cosificación. Este sentido le permite al autor catalán entender por cuerpo “la dimensión del sujeto que posibilita la socialización, la encarnación y la corporeización del sujeto en el mundo (y no aquella parte del sujeto que se contrapone al alma)” (Planella, 2000, p. 39).

Algunas de las características de la dimensión Leib del cuerpo según Planella (2000) son:

En este sentido, pone el acento sobre la necesidad de revisar las posiciones binarias que oponen naturaleza y cultura, objetividad y subjetividad, mismidad y otredad, cuerpo y espíritu, discursos naturalizados por el pensamiento occidental que extrañan conceptos más cercanos a la realidad desde América Latina. Esta concepción antiobjetivante del cuerpo permite, para el mismo autor, entenderlo como posibilidad en una perspectiva pluridimensional que recupera la subjetivación e individuación del cuerpo frente a los cuerpos seriados (trascendiendo su cosificación). Así, permite proyectar el cuerpo en escenarios cambiantes y repensando las categorías corporales clásicas, reconociendo formatos de cuerpos ortodoxos y heterodoxos que construyen la realidad, pero que, en el caso del cuerpo de las mujeres en contextos violentos, implica una ambivalencia entre el cuerpo cosificado (como objeto que se emplea y se desecha, se descarta y se anula) y el cuerpo símbolo, que señala prevenciones para el contrincante y un camino de culpa para los ciudadanos.

El estudio, de esta forma, reconoce la forma en que el cuerpo constituye un escenario en el que se solazan las violencias surgidas del conflicto, en especial del conflicto armado, convertido en auténtico territorio de la guerra: “Texto y territorio de una violencia que se escribe privilegiadamente en el cuerpo de las mujeres. Cuerpos frágiles, ya no guerreros, a partir de los cuales se amenaza al colectivo en su conjunto” (Segato, 2014).

“El cuerpo femenino en este país no vale nada, porque es que somos las que más hemos llevado del bulto, las madres somos las que, las mujeres son las que se han quedado con los hijos, las madres se han quedado solas sin sus hijos […]. Es que la memoria está dentro del cuerpo de uno, la memoria está en el cuerpo de uno porque a cuántas mujeres no le han dejado huella, como la violencia sexual es en el cuerpo de la mujer, como la violencia física también en el cuerpo de la mujer. Toda la violencia se ha quedado en el cuerpo de la mujer.” (Nelcy, Granada)

El cuerpo femenino se analiza como “bastidor de la violencia”, como el pergamino en el que se escribe el terror con el que la guerra se revela a la sociedad en general, a las comunidades específicas, a los sujetos concretos, y que pretende anular moralmente a los contrarios, a sus presuntos colaboradores, a los simples observadores y, de esta manera, cosificar su presencia en un ritual objetivante que deshumaniza y degrada la condición humana. Y así continuamente, lo que del cuerpo un auténtico palimpsesto sobre el cual se escribe y reescribe la experiencia de la atrocidad.

Contra ello, la memoria de sí es resistencia, pues lo propio de la condición biográfica es hacer del relato de sí tanto una forma de la construcción y de expresión individual como un objeto social, producto de una práctica codificada que responde a una solicitud biográfica institucionalizante, y que refleja en este caso cómo las aflicciones individuales se expresan colectivamente, adquieren una envergadura social con la que se obtiene una especie de membresía con la comunidad. El discurso sobre sí mismo, en particular sobre la forma narrativa, encuentra de esta manera su función y sus usos en el proceso conjunto de biografización de la sociedad y de socialización de las biografías que son características de la modernidad avanzada.

Para Das Veena (1995), por ejemplo, la experiencia de la violencia en mujeres no solo se queda atrapada en sus cuerpos sino que muchas veces es imposible de ser contada a través del lenguaje, se hace inefable y ajena. Esta incapacidad del lenguaje para contar el dolor contrasta con la necesidad de vincularse con una búsqueda a través de la cual el silencio constituye una forma de interpelar a otros, en una suerte de juego lingüístico en el que la corporificación de la palabra permite el encuentro con otro a quien el cuerpo propio puede habitar, en una auténtica creación de comunidades emocionales.

De esta manera, el relato de sí describe en el contexto generalizado una forma en la que lo narrativo invade todos los sectores de la vida colectiva y aparece como una de las formas privilegiadas de la mediación social. Podemos decir que la fuerza de las instituciones y el gobierno de los hombres son cada vez menos separables del poder de contar historias. La capacidad de los individuos a ser reconocidos se vuelve tributaria de su poder de hacer relatos de sí mismos y de su vida.

Pollak (2006), por ejemplo, revela la forma como los sujetos construyen en sus identidades armazones frágiles, en constante reconfiguración y sostenidos por débiles equilibrios que son incapaces de escapar, sobre todo en situaciones extremas, a la desintegración, pero así mismo totalmente proclives a recomponerse en condiciones inesperadas. En este sentido, experiencia, memoria e identidad constituyen categorías analíticas nucleares que permiten ambigüedades, olvidos y silencios que generan cohesión y conflicto en personas en situaciones extremas.

Para Pollak, los casos estudiados ilustran

La frontera entre lo decible y lo indecible, lo confesable y lo inconfesable (lo cual) separa, en nuestros ejemplos, una memoria colectiva subterránea de la sociedad civil dominada o de grupos específicos, de una memoria colectiva organizada que resume la imagen que una sociedad mayoritaria o el Estado desean transmitir e imponer. (2006, p. 24)

Así mismo, estas situaciones límite revisan la dificultad en la construcción de una identidad coherente y continua de aquellos y aquellas cuya vida ha estado marcada por múltiples rupturas y traumas: en palabras del autor austriaco, “la memoria individual resulta de la gestión de un equilibrio precario de un sinnúmero de contradicciones y tensiones” (p. 30).

Y allí, en el intersticio del olvido y la memoria, aparece la certeza de que si la identidad es una construcción social, la historia oral constituye elemento fundamental de la investigación que intente recuperarla:

“[…] algunas noches cuando estábamos en la otra finca, uno evidenciaba, parecían así lucecitas las balas de noche, las balas se miraban, pero entonces ya era normal, no lo miraba uno como tan grave.” (Bella)

Estas son situaciones radicales en las que el sujeto ve exagerada su experiencia, ante las cuales los individuos deben adaptarse a nuevos contextos que redefinen no solo sus identidades sino sus relaciones con otros individuos y con otros grupos, con lo cual se rediseñan de manera constante —en situaciones límite— las formas de adecuarse a la resistencia, la dominación o el drama. Guardadas las proporciones siempre necesitadas de contexto, podríamos pensar en la situación de aquellos que vivieron la experiencia de los campos de concentración en la Segunda Guerra Mundial, quienes tuvieron que asumir de manera permanente la tensión entre la preservación de su integridad física y su integridad moral, y, una vez en libertad, difícilmente pudieron adaptarse a ambientes familiares y de amistad similares a los preexistentes.

Memorias, pero sobre todo olvidos y silencios, hacen parte del repertorio con el que los individuos construyen sus identidades y sus registros de enunciación, de ahí la importancia del registro oral y los testimonios para su análisis:

Entonces esa memoria para el pueblo, ¿qué tan importante es? Muy importante, hay que conservarla, claro que sí. Pero esos sentimientos que se acumularon, sentimientos de odio, venganza, hay que borrarlos, pero los recuerdos ahí están, jamás se van a borrar; o sea, jamás. (Bella)

Se utilizan los cuerpo bajo el propósito de proyectar miedo, terror y amenaza, como lo referencia García (2000), para dilucidar la sevicia de los victimarios:

[…] a través del dolor el verdugo consigue despersonalizar a la víctima constituyéndola en un cuerpo automatizado que responde a todo lo que el amo le ordena. Esa operación requiere un “saber” sobre el cuerpo (sus zonas sensibles, vulnerables, resistentes e incluso sus límites vitales), que en manos de quienes operan “la máquina” de torturar se constituirá en un factor de poder determinante. (p. 75)

Los cuerpos también son como instrumentos de guerra, victimizados y tratados como trofeo, en un marco de aparente legalidad. La institución de la que hace parte consiente este maltrato haciendo de la mujer un objeto sexual:

“En la policía, los patrulleros, pero sobre todo los oficiales, hacía apuestas, apuestas entre las que el premio eran las mujeres patrulleras. Y me di cuenta que entre esos juegos yo estuve, junto con otra compañera, y era en la mafia donde nos escogían. Afortunadamente tomé la determinación a tiempo de pedir la baja y no tuve que vivir semejante aberración de nuevo. Porque lo que supe es que se las llevan en una patrulla y hacen un poco de cochinadas los degenerados esos. ¿Y eso lo hace una institución?, dije. Pido la baja allá en Vichada y cuando lo hago me decía la juez: “Islena, por qué se va, usted en la policía puede llegar a ser grande”, y yo pensaba: ¿grande en qué? En que puedo portar un arma y no puedo hacer nada, en que tengo que bajar la cabeza y negocian con el cuerpo de las mujeres así como si nada… Es decir, ¿grande en qué?” (Islena)

En este caso, se evidencia la decisión de sentir a través de la palabra una suerte de liberación y resistencia frente a la violación de la que fue objeto:

“Ahora sí lo puedo decir abiertamente, y es la tercera vez que lo hago y lo manifiesto sin miedo ni vergüenza ni pena porque toda la vida crecí echándome culpas, por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa… pero ahora dije no, fueron circunstancias de la vida y decidí decirlo y denunciarlo para que ojalá no se vuelva a repetir.” (Islena)

Pero también surge a partir de hechos concretos:

“Un día en enero de 2010 me levanto y siento… y dije: voy a retomar las riendas de mi vida, voy a ser Islena, lo que no he hecho en todos estos veinte años, para atrás ni pa’ coger impulso, ya el mundo no va a golpear a Islena, Islena va a golpear el mundo y lo tiene que golpear bien golpeado, para bien, no para mal… tengo un hijo que me dice todos los días: “mi esperanza eres tú”. Porque no cuenta con el papá, y eso es lo que me hace comprender y digo: si mi hijo que se esmeró por ser buen estudiante, pese a su enfermedad, y me ahorró tres o cuatro años de estudio, terminó la primaria muy joven, ingreso al bachillerato y también hizo el bachillerato en 9 años, yo valoro esa capacidad de que un niño con tantas dificultades puso también de su parte. Incluso por él aprendí a montar bicicleta, por él aprendí a jugar fútbol, por el sí… porque yo necesitaba que él volviera a caminar y de hecho lo logró, debido a su síndrome.” (Islena)

Mujeres y conflictos. Entendiendo la trama local

En el departamento del Meta, este conflicto por supuesto no difiere del contexto nacional, incluso del internacional, en el que la violencia contra el cuerpo de las mujeres se ha constituido en un objetivo estructural en el marco de una guerra absolutamente irregular.

Sin embargo, las discontinuidades que el proyecto detectó frente a situaciones similares transitan por la capacidad de agencia que las víctimas han construido en tanto sujetos individuales y colectivos, de su enorme optimismo acerca del futuro, y de una insólita capacidad de resistir que contrasta con la atrocidad de los vejámenes y el miedo concurrente. Son víctimas que, en agremiación militante, sobreviven a la guerra que con tanta terquedad ha afectado sus vidas y las de sus familias, aferrándose a la memoria, a la posibilidad de vida futura, a la confianza en el territorio:

“Yo amo mucho mi tierra, quizá es porque aquí vivimos y aquí, creo que aquí vamos a morir, entonces el territorio para mí es muy sagrado, muy sagrado […] muchos que se han ido y han vuelto, y muchos que amenazaron aquí, que les tocó irse, les asesinaron sus seres queridos y han vuelto por eso, porque el terruño llama, la tierra de uno llama, y en el caso mío también, yo me fui lejos, yo estuve en el Pacífico y por allá dije: no, igual a mi tierra no lo hay. Y volví.” (Nelcy)

Las mujeres no solo han sido víctimas en tanto madres, esposas, hermanas e hijas que pierden a sus familiares masculinos, que pierden sus propios cuerpos devenidos campo de batalla.

En este sentido, el análisis permitió reconocer que las mujeres han sido líderes en la tarea de preservación de las memorias y lo han hecho de múltiples maneras, apelando a prácticas corporales que retoman la cotidianidad suspendida por la guerra, y a expresiones simbólicas que restauran la comunicación y la sociabilidad para dar paso a la elaboración del duelo: plantones, happenings, instalaciones, manifestaciones colectivas. En términos de Diana Taylor, se podría decir que “las mujeres son constructoras y portadoras de amplios repertorios de memoria” (1998, p. 190).

“[…] he tenido como muy, desde que ingresé a la universidad, es de darle ese ejemplo a ellas dos que son las pequeñas, de decirle: mire, su hermana a pesar de la situación económica, a pesar de todos los tropiezos, fue una profesional y que va a seguir, obviamente pienso continuar capacitándome, realizarme un posgrado.” (Bella)

Recorridos

Más allá de una reflexión metodológica o de un frío recuento pormenorizado de hechos y actividades que garanticen la rigurosidad del ejercicio y con ello su cientificidad, este apartado contempla pensar el trabajo de campo, con sus rugosidades y sus detalles, pues existe una convicción en el equipo de trabajo (compuesto no deliberadamente por hombres) de que el campo se construye en su recorrido, en su deambular. En este sentido, el etnógrafo se reconoce y habitúa con el territorio, aunque sin pretensiones de comprenderlo del todo, lo que le permite sentir sus latidos y entrañas.

Sucede que este recorrido, este ejercicio de paseante comprometido y no de mero espectador, obliga a abrir los ojos y estimular la escucha atenta a palabras, susurros y lamentaciones, para los que metodología alguna podría entrenar. Pero también el tacto y la mirada son educadas en el viaje, en el cual hacemos a los territorios (la nota geográfica del proyecto de investigación dice: Villavicencio, Granada, Puerto López y Acacías), pero así mismo a las propias tripas de quienes investigan: se trata de un ejercicio de reflexividad permanente de origen antropológico que nos conecta con la realidad y nos transforma, nos cambia y nos altera. De otra forma no podría entenderse el estudio más allá de las técnicas de recolección (entrevistas, talleres, grupos focales) y las estrategias que obligan a dar el tiempo a las comunidades para no imponer lógicas de tiempo y espacio que violentan y agreden.

Esta fue la razón por la cual el proyecto prefirió la técnica narrativa, pues nos resulta interesante la posibilidad de curar con las palabras. Y es que dar la voz a los individuos a los que se les ha negado durante largo tiempo resulta un ejercicio harto exhaustivo. Usualmente no se ha reconocido la subjetividad como elemento esencial de la existencia humana sobre la objetividad, “menos significante como parte de la vida”. El interés por la investigación narrativa viene aparejado a dos razones: el apogeo de la escuela de Chicago y el conocimiento feminista. En la escuela de Chicago la historia de vida fue la categoría más amplia de los métodos cualitativos, etiquetada mejor como “estudio de caso”. Las perspectivas feministas y de minorías se encuentran arropadas por el método biográfico; como señala Smith (1989),

[…] cualquiera que no haya sido incluido, ignorado, o falto de poder, encuentra el comienzo de un entendimiento mutuo en las perspectivas feministas y de minorías que han surgido con gran vigor en la reciente década en el campo de la biografía y la autobiografía. (p. 210)

La “tesis de las voces excluidas” empleada postula que los métodos narrativos proveen el acceso a las expectativas y experiencias de grupos oprimidos y subalternizados faltos del poder, con el fin de hacer que sus voces sean escuchadas a través de modos tradicionales en los discursos académicos. Para algunos autores (Bolívar y otros: 2002), la investigación biográfico-narrativa va más allá de una simple metodología de recolección y análisis de datos, y se ha convertido en una perspectiva propia y en un género narrativo. Ello explica, por lo menos parcialmente, el tono y la escritura de este trabajo.

En el mismo sentido, el uso de esta metodología de investigación no ignora la dimensión afectiva de las personas implicadas en el proceso de investigación (valores y asunciones) en tanto retrato de la experiencia subjetiva de los sujetos en el sentido fiel que estos otorgan a sus propias vidas. Los métodos narrativos varían tanto en su forma como en sus propósitos. La forma “más pura” de narrativa es la autobiografía, en la que el sujeto es el único autor.

He acá una tarea que obliga la memoria como forma de resistir al olvido de los que ya no están, como forma de construir el pasado colectivo que se refleje en identidad, pero así mismo como pista sobre la cual es necesario construir futuro posible a partir de los escombros para las nuevas generaciones. Sin importar el paso del tiempo, que en muchas oportunidades todo lo consume, se hace necesario insistir y no desistir pues estar en el epicentro de los hechos permite ver la realidad desde esa óptica diferente que nos ofrece el territorio y que es improbable observar desde el escritorio.

Ello requiere habilidades muy específicas y depuradas de la investigación que no culminen en la compilación de testimonios y de hechos, herramientas con las cuales se comprendan los contextos (sociales, económicos, culturales, políticos, históricos) en los que tales hechos se producen, y escoger novedosas y potentes maneras de narrar, según este arduo examen, que permitan cruzar datos, momentos y lugares. Así mismo, es necesario que se entienda que en las fuentes se encuentra la riqueza del proyecto, y no solo en sus limitaciones (que las hay) administrativas, logísticas y operativas que llenen los muchos vacíos que eventualmente quedarán.

Y en las voces de los informantes emergieron claves para la concreción de la propuesta: coincidir plenamente en la necesidad de dar la voz a las comunidades en sus propios contextos (comprendiéndolos); definir con ellos las agendas (lo que obligó acuerdos respetuosos); convertir el proyecto en verdadera aventura de diálogo, respeto y acompañamiento (sin falsear, por supuesto, los alcances y las naturalezas de dicho acompañamiento para evitar decepciones y malestares); una estética que permita la empatía hacia los sujetos victimizados y una ética científica puesta a toda prueba; un ideal en el cual la hospitalidad se hace necesaria (ver figuras 1, 2, 3, y 4).


Figura 1



Fuente: Elaboración propia


Figura 2



Fuente: Elaboración propia


Figura 3



Fuente: Elaboración propia


Figura 4



Fuente: Elaboración propia

Conclusiones

Más que conclusiones, hallazgos u observaciones finales, en parte dado que los propósitos del trabajo se instalaron más en lo comprensivo que en lo explicativo o normativo, esta sección se enfoca en las posibilidades que los resultados del proyecto ofrecen para actividades académicas similares que intenten analizar las dinámicas (siempre cambiantes) de los vínculos entre subjetividad, experiencia y memoria en contextos violentos en sus rugosos, inciertos e impredecibles trayectos (que recuerdan que la investigación social debe ser sensible a los cambios y las reubicaciones de sus propósitos y narrativas) y en la potencia reflexiva que proponen sus resultados, siempre preliminares y sujetos a revisión.

En principio, se requiere reivindicar la importancia de la memoria para la recuperación de la subjetividad propia, para la reconstrucción del proyecto de vida de aquellos y aquellas que han padecido la guerra en este territorio, y como mecanismo eficaz para su inclusión en el escenario social, pues a pesar de las regulaciones nacionales, las promesas estatales y la visibilización nacional e internacional, a las colaboradoras del proyecto les queda la enorme pero justificable sospecha de que poco o nada se ha hecho a su favor. No es con dádivas o asistencia como se resarce a las víctimas, insisten, sino con la posibilidad de reconocimiento, verdad, justicia, pero sobre todo dignificación como se pueden soliviantar al menos parcialmente los padecimientos que han tenido que sufrir en una guerra que ellas no gestionaron. Son oportunidades que reclaman para ellas, para sus familias, para esa esperanza de futuro atrapada en un recuerdo terrible.

Ese poder de agenciar su propia memoria y dignificar la memoria de sus víctimas de parte de las mujeres, a través de interpelaciones permanentes al Estado, reconoce una vitalidad aleccionante: en las adversidades propias, de sus hijos, de sus esposos, de sus familiares, del vecindario que no está más, la organización y el activismo social como resultado de los procesos de victimización emergen como auténticas válvulas de escape ante los hechos victimizantes, verdaderas tablas de salvación para la reconfiguración de la subjetividad propia y colectiva en agremiaciones, colectivos o mingas. Estas construcciones sociales habitan en sus proyectos de vida dignificándolas, reconociéndolas, haciéndolas parte de un engranaje social que alguna vez las despreció o las opacó, en un ejercicio de revictimización ante el cual la memoria se opone.

Y ya que la guerra se ha solazado especialmente en el cuerpo femenino/feminizado, y a pesar de las voces institucionales que lo silencian, cómplices (incluida la academia local, preocupada por la productividad, el rendimiento y las estadísticas rentables), se debe recordar que esos cuerpos han constituido (lo siguen siendo) el territorio de la barbarie y el lugar de lucha de los combatientes de todo grupo posible. Los hechos lo demuestran, aunque las razones son escasas: la vulnerabilidad de las mujeres en situaciones precarias y terribles; la necesidad de enviar mensajes de ejemplo a las facciones de la guerra, y con ello la urgencia por aleccionar, humillar y escasear; tal vez un eco repetido muchas veces por el patriarcado como conformación política y social dominante en la región, que por evidente se naturaliza y se impone como estructura habitual; la mujer, pues, como trofeo y como símbolo, que refleja consecuencias morales no solo en los combatientes sino en la ciudadanía en su conjunto.

Y ante ello, el territorio aparece como posibilidad y utopía, aquella añoranza por el retorno a pesar del comprensible temor ante nuevos embates, en una guerra que se resignifica permanentemente y que no se simplifica, pues son las mujeres quienes deben asumir, después de la guerra, la desazón y la ausencia, y cargar con lo poco que queda. Aun con todo lo arrasado, el lugar de la memoria sigue siendo el cuerpo y el lugar para seguir resistiendo es el territorio donde se han hecho, han vivido y han perdido los lugares de su ensoñación, a pesar de que en la región de la Orinoquia y el departamento del Meta la ausencia del Estado nacional y local abona un complejo extrañamiento del reconocimiento de las víctimas como tales.

Referencias

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Notas

* Artículo de investigación

Notas de autor

a Autor de correspondencia: rchaparro@unillanos.edu.co

Información adicional

Cómo citar este artículo: Chaparro Hurtado, H. R. y González Ulloa, E. (2020). “Ya me miro al espejo, ya no me echo culpas, ya quiero ser otra”: memoria, cuerpos y violencia en el departamento del Meta, Colombia. Universitas Humanística, 89. https://doi.org/10.11144/Javeriana.uh88.meec

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