Análisis crítico de la noción de progreso social*

Critical Analysis of the Notion of Social Progress

Análise crítica da noção de progresso social

Ricardo Antonio Sánchez Cárcamo , José Alejandro Cifuentes Sarmiento

Análisis crítico de la noción de progreso social*

Universitas Humanística, núm. 90, 2021

Pontificia Universidad Javeriana

Ricardo Antonio Sánchez Cárcamo

Universidad de La Salle, Colombia


José Alejandro Cifuentes Sarmiento

Universidad Distrital Francisco José de Caldas, Colombia


Recibido: 15 marzo 2021

Aceptado: 30 septiembre 2021

Publicado: 30 diciembre 2021

Resumen: La pregunta sobre cuáles son los cambios conceptuales del progreso social implica necesariamente comprender el devenir del liberalismo político-económico en Occidente. De esta forma, el objetivo de este artículo es analizar el concepto del progreso social en su desarrollo histórico y mostrar las variaciones asociada a las libertades individuales. Esta reflexión histórico-filosófica se basa en el materialismo y, a partir de ahí, se identifica que el progreso social en la historia se limita al racionalismo liberal que configura el homo œconomicus, distante del objetivo de cohesión social.

Palabras clave:progreso social, cuestión social, cohesión social, liberalismo económico, desigualdad.

Abstract: The question of what are the conceptual changes of social progress necessarily implies understanding the evolution of political-economic liberalism in the West. Thus, the aim of this article is to analyze the concept of social progress in its historical development and to show the variations about individual liberties. This historical-philosophical analysis is based on materialism and, from there, it is identified that social progress in history is limited to the liberal rationalism that configures homo œconomicus, distant from the objective of social cohesion.

Keywords: social progress, social question, social cohesion, economic liberalism, inequality.

Resumo: A pergunta sobre quais as mudanças conceituais do progresso social implica necessariamente compreender o devir do liberalismo político-econômico no ocidente. Assim, o objetivo deste artigo é analisar o conceito de progresso social no seu desenvolvimento histórico e mostrar as variações quanto às liberdades individuais. Esta análise histórico-filosófica baseia-se no materialismo e, a partir daí, identifica-se que o progresso social na história limita-se ao racionalismo liberal que configura o homo œconomicus, distante do objetivo de coesão social.

Palavras-chave: progresso social, questão social, coesão social, liberalismo económico, desigualdade.

Introducción

¿Cómo se construye socialmente la idea del progreso social como un aumento generalizado de bienes y servicios (desde el nivel y la calidad) dispuestos en el mercado? El objetivo de este artículo de investigación es analizar el concepto del progreso social en su desarrollo histórico y, así, identificar sus variaciones en el tiempo, asociadas a los cambios en las políticas de protección social. Esta reflexión histórico-filosófica se realiza a partir de la revisión de algunas transformaciones de la estructura social y expone los hechos que fundamentan las mediciones del progreso social, comprendidas como síntesis del desarrollo de las diferentes ideas del liberalismo, es decir, desde el laissez faire, laissez passer y otras perspectivas vinculadas al bienestar o el desarrollo de capacidades individuales que dan paso al desarrollo humano, como fin de esa noción de progreso.

El artículo se organiza en cuatro apartados, además de la introducción: primero, se presenta la evolución histórica del progreso social, consolidado mediante la incorporación del concepto de la cuestión social, originado en la revolución industrial. Más adelante, se profundiza en el reconocimiento del trabajo asalariado como dinámica social relacionada con la idea de progreso. Posteriormente, se explica cómo este concepto se limitó a los principios del liberalismo político y su debate interno frente a la comprensión del individuo como unidad de análisis. Finalmente, a modo de síntesis histórica, se problematiza la construcción actual acerca de la difícil situación de la idea del progreso social.

La cuestión social como supuesto en la idea de progreso social

La cuestión social es un término acuñado por la sociología a finales del siglo XIX para expresar el problema de la sociedad industrial relacionado con la necesidad de legitimar la noción de progreso en un contexto de profundización de la pobreza e inseguridad de la población trabajadora (Rosanvallon, 1995, pp. 7-9). La solución fue la introducción de la idea de cohesión social. Así para Robert Castel (1997), la cuestión social se trata de “una aporía fundamental en la cual una sociedad experimenta el enigma de su cohesión y trata de conjurar el riesgo de su fractura” (p. 20). La forma como la sociedad se organiza para producir los bienes que requiere para sostenerse, es decir, para reproducirse, es lo que se concibe como lo social1. Por consiguiente, como construcción histórica, lo social responde al devenir de las formas que toman las relaciones de producción, lo que, en este artículo se define como trabajo asalariado.

Algunos de los problemas transversales de las concepciones liberales sobre la historia son: primero, que dan por sentado que la sociedad en que vivimos es el resultado necesario de la evolución humana y, segundo, que plantean que el capitalismo es el momento culmen de la historia misma (Vilar, 1993). Esta perspectiva del devenir de la humanidad es teleológica; borra del panorama el hecho de que dicho capitalismo es una construcción social occidental (en su origen), parte de su modo de producción, y se fundamenta en la división de clases y el trabajo asalariado. En otras palabras, según esas concepciones el mayor logro de la humanidad es la sociedad capitalista, como lo proponen autores de la sociología clásica como Comte, Weber, Durkheim o, incluso, el politólogo contemporáneo Francis Fukuyama (2015). Este último en su libro El fin de la historia afirma que “la muerte de esta ideología [el marxismo-leninismo] significa una creciente ‘mecanización común’ de las relaciones internacionales” (p. 105). Así mismo, encontramos otros argumentos similares como el del filósofo Karl Popper (2006), quien en La sociedad abierta y sus enemigos critica lo que él concibe como una posición moral de Marx, cuando cuestiona el modo de producción capitalista. Incluso, posiciones neoliberales como las de Robert Nozick (1974), en su obra Anarquía, Estado y utopía, en la que sostiene: “ningún Estado más extenso que el Estado mínimo se puede justificar”, p. 584), limitando todo orden social a la estructura del mercado capitalista como el ideal de sociedad.

El salario como retribución al trabajador por su fuerza de trabajo es una construcción derivada de la pérdida de los medios de producción de una parte de la población. Henri de Saint-Simon (1986) se refiere a este fenómeno en sus conocidas reflexiones sobre los primeros asentamientos humanos. Desde entonces, “estar o caer en el salariado era instalarse en la dependencia, quedar condenado a vivir al ‘día’, encontrarse en las manos de la necesidad” (Castel, 1997, p. 13), una situación concebida en el origen de lo social como una desgracia, indigna, una condición de la miseria, que supone la restricción en la elección, una restricción de la libertad. Aquellos que quedaron insertos en la condición de dependencia no pudieron, por diferentes motivos, sostener sus tierras y se vieron obligados a someterse como asalariados en el proceso de producción de otros, como jornalero o sirviente u otra labor; por ejemplo, el artesano que perdió su taller, etc.

Al respecto, Marx explicó el proceso del capital desde su forma dinero hasta la forma plusvalía; así mismo, describió de dónde proviene el capital originario que permitió, finalmente, la conformación del modo de producción capitalista. El filósofo alemán plantea que en un momento de la historia se conformó un capital que no era “resultado, sino punto de partida del régimen capitalista de producción” (Marx, 2001a, p. 607). Así, en el capítulo XXIV de El Capital, analiza la acumulación originaria de capital. Afirma que ni el dinero ni la mercancía, existentes antes de la conformación del capitalismo, son en sí mismos capital, sino que es este resulta de la relación dada en el trabajo asalariado (Marx, 2001a).

Según Marx, esa división de la sociedad por clases pudo formarse gracias a la violencia y el despojo, ya que el proletariado y la burguesía fueron consecuencia de la separación que se dio entre el trabajador y los medios de producción. Esta separación fue un proceso doble, en el que, por un lado, el trabajador mismo dejó de formar parte directa de los medios de producción (supresión de la esclavitud y de las relaciones serviles) y, por el otro, el trabajador es desposeído de cualquier medio de producción (el campesino es despojado de la tierra, y el artesano de sus herramientas). Este proceso se presentó en la Europa occidental desde los siglos XIV y XV, a través de varias etapas que marcaron el tránsito de la forma de explotación feudal a la capitalista, basada en la expropiación del campesinado y del trabajador rural (Marx, 2001a).

Con base en lo anterior, es posible comprender los orígenes de las reivindicaciones sociales, políticas y económicas en el contexto contemporáneo, y que han permitido la emergencia de lo que denominamos derechos humanos, como resultado de luchas sociales profundas que tienen su origen en el siglo XVII y, principalmente, en el siglo XVIII. Las revoluciones atlánticas, desde las 13 colonias inglesas en Norteamérica, Francia hasta el Caribe (Haití) y la América Hispana, fueron introduciendo la idea de derechos inherentes a la naturaleza humana con los cuales se pretendía limitar la arbitrariedad del Gobierno frente a los gobernados; garantizar la participación política del pueblo, a través de la modificación de la naturaleza de los regímenes políticos hasta ese momento conocidos: monarquías absolutas, en las que el poder ilimitado del jefe de Estado tenía una justificación teológica. Esas revoluciones, y la noción de derechos allí surgida, dieron pie a la transformación de las relaciones sociales mismas, cuando comenzó a ponerse en tela de juicio la validez de la esclavitud. Si la revolución iniciada en 1789 declaró la igualdad y la libertad como pilares del Gobierno, la pregunta que estaba en el ambiente era: ¿por qué debería mantenerse la esclavitud en cualquier territorio francés? Esta idea condujo a un levantamiento de esclavos de procedencia africana, en la colonia francesa de Santo Domingo, en el Caribe, el cual, posteriormente, se transformó en la primera y única revolución antiesclavista victoriosa en la historia de la humanidad. Esto no generó inmediatamente una ola abolicionista entre los Estados que comenzaron a adoptar el republicanismo como forma de gobierno; sin embargo, poco a poco los regímenes modernos cuestionaron la esclavitud como incompatible con el nuevo proyecto.

Ahí, se evidencia la relación con el concepto de progreso en el mundo moderno occidental, pues se entrelaza con cambios fundamentales en Europa a partir del siglo XVIII. Aunque muchos de los postulados de las tradiciones filosóficas de la Grecia clásica alimentaron, de una u otra forma, las corrientes de pensamiento moderno; las dinámicas de las sociedades que florecieron en la cuenca del Mediterráneo durante la antigüedad eran muy distintas a las surgidas en el marco de la Revolución Industrial y de los Estados constitucionales. La lógica de acumulación, propia del capitalismo, no existía ni podía existir; en la Grecia antigua, la forma de producción de mercancías se basaba en relaciones sociales distintas a las del trabajo asalariado y el pensamiento mágico-religioso tenía un rol central en la vida cotidiana.

La división del trabajo y, por otra parte, el análisis del tamaño del mercado fueron los factores en los que Smith (2008) se basó para definir el tamaño de la riqueza de una nación, bajo el supuesto de que la riqueza producida “se extiende hasta las clases más bajas del pueblo” (p. 41). En coherencia con dicho supuesto, se construyó la necesidad de desregulación del mercado laboral, para que el trabajador, al menos ex principio, no negociara los mínimos vitales. Adam Smith hizo girar la idea de progreso en torno al crecimiento económico, mediante la descripción de diferentes casos en los que el crecimiento favorecía, principalmente, a la agricultura, la industria y, finalmente, al comercio. La igualdad se explicó como un punto de llegada en un proceso en el que la participación del trabajo crecería con el aumento de la riqueza más que el capital mismo; teoría que históricamente ha sido refutada por la evolución del capitalismo.

El ciclo revolucionario iniciado en las décadas de 1770 y 1780 no terminó con la creación de las repúblicas americanas. Aunque algunas de la victorias revolucionarias fueron reversadas en Europa luego de la derrota de Napoleón, el movimiento revolucionario sacudió a este continente hasta mediados del siglo XIX, cuando nuevos alzamientos fueron presionando, de una u otra forma, la transformación fundamental de los viejos regímenes. Por ejemplo, en la Francia de 1848, donde una nueva revolución popular puso fin, de una vez por todas, a la monarquía y a los estamentos nobiliarios; o en Alemania, donde la vieja nobleza prusiana mutó y se adaptó a los marcos del Estado-nación modernos exigidos por el naciente capitalismo industrial.

El trabajo asalariado como condición del progreso

Ninguna revolución es exclusivamente política. Como se plantea en este artículo, fue en el seno de los regímenes modernos que el accionar de las clases sociales productivas comenzó a ser más evidente. Conforme el capitalismo generó la formación de los trabajadores asalariados —desposeídos de todo medio de producción con el cual garantizar su supervivencia, y expuestos a todo tipo de arbitrariedades por parte de las clases poseedoras (bajos salarios, trabajo infantil, jornadas laborales de 15 o más horas, etc.)—, estos aparecieron como actores protagónicos de los grandes movimientos sociales. Este fue el caso de la Revolución francesa de 1848, donde fueron los trabajadores de París quienes lideraron la lucha contra la monarquía y en favor del establecimiento de un régimen parlamentario. A medida que las formas republicanas iban ganando espacio, buena parte de las reivindicaciones por los derechos y las garantías civiles pasaron a ser enarboladas por los trabajadores organizados. Por ejemplo, las movilizaciones por el derecho al sufragio universal masculino, y luego el femenino.

Pero, también los trabajadores comenzaron a luchar por derechos económicos, y fue en ese contexto donde apareció en el ámbito académico la cuestión social y la idea de progreso social como cohesión social. Estas luchas se manifestaron en la revolución proletaria de 1871, en el hecho conocido como la Comuna de París. Los obreros y artesanos de la capital francesa se tomaron el poder: una lucha con objetivos políticos estuvo cargada de reivindicaciones económicas relacionadas con los costos de la vivienda y los bajos salarios. En la segunda mitad del siglo XIX, en buena parte de los países que desarrollaron una economía industrial, el movimiento obrero luchó por la limitación de la jornada laboral, primero a 10 horas y después a 8 horas.

Los cambios políticos y económicos se dieron en el marco intelectual de la Ilustración, corriente de pensamiento que recogía elementos de los principales postulados, que, desde el humanismo renacentista, venían poniendo en tela de juicio la ortodoxia tradicional frente a la concepción del ser humano, la vida social, la naturaleza y el universo. Sus postulados, a pesar de estar fundados en elementos cristianos, impulsaron la secularización del pensamiento. En este contexto emergió claramente la idea de progreso y desarrollo. Revolucionarios franceses como Turgot y Condorcet, inspirados por ideas ilustradas, comenzaron a usar la palabra “progreso” para referirse a la historia, ya no como el desarrollo de la humanidad regido por Dios hasta el fin de los tiempos, sino como un devenir en el que individuos racionales tienen injerencia. Así, el progreso se vinculó con el avance de la razón, una idea que no tenía nada de abstracto en la medida en que el capitalismo daba un asidero a la idea de progreso: la nueva organización social era incompatible con la rigidez del Antiguo Régimen. El nuevo sistema debía modificarse constantemente para mantenerse vigente bajo la égida de la burguesía, la nueva clase social poseedora, que controlaba los medios de producción y explotaba el trabajo excedentario, a través del salario (Marx y Engels, 2002).

Sobre la base de esta idea de progreso se dio el pujante desarrollo económico en el que se sustentó el capitalismo, a lo largo del siglo XIX. Entonces, el progreso se ligó a la construcción de una sociedad industrial en la cual se lograba el mayor grado de libertad individual, premisa vigente a mediados del siglo XX, en medio de la intelectualidad estadounidense (Vilar, 1993). Estos fueron los cimientos históricos del sistema de protección social colombiano. Por lo anterior, es preciso analizar cómo se ha construido la noción de protección social, como una forma de proveer servicios o subsidios sociales a los trabajadores, en particular, a la población más vulnerable socialmente.

Este concepto se comprende como respuesta al desarrollo del capitalismo, producto de las críticas a este modo de producción, y como parte del surgimiento de una intelectualidad entrelazada con los padecimientos de la nueva clase productora y explotada: el proletariado. Inicialmente, el socialismo surgió como una respuesta instintiva contra el avance del capitalismo en círculos artesanales europeos, desde mediados del siglo XIX. El progreso, desde la perspectiva liberal, como avance lineal sustentado por individuos productivos libres y racionales, fue puesto en entredicho desde la crítica a la explotación de trabajo asalariado, la destrucción de la clase media, la creciente tendencia a la concentración de los medios de producción, entre otros. En esa línea de pensamiento, el devenir histórico no era impulsado por la razón, la libertad, o cualquier otro adjetivo abstracto, sino que se explicaba en las luchas sociales desatadas por la explotación del trabajo y el control de los medios de producción. Así, el progreso no era nada, si la capacidad productiva de la sociedad se basaba aún en la explotación del ser humano por el propio ser humano (Cole, 1980).

En medio de esta polarización social, el salario se creó como la principal forma de relación de producción del mundo moderno. El salario, como relación de producción imperante, es relativamente nuevo en la historia de la humanidad, surgió en Occidente en el siglo XVIII con el inicio de la modernidad y se afianzó durante el siglo XIX. La historia de lo social avanzó en algunas naciones de Europa hacia un Estado liberal que construyó la noción de asalariados libres. Estos últimos eran individuos a quienes, en su condición de trabajadores, les fue otorgada jurídicamente la libertad de ofrecer su trabajo con la seguridad de un contrato; pero, en realidad, esta libertad es cuestionable dado que estaban condenados a la explotación laboral (trabajos indignos y salarios paupérrimos), como resultado de un mercado desregulado. Así, esa “libertad” favorecía únicamente a la empresa, al dejar a los trabajadores en condiciones de insostenibilidad, bajo relaciones sociales fracturadas producto de la competencia que supone el mercado laboral.

Posteriormente, el Estado social se presentó como solución ante las relaciones productivas de tensión entre los trabajadores y los capitalistas del Estado liberal, y fortaleció los sistemas de protección social de la población trabajadora. La profundización de la pobreza derivada de la Segunda Guerra Mundial evidenció la cuestión social del Estado liberal y permitió la consolidación del Estado social, a partir de la idea de la propiedad social. Se excluyó, por supuesto, toda posibilidad de “intervenciones directas sobre la propiedad y la economía” (Castel, 1997, p. 269), y se hizo visible la relación existente entre asalariado y protección social.

Con respecto a esta forma del Estado, Castel (1997) plantea el concepto socialización del salario. Este refiere el abandono del salario como pago de la fuerza de trabajo que lo condena al “mínimo compatible con la simple humanité, es decir, con una existencia animal” (Marx, 2001b, p. 52). Se trató pues, de asumir en su cálculo, no solo el seguro por pensión de jubilación, sino también la salud, la educación, el ocio, etc., que de forma paulatina fueron incluidos. De este modo, a mediados del siglo XX, se comprendió que “en torno al estatuto del salariado gira lo esencial de la problemática de la protección social. Acabamos de ver que esta problemática surgió de las insuficiencias de la protección para comenzar a sacar al asalariado de su indignidad” (Castel, 1997, pp. 322-323).

No obstante, en el marco de la política neoliberal, desde finales de la década de 1970, la cuestión social presenta un giro histórico, un retorno hacia la vulnerabilidad de la sociedad preindustrial que establecía una relación de acceso de coacciones (Castel, 1997), hacia el desmonte de las protecciones sociales en las sociedades postindustriales. Por lo tanto, el progreso social en los últimos años debe considerar una nueva cuestión social, marcada por condiciones socioeconómicas adversas para los trabajadores, como:

desempleo masivo y la precarización de las situaciones de trabajo, la inadecuación de los sistemas clásicos de protección para cubrir estos estados, la multiplicación de los individuos que ocupan en la sociedad una posición de supernumerarios, “inempleables” desempleados o empleados de manera precaria, intermitente. (Castel, 1997, p. 13)

El progreso social en los límites del mundo liberal

Desde el siglo XIX, la sociología ha planteado una historia alrededor del disfuncionamiento de la sociedad industrial (Rosanvallon, 1995), el cual ha permanecido hasta nuestros tiempos. Esta es la historia de un modelo de explotación socioeconómica basado en la división de clases, una realidad que determina una forma particular de desigualdad socioeconómica.

Quizá un punto de partida está en las ideas revolucionarias de Montesquieu, Voltaire, Rousseau y otros que hicieron parte de los enciclopedistas, quienes tenían en común su lucha contra el régimen e ideología feudal. A partir de la consigna de los fisiócratas acerca del laissez faire, et laissez passer, le monde va de lui même de Vincent de Gournay, se propuso una distribución de la producción, comercialización de los bienes agropecuarios y ganancias entre todos los miembros de la cadena productiva —los agricultores, los propietarios y la clase estéril (artesanos, comerciantes y transportadores)—. No obstante, esa estrategia mantenía el régimen político feudal. De acuerdo con el principio de la revolución agrícola británica que consideraba la tierra como un bien de propiedad privada, esa corriente fue juzgada por los enciclopedistas en Francia como devota, inútil y contraria al espíritu de la filosofía. Estos afirmaron que no se definía la propiedad como una construcción social, sino como fuente de todo derecho —como lo establece Locke (2006) —. En este sentido, la fisiocracia fue de las primeras teorías económicas fundamentadas en la confianza utópica en un régimen basado en la igualdad jurídica que condujera al libre desempeño de la producción y el comercio, en el cual todas las partes ganasen (Sorel, 2011). François Quesnay fue uno de los representantes de esa corriente que sugirió la necesidad de observar la riqueza, no en función de la balanza comercial, sino de la producción interna, y agregó que la seguridad alimentaria es el centro de la fortaleza económica de un país (Blaug, 2001).

Inglaterra y Francia fueron ejemplo del cambio en las relaciones socioeconómicas a partir de la caída del régimen feudal, lo cual condujo a una transformación social que transmutó la desigualdad y la desprotección de la base social. La precariedad socioeconómica pronto derivó en otros fenómenos como la mendicidad y, en particular, el vagabundeo sumado a brotes de delincuencia y violencia social, cuya respuesta gubernamental fue la política policial. Al respecto, Castel (1997) plantea:

¿se puede llamar “sociales” a tales políticas? Sí, por lo menos en el sentido mínimo de que su objetivo era asegurar el orden público y, por lo tanto, preservar el equilibrio social. No, si por social se entiende el conjunto de prácticas que se desplegaron a partir del siglo XIX para reducir la brecha entre el orden económico y el orden político. (p. 108)

Así, el vagabundeo expresa las causas de la cuestión social y los instrumentos de política usados para afrontar este fenómeno de la sociedad preindustrial; una sociedad dividida, cuya base era, claramente, vulnerable, por ser controlada y reprimida por el gendarme o policía.

En este orden de ideas, la Revolución Industrial y el sistema capitalista se ubican como resultado de una serie de procesos: la necesidad de desarrollar un sistema productivo más eficiente que el medieval autárquico mediante un modelo de producción definido por la división del trabajo; la superación de la crisis del siglo XVII; la construcción de la “entidad única” que supuso el mercado europeo (compuesto por todos sus países y colonias) y, finalmente, el ascenso de la burguesía en el poder político (en la política económica estatal) (Hobsbawm, 2009). La crisis de esta época permitió una revolución de la estructura feudal e implicó el proceso de división del trabajo y, con ello, la industria. De esa forma, se dio el desplazamiento de la producción autárquica del medioevo hacia la producción salarial, y del comercio local entre productores al comercio de producción masiva de la industria. Este último separa al productor de los medios de producción y el comercio, incentivado por la acumulación de capital. Esta fase dio origen a las luchas de clase, en donde los trabajadores se identifican a sí mismos como unidad social, que ante las circunstancias desfavorables ejercen su actividad. Los trabajadores, en los años siguientes, cada vez más organizados, acentuaron sus luchas por mejorar el salario, el tiempo de trabajo y diferentes seguridades sociales.

Esas transformaciones iniciadas en Inglaterra se difundieron por Países Bajos, Bélgica, Francia y los principados alemanes: los cambios se dieron de la mano de profundas transformaciones políticas y culturales. Sin embargo, en Francia, el movimiento revolucionario fue más radical y profundo. La revolución, que se inició en 1789, no solamente enfrentó a la monarquía absoluta para limitar su poder, sino que creó un régimen constitucional —justo como había ocurrido durante la revolución independentista en Norteamérica entre 1775 y 1781—, y planteó la idea de derechos inherentes al ser humano, los cuales debían ser respetados y garantizados por el Estado. Esta revolución abrió el camino a un movimiento revolucionario continental, e incluso global, con ecos concretos en la América Hispana, por ejemplo. Este fue el germen de regímenes constitucionales y parlamentarios y, más delante de la instauración de los modernos regímenes republicanos (Block, 1988).

Esta es la situación que caracterizó el siglo XVIII en el Occidente europeo. En Inglaterra, una serie de cambios en la producción agrícola y en la producción artesanal fue disolviendo las viejas relaciones de producción y protección social. La revolución agrícola británica supuso una revolución rural en la tenencia de la tierra, es decir, que se caracterizó por la idea de tierra como un bien de propiedad privada (individual), con libertad para su compra y venta. Este proceso implicó la movilización de la población rural no absorbida por la demanda de jornales requeridos para la producción, hacia el creciente sector no agrícola del sistema económico. Lo anterior acentuó el conflicto social entre el sector urbano y el rural. En ese contexto, Rousseau definió el origen de la desigualdad que:

el establecimiento de la ley y del derecho de propiedad fue su primer mojón, la institución de la magistratura el segundo, el tercero y último, fue el cambio del poder legítimo en poder arbitrario; de suerte que el estado rico y pobre fue autorizado por la primera época, el de poderoso y débil por la segunda y el término al que conducen finalmente todos los demás hasta que nuevas revoluciones disuelvan completamente el Gobierno, o lo acercan a la institución legítima. (2002, p. 307) 2

Pareciera que Rousseau, ya en el siglo XVIII, predijo las consecuencias de la distribución desigual de los ingresos y la riqueza, tan evidente en el siglo XXI. Gonzalo Pontón (2016) describe el siglo XVIII como un punto en la historia caracterizado por “miles de algaradas, motines, disturbios populares, revueltas a lo largo y ancho de los dos continentes” (p. 379). Esta situación fue producto del alza de precios de bienes necesarios, la especulación y la escasez, derivadas de las guerras, las diferentes medidas de concentración de los bienes por parte de los patronos, el recorte de salarios y la inflexibilidad para negociar condiciones de trabajo que incluían jornadas laborales extensas, especialmente en las ciudades. En general, afirma Pontón (2016), que “solo en la ciudad de Londres hay registros de 119 conflictos laborales directos y 376 tumultos o huelgas a lo largo del siglo” (p. 392).

Así, las relaciones de producción y comercio inglesas de mediados del siglo XVIII y principios del XIX permitieron el surgimiento y desarrollo del capitalismo. La Revolución Industrial dio los fundamentos empíricos a la escuela económica del pensamiento clásico que criticó los principios del mercantilismo que procuraban la intervención del Estado en el comercio para asegurar la balanza comercial. Este pensamiento, que radicaliza el principio fisiócrata de laissez faire, se definió como pensamiento liberal, en el que se promulgaba la denominada libre competencia que incentivaba la racionalidad de maximizar beneficios y disminuir costos para lograr el objetivo de la política económica: el crecimiento económico. Para esto, un presupuesto fundamental fue la libertad política y la igualdad ante la ley. De esta forma, se estableció la idea de propender por el desarrollo de seres humanos libres, lo que significa seguir las leyes naturales que tienen como principio la predominancia del ego o el “amor propio” en la conducta humana (Smith, 2011); el egoísmo en esta idea liberal es condición para el desarrollo de la empatía, fundamento de la construcción de lo social en esta perspectiva. Esta revolución que supuso el cambio de los sistemas de producción autárquicos del medioevo, basados en la división de clases sociales del sistema monárquico, dio paso a la producción industrial asociada a la distinción de clase del sistema burgués dada por la división (y especialización) del trabajo.

Al respecto, el liberalismo relacionó el progreso social con el desarrollo económico, al avance del individualismo y las libertades individuales, incluidas, claro está, el derecho a la propiedad y la libertad de empresa. Autores como Comte, Durkheim y Weber, a pesar de sus diferencias, explicaron los cambios sociales históricos, sin tener en cuenta el elemento revolucionario, a partir de la identificación de que las diferencias entre las sociedades del pasado y las actuales radicaban en el avance progresivo de sus fuerzas productivas e intelectuales (Alcañiz, 2004). De esta forma, se desarrolló la sociología liberal que fundamentó el individualismo metodológico, que permite analizar los fenómenos sociales como la desigualdades, sin tener que apropiar una perspectiva estructuralista sobre la lucha de clases, como la de Marx.

Posteriormente, el siglo XX se caracterizó por el fortalecimiento del movimiento obrero, el cual reunió las reivindicaciones políticas con las económicas y sociales. Las luchas obreras integraron una gran cantidad de nociones que luego fueron recogidas en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, y actualmente se conocen como derechos de segunda generación.

Muchas de las luchas sociales y políticas de las mayorías trabajadoras se expresaron en procesos revolucionarios. El ciclo revolucionario inició durante los últimos años de la Primera Guerra Mundial (1914-1918). Este permitió la creación de regímenes políticos que buscaron instaurar un sistema social que superara la explotación y la división social entre clases. El más destacado fue la Unión Soviética, fruto del proceso revolucionario ruso, en 1917. Este generó mejoras en las condiciones de vida de los obreros y los sectores campesinos sometidos por los grandes latifundistas que les imponían cargas de trabajo de tipo servil. Esta revolución tardó en consolidarse, pues las potencias capitalistas europeas hicieron todo lo posible por frenarla, con resultados adversos como una cruenta guerra civil que obstaculizó el desarrollo del Gobierno revolucionario. Sin embargo, la Constitución de la Unión Soviética representó uno de los primeros documentos legales que se garantizaba derechos básicos para los trabajadores.

En Alemania también ocurrió una revolución en el marco de la Primera Guerra Mundial. Entre 1918 y 1919, un levantamiento de marineros descontentos derivó en una movilización social que terminó por deponer la monarquía conservadora del Káiser Guillermo II. A pesar de esto, grupos políticos conservadores de la socialdemocracia hicieron grandes esfuerzos por frenar los alcances de la revolución, entre estos, alianzas con grupos paramilitares que pusieron fin a un movimiento más radical dirigido al establecimiento de un régimen democrático. No obstante, los obreros lograron que se estableciera un sistema político más avanzado que la monarquía parlamentaria del Kaiser. La República Alemana —conocida como República de Weimar desde 1919,— incluyó en la Constitución derechos económicos y sociales, tales como el derecho a huelga, el derecho al trabajo, el derecho al estudio o la regulación de la jornada laboral.

Aunque el Gobierno socialdemócrata se constituyó en una fuerza contrarrevolucionaria, se vio obligado a hacer concesiones ante las peticiones sociales de los trabajadores, pues estos continuaron presionando al Estado alemán para lograr mejores condiciones de vida. Tras la derrota del movimiento revolucionario de 1919, los obreros le dieron vida al Partido Comunista Alemán, uno de los más grandes de Europa. Este mantuvo viva la organización obrera y, a través de la movilización, logró el establecimiento de uno de los periodos de la historia alemana marcados por instituciones democráticas funcionales (Pelz, 2018).

La movilización social, iniciada en los primeros años del siglo XX, continuó activamente hasta la Segunda Guerra Mundial. Tanto en Europa como en América ocurrieron luchas sociales que llevaron paulatinamente a la consecución de derechos como: el voto universal (masculino y femenino), la regulación de la jornada laboral, el alcance de protecciones laborales a las mujeres en estado de embarazo, el descanso remunerado, el salario mínimo, la protección ante accidentes laborales y enfermedades en el trabajo y, finalmente, la constitución de sistemas de protección social.

Muchos de estos derechos se reconocieron entre las décadas de 1930 y 1940, al final de la Segunda Guerra Mundial. Estas reformas buscaron superar la Gran Depresión, la peor crisis económica de la historia. Diferentes líderes, como Roosevelt en Estados Unidos, adoptaron políticas económicas que, entre otras cosas, promovían la protección del trabajador para estimular el consumo y, así, contribuir a la reactivación de los sectores productivos. Estas fueron inspiradas por las teorías planteadas por el economista británico John Maynard Keynes.

De esta forma, desde principios del siglo XX, la consolidación del movimiento obrero en partidos políticos, como el Socialdemócrata alemán y Laborista británico, permitió la representación política de las clases obreras. El logro y mantenimiento de la regulación laboral, que hoy conocemos como derechos, fueron ganados no solo por las urnas, sino incluso a sangre y fuego por los trabajadores, quienes, como se ha mostrado, los exigían desde la segunda mitad del siglo XIX.

Un buen ejemplo de este proceso es la lucha por la jornada laboral de ocho horas. El promedio de la jornada laboral en las fábricas a mediados del siglo XIX era de 14 horas, inicialmente se logró una reducción a 10 horas y, luego, las 8 horas diarias para la década de 1890. Muchos industriales y Gobiernos en el mundo capitalista veían esta reivindicación como un acto desmesurado de las organizaciones obreras; por lo tanto, las huelgas que exigían la institución de esta jornada fueron tratadas como actos de subversión. Esta confrontación tuvo una de sus principales manifestaciones en Estados Unidos, cuando la American Federation of Labor decretó en mayo de 1886 una huelga nacional que terminó con enfrentamientos y represión policial, un saldo de tres obreros condenados a prisión y otros cinco ejecutados (Hobsbawm, 1987). En conmemoración de esos hechos, se estableció el Día Internacional del Trabajo.

En medio de este proceso, el siglo XX también se caracterizó por la indeterminación liberal sobre cómo alcanzar el progreso social, la cual estuvo ligada a la confrontación de dos grandes bloques de la ideología liberal. El primer bloque, representado por John Maynard Keynes (1883-1946), defendía la idea de que el Estado debe regular la distribución de la riqueza para alcanzar un crecimiento económico. Mientras que el segundo, liderado por Friedrich von Hayek (1899-1992), le apostaba a la liberalización del mercado, limitando al Estado a funciones de representación corporativa. Las ideas keynesianas hicieron posible la creación del Estado de bienestar, en el cual se garantizaban derechos sociales y económicos para los trabajadores. Este régimen no fue una dádiva de las potencias capitalistas a sus ciudadanos, también se ganaron a fuerza de movilización social. En el caso del Reino Unido, el primer país en implementarlo, luego de la derrota del fascismo, los trabajadores salieron a las urnas y derrotaron al Partido Conservador de Churchill, y le dieron la victoria de la contienda electoral al Partido Laborista, que representaba las aspiraciones de los obreros ingleses. El laborismo creó un sistema de asistencia social implementado hasta la década de 1980, cuando los conservadores, dirigidos por Margaret Thatcher, comenzaron a desmontarlo en el marco de las contrarreformas neoliberales, como consecuencia de la crisis económica iniciada en 1973 (Hobsbawm, 2000).

Estas confrontaciones llevaron a la separación del liberalismo entre liberales sociales (o socialdemócratas) y neoliberales; entre regulación estatal y liberalización del mercado con un Estado como árbitro de transacciones. En todo caso, ambas corrientes tienen en común el principio de procurar el desarrollo de la libertad individual, cuya base son las nociones kantianas de igualdad ante la ley y el autogobierno. Precisamente, Bentham parte de la deontología en sus postulados sobre el utilitarismo. Esta teoría observa el progreso desde una perspectiva de cuentas totales, percibe el crecimiento económico sin reparar en la distribución, pues existe un supuesto en el que la política social debe procurar el máximo de bienestar. Así mismo, concibe que el bienestar corresponde a las condiciones de una persona y, en ese sentido, tiene un carácter normativo.

Con la derrota del fascismo surgió un nuevo orden mundial, liderado por los Estados Unidos y la Unión Soviética. En este nuevo orden se buscó evitar que ocurrieran de nuevo hechos dramáticos como los experimentados durante la Segunda Guerra Mundial. Para esto, se creó la Organización de las Naciones Unidas, y se redactó la Declaración Universal de los Derechos Humanos, documento que contempla derechos fundamentales (civiles, políticos, económicos y sociales). A partir de lo anterior, las nociones de derechos fueron adoptadas en distintos lugares durante la segunda mitad del siglo XX. A su vez, los protocolos de derechos humanos de la ONU representaron una forma de garantizar las victorias alcanzadas en el marco de las luchas descritas.

Buena parte de estos derechos, dieron forma a los Estados de bienestar, pero la época dorada que experimentó el capitalismo en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial no duraría para siempre. A principios de la década de 1970, el capitalismo afrontó una nueva crisis de acumulación acentuada por lo que se conoció como el embargo petrolero de 1973. La solución planteada fue un programa de reformas que implicaba la destrucción de los derechos laborales ganados en el siglo XIX y, así, el regreso de la explotación del trabajo asalariado. Con esto, se definió la necesidad de suprimir el Estado de bienestar y reducir el gasto social. Este nuevo modelo se conoce como neoliberalismo, enfocado en la actividad especulativa y monetaria, que impulsó la intermediación financiera en la prestación de servicios, antes provistos por el Estado de bienestar, por ejemplo, salud, educación y pensiones. Se trataba de desregularizar la economía, mediante la reducción de la intervención del Estado, con lo cual se facilitaban los procesos de acumulación de capital en los empresarios privados.

En este contexto histórico e ideológico, las organizaciones de cooperación internacional tienen su propia postura sobre el progreso social; no obstante, vinculada con las que originaron el neoliberalismo. Este es el caso del Banco Mundial, entidad que manifiesta que el progreso social “se concentra en la necesidad de ‘poner en primer lugar a las personas’, en los procesos de desarrollo” (Banco Mundial, 2017a, párr. 1). En esa perspectiva, no se trata solamente de reducir los índices económicos de pobreza, sino de eliminar problemas derivados como la exclusión, el aislamiento y la exposición a la violencia. Así mismo, establece la necesidad de promover la “seguridad ciudadana” (en términos de protección contra la violencia), y la transparencia en la administración pública. Asegura también que, para lograr un desarrollo sostenible, debe incluirse “a los pobres […] en el proceso de desarrollo” (2017b, párr. 1). En conjunto, el progreso social se logra a través de estrategias que: permitan constituir estructuras gubernamentales con mayor capacidad de respuesta y más responsables ante sus ciudadanos; implementen programas de empoderamiento económico dirigidos a la juventud; potencien la capacidad de adaptación de comunidades e instituciones a fenómenos sociales y naturales como las crisis económicas y el cambio climático. Estas estrategias se han traducido en préstamos de grandes sumas de dinero a países de Asia, América Central y África para el desarrollo de programas de seguridad ciudadana, desarrollo agrícola y fomento económico nacional (Banco Mundial, 2017b).

En este orden de ideas, el progreso social desde el Banco Mundial sigue las ideas del liberalismo de Friedrich von Hayek (2008), quien afirma que:

Será bueno contraponer desde un principio las dos clases de seguridad: la limitada, que pueden alcanzar todos y que, por consiguiente, no es un privilegio, sino un legítimo objeto de deseo, y la seguridad absoluta, que en una sociedad libre no pueden lograr todos, y que no debe concederse como un privilegio —excepto en unos cuantos casos especiales, como el de la judicatura, donde una independencia completa es de extraordinaria importancia—. Estas dos clases de seguridad son: la primera, la seguridad contra una privación material grave, la certidumbre de un determinado sustento mínimo para todos, y la segunda, la seguridad de un determinado nivel de vida o de la posición que una persona o grupo disfruta en comparación con otros. O, dicho brevemente, la seguridad de un ingreso mínimo y la seguridad de aquel ingreso concreto que se supone merecido por una persona. Veremos ahora que esa distinción coincide ampliamente con la diferencia entre la seguridad que puede procurarse a todos, fuera y como suplemento del sistema de mercado, y la seguridad que solo puede darse a algunos y solo mediante el control o la abolición del mercado. (p. 124)

Si bien Hayek procura el desarrollo de las libertades individuales, estas son entendidas “como ausencia de coerción por parte de la voluntad arbitraria de un tercero —y que otros autores la llamaron ‘libertad negativa—” (Santanatoglia y Sosa, 2010, p. 249). Con esto, se define la ausencia total de la intervención del Estado en el desarrollo de la producción individual. Significa que “el cortesano que vive lujosamente, pero subordinado a la voz y mandato de su príncipe, puede ser mucho menos libre que el pobre labriego o artesano; menos capaz de vivir su vida y de escoger sus propias oportunidades” (Santanatoglia y Sosa, 2010, p. 249). Por lo tanto, la libertad no gira en torno a las condiciones socioeconómicas del individuo, sino en su condición interna de la libre elección.

En esa misma dirección, Hayek (s. f.) defiende la perspectiva racional en contra de una visión moral fundamentada en la solidaridad, y en contra de una visión planificadora de distribución de riqueza. Según el autor, la fuerza del mercado permite que los individuos logren satisfacer sus necesidades, movilizados por sus expectativas. Así, todos lograrían las condiciones para el desarrollo de sus libertades individuales. En síntesis, es posible incrementar la satisfacción de las necesidades humanas según los recursos con que cuente el individuo (Hayek, s. f.). Este es el fundamento de la conceptualización neoliberal de progreso. Sin embargo, Keynes (2000) advierte que estos postulados:

son aplicables solamente en un caso especial, y no al caso general, y que la solución al equilibrio que supone es un caso límite de todas las posibles posiciones de equilibrio. Además, las características del caso especial por la teoría clásica no son las de la sociedad en la que realmente vivimos, razón por la que sus enseñanzas resultan engañosas y funestas, si intentamos aplicarlas a los hechos reales. (p. 15)

En Latinoamérica, el proyecto neoliberal se probó inicialmente en Chile y Argentina en el contexto de las dictaduras militares. Milton Friedman y el Gobierno norteamericano pretendieron demostrar que las medidas de desregulación eran eficientes, a través de la reducción de la inflación y la reactivación de las economías nacionales. Sin embargo, el programa de reformas neoliberales demostró ser un fracaso: la única manera en que se redujo la inflación fue mediante la inyección de grandes cantidades de dólares en las economías del cono sur. Todo esto, resultó en el aumento desmedido de la deuda pública de los países-laboratorios neoliberales (Harvey, 2007).

Luego de los experimentos del funcionamiento de la fórmula neoliberal, esta se aplicó en Estados Unidos e Inglaterra, bajo los Gobiernos neoconservadores de Ronald Reagan y Margaret Thatcher. En ambos casos, los principales objetivos fueron reducir los derechos laborales y los trabajadores sindicalizados. Desde entonces, con el apoyo de Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la Organización Mundial de Comercio, se establecieron regímenes neoliberales por todo el mundo, facilitando a los capitales del centro desarrollado la penetración en las economías dependientes.

Para Friedman y Friedman (1980), el progreso social dependía del desarrollo económico y la liberalización de los mercados. Por ejemplo, frente a la expansión económica y social de Gran Bretaña y Estados Unidos, a mediados del siglo XIX, afirma que:

El crecimiento económico fue rápido. El nivel de vida del ciudadano común mejoró dramáticamente, haciendo más visibles las áreas restantes de pobreza y miseria retratadas de manera tan conmovedora por Dickens y otros novelistas contemporáneos. La población aumentó junto con el nivel de vida. (p. 35)3

Las perspectivas de Hayek y Friedman encontraron en la práctica un límite, dado que se ha evidenciado que la concentración de la riqueza no fomenta el desarrollo económico y la desigualdad no es un asunto que se resuelve en el largo plazo. Por lo anterior, ideas poskeynesianas y posturas económicas complementarias como el institucionalismo han tomado fuerza.

Por otro lado, en medio del debate ideológico liberal, se generó la necesidad de medir el progreso social a través de sistemas estadísticos para la recolección y unificación de información sobre las transacciones comerciales, y demás indicadores macroeconómicos. Hess (2019, 19 de febrero) explica el proceso de creación de sistemas de medición y estadística con indicadores demográficos, económicos y financieros, cuyo objetivo era balancear ingresos, gastos y flujos financieros nacionales e internacionales. De este modo, a mediados del siglo XX, se estandarizó la medición del crecimiento económico mediante el Producto Interno Bruto (PIB), una medida de la producción nacional que surgió a partir del Sistema de Cuentas Nacionales. Este fue planteado por el economista inglés Richard Stone, e implementado, por primera vez, durante la Segunda Guerra Mundial en 1941. El PIB mide el valor del total de bienes y servicios producidos dentro de las fronteras de un país durante un periodo determinado, generalmente un año, incluyendo la producción de ciudadanos nacionales y extranjeros (Callen, 2008). Actualmente, este es un instrumento internacional sobre el cual se fundamenta la cooperación internacional y la medición económica. Si bien el PIB no representa la única y última forma de medición del progreso, sí es un referente importante. De manera complementaria, se han desarrollado diferentes propuestas de análisis del nivel de vida y otras dimensiones de la humanidad, entre estas los indicadores de capacidades y oportunidades.

En el escenario contemporáneo, el liberalismo económico no ha podido ocultar la realidad de la desigualdad y las demandas sociales de los menos favorecidos. Precisamente, la apuesta de Amartya Sen, Nussbaum y otros, se enfocan en las libertades individuales desde el concepto de capacidades y la medición del desarrollo humano, pues este:

tiene que ver con las libertades humanas: la libertad de desarrollar todo el potencial de cada vida humana —no solo el de unas pocas ni tampoco el de la mayoría, sino el de todas las vidas de cada rincón del planeta— ahora y en el futuro. Esta dimensión universal es lo que confiere al enfoque del desarrollo humano su singularidad. (PNUD, 2016, p. 3)

Sin embargo, “el IDH simplifica y refleja solo una parte de lo que entraña el desarrollo humano, ya que no contempla las desigualdades, la pobreza, la seguridad humana ni el empoderamiento” (UNDP, s. f.)4. Los indicadores de necesidades básicas insatisfechas, calidad de vida, pobreza y pobreza multidimensional no son ajenos a esta crítica; al contrario, desde este punto de vista, se aproximan a los planteamientos teóricos de Rawls. Estas formas de observar la realidad dan cuenta de una estandarización de mínimos a modo de “bienes primarios que un hombre representativo puede razonablemente esperar” (Rawls, 2006, p. 97). Siguiendo esta premisa, los bienes “han de ser distribuidos de un modo igual, a menos que una distribución desigual de uno o de todos estos bienes redunde en beneficio de los menos aventajados” (Rawls, 2006, p. 281). La crítica a esta concepción la formula Cohen (2004), quien sostiene que no es posible delimitar los bienes primarios reconociendo diferencias individuales de gustos y preferencias, culturales y de nivel y calidad de vida particulares.

Al respecto, el informe de la Comisión sobre la Medición del Desarrollo y el Progreso Social, liderada por Stiglitz et al. (2009), evidenció la forma adecuada de medición del progreso social, y la necesidad de seguir realizando esfuerzos para lograr “mejores instrumentos de medida que nos permitirán evaluar mejor los resultados económicos y el progreso social” (p. 17).

Conclusión: la difícil situación de la presente idea del progreso social

De esta forma, el debate ideológico cesó y dio paso al debate técnico entre las distintas concepciones liberales sobre las formas de concebir el progreso social, que en todo caso tienen su eje en el aumento del bienestar de los individuos pertenecientes a un territorio. Las luchas sociales desde de la década de 1970 se orientaron a la defensa de los derechos adquiridos históricamente por los trabajadores, como respuesta al desmonte de las protecciones sociales en el marco de las políticas de austeridad estatal.

Actualmente, los Gobiernos priorizan políticas de crecimiento económico, mediante estrategias de flexibilización laboral, reducción de los derechos socioeconómicos, y generación de registros estadísticos que legitimen las políticas de los Estados.

Desde las ciencias sociales, entre ellas la económica, como una ciencia dura, igualmente se promueve el modelamiento de comportamientos socioeconómicos. Esta es una de las características del siglo XX y la academia contemporánea. Después de la caída del Muro de Berlín en 1989, el mundo occidental se dio la licencia de abandonar casi definitivamente el debate ideológico que cuestionaba al capitalismo. Con esto, se redujo el progreso a la definición de estrategias para lograr el desarrollo económico y paliar la pobreza, entendida como efecto de las externalidades del mercado.

En todo caso, antes de este hecho gran parte del mundo occidental ya estaba eclipsado ante la racionalidad económica. En el caso de América Latina, desde el siglo XIX se establecieron tecnocracias como forma de gobierno (Silva, 1997). En estas el técnico se presentaba como garante del buen gobierno, lo cual desplazó el debate político-ideológico al debate político-técnico, a lo largo del siglo XX. En consecuencia, se concreta una tensión entre la necesidad de un Estado regulador de la economía capitalista (Keynes) o complaciente con el libre mercado (Hayek). No obstante, es importante aclarar que entre ambas orillas hay múltiples posiciones y argumentos, que, en todo caso, plantean el aumento de los bienes y servicios como un efecto de sus premisas. En este contexto, las ciencias económicas, como parte de las ciencias sociales, no expresan contradicción interna alguna; al contrario, sus posturas guardan una intencionalidad de clase. A la postre, no es distinto del mundo que Marx expuso en sus investigaciones, en las que dedicó

su esfuerzo teórico y su vida intelectual a la crítica de la economía política y la locura de la razón económica. En el proceso, revela irracionalidades y “formas locas” que son cada vez más profundas en el pensamiento sistemático y en el programa político que se supone que nos llevará a un utopismo de la vida cotidiana. Todas las leyes contradictorias del movimiento que identifican de manera única a la clase capitalista y sus acólitos, al mismo tiempo reducen a poblaciones enteras a la explotación de su trabajo en vivo para la producción, a las escasas oportunidades en su vida cotidiana y a la servidumbre por deudas en sus relaciones sociales. (Harvey, 2018, p. 174)5

De acuerdo con Sorel (1935), “para conocer al hombre es necesario considerarlo enteramente como trabajador y no separarlo nunca del instrumento con que se gana la vida” (p. 253). Es preciso identificar que la idea del progreso social del liberalismo parte del pragmatismo económico capitalista (Sorel, 2011 p. 134). Los presupuestos de maximización de ganancias y minimización de costos —que ponen al trabajador como costo variable en el sistema de producción— suponen una condición en la que él (como asalariado) aparece con una realidad ontológica distinta a la del capitalista. Se muestra que la desigualdad es inevitable dentro del sistema de mercado, de privilegios y propiedades privadas. Por lo tanto, se considera imposible la cohesión social y se condena a la sociedad al conflicto de clases. Así, la lectura de Sorel (2011) sobre el imaginario del progreso es vigente en el mundo neoliberal.

Para finalizar, se requiere explorar una nueva forma de comprender el progreso social desde el reconocimiento de la división de clases y la hiperconcentración de la propiedad (Piketty, 2021). Esta se hace evidente en la desigualdad socioeconómica manifestada en la diferencia entre el decil más rico frente al resto de la población (Piketty, 2021). En ese sentido, son necesarios nuevos instrumentos estadísticos para la captura de esta realidad en cuanto al nivel y calidad de vida. De esta manera, se visibiliza que las expectativas sociales están determinadas por el decil más rico, a partir de su nivel y cualidad de consumo, lo cual implica un estado generalizado de insatisfacción. Se requiere que la observación o medición del progreso social cambie de referentes mínimos hacia una “comparación entre los comportamientos históricos entre las condiciones del decil 10 y la media de la poblacional” (Sánchez y Cifuentes, 2021, p. 127). En síntesis, es preciso redefinir el progreso social en función de la igualdad socioeconómica. Así, es posible que se generen procesos de seguridad para el ser social, sin perder las condiciones de singularidad, reciprocidad y comunalidad que propone Rosanvallon (2012). La igualdad, por lo tanto, estaría en el centro de la pretensión del progreso social en medio del proceso de mejoramiento de las condiciones socioeconómicas. Esta sería una apuesta por alcanzar la satisfacción de las expectativas sociales y, así, lograr el goce de los derechos sociales y económicos de la población en su conjunto.

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Notas

1 En este sentido, es preciso ajustar la noción de cuestión social en la sociología de Robert Castel. Cuando el autor francés explica lo social como “el hiato entre la organización política y el sistema económico […]. Consiste en sistemas de regulación que no son los del mercado, instituidos para tratar de llenar esta brecha. [Prosigue con la siguiente explicación:] En ese contexto, la cuestión social se convertía en la cuestión del lugar que podían ocupar en la sociedad industrial la franja más desocializada de los trabajadores” (Castel, 1997, p. 20). Esa franja es la clase trabajadora que se encuentra en relación de competencia por el salario, en un sistema que se beneficia del aumento de esta competencia sin reparo en las consecuencias inhumanas que esto conlleva: la ruptura social y de la solidaridad, la pobreza, entre otras. La cuestión social es, entonces, una evidencia de un sistema segregador e inhumano, dotado de la capacidad de generar dependencia (un sistema que confunde dependencia con cohesión). No es un sistema de seres libres que deciden asociarse para satisfacer sus expectativas de forma solidaria, sino de seres que por coerción se ven obligados a asumir las reglas de los propietarios de los medios de producción y a entrar en una dinámica de dependencia que rompe con la seguridad y solidaridad.

2 La crítica de Rousseau al derecho de propiedad como un derecho natural o fundamental del ser humano constituyó uno de los pilares de su análisis sobre la desigualdad. De esta forma, se separó de los pensadores ingleses como John Locke, quien consideraba la propiedad como un derecho natural, como una condición del Estado mismo: “los hombres tienen un derecho natural a la propiedad: un derecho anterior a la existencia de la sociedad y el gobierno civiles, o independientemente de estos” (Macpherson, 2005, p. 197).

3 Traducción propia del texto original en inglés.

4 Traducción propia del texto original en inglés.

5 Traducción propia del original en portugués.

* Artículo de investigación

Información adicional

Cómo citar este artículo: Sánchez Cárcamo, R. A., y Cifuentes Sarmiento, J. A. (2021). Análisis crítico de la noción de progreso social. Universitas Humanística, 90. https://doi.org/10.11144/Javeriana.uh90.acnp

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