Dibujos etnográficos y conversaciones migrantes: el mar, los hilos y los retazos que se juntan *
Ethnographic Drawings and Migrant Conversations: The Sea, Threads, and Scraps that come Together
Desenhos etnográficos e conversas de migrantes: o mar, os fios e os retalhos que se juntam
Dibujos etnográficos y conversaciones migrantes: el mar, los hilos y los retazos que se juntan *
Universitas Humanística, vol. 94, 2025
Pontificia Universidad Javeriana
Cristina Yépez Arroyo a maria.yepez@mail.mcgill.ca
Universidad de McGill, Canadá
Recibido: 24 febrero 2025
Aceptado: 26 septiembre 2025
Publicado: 14 diciembre 2025
Resumen: ¿Cómo dibujar el murmullo del mar o los cambios de la marea durante el día? Me encontré con esta pregunta cuando Jota me mandó grabaciones de sonidos del mar en nuestro chat de WhatsApp. Me dijo que quería que me imaginara el pueblo costero al que se había mudado recientemente, uno que le recordaba a la playa en Venezuela, donde nació y vivió hasta su adolescencia. En este artículo pienso cercanamente sobre encuentros etnográficos con personas migrantes que viven en Ecuador y a quienes conocí en mi trabajo de campo, algunos de los cuales sucedieron durante la pandemia del COVID-19. Las conversaciones que mantuvimos a través de WhatsApp una vez que se instauró la cuarentena, así como los momentos compartidos antes de forma presencial, se convirtieron en un repositorio de voces, sonidos e imágenes, que, a su vez, me llevaron a dibujar momentos específicos. Me encontré así con el reto de dibujar los afectos que conectan a un grupo de mujeres migrantes —como un bejuco o cadenas tejidas en crochet— o de encontrar trazos en el papel para una hija que cuida a su mamá a la distancia, en forma de retazos de tela. Los cinco dibujos que pongo a conversar en este texto han abierto un espacio para evocar experiencias complejas y sensibles, a la par que me pregunto cómo podrían expresarse en un formato gráfico (Dix y Kaur, 2019); para situar la relación entre los dibujos etnográficos y formas de memoria que no siempre se traducen en lo textual (Bonanno, 2019); y, sobre todo, para pensar la etnografía como “una especie de esfuerzo archivístico que conecta y despliega campos afectivos, materiales y temporales” (García, 2016).
Palabras clave:género, migración, Ecuador, correspondencias, dibujos.
Abstract: How can one depict the murmur of the sea or the changing tides throughout the day? I encountered this question when Jota sent me recordings of ocean sounds in our WhatsApp chat. He told me he wanted me to imagine the coastal town he had recently moved to, one that reminded him of the beach in Venezuela where he was born and lived until his teenage years. In this article, I reflect on ethonographic encounters with migrants living in Ecuador whom I met during my fieldwork, some of which took place during the COVID-19 pandemic. The conversations we had via WhatsApp once the quarantine was in place, as well as the moments we shared in person before that, became a repository of voices, sounds, and images, which in turn led me to draw specific moments. I thus found myself faced with the challenge of drawing the bonds that connect a group of migrant women —like a vine or crocheted chains— or of finding strokes on paper for a daughter who cares for her mother from afar, in the form of scraps of fabric. The five drawings I discuss in this text have made space to evoke complex and sensitive experiences, while I wonder how they could be expressed in a graphic format (Dix & Kaur, 2019); to situate the relationship between ethnographic drawings and forms of memory that do not always translate into text (Bonanno, 2019); and, above all, to think of ethnography as “a kind of archival effort that connects and deploys affective, material, and temporal fields” (García, 2016).
Keywords: Gender, Migration, Ecuador, Correspondence, Drawings.
Resumo: Como desenhar o murmúrio do mar ou as mudanças da maré ao longo do dia? Deparei-me com essa questão quando Jota me enviou gravações de sons do mar no nosso chat do WhatsApp. Ele disse que queria que eu imaginasse a vila costeira para onde se mudara recentemente, uma vila que o fazia lembrar-se da praia na Venezuela onde nasceu e viveu até à adolescência. Neste artigo, reflito sobre encontros etnográficos com migrantes que vivem no Equador, alguns dos quais conheci durante a pandemia da COVID-19. As conversas que tivemos pelo WhatsApp depois que a quarentena começou, assim como os momentos que compartilhamos pessoalmente antes, se tornaram um repositório de vozes, sons e imagens, que, por sua vez, me levaram a desenhar momentos específicos. Assim, deparei-me com o desafio de desenhar os afetos que ligam um grupo de mulheres migrantes —como uma trepadeira ou correntes tecidas em croché— ou de encontrar traços no papel para uma filha que cuida da mãe à distância, na forma de retalhos de tecido. Os cinco desenhos que coloco em discussão neste texto criaram espaço para evocar experiências complexas e sensíveis, ao mesmo tempo em que me pergunto como elas poderiam ser expressas em um formato gráfico (Dix e Kaur, 2019); para situar a relação entre os desenhos etnográficos e formas de memória que nem sempre se traduzem no textual (Bonanno, 2019); e, acima de tudo, para pensar a etnografia como “uma espécie de esforço arquivístico que conecta e desdobra campos afetivos, materiais e temporais” (García, 2016).
Palavras-chave: género, migração, Equador, correspondências, desenhos.
Dibujos como fantasmas
Al pensar en cómo la experiencia de escucha etnográfica se transforma a partir de la práctica del dibujo, recuerdo a Gregory Delaplace (2014) cuando describe las sensaciones relacionadas con los fantasmas como “fugitivas”, ya que a menudo desaparecen tan pronto como aparecen. También señala que son fragmentarias: si bien las percepciones ordinarias implican varios sentidos simultáneamente, los relatos descritos se producen exclusivamente a través de un “único sentido”. Es decir, en estos relatos los fantasmas se oyen, se huelen, o se tocan, pero no se ven; o bien, cuando se ven, no se oyen o no se tocan. En otras palabras, las sensaciones descritas son característicamente incompletas.
Delaplace afirma que estas sensaciones desafían nuestra forma de estar en el mundo al insinuar cosas que bien podrían estar ahí fuera todo el tiempo, aunque habitualmente escapen a nuestros sentidos. En otras palabras, los fantasmas aluden a la extraña sensación de que el mundo no puede captarse a través de un único régimen de percepción. La experiencia del dibujo etnográfico me parece muy similar a una experiencia con fantasmas, en el sentido de que requiere que se traslade una experiencia sensorial (por ejemplo, un sonido o una textura) a los trazos, colores y formas que permite el papel. Esto implica un reto aún mayor cuando hay objetos que no se pueden tocar, por distintas razones. Por ejemplo, me pregunto cómo dibujar objetos que solo se han conocido a través de fotografías, mediadas muchas veces por una plataforma que nos permite comunicarnos a la distancia.
En este artículo reflexiono cercanamente sobre el dibujo a partir de algunos encuentros etnográficos con personas migrantes que viven en Ecuador y a quienes conocí durante el trabajo de campo para mi investigación doctoral, muchos de los cuales tuvieron lugar durante la pandemia del COVID-19. Las conversaciones que tuvimos a través de WhatsApp, una vez que se instauró la cuarentena, así como los momentos compartidos antes de forma presencial, se convirtieron en un repositorio de voces, sonidos e imágenes que, a su vez, me llevaron a dibujar momentos específicos. Me encontré así con el reto de encontrarle formas a los sonidos del mar, de delinear los afectos que conectan a un grupo de mujeres migrantes —como un bejuco o cadenas tejidas en crochet— o de buscar trazos en el papel para una hija que cuida a su mamá a la distancia, en forma de retazos de tela.
Estos dibujos no solo acompañaron mi trabajo de campo, sino que también se convirtieron en un recuerdo tangible de las experiencias compartidas, que luego envié a mis interlocutores en forma de una fotografía de las páginas dibujadas de mis diarios de campo. Este intercambio de vuelta me hace pensar en las palabras de Ángela García quien propone entender la etnografía como “una especie de esfuerzo archivístico que conecta y despliega campos afectivos, materiales y temporales” (García, 2016). Este texto se basa justamente en un archivo etnográfico de experiencias migrantes que, al incluir dibujos, permite volver tangible la experiencia de la escucha, así como prolongar conversaciones y correspondencias sobre lugares, sonidos y diversas formas de cuidado y afecto.
Dibujos 1 y 2: sonidos del mar
Escucha el mar, ¿escuchas? Por fin llegué al mar, llegué al mar y aquí quiero quedarme. Este mar, aunque digan que es otro y que no me pertenece, es mi mar también. Este mar que no es el mismo de la tierra donde nací, pero que igual me hace sentir en casa. Ese ir y venir del agua a mí me tranquiliza, me ayuda a echar raíces.
Cada vez que intento imaginar el mar, escucho estas palabras de Jota en mi cabeza. La primera vez que las oí fue en junio de 2021, cuando me había enviado varios mensajes de voz en nuestro chat de WhatsApp. La mayoría eran sonidos del mar, grabados en diferentes horas del día. Jota me dijo que quería que me imaginara cómo se comportaba el mar, cómo cambiaba. Entre esos sonidos, había mensajes en que Jota me contaba qué hora era y qué estaba haciendo mientras pasaba cerca del mar, sosteniendo su teléfono con el brazo levantado en el aire, para que el auricular pudiera captar el sonido. Entre murmullos, cantos de pájaros, uno que otro eco musical a lo lejos y pasos en la arena Jota me dijo que quería que sintiera —a través de los sonidos del mar— cómo era estar en la ciudad costera en la que ahora vivía (Figura 1).
Mientras escuchaba, casi sin darme cuenta, tomé una libreta y empecé a garabatear.
7 a. m.: la marea está baja; el movimiento del agua casi ni se escucha, pareciera que el mar duerme. 11 a. m.: el mar se ha despertado y se escucha el ritmo de las olas como si estuvieran jugando, como si soltara y luego halara de vuelta. 6 p. m.: la marea subió, el ritmo es más intenso, al punto de que casi no se puede distinguir el vaivén de una ola u otra; pienso en remolinos. 10 p. m.: entre las olas se puede escuchar un repiqueteo, como de gotas que caen una a una, como si alguien recogiera un poco de agua en un contenedor. 3 a. m.: el mar está dormido, pero no está quieto; las olas hacen un sonido parecido a un susurro.

Había conocido a Jota a través de una entrevista que le hice de forma remota un año antes, cuando colaboré con la investigación de una organización comunitaria sobre las condiciones de vida de las personas migrantes viviendo en Ecuador durante la pandemia del COVID-19. Una vez finalizado el proyecto, Jota y yo continuamos nuestra correspondencia a través de WhatsApp. En ese momento Jota vivía en Quito. Siempre que hablábamos, me decía que extrañaba el sol y el calor de Puerto Cabello, Venezuela, el puerto donde nació. Nunca se acostumbró a Quito, me decía que el frío y la altura hacían que le falte el aire y sentía que su cuerpo no se iba a adaptar a esa sensación. Es por esto que, a principios de 2021, Jota —que entonces tenía 43 años— y su hijo de ocho se mudaron a General Villamil, un lugar en la costa ecuatoriana conocido como Playas, para tratar de encontrar mejores condiciones de vida y, al mismo tiempo, estar más cerca del mar.
En esa época era difícil desplazarse, sobre todo por las restricciones que impuso el gobierno en el contexto de la pandemia. Por lo tanto, no pude ir a Playas a ver a Jota en persona, pero escuchaba diariamente sus mensajes de voz con historias y hallazgos en esa ciudad que era nueva para él. Playas es un lugar donde yo había estado innumerables veces con mi familia que vive en Guayaquil, con mi tío Panchi, mi tía Georgette, mis primas y mi primo. Era la playa favorita de mi tío en la costa. “Aquí el mar siempre te da la bienvenida”, solía decirme, refiriéndose a que las olas no eran tan fuertes y la corriente no era peligrosa.
Según me contó Jota, él sintió que su cuerpo se contrajo durante el tiempo que pasó en Quito, pero pudo expandirse más cuando finalmente llegó a Playas. Sin embargo, habían varias situaciones en las que había sentido que su cuerpo se cerraba como si no tuviera suficiente espacio. Por ejemplo, cada vez que Jota tenía que mostrar sus documentos a las autoridades de migración o a funcionarios del gobierno. Esto ocurría porque el nombre que aparece en esos documentos es “Ana”, que es el nombre que los padres de Jota eligieron en consonancia con el sexo que le fue asignado al nacer. Cuando Jota me contó esta historia, me dijo:
A menudo digo que soy un hombre trans, pero en realidad no hubo transición para mí. Incluso cuando me criaron como a una niña, sentí que vivía en un cuerpo masculino desde que nací. También tuve una cuestión hormonal que moldeó mi cuerpo durante la adolescencia: me crecieron músculos y vello corporal, me hice más alto, tenía una voz grave… todas estas características que solo se asocian a los hombres. Cuando la gente me preguntaba por qué había una discordancia entre mi nombre, Ana, y mi cuerpo, yo respondía: “Soy más hombre que mujer, eso es todo”.
En la experiencia de Jota, la falta de correspondencia entre su cuerpo y sus documentos le había ocasionado múltiples problemas desde que vivía en Venezuela y, más tarde, cuando decidió migrar. Jota vivió varios meses en Colombia antes de venir a Ecuador y, en ambos países, las autoridades de migración lo habían acusado de falsificar su documento de identidad y su Carta Andina, que era su documento de viaje. Tuvo que explicarles que, en efecto, esos eran sus documentos, pero que nunca tuvo la oportunidad de cambiar el nombre o el género que aparecían en esos papeles.
En su trabajo con migrantes LGBTIQ+, Almendra y Quiñónez (2021) señalan que la migración se produce a menudo como una condición necesaria para la supervivencia debido a las condiciones de violencia y discriminación relacionadas con diversas identidades de género y orientaciones sexuales. Por lo tanto, la decisión de migrar también está relacionada con la búsqueda de un espacio con condiciones sociales y económicas idealmente más igualitarias. Sin embargo, estos múltiples cruces de búsquedas individuales no siempre se resuelven con la llegada a un nuevo país, ya que la migración se produce a través de un aparato migratorio heteronormativo y en contextos en los que la política suele entender el concepto de género de forma restringida. Esto a menudo da lugar a que se descuide, se oscurezca o incluso se niegue la diversidad de experiencias, relaciones de poder, posicionamientos interseccionales e identidades sociales que atraviesan las vidas de las personas migrantes LGBTIQ+ (Almendra y Quiñónez, 2021, p. 272).
Además, como señala Soledad Álvarez Velasco (2020), aun cuando Ecuador es conocido internacionalmente por reconocer la “ciudadanía universal” y la “libre movilidad humana”, en su Constitución, existen varios mecanismos sociales y legales que apuntan y marginan particularmente a los migrantes regionales y extracontinentales. Una forma común de describir esto, según las personas migrantes con quienes he trabajado, es la sensación de tener que estar alerta todo el tiempo o una sensación de estar expuesto a amenazas constantes —muchas de las cuales incluyen las que provienen de las propias instituciones gubernamentales—, que a su vez reproducen una violencia ya normalizada.
Luego de escuchar los mensajes de voz de Jota con sonidos de la marea, recordé lo que me había dicho sobre echar raíces en el mar. Podía imaginar esas raíces extendiéndose a través y profundamente en este mar que, como él decía, no era el mismo que el de la tierra en la que había nacido, pero que aun así le hacía sentirse en casa. Cuando he compartido esta imagen —la de echar raíces en el mar— con otras personas, algunas han imaginado que significa estar perpetuamente a la deriva o perdido. Otros la han visto como un “esfuerzo inútil”, pensando que las raíces sólo pueden sostenerse en una superficie terrestre. Alguien incluso citó las famosas palabras del libertador Simón Bolívar sobre haber “arado el mar”, metáfora que se refiere al acto de hacer un esfuerzo monumental que no deja una huella tangible.

Como escribe Gabriela Wiener (2015), los cuerpos y los afectos de las personas se transforman cuando son atravesados por la migración. Wiener describe cómo Lima, la ciudad que “lleva dentro”, convive con afectos que tienen más de un acento y con recuerdos que se hacen presentes a través de gestos y palabras. Con esto en mente, pensaba cómo las raíces en el mar podrían parecer una imagen contradictoria, pero para Jota tienen sentido. Cuando le pregunté qué quería decir con ello, me explicó que la inmensidad del agua, moviéndose y viajando de un lugar a otro, era un recordatorio de su propio viaje migratorio. También era un recordatorio de la posibilidad de extender la propia vida, incluso cuando el contexto parece imposible, de extender el propio lugar de origen y permitirle encontrar un asidero en el lugar donde uno vive actualmente.
Fue después de escuchar a Jota que pensé en cómo esos dibujos que había hecho también eran una forma de “volver al mar”, es decir, de escuchar una y otra vez sus sonidos, entrelazados con las palabras de Jota y mis propios recuerdos de ese mar. En este sentido, Bonanno (2019) sitúa la relación entre los dibujos etnográficos y formas de memoria que no siempre se traducen en lo textual. Durante mi trabajo de campo encontré que detenerme a dibujar estos sonidos del mar fue a su vez una forma de volver tangible la experiencia de la escucha y de prolongar la correspondencia, de manera que pueda existir un momento en que yo pueda “ver” ese mar, encontrarle formas y colores a partir de la imaginación y de los sonidos que surgieron de un encuentro etnográfico remoto.
Dibujos 3 y 4: hilos que se hacen puntada
En 2018 conocí a Melanie y a su hijo William, que en ese entonces tenía cinco años. Nos habíamos visto en un taller para mujeres migrantes y refugiadas, en una organización local en Quito. En ese tiempo yo aún estudiaba en Montreal, así que nos mantuvimos en contacto a través de mensajes y llamadas. Cada vez que regresaba a Quito, iba muy temprano a casa de Melanie y me quedaba todo el día con los dos. Recuerdo especialmente uno de esos días, en agosto, cuando habíamos recorrido la ciudad en autobuses, subiendo a uno y bajando de otro. Mientras Melanie contaba su historia a la gente del bus y ofrecía chocolates a la venta, yo permanecía a su lado, mientras William me tomaba de la mano.
En uno de esos viajes, mientras miraba cómo un hombre masticaba vorazmente un chocolate que acababa de comprar, William me dijo que quería contarme un secreto. Me arrodillé a su lado, ofreciéndole mi oído mientras él se ponía las manos alrededor de las mejillas para contármelo. Dijo, en un susurro, que ya no le gustaba el chocolate, que estaba cansado de su sabor. Asentí con la cabeza. Más tarde, cuando le pregunté a Melanie, sonrió y me contó lo que ella llamaba “la ironía más grande”: en los últimos años, en Caracas, encontrar chocolate se había convertido en una odisea, un esfuerzo que implicaba renunciar a otro tipo de alimentos, generalmente más nutritivos, para poder pagarlos. En Quito, en cambio, esas cajas de chocolate pasaron a formar parte de la vida cotidiana, y venderlas en los autobuses se convirtió en su actividad diaria, una muy diferente del trabajo que solía tener como contadora en Venezuela.
Esa tarde estábamos en casa de Lorena, una amiga de Melanie, junto con ella. William y Jackie, otra amiga de ambas. Cuando Jackie escuchó la historia del chocolate, se echó a reír y luego se le pusieron los ojos vidriosos. “Me sudan los ojos” —me dijo, refiriéndose a las lágrimas que se acumulaban— “pensando en lo que ya pasaron nuestros hijos en Venezuela, y luego en lo que tuvieron que pasar cuando decidimos irnos”. Jackie se había ido de Venezuela tres años antes con sus dos hijas, de cuatro y dos años, y su gatita Mina. Su esposo no había podido venir con ellas, porque tenía que cuidar de su madre, una mujer mayor y con un problema grave de salud por el que estaba ingresada en un hospital.
“Hace tres años que mis hijas no pueden ver a su papá más que a través de la pantalla de un teléfono”, me dijo Jackie. Mientras me contaba esto, una de sus hijas jugaba con una muñequita de cartón que Jackie había hecho para ellas mucho antes de que llegaran a Ecuador. Después de tantos años, la muñeca estaba muy desgastada, parecía a punto de deshacerse. Jackie no podía entender cómo una de sus hijas seguía jugando con esa muñeca y se negaba a cambiarla por otra. “Supongo que su rechazo a desprenderse de la muñeca, o a cambiarla por otra, es una forma de estar conectada con lo que existía antes, antes de que nos tuviéramos que ir de Venezuela”, agregó Jackie.
En ese sentido, Paula Ebron (2001) habla de “historias contingentes” para situar la relación entre la memoria personal y la historia social, y cómo la experiencia material se convierte en un lugar importante para pensar social y políticamente sobre la representación y la imaginación de la diferencia, y que no solo se “organiza” a través de categorías rígidas. A lo largo del trabajo de campo encontré diversas formas de cuidar y mantener la vida, y eso es lo que estos dibujos quieren hacer visible: las formas en que las mujeres migrantes tejen sus relaciones —incluidas sus maternidades— en medio de las luchas diarias por mantenerse económica y afectivamente. Cuando pienso en las mujeres con las que he trabajado y en sus diferentes experiencias de cuidado, las palabras de Elizabeth Farfan Santos (2022) hacen sentido acerca de cómo sintonizar con las experiencias de cuidado y maternidad, siendo plenamente conscientes de que estas están enmarcadas por relaciones situadas, antecedentes culturales, entornos sociales y recursos materiales.
Nos reunimos en casa de Lorena aquella tarde porque ella y su hija habían conseguido finalmente el reasentamiento en Estados Unidos y se marcharían en octubre. Le ayudamos a Lorena a elegir entre las cosas que podría llevarse, las cosas que podría vender o regalar y las que ya iban a la basura. Cada objeto guardaba historias y momentos de sus cuatro años en Quito, luego de que tuvo que dejar Colombia por amenazas y violencia. Durante gran parte de ese tiempo, Lorena y su hija habían pasado por todos los trámites y procedimientos para obtener el estatus de refugiadas, un proceso que me describieron con cansancio y tristeza, sobre todo por tener que enfrentarse a entrevistas en las que sus experiencias eran evaluadas por el personal estatal bajo un filtro de escepticismo y sospecha.
Un día, cuando pregunté a Melanie, Lorena y Jackie por las historias de cómo se habían conocido, cada una tuvo que hablarme a su vez de otras mujeres —amigas, vecinas o conocidas— que las habían puesto en contacto. Intenté trazar en mi cabeza un mapa de todas esas mujeres mientras ellas contaban las historias, pero la red seguía creciendo y empecé a confundir nombres o referencias. Las tres se rieron de mi confusión y entonces Melanie dijo:
Es bueno que nos hayamos encontrado. Es bueno estar en contacto aquí con personas de carne y hueso, y no solo con la gente que extrañas de Venezuela, o con los que viven lejos en otras partes, o los que han muerto.
Jackie asintió mientras le escuchaba y luego me habló de la soledad que sentía cuando acababa de llegar con sus hijas a Quito. Contó que se quedó muy callada y que no hablaba en voz alta, ni siquiera con su hija, sino que solo quería hablar con sus padres, que habían fallecido poco antes de venir a Ecuador. Jackie dijo que hablaba con ellos cuando cerraba los ojos, les pedía guía y protección: “Como una forma de tenerlos en este mundo un poco más”, me explicó. Como dice Vinciane Despret (2021), esta relación con los muertos, en que se establece un contacto y una conversación íntimos, puede constituir una forma de “prolongar la presencia” en el día a día y de sentir su compañía.
Jackie conoció a Lorena cuando ambas formaban parte de una serie de talleres organizados por una ONG para aprender a tejer con crochet, o “tejido con ganchillo”, como también lo llamaban. Estos talleres se anunciaban como parte de una estrategia para promover la autonomía económica y los “medios de vida” —como se enuncia desde el vocabulario de las instituciones— de las mujeres. En una ocasión, me enseñaron fotos de sus primeros tejidos y de cómo habían evolucionado con los años. Durante un tiempo, Lorena y Melanie intentaron vender sus tejidos, pero no vendían mucho; por lo tanto, tejer se había convertido más en una actividad que disfrutaban cuando pasaban tiempo juntas que en su principal fuente de ingresos.
Un día me enseñaron los puntos básicos y estuvimos hablando durante horas. Recordaban los tejidos de sus madres y abuelas, y yo les hablé de mi abuela, Luchita, que fue la mejor tejedora que he conocido. También les enseñé fotos de los sacos que mi mamá había tejido para mí. En realidad, nunca aprendí a tejer nada más allá de simples bufandas con agujas de tejer o unos posavasos muy simples con crochet. Sin embargo, les conté que sí aprendí a bordar (viendo videos en YouTube) y que es una de las cosas que más disfruto hacer (Figura3).

Jazmina Barrera (2022), pensando en un ensayo de Margo Glantz, escribe que el bordado y el tejido son actividades de la vida cotidiana que, a lo largo del tiempo, han liberado y constreñido a las mujeres, simultáneamente. Al transcribir las palabras de Glantz, Barrera muestra cómo el bordado puede ser visto como una forma de relacionarse a través de reproducir, compartir, regalar y enseñar patrones y puntadas (p. 101). En ese sentido, Natalia Michna (2020) se pregunta cómo tejer, bordar y coser constituyen formas de crear y desarrollar conocimiento, al mismo tiempo que crean redes de relaciones, conexiones y significados, tradicionalmente entre mujeres.
Mientras mirábamos las fotos de los tejidos, Lorena comentó que, al igual que la lana enhebrada, su amistad con Melanie se había tejido a través del tiempo, abriéndose paso en el día a día. “Nos veo como un bejuco, que trepa, que se abre paso y se enreda. Con estas comadres, amigas y vecinas, somos así, como bejucos entretejidos”, me dijo. Asentí con la cabeza, pues había estado pensando precisamente en eso: en cómo cada una de estas mujeres que conocí durante mi trabajo de campo, y con las que había pasado tiempo, estaban a su vez conectadas con otras mujeres, la mayoría de las cuales también compartían una historia de migración o desplazamiento. Imaginé sus diferentes relaciones como hilos de colores que creaban un tejido de amistades, apoyo y solidaridades. Como había visto en la relación de Melanie, Lorena y Jackie, estas lianas de solidaridad y amistad —que habían soportado tantas dificultades— tenían que ser lo bastante flexibles para adaptarse a los cambios y encontrar la manera de seguir acompañándose unas a otras.
Con esto en mente, mi diario de campo se fue llenando de dibujos de puntadas acompañados de sus descripciones y explicaciones, así como dibujos que simulaban hilos de colores con nombres de las mujeres conectados, y finalmente dibujé el bejuco del que habló Lorena, tal como yo lo había imaginado. Si bien tomé muchas fotos en el tiempo que compartí con Lorena, Melanie y Jackie, sentí que había algo especial en intentar plasmar en dibujos la textura de los puntos de crochet o de los hilos entrelazados. Descubrí así una temporalidad particular de los dibujos etnográficos, percibida en el tiempo que toma cada trazo en materializarse en el papel (Figura 4).

Con estos dibujos de hilos entrelazados y con las puntadas de crochet en mente, recordé el trabajo de Leyla Méndez Caro (2021) con mujeres migrantes de Colombia, Chile, Perú, Bolivia y Ecuador en Antofagasta, Chile, y cómo retoma el concepto de “cadenitas de cuidados”. Estas cadenitas de cuidados, escribe, se parecen más a las cadenas de crochet —y a las múltiples formas que adoptan— que a un concepto lineal abstracto. Se tejen, como las describen estas mujeres, en la mutualidad que crean las migrantes que crían juntas a sus familias en medio de la incertidumbre e imaginan otras formas de vida a partir de prácticas solidarias de existencia.
Dibujo 5: retazos que se juntan
Además de compartir tiempo con Melanie, Lorena y Jackie, mientras ellas tejían y yo cosía mis bordados, también empecé a hacer dibujos que simulaban hilos para representar cómo las mujeres migrantes con las que estaba trabajando estaban conectadas entre sí. Un día hablé de esta intersección entre tejer, bordar y dibujar con Yolanda, una amiga venezolana a la que había conocido en 2020, y ella se emocionó mucho. Me dijo que todo lo relacionado con los hilos y la costura le recordaba a su madre, que vivía en Venezuela. Yolanda se había ido de Caracas años atrás, motivada principalmente por la desesperación de no poder encontrar un empleo durante largo tiempo, pero también porque necesitaba una intervención quirúrgica que, en aquel momento, era inviable, era costosa en el sistema privado y en el sistema público, por la falta de insumos médicos.
Desde el día que llegó a Quito, Yolanda quiso enviar dinero a su mamá en Caracas, pero ella siempre decía que no. Es cierto que la situación de Yolanda en Ecuador no era fácil. Tenía lo que ella misma me describía como “los trabajos más horrendos”. Una vez consiguió empleo en un restaurante donde tenía que trabajar dieciocho horas al día, y el dueño, en lugar de pagarle, le permitía a ella y a su pareja, Sofía, vivir en una habitación minúscula en la parte trasera del restaurante. Cuando le pregunté a Yolanda, me dijo que ese supuesto “acuerdo” no le parecía justo, pero que en ese momento no estaba en condiciones de exigir más.
Luego de unos meses, Yolanda y Sofía se mudaron y encontraron otro trabajo en el que podían trabajar juntas limpiando autobuses. Tenían que levantarse a las cuatro de la mañana para ir al estacionamiento donde los conductores los habían parqueado la noche anterior. Cada una tenía que limpiar tres buses con rapidez antes de las 5:30 a. m., hora en que los conductores venían a recogerlos para empezar la jornada. “Sé que te lo hemos contado, pero en realidad no lo has visto, no tienes idea”, me dijo Sofía una vez, “los horrores que tenemos que ver, tocar y limpiar en este trabajo todos los días, son horrible. Sólo deseo, cada día, que esto se acabe”. Yolanda me contó que nunca mencionó nada de esto a su madre, que seguía viviendo en Venezuela, como una forma de protegerla y evitar que se preocupara por ellas. Al escucharla, recordé inmediatamente cómo Dora Sampaio (2020) habla de cómo las personas migrantes indocumentadas a menudo usan el silencio como estrategia —es decir, silenciar y ocultar emociones y experiencias difíciles— como práctica de cuidado con las personas mayores de su familia, especialmente sus madres o padres.
Afortunadamente, unos meses después de aquella conversación, Yolanda y Sofía recibieron una notificación de HIAS-ACNUR informándoles que su solicitud de reasentamiento había sido concedida. En cuestión de un par de días, tuvieron que hacer todo el papeleo, empacar su equipaje e irse a Estados Unidos. Esto ocurrió en 2021, en medio de la pandemia de COVID-19, así que no pude verlas antes de que se fueran. La otra razón por la que Yolanda y Sofía habían abandonado Venezuela —y la que las motivó a solicitar el reasentamiento— fue la persecución y discriminación que habían vivido por su orientación sexual. Después de sus primeros años en Ecuador, que Yolanda describió como sus “años en silencio”, Yolanda y Sofía empezaron a denunciar sus experiencias y se involucraron en una organización comunitaria que trabaja con personas migrantes y refugiadas LGBTIQ+. Las conocí a través de esta organización y de los distintos proyectos en los que ellas participaban.
Desde que se fueron de Quito, me mantuve en contacto con Yolanda y hablábamos regularmente. En una de esas conversaciones me contó lo preocupada que estaba por la salud de su mamá. Parte del problema era que su mamá no tenía suficiente dinero para comprar sus medicinas. En aquel momento, Yolanda ya trabajaba en un supermercado y ganaba un sueldo estable; quería enviarle dinero, pero su mamá no lo aceptaba. Cuando Yolanda le preguntó la razón, le respondió que no quería recibir caridad y que, desde su punto de vista, parte de que madre e hija mantuvieran su dignidad tenía que ver con eso: poder mantenerse económicamente. Aunque Yolanda lo entendía, también estaba muy preocupada por las presiones económicas que sufría su mamá y de no poder ayudarle directamente.
Después de pensarlo durante semanas, a Yolanda se le ocurrió una idea. Durante los últimos tres meses, su mamá había estado confeccionando una colcha de patchwork, un cubrecama hecho con retazos de diferentes telas. Yolanda me envió fotos de este proceso: cada trozo de tela, decorado con puntos, líneas, flores o colores lisos, había sido cosido para crear una colcha grande y colorida. Me sorprendió imaginar la cantidad de trabajo que había llevado coser a mano cada una de estas piezas. En cada foto, la madre de Yolanda sonreía a la cámara, hasta que, en la última foto de la serie, solo pude ver sus manos estirando la colcha de una esquina a otra.
La idea de Yolanda era crear una rifa en la que sus amigos y familiares pudieran comprar un número y el premio fuera esta colcha hecha a mano. Al principio, Yolanda pensó que sería una “rifa simulada”, lo que significaba que pediría a amigos y familiares cercanos que fingieran comprar un número a su madre, mientras que Yolanda en realidad solo utilizaría esto como una fachada para enviar el dinero que hacía tiempo que quería darle. Yolanda se puso en contacto con sus amigos que aún vivían en Venezuela, así como con otros en Colombia, Ecuador, Perú, Chile y Estados Unidos. Quienes tenían la posibilidad de contribuir con dinero se lo enviaron a través de una agencia de Western Union; quienes no estaban en condiciones de comprar un boleto, se contentaron con participar en la “rifa simulada”. Al final, todos los que participamos en la rifa contactamos directamente con la mamá de Yolanda a través de WhatsApp y le pedimos que nos vendiera un boleto.
Yolanda me contó que su mamá estaba increíblemente contenta —y también un poco abrumada— al ver a gente de todas esas geografías queriendo comprar boletos para ganar la colcha que ella había confeccionado con tanta paciencia y durante tanto tiempo (Figura 5). Yolanda y su madre vendieron unos cien boletos, cada uno de ellos a $5 USD. Al cabo de unas semanas, se anunció el ganador: era una vecina de la infancia de Yolanda que aún vivía en Caracas. El acuerdo fue entonces que Yolanda enviaba los $500 dólares a su madre a través de Western Union y su sobrina los recogía por ella. Algunas semanas después de esto llamé a Yolanda y me dijo:
No puedo creer que haya tenido que pasar por todo este trabajo, ¿sabes? Pensaba que mi madre era demasiado testaruda y no quería que le enviara el dinero. Pero pasar por esto con ella, verla tan emocionada y conmovida por la gente que se reúne en torno a su colcha, valorando su trabajo, ha merecido la pena todo el esfuerzo.

Los esfuerzos de Yolanda por estar al lado de su mamá desde la distancia, incluso con todas las limitaciones que experimentaba, me parecieron un ejemplo de cuidado inconmensurable. La rifa del cubrecama fue una de las muchas situaciones en las que fui testigo de las tensiones y negociaciones por las que pasó Yolanda: asegurarse de que su madre tenía los medios económicos para mantenerse como para estar atenta a su salud y bienestar a medida que envejece. Este bienestar incluye respetar sus propios entendimientos de dignidad y autonomía, y encontrar formas de ofrecerle apoyo sin atacarlas ni desvalorizarlas.
Durante mi trabajo de campo, encontré abundante literatura sobre cómo la maternidad se ve afectada por la migración, incluyendo conceptos como “madres transnacionales”, “madres ausentes” o “maternidad a través de las fronteras” (Yax Fraser, 2008). Sin embargo, observé que se ha prestado menos atención a cómo las personas migrantes que viven lejos de sus madres o padres mayores desarrollan diversas estrategias para cuidar de ellos. En palabras de Deneva (2012), estas estrategias suelen estar moldeadas por dinámicas género en las relaciones y la organización familiares, así como por la situación socioeconómica y jurídica de quienes migran.
En ese sentido, el cuidar de personas mayores a la distancia (Baldock, 2000; Moré, 2021) constituye una suma de esfuerzos que no puede reducirse simplemente a las remesas. Perderíamos la complejidad económica de los diferentes tipos de cuidado y cómo se despliegan según cada contexto, si solo nos centramos en la cantidad de dinero que se envía desde el país donde viven actualmente las personas migrantes hacia su país de origen. En el caso de Yolanda, además, pienso que se debe prestar atención a las diferentes trayectorias y luchas migratorias, y al tiempo que tuvo que pasar para que ella pudiera traducir su apoyo a su madre a la forma específica de la remesa. Estos esfuerzos de cuidado ponen en tensión la propia definición de cómo el cuidado y la compañía pueden ser vividos desde lejos, especialmente para las personas migrantes que viven en condiciones precarias.
El dibujo que surgió de compartir esta experiencia buscó condensar varias capas: las del cubrecama, los números de la rifa y los diversos lugares en el mapa desde donde tantas personas participaron. Dibujar se convirtió, entonces, en una manera de expresar en un formato gráfico (Dix y Kaur, 2019) todos esos hilos de solidaridad y apoyo que conectan a Yolanda y a su mamá con quienes se sumaron a la iniciativa. Pude ver así, a través del dibujo, cómo estos hilos se alargan con la distancia, o tienen que estirarse para poder llegar más allá de las fronteras de los estados nacionales —o atravesarlas—. En este sentido, veo lo tangible que puede llegar a ser la noción de “red de apoyo” cuando se trata de mostrar la solidaridad migrante. Haciendo eco de Anzaldúa (1987), este dibujo pretende honrar los esfuerzos de Yolanda por cuidar desde lejos, incluso desde la posición conflictiva —la frontera— que implican las tensiones y escisiones sobre cómo concebir y practicar el cuidado, el apoyo y la ayuda a la distancia.
Por otro lado, más que como una red, veo este dibujo —inspirado en la colcha de retazos— como una forma de crear un cruce de caminos o un territorio en el que coexisten varias capas superpuestas. Pienso que los cinco dibujos que comparten este texto permiten justamente hacer visible el cruce o la superposición que veo entre la práctica de dibujar y la escucha etnográfica. Más que un esfuerzo “adicional” a la escritura —ya sea en forma de notas de campo o en la redacción académica que implica un análisis etnográfico—, hacer etnografía dibujando permite un acercamiento específico a las experiencias y formas de sentir de las personas migrantes con quienes he trabajado, un acercamiento que prioriza las dimensiones afectivas y sensoriales de cada intercambio. De este modo, más allá de una búsqueda por una forma gráfica precisa o exacta que exprese las palabras o los sonidos compartidos, el acto de dibujar momentos específicos de estos encuentros etnográficos hace posible que esta memoria compartida adquiera una forma material.
Referencias
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Yax-Fraser, M. (2008). Cross-Cultural Mothering: A Lens into the Mothering Experiences of Immigrant Women. Tenth National Metropolis Conference Expanding the Debate: Multiple Perspectives on Immigration to Canada Halifax.
Notas
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Artículo de investigación
Acerca de la autora
Antropóloga, investigadora en
movilidad humana y traductora. Candidata doctoral en Antropología, Universidad
de McGill.
Notas de autor
a Autora de correspondencia. Correo electrónico: maria.yepez@mail.mcgill.ca
Información adicional
Cómo citar: Yépez Arroyo, C. (2025). Dibujos etnográficos y conversaciones migrantes:
el mar, los hilos y los retazos que se juntan. Universitas Humanística, 94. https://doi.org/10.11144/Javeriana.uh94.decm