ALCANCES Y LÍMITES DEL “MÉTODO DE DRAMATIZACIÓN” EN DIFERENCIA Y REPETICIÓN

REACH AND LIMITS OF THE “METHOD OF DRAMATIZATION” IN DIFFERENCE AND REPETITION

Nicolás Alvarado Castillo

ALCANCES Y LÍMITES DEL “MÉTODO DE DRAMATIZACIÓN” EN DIFERENCIA Y REPETICIÓN

Universitas Philosophica, vol. 37, núm. 74, 2020

Pontificia Universidad Javeriana

Nicolás Alvarado Castillo a

Pontificia Universidad Javeriana, Colombia


Recibido: 05 mayo 2019

Aceptado: 08 octubre 2019

Publicado: 20 febrero 2020

Resumen: Un momento central en el desarrollo de Diferencia y repetición de Gilles Deleuze está marcado por la introducción, en el contexto de la discusión sobre la síntesis asimétrica de lo sensible, del concepto de spatium y de cantidades intensivas. La descripción de las características de este campo de individuación y del tipo de entidades que lo pueblan resulta indispensable para poder pensar la relación entre los elementos diferenciales que componen las ideas y los estados de cosas en los que estas se encarnan. O, lo que es lo mismo, para definir el paso de lo virtual a lo actual es necesario hacer intervenir la imagen de un “principio trascendental no divisible” como escenario en donde ciertos agentes –los dinamismos espaciotemporales– juegan el rol de principio genético de la realidad extensa, determinada según la cantidad y la cualidad. Este proceso dinámico es lo que Deleuze llama “método de dramatización”. Ahora bien, esta referencia al teatro, aunque central en la economía del libro, es particularmente oscura y elíptica. El objetivo de este artículo es aclarar cuál es el posible sentido de esta referencia y cuál es alcance general del vínculo entre la individuación y el teatro. Para cumplir ese propósito, examinaremos con especial atención el uso que Deleuze hace de las categorías poetológicas de Friedrich Hölderlin en su descripción de la tercera síntesis pasiva del tiempo.

Palabras clave:método de dramatización, Deleuze, teatro, individuación, Hölderlin.

Abstract: A key moment in the development of Deleuze’s Difference and repetition is signaled by the introduction, during the discussion of the asymmetric synthesis of the sensible, of the concepts of spatium and intensive quantities. The description of the characteristics of this field of individuation and the type of entities that inhabit it is necessary for thinking the relationship between the differential elements that compose ideas and the state of affairs in which they become incarnated. In other words, in order to define the passage between the virtual and the actual, it is necessary to make use of a “non-divisible transcendental principle” that works as a stage in which certain agents—the spatio-temporal dynamisms—play the role of the genetic principle behind extended reality and its quantitative and qualitative determinations. This dynamic process is what Deleuze calls “the method of dramatisation”. However, even if this reference to theater is crucial in the book’s conceptual economy, it is particularly obscure and elliptical. The aim of this article is to clarify the sense of this reference and the reach of the link between individuation and theater. To achieve this purpose, we will examine closely the use that Deleuze makes of some of Friedrich Hölderlin’s poetological categories in his description of the third passive synthesis of time.

Keywords: method of dramatisation, Deleuze, theater, individuation, Hölderlin.

1. Introducción

ESTE ARTÍCULO SE PROPONE EXAMINAR EL SENTIDO que tienen las referencias al teatro y al drama en la descripción del proceso de individuación en la filosofía de Deleuze, especialmente en el periodo de finales de los años sesenta. Para hacer esto, analizaremos una parte determinada del corpus de la filosofía deleuziana –principalmente Diferencia y repetición (1968/2002a), aunque haremos alusiones a textos posteriores–, examinaremos algunas de las fuentes que podrían explicar esta descripción analógica y discutiremos ciertas interpretaciones relevantes de la literatura secundaria. Hemos decidido dejar de lado la discusión y la interpretación del problema en función de obras dramáticas o escénicas específicas, en parte porque la mención directa al teatro vivo es escasa en Deleuze, y principalmente porque esa ausencia debe ser tratada como un índice de un determinado límite del uso del teatro por parte del filósofo francés.

Para cumplir este objetivo hemos dividido este texto en cinco secciones, contando la presente introducción descriptiva. En la sección que sigue presentaremos qué queremos decir con el término alcance, en el contexto del examen de la analogía entre un procedimiento conceptual y una práctica artística –o la relación entre un problema filosófico y un sistema de las artes–. También indicaremos cuáles son los sentidos del término límite a los que aludimos con el título de este artículo. La tercera sección está dedicada a la exposición en profundidad del “método de dramatización” en sentido estricto, es decir, a la descripción de sus características generales y de la manera como compone una imagen de los procesos de individuación. La cuarta sección trata de extender la analogía con las artes escénicas más allá del spatium intensivo, teatro habitado por dinamismos espacio-temporales, señalando cómo el problema de la conciencia moderna del tiempo es esencialmente un problema dramático. Para esto seguiremos con bastante detalle las reflexiones sobre los géneros dramáticos que realiza el poeta Friedrich Hölderlin hacia comienzos del siglo XIX en algunos de sus ensayos. En la última sección, como breve conclusión del artículo, pero también para señalar un horizonte posible de investigación, intentaremos mostrar que, si desplazamos o transformamos el límite que supone el término conciencia en relación con la dramatización del pensamiento, quizás se abra allí una manera de asumir de nuevo algo así como una “filosofía del espíritu o de la mente”. Volver a plantear el problema de la individuación sensible de la conciencia, a la luz de un renovado interés por las “ciencias del espíritu” y por el problema ontológico del signo, quizás nos conduzca a replantear el problema dramático de la agencia y de la decisión, precisamente en este momento de la geohistoria que lleva en sí la imagen del hombre: el Antropoceno.

2. Dos problemas previos: ¿qué es un alcance?, ¿qué es un límite?

CONTRARIO A UNA OPINIÓN EXTENDIDA entre algunos lectores de Deleuze, el autor de Diferencia y repetición no cesó de reivindicar la dimensión necesariamente sistemática de todo pensamiento filosófico1. Es cierto que algunos pasajes de su obra en solitario o junto con Guattari parecerían afirmar lo contrario. En ¿Qué es la filosofía? (1993), Deleuze y Guattari sostienen, por ejemplo, que por oposición a los sistemas discursivos de las ciencias y a los planos de composición de las artes, lo propio de la filosofía es establecer o instaurar “planos de inmanencia” y crear los conceptos que los ocupan. Pensar o experimentar estos conceptos no consiste en delimitar su extensión o su sistema de referencia –esto es más bien lo propio de las proposiciones científicas– sino que resulta inseparable del reconocimiento del conjunto de rasgos intensivos que definen su consistencia interna y de la exploración de los movimientos que establecen con otros conceptos con los que comparten el mismo plano. Este último, además, no es un límite superior externo o un sistema de coordenadas, sino un horizonte inseparable de los elementos intensivos que lo pueblan. Este fondo no pensado del pensamiento, si bien es siempre único con relación a sus componentes, no cesa de variar y de crear nuevas imágenes del pensamiento, nuevas experiencias de lo que significa construir una filosofía en función de problemas inéditos. De esta suerte de descripción física del pensamiento, donde los efectos de novedad dependen de las composiciones y las velocidades de los movimientos conceptuales o de los componentes diagramáticos del plano de inmanencia, no resulta extraño que Deleuze y Guattari (1993) concluyan que “la filosofía es devenir, y no historia; es coexistencia de planos, y no sucesión de sistemas” (p. 61).

Sin embargo, aquello que queda negado al preferir las nociones de coexistencia de planos y de devenir, sobre aquellas más clásicas de historia de la filosofía o de sucesión de sistemas de pensamiento, no es en ningún caso la necesidad que explica la distribución y la consistencia del conjunto de elementos conceptuales, sino el carácter cerrado de la totalidad del plano filosófico. Es por esto por lo que Deleuze (1995), respondiendo a una pregunta de Didier Eribon sobre la presunta sistematicidad de Mil mesetas, afirma que lo propio de la filosofía es crear “sistemas abiertos”, en los que “los conceptos remiten a circunstancias y no ya a esencias” (p. 28). Un sistema, entonces, no se definiría por el cierre conceptual que garantiza la identidad de los elementos homogéneos que lo componen, sino por la forma en la que un conjunto de condiciones problemáticas explica casos reales de solución. Los valores de esas soluciones –el sentido o el alcance de un gesto filosófico determinado, como por ejemplo el de utilizar los términos del arte dramático para pensar la individuación– depende de este vínculo inseparable entre el análisis de las condiciones y la producción de los casos, y esta relación es fundamentalmente casuística y pragmática. De allí que, como insiste Deleuze (1995), “nada [sea] absolutamente bueno, todo depende del uso y de la prudencia, que son sistemáticos” (p. 28).

No es de extrañar entonces que la filosofía de Deleuze esté efectivamente saturada de “sistemas de las artes”. Estos, tal y como ocurría desde el Renacimiento, el Barroco2 y la época clásica moderna, consisten en un conjunto de principios que aseguran distribuciones singulares de las prácticas artísticas, al mismo tiempo que abren la posibilidad de traducciones o de desbordes entre sus formas individuales. Pero estos “sistemas” de la filosofía deleuziana no se organizan en torno a una única sustancia o principio que se particularizaría en las múltiples artes concretas, según un modelo cuya forma clásica es la de Les beaux arts réduits à un même principe de Batteaux (1746), pero que se extiende en la Ilustración alemana con la obra de Winkelmann (1764/2011) o Herder (1772/1982), y que informa polémicamente buena parte de la filosofía de lo bello artístico en el idealismo alemán. Tampoco se trata de un sistema ordenado en virtud de una analogía funcional, como la clasificación de las bellas artes obtenida por la comparación con las formas de la sensibilidad orgánica que propone la Carta sobre los sordomudos de Diderot (1751/2002) o la comparación con el “modo de expresión” del lenguaje humano que abre la división de las bellas artes en el parágrafo 51 de la Crítica de la facultad de juzgar de Kant (KU, §51). Ni la identidad conceptual ni la analogía del juicio son conceptos adecuados para describir el proceso de distribución de las artes. En la filosofía de Deleuze, aquello que reúne una variedad de prácticas artísticas es lo que Anne Sauvagnargues (2005) denomina “la comunidad de un problema” (p. 98). Y la necesidad de esas distribuciones de las artes no puede ser medida sino en función de su capacidad de expresar las condiciones reales de producción a las que responde.

Consideremos rápidamente, y en sus líneas más generales, los que nos parecen ser los cuatro momentos más significativos de esta distribución de las artes en la filosofía de Deleuze, según los campos problemáticos que deben resolver. Un primer momento: el lugar privilegiado que ocupa la literatura en la primera etapa de la filosofía de Deleuze, particularmente en la década de los sesenta, se explica por la capacidad que el filósofo le concede a esta práctica artística para descubrir, bajo la superficie aparentemente homogénea del plano de significación del lenguaje, la profundidad de un campo intensivo que sería el verdadero origen del sentido, la creación y circulación de acontecimientos incorporales. El texto definitivo de este sistema es Lógica del sentido(Deleuze, 1989b). Segundo momento: después del encuentro con Guattari, el alcance de lo literario, su potencia propia, se transforma, aunque esta sigue situándose en el centro de las prácticas estéticas que interesan a los dos filósofos franceses. La literatura se transforma en el indicador privilegiado de un posible “uso menor” de una disciplina, un uso cuya virtud reside en conectar directamente la creación –la producción o transformación de agenciamientos artísticos, políticos o científicos– con los complejos de fuerzas colectivas que componen directamente el inconsciente y determinan las posibilidades de subjetivación. El libro en el que se avanzan por primera vez los términos de “agenciamiento colectivo de enunciación” y de “devenir menor”, Kafka. Por una literatura menor(Deleuze & Guattari, 1978) marca este periodo. Tercer momento: la semiótica pragmática que proponían Deleuze y Guattari en “587 a. J. C.-70 d. Sobre algunos regímenes de signos”, la quinta entrada de su obra Mil mesetas (1988), en donde cuestionaban el privilegio de la lingüística como modelo general del signo, conduce naturalmente la atención de los filósofos hacia formas de arte no discursivas. Entre ellas, la pintura –preocupación central en Francis Bacon. Lógica de la sensación(Deleuze, 2002b)– toma el relevo como la solución ejemplar del nuevo “problema común” a todas las artes: cómo hacer sentir las fuerzas insensibles que componen lo real y que abren nuevas formas de devenir. “En el arte, tanto en pintura como en música, no se trata de reproducir o de inventar formas, sino de captar fuerzas” (Deleuze, 2002b, p. 35). Cuarto y último momento: se trata del periodo de reinterpretación de la ontología bergsoniana, realizada en los dos Estudios sobre cine(Deleuze, 1984; 1987). En esta nueva teoría trascendental, donde el movimiento y la materia componen un mismo plano de inmanencia con las imágenes, y en el cual el todo de lo real queda expresado en el signo-imagen como duración pura y como origen del pensamiento, el cine ocupa, por razones técnicas y formales, un lugar esencial. La producción cinematográfica de imágenes será, ella misma, la imagen inmediata del vínculo entre la conciencia y la materia; a tal punto que el universo en su conjunto será pensado como un “metacine cósmico” (Deleuze, 1984, pp. 87-94).

Siguiendo esta idea general, según la cual para cada sistema de organización de las prácticas artísticas hay un problema central alrededor del cual giran las construcciones conceptuales, podemos preguntarnos por la especificidad del teatro en la obra de 1968. ¿Cuál es entonces el problema que explica la extraña insistencia de Deleuze en llamar “método de dramatización” a una parte esencial del proceso de diferenciación en Diferencia y repetición? ¿Por qué son el drama y el teatro los referentes invocados al describir el campo de individuación, es decir, el espacio genético del que dependen las actualizaciones, los estados de cosas cualitativos y cuantitativos? ¿Cuál es el alcance de la imagen del teatro y del drama para pensar la diferencia pura –sin referencia a la negación– y la repetición compleja –como retorno creador de una singularidad diferencial–? El alcance del drama, la necesidad de la posición que ocupa entre las prácticas artísticas tratadas en el libro de Deleuze y la coherencia de ese conjunto no puede provenir solamente de su presencia textual, de las pocas y obscuras referencias a obras dramáticas específicas o del uso de vocabulario asociado a las prácticas escénicas. La necesidad o la coherencia del conjunto, así como la apertura del sistema, siempre se recibe de afuera, de la asociación entre los conceptos y el campo pre-individual de los problemas que los motivan. ¿Cuál es, entonces, el problema que explica el uso del término teatral “drama”? Creemos que ese problema está claramente enunciado en la introducción de Diferencia y repetición cuando Deleuze (2002a) afirma: “el teatro es el movimiento real, y de todas las artes que utiliza, extrae el movimiento real. He aquí que [Nietzsche y Kierkegaard] nos dicen: este movimiento, la esencia y la interioridad del movimiento, es la repetición, no la oposición, no la mediación (pp. 33-34)”.

Si el “más agudo problema teatral” (Deleuze, 2002a, p. 32) consiste en pensar y producir el movimiento real –en capturar la forma inmediata de un acto más acá de toda representación– todas las demás artes participan del teatro solo en la medida en que son capaces de crear “signos directos”; es decir, un tipo de variación de intensidades que “llegaría directamente al alma y que sería el [movimiento] del alma” (p. 32). Ahora bien, esta definición preliminar de la potencia del teatro, del alcance que tiene recurrir a su imagen para distribuir las diferencias entre las artes y para ofrecer una imagen distinta del pensamiento filosófico, muestra que el uso del drama y del teatro está indisociablemente ligado a un límite singular.

Este límite no tiene que ver, necesariamente, con el relativo abandono del teatro en las obras posteriores de Deleuze3, quien no se ocupará directamente de las artes escénicas sino en dos ocasiones más: en el prefacio “Un manifiesto menos” –que escribió para la obra “Ricardo III” del dramaturgo italiano Carmelo Bene y que publicaron conjuntamente en Superposiciones (2003)–; y en “El agotado” –texto que acompaña cuatro piezas de Samuel Beckett, reunidas bajo el título Quad et autres pièces pour la télévision. Suivi de L’épuisé (1992)–. Sí tendría que ver, por el contrario, con la insistente asociación que desde el Anti Edipo en adelante une al teatro con lo que Deleuze y Guattari llaman “la presentación subjetiva”. Para pensar la producción del deseo de forma inmanente y material, el vínculo que crea el psicoanálisis entre los estados de representación del inconsciente y sus supuestos correlatos de creencia debe ser desmontado. Deleuze y Guattari (1985) encuentran que dicho vínculo entre el inconsciente y la representación solo es posible por una inflación desmesurada de la “presentación mítica y trágica” (p. 306). No se trata únicamente del recurso a los personajes de los poemas dramáticos antiguos para nombrar las estructuras y los complejos del inconsciente individual. Se trata más bien de una hipérbole del teatro como máquina óptica, de un “privilegio insensato” que lo transforma en la condición trascendental de presentación de cualquier contenido para una conciencia4. “¿Por qué la representación devenida subjetiva toma esta forma teatral? –se preguntan Deleuze y Guattari–. Conocemos la respuesta eminentemente moderna de algunos recientes autores: el teatro extrae la estructura finita de la representación subjetiva infinita” (p. 315). Incluso en los autores estructuralistas que se declaran abiertamente materialistas y que explican el surgimiento ilimitado de formas de creencia como resultado de un proceso sin sujeto –tal y como es parcialmente el caso en de las obras de Althusser o de Lévy-Strauss– el problema de la multiplicidad de representaciones objetivas (Vorstellung) solo se resuelve con la identificación de un espacio de presentación combinatoria, “estructural y teatral” (Darstellung). El vínculo que en la filosofía moderna liga la aparición de los contenidos de la conciencia con la idea de una “escena” originaria de la subjetividad permanece inalterado. Así, la larga investigación moderna sobre la naturaleza del sujeto de la representación, desde la filosofía crítica kantiana hasta la fenomenología del siglo XX, no hace más que revelar cómo la conciencia constituye el límite funcional y simbólico de la presentación “teatralizada”.

Pero un límite no es un término último, sino el borde inseparable de un movimiento de composición o el tensor que marca la potencia propia de una acción. Quizás la evaluación del alcance y el límite del “método de dramatización” de Diferencia y repetición no consista únicamente en mostrar cuáles son las condiciones problemáticas que hicieron posible su aparición histórica o en exhibir cómo el abandono de ciertos motivos y la modificación de ciertos conceptos habría cerrado definitivamente su uso en la filosofía posterior de Deleuze y Guattari. La explicación del concepto de drama que ofrecemos a continuación, centrada en el problema del movimiento real y de la conciencia como límite, también espera ser leída como una tentativa de repensar la relación entre los términos del teatro y las formas conceptuales de la filosofía contemporánea. Y en este sentido, también supone un examen de las posibilidades que aún le restan al concepto de conciencia, siempre que sea el borde interior de un proceso singular de individuación.

3. La escena, los agentes, los actores y el acto: el reparto de los roles del método de dramatización

EL MÉTODO DE DRAMATIZACIÓN es el nombre que Deleuze le da al modo como un campo o un entorno de individuación permite el paso entre, por un lado, las estructuras virtuales que él llama Ideas y, por el otro, los estados de cosas actuales en los que esas estructuras se encarnan. Ese movimiento que va desde las relaciones implicadas en la estructura ideal hasta los individuos determinados, con sus cualidades y cantidades específicas, puede darse en múltiples dominios o campos de resolución: un conjunto ideal de relaciones diferenciales de un sistema de lenguaje –los rasgos distintivos del sistema fonológico de una lengua o las series de morfemas que progresivamente determinan su campo semántico– se actualizan en unidades significativas individuales, en eventos de habla particulares; las relaciones abstractas, pero completamente determinadas, de la división social del trabajo y de los modos de producción encuentran sus soluciones locales y específicas en las formas jurídicas, políticas o ideológicas de las sociedades concretas, en una especie de orden social o en tal o cual parte del cuerpo político; los vínculos de vecindad entre singularidades genéticas que determinan la estructura genómica global de un organismo se encarnan o realizan en las cualidades distintivas de una especie y en la distribución regular de las partes de los individuos que la componen (Deleuze, 2002a).

La descripción de este proceso de producción y los ejemplos que elige el filósofo francés permiten organizar, por lo menos parcialmente, la producción ontológica de Diferencia y repetición alrededor de dos tesis fundamentales: la afirmación del carácter plenamente real del polo virtual y la asimetría o desemejanza entre lo virtual y lo actual. La primera tesis ha sido frecuentemente interpretada como la pieza central de la ontología deleuziana, por lo menos hasta los años setenta (Bergen, 2001; Simont, 2002; Sauvagnargues, 2010; y las distintas contribuciones en Gaffney, ed., 2010). Deleuze (2002a) mismo señala su importancia decisiva para la construcción de una filosofía de la diferencia, es decir, una filosofía que piense la diferencia por sí misma y sin relación con las categorías de la representación, al afirmar: “la naturaleza de lo virtual es tal que actualizarse es diferenciarse para él […]. El único peligro, en todo esto, es confundir lo virtual con lo posible. Pues lo posible se opone a lo real; el proceso de lo posible es, por consiguiente, una ‘realización’. Lo virtual, por el contrario, no se opone a lo real; posee una plena realidad por sí mismo” (p. 318; énfasis añadido). ¿Cómo está determinada la realidad de esta multiplicidad virtual que Deleuze nombra, alternativamente, Idea, estructura o problema? Dos caracteres principales rigen la realidad plena de lo virtual, su positividad propia: la determinación recíproca de los elementos ideales que lo componen –es decir, la red de relaciones diferenciales entre elementos que no tienen, por sí mismos, ni figura ni función–; y la determinación completa del objeto virtual a partir de la existencia y la repartición de puntos notables –estos puntos singulares son acontecimientos ideales, y de su distribución depende el sentido de los problemas–. Deleuze llama “proceso de diferenciación [différentiation]”5 a esta doble determinación del contenido de la Idea, que hace de ella una multiplicidad en la que coexisten al mismo tiempo la totalidad de sus relaciones diferenciales y el conjunto completo de sus puntos singulares. De esta forma, ninguna de las ideas en los distintos órdenes mencionados –ni la estructura fonológica o morfológica de una lengua, ni el complejo de determinaciones genéticas de un organismo, ni las determinaciones económicas de las clases sociales– son adecuadamente pensadas si se las considera una pura posibilidad abstracta, en cuyo concepto estarían contenidos todos los rasgos de los estados de cosas actuales con la notable excepción de la existencia. Si fuera así, del concepto a la existencia habría siempre un paso trascendente, un “brusco surgimiento” (Deleuze, 2002a, p. 318) que dejaría finalmente inexplicada la existencia en acto de los objetos. Por el contrario, la Idea virtual se presenta, en Diferencia y repetición, como la condición inmanente de realización de toda existencia efectiva, y no como la posibilidad lógica o subjetivo-trascendental de un objeto de la experiencia.

Este carácter productivo o creador de las Ideas también está implicado en la segunda tesis a la que hacíamos referencia: la asimetría o no-semejanza entre lo virtual y lo actual. Tanto como la primera, esta segunda tesis es indispensable para poder dar cuenta de la ontología de la individuación sin tener que vincular los procesos de producción a un principio de identidad trascendente. El proceso de ontogénesis, tal y como lo concibe Deleuze, no parte de la identidad en el concepto hasta llegar a las cosas efectivamente existentes como si el vínculo fuera de semejanza. Para describir fielmente la creatividad interna de la diferencia, es necesario que las multiplicidades ideales del proceso de diferenciación (différentiation) se actualicen dando lugar a los objetos y sujetos determinados, que son, en todos sus puntos, de distinta naturaleza que las Ideas que encarnan. Este último proceso, denominado diferenciación (différenciation), es el movimiento a partir del cual se determinan los individuos actuales siguiendo los ejes de la cantidad (partición) y de la cualidad (especificación). Junto con la diferenciación de lo virtual, el proceso de diferenciación de lo actual constituye el “concepto complejo” de la diferenciación (différen[t/c]iation). Esta doble naturaleza de todo individuo, la diferencia entre las relaciones ideales y las cualidades actuales, por un lado, y los puntos singulares ideales y las partes cuantitativas actuales, por el otro, garantiza que los procesos generativos emerjan de condiciones heterogéneas y que se realicen como la puesta en comunicación de lo diferente o lo dispar6. Este es un punto crucial de varias teorías heterodoxas de la individuación, pero particularmente de la de Deleuze. En Theather of Production. Philosophy and Individuation between Kant and Deleuze, Alberto Toscano (2006) insiste sobre esta condición de asimetría, que hace que la producción de individuos no se dé en función de principios o de términos definidos por identidades representables:

fue con el objetivo de designar una contra-tradición, en el interior de la filosofía de la individuación, fundada en la revocación de la primacía [de la identidad], que me referí, un poco como si se tratase de un barbarismo, a una ontología de la individuación anómala. Con “anómala” quiero decir que lo que precede o domina la individuación no debe ser situado en la identidad de un principio, sea de tipo formal o regulativo, sino en un campo trascendental ontológico preindividual del cual emerge la individualidad como la resolución relativa de la disparidad o la diferencia (p. 158).

La “no semejanza” o la “asimetría” entre las dos mitades de la noción compleja de diferenciación resulta ser, por tanto, una condición indispensable para que el proceso de ontogénesis sea anómalo, es decir, para que prescinda efectivamente de las categorías de la representación: “la identidad del concepto, […] la oposición de los predicados, […] la analogía del juicio, [y] la semejanza de la percepción” (Deleuze, 2002a, p. 71). En este sentido se pueden analizar los ejemplos de los campos de resolución que antes comentábamos: los organismos actuales no se diferencian de la estructura genómica global que los determina solamente por el hecho de poseer, además de las determinaciones codificadas, una propiedad extra que sería la existencia; las formas de división concreta de lo social no son el resultado de un proceso de especificación por oposición dentro de la categoría “abstracta” de “trabajo abstracto”; las palabras y sus significados no tienen el mismo tipo de realidad ni son simplemente análogas a las relaciones opositivas de los fonemas o los rasgos distintivos o comparativos de los morfemas.

Sin embargo, tanto la realidad plena de lo virtual (primera tesis) como la asimetría o no-semejanza entre lo virtual y lo actual (segunda tesis) son insuficientes para explicar el paso real entre los dos órdenes, el movimiento efectivo por el cual se resuelven o se integran, en soluciones parciales, las determinaciones de las Ideas o de los problemas virtuales. Lo real que se busca en este caso no es solo un asunto de determinación. Esa noción de real ya está operando en la afirmación de la positividad de lo virtual, el hecho de que la Idea puede ser al mismo tiempo plenamente real –determinación recíproca de sus relaciones y completa de sus singularidades– y absolutamente indiferenciada –no encontrarse en ningún estado actual definido por coordenadas cuantitativas o cualitativas–. Pero lo real del “movimiento real” tampoco se define por las modificaciones de objetos ya determinados por una forma extensa o por cualidades sensibles. La única realidad que podría venir a franquear el paso entre lo virtual y lo actual es la de la creación de las condiciones de realización de los fenómenos, no la determinación de sus condiciones formales de posibilidad. Este “movimiento real” es la invención, para cada caso7 o solución parcial, de las condiciones que definen su potencia de afirmación, la capacidad que tiene un individuo formado y extenso de expresar el fondo intensivo que lo constituye. Y esta es precisamente la tarea del “método de dramatización”: explicar el proceso completo de actualización como el resultado de la acción de “dinamismos espacio-temporales” o “dinamismos de desarrollo”, quienes cumplen el rol de agentes del sistema de individuación, y quienes hacen que los fenómenos en acto sean “signos o acontecimientos” que expresan un campo preindividual, un escenario intensivo que preexiste a toda cualidad y a toda extensión, el “teatro de toda metamorfosis” (Deleuze, 2002a, p. 360).

¿Cuáles son entonces las propiedades de estos agentes de la individuación y de su relación con el espacio intensivo del que dependen sus funciones expresivas? Una guía para esta cuestión, quizás más directa que las páginas que se dedican a la descripción de la dramatización en Diferencia y repetición(Deleuze, 2002a, pp. 322-332), se encuentra en el informe de la sesión del 28 de enero de 1967 de la Societé française de philosophie, publicado póstumamente en La isla desierta bajo el título “El método de dramatización” (Deleuze, 2005). Se trata de la exposición pública de Deleuze, frente a algunos de sus colegas y profesores, del contenido general de la tesis que acababa de entregar a examen. El texto, centrado estratégicamente en el asunto de la dramatización de las ideas como núcleo fundamental de Diferencia y repetición, nombra seis características de los dinamismos espacio-temporales que explican su papel en el proceso de individuación. Las enumeramos acá en función de nuestra propia presentación y no en el orden que presentan en el texto original: (1) crean tiempos y espacios particulares; (2) determinan la cualidad y la cantidad actuales; (3) dividen o especifican los conceptos; (4) expresan las Ideas; (5) comportan o designan sujetos larvados o embrionarios; (6) constituyen “un teatro especial” (Deleuze, 2005, p. 127).

Las primeras dos características son consecuencias inmediatas de la definición de los dinamismos y de su finalidad explícita. Los dinamismos son instancias o síntesis de espacios y tiempos. Cada vez que Deleuze los describe, tiene que acudir a términos topológicos –“migraciones”, “plegamientos”, “invaginaciones”, “prolongaciones” (Deleuze, 2005, p. 130)– o a nociones rítmicas –“disminución”, “precipitación”, “aceleración”, “retardamiento” (Deleuze, 2002a, p. 325)–. Y estas determinaciones intensivas de los espacios topológicos y de las formas rítmicas del tiempo son precisamente las que, al franquear ciertos umbrales críticos, cambian de naturaleza y producen lo que Manuel DeLanda (2002) –siguiendo ejemplos de individuaciones físicas– llama “transiciones de fase”8 (p. 45): de los dinamismos “direccionales” e intensivos emergen, en condiciones determinadas, espacios y tiempos métricos, cualidades definidas y partes numerables. Estas dos características bastarían para describir cómo los procesos de diferenciación (différenciation) dependen de la individuación, sin ser un resultado necesario inscrito de antemano en los factores individuantes. Dicho de otra manera, el vínculo entre los dinamismos y los estados de cosas no es de inclusión lógica sino de producción o creación: “la individuación no supone ninguna diferenciación, pero la provoca” (Deleuze, 2002a, p. 369).

Hasta acá, sin embargo, el proceso de ontogénesis parece seguir un trayecto azaroso y surgir de un fondo indeterminado. Ya sabemos, sin embargo, que la encarnación que resulta al final del proceso de diferenciación está positivamente determinada, desde antes de que se resuelvan o se integren sus diferencias en los estados de cosas actuales, por un conjunto de singularidades y de relaciones ideales, estructurales o problemáticas. Es necesario, entonces, no solo vincular los dinamismos con la mitad actual de los fenómenos, sino también trazar su relación con la parte virtual y afirmar que lo que se dramatiza son las ideas, aunque los agentes del drama sean los dinamismos espacio-temporales. De allí se sigue la tercera característica de los dinamismos, el hecho de que sean ellos los agentes “ocultos” de la división de los conceptos, de la creación de linajes y tipologías conformes a la producción de diferencias reales: “un concepto es totalmente incapaz de especificarse o dividirse por sí mismo; lo que actúa bajo él, como un arte escondido, como un agente de diferenciación, son los dinamismos espacio-temporales” (Deleuze, 2002a, p. 328). Pero si el concepto se divide por la potencia exterior implicada en los dinamismos, lo que preside la división es la interioridad misma de las Ideas, el hecho de que “[si] el dinamismo comprende su propia potencia de determinar el espacio y el tiempo, [es porque] encarna inmediatamente las relaciones diferenciales, las singularidades y las progresividades inmanentes a la Idea” (p. 328). Esto quiere decir que la potencia de los dinamismos reside en su capacidad de expresar las Ideas, esto es, en la cuarta de las características señaladas inicialmente.

La quinta característica nombra la relación entre los dinamismos¸ en tanto factores individuantes, y el tipo de subjetividad que es requerida o implicada en la dramatización. Para ser claros, los dinamismos no son los sujetos de la individuación, son sus agentes preindividuales y subrepresentativos. Para darle un cuerpo a este proceso de generación –y este cuerpo debe ser entendido como un paciente singular y no como un agente determinante– es necesario que, junto con las demás características de los dinamismos, también se afirme un tipo particular de subjetividad. A este sujeto que es capaz de soportar o de sufrir las variaciones intensivas que preceden a la actualización, Deleuze lo llama, siguiendo su ejemplo paradigmático de la individuación biológica, un “sujeto larvario o embrionizado”. Solo a este título puede poblarse el “espacio agitado” del teatro de la diferencia: “hay actores y sujetos, pero son larvas, porque son las únicas capaces de soportar los trazados, los desplazamientos y rotaciones” (Deleuze, 2002a, p. 329). En última instancia, esta relación entre los agentes o factores de individuación y los actores (cuerpos/pacientes) de este proceso hace parte de la manera como Deleuze retoma la idea de individuo en Simondon: “el individuo se encuentra pues apegado a una mitad preindividual, que no es lo impersonal en él, sino más bien el reservorio de sus singularidades” (p. 368)9.

La última característica de los dinamismos y, por consiguiente, del “método de dramatización”, tiene que ver con el recurso directo al teatro, con la afirmación de que, por su acción y su presencia, el campo trascendental de los puntos singulares y las relaciones diferenciales se agita y se transforma en un spatium, un escenario de conflictos intensivos que se ven encarnados o decididos en los cuerpos sensibles de la experiencia actual. Esta comparación teatral envuelve a las demás propiedades, y se ofrece como su presentación sintética: “el mundo es un huevo, pero el huevo es él mismo un teatro: teatro de la puesta en escena donde los papeles tienen más importancia que los actores, los espacios que los papeles, las Ideas que los espacios” (Deleuze, 2002a, pp. 325-326). Están allí todos los componentes de la noción compleja de la diferenciación: los individuos o actores larvarios que padecen o encarnan la diferencia; los dinamismos espacio-temporales, agentes constituidos por una pura materia intensa, roles aún no encarnados pero que dirigen el proceso de individuación; el puro spatium, campo intensivo, matriz de lo desigual y de la diferencia; y las Ideas, superficies o multiplicidades plenamente determinadas, de cuya positividad dependen el sentido de los problemas y la afirmación de sus soluciones. Y además de los componentes, está también presentado, bajo la forma del operador “más importante que”, el “orden de las razones”, la estructura de necesidad y dependencia que hace que la noción compleja se reescriba de la siguiente manera: diferenciación (différentiation)-individuación-dramatización-diferenciación (différenciation) (Deleuze, 2002a, p. 374). No hay producción real de diferencia que no implique la realidad plena de las Ideas, la desigualdad real del potencial del campo de individuación, la formación contingente y singular –y en ese sentido real y no solo posible– de dinamismos espacio-temporales y de sujetos larvarios, y los estados de cosas desplegados según la cantidad y la cualidad, soluciones reales y parciales del campo problemático. Es en este sentido que “el teatro, [que] es el movimiento real, y [que] de todas las artes que utiliza, extrae el movimiento real” (Deleuze, 2002a, p. 33) funciona como indicación analógica del proceso de actualización de las Ideas10.

Con todo, incluso si se llega a definir de manera satisfactoria lo real del movimiento como aquello que en él es propiamente creador o productor de diferencias, sigue obstinadamente abierta la cuestión de la pertinencia del término “drama” para describir este método de individuación. El recurso más evidente para intentar resolver este asunto es tratar de explicar la escogencia del término a través del llamado explícito al teatro de la crueldad de Artaud. Aunque hay otras citas y menciones a la poesía y al pensamiento de Artaud en Diferencia y repetición, solo en el contexto de la dramatización de las Ideas Deleuze traza abiertamente el vínculo entre la individuación y el teatro de la crueldad artaudiano: “cuando Artaud hablaba del teatro de la crueldad, solo lo definía por un extremo ‘determinismo’, el de la determinación espacio-temporal, en tanto esta encarna una Idea de la naturaleza o del espíritu” (Deleuze, 2002a, p. 329)11. De la crueldad como determinación extrema Deleuze extrae entonces dos consecuencias: la idea de que las producciones de la individuación solo pueden ser soportadas por un cuerpo inorgánico –los sujetos larvarios–, y la afirmación de que la potencia que se expresa en el teatro de la crueldad es la de una diferencia de intensidad, de un inconsciente como “Desigual en sí” que es ajeno al mundo de la representación. El teatro, según Artaud (1938), libera los “rasgos de fuego” del inconsciente y empuja a su auditorio a una “revuelta virtual” (p. 29), llevando al espíritu a la “fuente de sus conflictos” (p. 31). Así, “el teatro, como la peste, está hecho a la imagen de esta masacre, de esta separación esencial. Desata los conflictos, libera las fuerzas, desencadena las posibilidades, y si estas posibilidades y estas fuerzas son negras, la culpa no es de la peste o del teatro, sino de la vida” (p. 32). Esta afirmación de un cuerpo intensivo de la individuación y de la afirmación de la potencia ideal de la vida, sin embargo, parece estar continuamente referida a un “teatro por venir”, más que a una práctica dramática singular y concreta. El nuevo “teatro de las multiplicidades” (Deleuze, 2002a, p. 291), este “teatro del porvenir” (p. 32), a la altura del cual debe estar la también nueva filosofía de la diferencia, aunque esté modelado a partir de las reflexiones sobre la creación vital en Artaud, corre continuamente el riesgo de verse empujado hacia el estatuto puramente regulativo de un ideal, de transformarse en un “teatro imposible”12.

Esta indeterminación del analogon teatral fue percibida por los primeros lectores y auditores de Deleuze. En la sección “Discusión” del informe publicado como “El método de dramatización” (Deleuze, 2005) varias de las preguntas que le dirigieron sus colegas y profesores apuntaban explícitamente hacia la cuestión de la “dramatización” como descriptor del método de individuación que estaba exponiendo. Para intentar aclarar el asunto, Deleuze repite las características o las condiciones generales del método: la existencia de los dinamismos espacio-temporales como agentes de los sistemas intensivos, la presencia de los sujetos larvarios y la función expresiva de la actualización de las Ideas. Sin embargo, Maurice de Gandillac, quien fue el director de la tesis de Deleuze, le pregunta abiertamente: “Pero, a la hora de traducir todo eso (que yo percibo algo confusamente) ¿por qué el término ‘dramatización’?” (Gandillac, citado en Deleuze, 2005, p. 143). A lo que Deleuze responde:

cuando usted hace corresponder este sistema de determinaciones espacio-temporales a un concepto, me parece que sustituye un lógos por un “drama”, que establece el drama de ese lógos. Decía usted, por ejemplo, que se dramatiza en familia. Es cierto que la vida cotidiana está llena de dramatizaciones. Creo que algunos psicoanalistas emplean esta palabra para designar el movimiento mediante el cual el pensamiento lógico se disuelve en puras determinaciones espacio-temporales, como en el duermevela. […] Tomemos un caso de neurosis obsesiva en el cual el sujeto no para de recortar [servilletas y pañuelos]. Es un drama, en la medida en que el enfermo organiza un espacio, aviva un espacio, y expresa en ese espacio una Idea del inconsciente (pp. 143-144).

La respuesta de Deleuze es sintomática por varias razones. Por un lado, porque el ejemplo de dramatización que utiliza –un caso de “neurosis obsesiva”– vincula directamente la determinación de la Idea con la producción del inconsciente y porque lo hace eligiendo un caso que podría calificarse de familiarista y edipizante; por el otro, lo que en nuestro caso es más relevante, porque Deleuze dirige la comprensión del drama más acá del teatro, hacia una estructura u orden problemático que no parece estar más que indirectamente ligado con la práctica escénica. Así, si se pueden dar por satisfechas las condiciones de la explicación del movimiento real, todavía parece fortuito el llamado al teatro como su realización privilegiada. Aún parece necesario aclarar cuál es el sentido dramático del “acto” y cómo está implicado en él la naturaleza misma del pensamiento.

4. El drama y la conciencia del tiempo

EL VÍNCULO NECESARIO entre la dramatización y el pensamiento, entre la individuación que produce objetos sensibles y la transformación del pensador cuando sigue o dobla en la conciencia el proceso real, es un rasgo esencial y permanente de la filosofía de Deleuze13. Es por eso que “la dramatización se hace en la cabeza del soñador, pero también bajo el ojo crítico del sabio” (2002a, p. 329). Hay por consiguiente una relación de derecho entre la vida, como campo trascendental lleno de acontecimientos y singularidades, y los elementos intensivos que pueblan una “pura corriente de conciencia a-subjetiva, conciencia pre-reflexiva, impersonal, duración cualitativa de la conciencia sin yo” (Deleuze, 2008, p. 347). Esta frase de “La inmanencia: una vida”, último texto que nos dejó Deleuze, sigue en sus líneas fundamentales un tema que ya estaba plenamente desarrollado en Diferencia y repetición: el proceso de individuación del pensamiento que, siguiendo el eje de la conciencia, acompaña la génesis de los individuos sensibles.

Ahora bien, es claro que el término “conciencia” es equívoco en los textos de Deleuze, incluso antes del encuentro con Guattari y antes del materialismo maquínico del deseo que caracteriza su filosofía después de los años setenta. Por un lado, bajo las figuras de la conciencia la filosofía parece continuamente “asechada por antinomias teóricas” y la diferencia en sí misma parece quedar encerrada en “los límites de la representación” (Deleuze, 2002a, pp. 397-398). Pero por el otro, la producción de la individuación en las series del tiempo y del espacio requiere siempre de un correlato de la conciencia, pero este invariablemente excede la intencionalidad fenomenológica. Es decir, la producción de los fenómenos sensibles necesita de una tercera serie de la individuación:

[…] la actualización se cumple según tres series, en el espacio, en el tiempo, pero también en una conciencia. Todo dinamismo espacio-temporal es la emergencia de una conciencia elemental que traza ella misma direcciones, dobla los movimientos y migraciones, y nace en el umbral de las singularidades condensadas en relación con el cuerpo o el objeto del que es conciencia. No es suficiente decir que la conciencia es conciencia de algo, es el doble de ese algo, y cada cosa es conciencia porque posee un doble, aunque esté muy lejos de ella y le sea muy extraño (p. 331).

El pensamiento siempre es segundo con respecto a la realidad, a quien “dobla”. Pero la repetición del pensamiento no es la representación de la realidad espacio-temporal, sino su recreación. Toscano (2006) tiene razón al afirmar –y el concepto está explícitamente en el título de su libro, The Theater of Production– que “en lugar de proveer un fundamento, la filosofía, como teatro de la producción, constituye un ‘segundo origen’, la repetición constructiva de la ontogénesis” (p. 201)14. Esta noción del pensamiento como doble o como recreación del proceso de individuación lo lleva a explorar, de manera quizás apresurada, la posibilidad de que la respuesta a este problema esté en la “experiencia inhumana de una forma pura del tiempo, [y que esta se dé en] el experimento nietzscheano del eterno retorno” (p. 195). Flore Garcin-Marrou (2013) también tiene razón cuando señala que el teatro imposible de la crueldad quizás se juega realmente en su desplazamiento a la “otra escena”, en la transformación de la filosofía como “teatro del pensamiento” (p. 136). Pero en los dos casos, tanto en el recurso al eterno retorno como en la declaración del linaje artaudiano, el teatro y el drama permanecen inexplicados. Por nuestra parte, creemos que es efectivamente asociando el drama al problema del tiempo y de la conciencia como puede avanzarse en la determinación de la analogía teatral. Pero más que en la referencia al “juego teatral de la muerte y de la vida” (Deleuze, 2002a, p. 28) que estaría presente en el eterno retorno, quizás sea en el pensamiento del drama como catástrofe o cesura del tiempo, propio de la reflexión poetológica de Hölderlin, donde haya que buscar los elementos de la respuesta.

El uso que hace Deleuze de las notas del poeta alemán sobre la estructura del drama moderno tiene como objetivo aclarar cuál es la estructura y la necesidad de la tercera síntesis pasiva del tiempo. El concepto de cesura de Hölderlin, junto con el de eterno retorno de Nietzsche, cierran la discusión sobre los distintos modos de temporalización que intervienen en el despliegue de los campos de individuación. Aunque el contexto en el que aparece el problema de las síntesis pasivas está manifiestamente dirigido a examinar el papel de la repetición “en la diferencia producida en el espíritu” (Deleuze, 2002a, p. 120) –y en ese sentido, también parece asumir la tarea de reinventar una “doctrina trascendental” de las facultades–, Deleuze hace explícita la extensión de esta descripción de la temporalidad hacia procesos de individuación más allá de la vida biopsíquica. De hecho, las tres síntesis pasivas del hábito, de la memoria y del pensamiento se corresponden biunívocamente con las descripciones básicas de los sistemas intensivos: la contracción de excitaciones o de instantes que constituye el presente vivo del hábito corresponde a las serie de diferencias intensivas cuyo acoplamiento marca los bordes de un sistema de individuación; el pliegue de esas series heterogéneas en el pasado puro de la memoria, a través de la circulación de un objeto virtual que las comunica a todas, es idéntico a la resonancia interna de un sistema intensivo, disparada por un “precursor sombrío” que vincula el potencial desigual de las series heterogéneas; y la liberación de los vínculos eróticos de la memoria que se da en el tiempo como forma abierta y vacía del pensamiento se confunde con el movimiento forzado que desborda a todas las series y arrastra al sistema entero hacia potencias inéditas (Deleuze, 2002a, p. 184). Y junto a este vínculo general entre la individuación espiritual y la individuación física o sensible, en las formas de temporalidad de estas repeticiones se juega también la naturaleza –pasiva y diferencial, y no activa y trascendente– de las formas de subjetividad que acompañan a la producción intensiva de la diferencia. La reflexión poetológica y dramática de Hölderlin es convocada en este punto, cuando son necesarias tres tareas: (I) pensar el tiempo como forma vacía del pensamiento, (II) concebir la conciencia de este tiempo como cesura o interrupción en una intuición pura, y (III) describir la subjetividad o el espíritu que se forma allí como una forma de pasividad que no es, sin embargo, una receptividad carente de síntesis.

Una parte importante de las categorías del pensamiento hölderliniano está construida por relaciones de variación y de continuidad entre dos principios “armónicamente opuestos”: lo patrio y lo extranjero, lo propio y lo impropio, lo griego y lo hespérico (o lo moderno), etc. Ninguno de estos pares es exclusivamente poético o dramático. Son conceptos generales de alcance metafísico, cuya extensión no está circunscrita a un dominio ontológico particular. Incluso el último par, que tiene la apariencia de una distinción histórica y geográfica singular, es de hecho atribuible indistintamente a productos de una misma época o de un mismo lugar: una tragedia griega, por el ejemplo el Edipo de Sófocles, puede ser más “moderna” que otra, Antígona, a la cual se la puede considerar como más “griega”. En el caso de Hölderlin, una visión muy determinada de lo que quiere decir “ser” fuerza a su vez toda una filosofía de la historia, al mismo tiempo que determina soluciones poéticas particulares. Esto no quiere decir que la reflexión hölderliniana sobre la poesía y el drama sea únicamente una variante “literaria” de un sistema filosófico previo. Al contrario, la práctica poética y su reflexión formal son procedimientos directamente productores de efectos filosóficos. Si dicha práctica y su reflexión operan en el interior de un sistema conceptual, no lo hacen a título de ejemplo o como ilustración, sino por su capacidad inmediata para crear desplazamientos de sentido y transformación de valor.

Es según este esquema formal de la “oposición armónica”15, y teniendo como telón de fondo los compromisos ontológicos que implica, que se debe interpretar la definición que Hölderlin (1976a) da de la tragedia (que en este contexto equivale al drama en general) en las primeras líneas del ensayo “Sobre la distinción de los géneros poéticos”: “El poema trágico, heroico según la apariencia, es ideal en su significación. Es la metáfora de Una intuición intelectual” (p. 79). En este caso, la descripción estructural del poema trágico, su análisis en “apariencia” y “significación”, produce un cambio de sentido en el contenido de la segunda parte de la definición –“Es la metáfora de Una intuición intelectual”–. Es la separación formal (apariencia/significación) la que explica la posibilidad de una transferencia (metáfora) de un término al otro, el pasaje de un tono o estado propio (la significación) hacia su opuesto armónico, el tono impropio (la apariencia). Esta noción de transferencia o transporte modifica el concepto de intuición intelectual, central en la economía filosófica del idealismo especulativo de comienzos del siglo XIX, forzando un cambio de posición en el interior del plan filosófico al que pertenecía. Ya no está definida, o no solamente, por vía negativa, como el reverso de la intuitus derivativus, la intuición sensible que caracteriza el modo de conocimiento propia de un ser finito. Tampoco hay mención alguna a un Yo que se reconocería en esta intuición como un “sí mismo” a través de un acto puro y libre. La intuición intelectual hölderliniana, en este ensayo poetológico de 1800, es el tenor o el contenido de una metáfora, un desplazamiento de sentido, obrado o presentado por el poema trágico. En el ensayo es efectivamente definida como “no [pudiendo] ser más que aquella unidad con todo lo que vive” (Hölderlin, 1976a, p. 81), pero esta unidad es radicalmente diferente a la identidad como principio. La intuición intelectual es un “todo”, efectivamente, pero sometido al desplazamiento indefinido de la alternancia de tonos o de la armonía de los opuestos. En este sentido,

[…] la sentibilidad del todo progresa, pues, en el mismo grado y relación en que progresa la separación en las partes y en su centro […]. La unitariedad presente en la intuición intelectual se sensibiliza precisamente en la medida en que sale de sí (p. 82).

La definición del poema trágico transforma de esta manera el concepto de intuición intelectual, que deja de ser el acto de un principio incondicionado que se refiere a sí mismo, y se transforma en el indicador del devenir de una unidad que solo se expresa en su división sensible16.

En esta reinterpretación hölderliniana de la intuición intelectual, en lo que él considera es el movimiento propio del drama trágico, se juega una redefinición del sujeto o del espíritu poético, y el cumplimiento de la tercera tarea que nos proponíamos hace unas páginas: describir la subjetividad propia de la individuación como una pasividad donde ya existen experiencias sintéticas. En este agenciamiento subjetivo que Hölderlin (1976b) llama un “sistema de sensación” (p. 135), el yo no conserva ninguna identidad previa ni ningún privilegio metafísico. La “pura mismidad e identidad” del Yo fichteano es abiertamente criticada como un “estado de soledad” (Hölderlin, 1976c, p. 69) y cede su lugar a una figura del sujeto que es una “simple tonalidad”, la unidad armónicamente opuesta –y en este sentido la receptividad hölderliniana está ya comprometida en innumerables síntesis– que solo es posible en “la bella sensación sagrada, divina” (p. 73). Más que un primer principio, la subjetividad es el resultado o el producto del cumplimiento de una regla, de un imperativo: “ponte por libre elección en contraposición armónica con una esfera externa, tal como, por naturaleza, pero de modo irreconocible en la medida en que permaneces en ti mismo, estás en armónica contraposición en ti mismo” (p. 69). La sensación (Empfindung) es, para Hölderlin, el verdadero modo trascendental de producción de la subjetividad. Pero este sujeto, este “espíritu del poeta”, está completamente construido en el elemento extranjero de la esfera exterior, incluso disuelto en el arreglo singular de las partes de un poema. Y esta misma estructura determina todavía otro “producto”, o constituye la base para otro proceso. Este producto es el resultado del “procedimiento” que consiste en partir de “la originaria sensación”, para llegar “mediante ensayos contrapuestos” hasta el “tono, a la más alta forma, la forma pura, de la misma sensación”. Este es precisamente el “arte vivificante” del poeta, cuya “reflexión creativa” produce “el lenguaje”. El lenguaje y el sujeto son, entonces, efectos de una regla o un cálculo, pero dicho cálculo no puede ser prescrito de antemano por ningún principio idéntico a sí mismo. Todo sujeto activo, todo Yo íntegro, fuente de su propia determinación, queda sometido al imperativo poético (o dramático) de extenuación de sí mismo en el pasaje a la esfera exterior. El “modo de proceder del espíritu poético”, la Idea virtual del individuo según el poeta alemán, está “determinado de un lado al otro” pero su “conexión [es] infinita” (Hölderlin, 1976b, p. 134). Así, toda agencia poética, al apropiarse de la verdad de un tono, en el “punto de la más alta conciencia, rehúy[e] la conciencia […] y mant[iene] la sagrada posibilidad viviente del espíritu” (Hölderlin, 1976d, p. 146). Hasta en la forma “más alta” de la conciencia, en la síntesis del pensamiento poético, el Yo (Je) no deja de “rehuirse” a sí mismo y de experimentarse (en tanto moi) como un puro índice de la intensidad sensible.

Para dar cuenta de las otras dos tareas, pensar el tiempo como forma vacía y la conciencia del tiempo como interrupción o cesura, Deleuze recurre exclusivamente a un texto que fue fundamental en la recepción del poeta suabo en Francia, en parte gracias al análisis de Jean Beaufret y la discusión con la interpretación heideggeriana de la poesía de Hölderlin: las “Notas sobre Edipo” (1976b). Junto con las “Notas sobre Antígona” (1976d), se trata de un conjunto de comentarios que acompañaban la traducción de las dos tragedias de Sófocles, tarea a la cual Hölderlin dedicó una gran parte de su tiempo entre 1801 y 1804. Estas notas tocan de manera directa el problema de una repetición moderna de la tragedia ática. Lo que estaba en juego era determinar las condiciones de formación de un teatro nuevo, es decir, la posibilidad de la reconstrucción de los vínculos entre una manera de representar y el efecto de la representación, entre una forma de composición y los tipos de contenido que gobierna. En definitiva, se trataba de la elaboración de una poética nueva, en el sentido aristotélico del término, que debería permitir al poeta sobrepasar la escritura imposible del drama Empédocles, cuyo objetivo manifiesto era componer una “tragedia verdaderamente moderna”17.

Para Deleuze, parte del interés filosófico de esta reflexión sobre el drama moderno es la manera en la que en ella se plantea el vínculo entre la experiencia moderna y el problema del tiempo. Mientras el tiempo antiguo, el tiempo propiamente griego del que habla Hölderlin, está caracterizado por la limitación espacial y por el reparto justo –en última instancia, por la forma cíclica del tiempo cósmico, que es un tiempo subordinado a la medida del movimiento de los cuerpos–, lo propio del tiempo moderno es lo que el poeta llama el “simple curso de las horas”, “el tiempo en marcha” (Hölderlin, 1976d p. 147). Este ha dejado de ser medida del mundo y se ha transformado en un aplazamiento infinito, la línea recta y puramente formal que, para Kant, determina la forma vacía bajo la cual el sujeto se afecta a sí mismo. El tiempo del drama moderno es el tiempo como forma pura de la interioridad, una “forma pura desplegada” (Deleuze, 2008, p. 42). Esta comprensión del tiempo que “es precisamente la forma vacía y pura bajo la cual Edipo vaga errante” hace del poeta alemán “uno de los mejores discípulos de Kant” (p. 42). En esta experiencia del tiempo está la clave de uno de los conceptos fundamentales del pensamiento hölderliniano: el viraje o desvío categórico (der kategorischen Umkehr). Este giro o desvío significa la infinita separación del hombre y de lo divino, la experiencia moderna del tiempo como interrupción de su forma infinita y vacía. Las líneas decisivas sobre esta nueva concepción del tiempo, de las que Deleuze extraerá algunas de las características de la síntesis pasiva del pensamiento, están al final de las “Notas sobre Edipo”:

[…] en las escenas [de Edipo], en cuanto lenguaje para un mundo en el que, entre la peste y la confusión del sentido y el espíritu de adivinación universalmente excitado, en un tiempo ocioso, el dios y el hombre, para que el curso del mundo no tenga laguna y la memoria de los celestes no se pierda, se comunican en la forma, que todo lo olvida, de la infidelidad, pues la infidelidad divina es lo que mejor hay que guardar.

En momento tal, el hombre olvida a sí mismo y al dios, y se da la vuelta –cierto que de manera sagrada– como un traidor. En el límite extremo del padecer ya no queda, en efecto, otra cosa que las condiciones del tiempo o del espacio.

En este límite se olvida el hombre, porque él está totalmente en el momento; el dios, porque él no es otra cosa que tiempo; y uno y otro es infiel: el tiempo, porque en tal momento se vuelve categóricamente, y comienzo y final en él no pueden en absoluto hacerse rimar; el hombre, porque en este momento tiene que seguir la vuelta categórica y, con ello, no puede en absoluto en lo que sigue igualar con lo inicial (Hölderlin, 1976b, p. 142).

Dos consecuencias resultan de esta nueva forma de imperativo, de esta nueva ley práctica de la razón: el dios “no es otra cosa que tiempo”; el hombre está “totalmente en el momento”, es una estructura de pura pasividad –“el límite extremo del padecer”– que solo puede definirse por las condiciones trascendentales de la sensibilidad. Sin embargo, el tiempo y el espacio, que la estética kantiana interpretaba como condiciones de posibilidad a priori de la experiencia sensible, son ahora concebidas como el resultado real de un vaciamiento del contenido del tiempo de la memoria y de los vínculos virtuales de la contemplación. Deleuze aprovechará la noción del tiempo del drama moderno en Hölderlin para insistir en la insuficiencia de la síntesis de la memoria, en la cual el fundamento –Eros como principio trascendental de la memoria pura– aún parece demasiado homogéneo con las series de excitaciones que funda, demasiado semejante a las contracciones diferenciales de la pura materia. El “envoltorio exterior” de la síntesis de la memoria, que mantiene en un Todo cerrado sobre sí mismo a las diversas series de repeticiones coexistentes, solo se quiebra si se fuerza al sujeto contemplativo a medirse a sí mismo según el tiempo como límite inherente e interior al pensamiento, a experimentarse como forma de auto-afección pura18.

La figura dramática de este movimiento forzado, de este singular paso que Deleuze a veces compara con “la sublime ocasión” de la revolución, tienen el nombre de cesura en el pensamiento de Hölderlin. Sirviéndose del término de la métrica poética que designa una función de división rítmica, Hölderlin (1976b) designa cesura al momento del drama en el que, al haber un “arrebatador cambio de las representaciones […] apare[ce] no el cambio de la representación, sino la representación misma” (p. 135). Y esa pura función operativa de la cesura, que Hölderlin llama continuamente la “ley calculable” del poema, su “lógica” o su μηχανή, sirve también como imagen del destino del hombre en su separación categórica de los dioses: representa el momento en que una acción “trágicamente arranca al hombre a su esfera de vida, al punto medio de su interno vivir, para llevarlo a otro mundo, y lo arrastra a la espera excéntrica de los muertos” (Hölderlin, 1976b, p. 136).

Esta “interrupción contrarrítmica” de la cesura se vuelve, para Deleuze, la figura de la conciencia poskantiana del tiempo, así como la “pura línea recta” es la imagen del tiempo en sí mismo. El hombre es tiempo interrumpido, el tiempo es parámetro sin contenido de la acción del hombre. Esta conciencia dramática hölderliniana, que es la primera imagen de la síntesis pasiva del pensamiento, tiene tres características: define un puro orden del tiempo, reúne el conjunto del tiempo y establece una serie del tiempo (Deleuze, 2002a, pp. 145-149). El orden que define depende de la acción decisiva, del corte de la cesura que divide el tiempo en partes desiguales: el pasado antes de la cesura, el “puro presente” de la interrupción, el tiempo futuro del después de la cesura. Esta conciencia del tiempo como orden equivale a transformar el tiempo en un “parámetro”, en la condición de una “función” operatoria. No es extraño, entonces, que una gran parte de la reflexión poetológica de Hölderlin de esta época, especialmente su teoría de la “alternancia de tonos” y la formalización combinatoria que produce, esté siempre definida por el tiempo lógico de la sucesión de las representaciones19. La segunda característica depende o se sigue de la primera: el orden formal vacío solo es posible por una acción, un acontecimiento, que se presenta como “símbolo” de la reunión de las partes desiguales. Si bien es cierto que la cesura tiene como efecto inmediato la división del tiempo en un orden de sucesión, en la misma medida “subsume y reúne” el conjunto entero del tiempo. El tiempo de la tragedia queda representado en las “Notas” a partir de un diagrama construido por un segmento recto, cortado en un punto –siempre diferente del punto medio– del que se extiende otro segmento, no perpendicular al primero, y cuya inclinación varía según la tragedia representada.

Representación de la “ley calculable” de Edipo.
Figura 1
Representación de la “ley calculable” de Edipo.


Fuente: elaboración propia con base en Hölderlin, 1976d.

Representación de la “ley calculable” de Antígona.
Figura 2
Representación de la “ley calculable” de Antígona.


Fuente: elaboración propia con base en Hölderlin, 1976d.

El ritmo –o la ley calculable– está definido en estas imágenes como una sucesión temporal de representaciones. Esta sucesión ordinal en los dos diagramas corresponde al segmento c b ‾ , en donde c representa el “inicio” y b, el “fin” del drama. El segmento está dividido en dos partes desiguales por un punto (un momento determinado del drama o una representación) diferente para cada pieza, más cerca del punto c en el caso de Edipo, más cerca del punto b en el caso de Antígona. Este punto divisor es precisamente la cesura, la interrupción contrarrítmica. Cada división del segmento de las representaciones tiene una “velocidad” específica, que Hölderlin concibe como directamente proporcional al “peso” que tiene en el conjunto. Así, si una parte del segmento indica una secuencia de representaciones “más rápidas”, esta será más pesada, lo que tendría como consecuencia un “desequilibrio” en el peso de la obra (Hölderlin, 1976d). La localización de la cesura cumple entonces una función singular con respecto al peso: restaura el equilibrio de las partes, lo que es inmediatamente representado en los diagramas a través de la inclinación del segmento que incluye el punto a, el cual tiende a la derecha en el caso de Antígona y a la izquierda en la estructura de Edipo. Dada esta representación del conjunto del tiempo, Hölderlin (1976b) declara que el ideal regulador del drama es “más bien [el] equilibrio que [un] puro seguirse uno a otro” (p. 135).

La tercera característica de esta cesura como forma de la conciencia moderna del tiempo es la creación de un criterio de distribución que operaría en un eje distinto del tiempo empírico. La interrupción de la cesura produce una serie de momentos cuyo valor está directamente relacionado con el acontecimiento y con la potencia de su actualización, y no exclusivamente con la regla de sucesión de la secuencia ordinal. La imagen sublime de un acto, el símbolo de la decisión central del drama, divide el tiempo distribuyéndolo en un pasado en el cual la acción “es demasiado grande para [el héroe]”; un presente en el que el “yo [moi]” se desdobla o se transforma, deviniendo “capaz de la acción”; y un porvenir en el que todo yo se disuelve, por causa del acontecimiento, y que “lo proyect[a] en mil pedazos como si el gestador del nuevo mundo fuera llevado y disipado por el brillo de lo que hace nacer a lo múltiple: el yo se ha igualado con lo desigual en sí” (Deleuze, 2002a, pp. 146-147). En términos de la ontología poética hölderliniana, el sujeto del tiempo puramente operativo de la “ley calculable” es puesto en relación con “el sentido viviente, que no puede ser calculado”. Esta última forma de la conciencia del tiempo como síntesis pasiva del pensamiento es el punto donde la “extrema formalidad no está allí más que para un excesivo informal” (Deleuze, 2002a, p. 149). La tercera síntesis –comenta David Lapoujade (2014), utilizando el lenguaje de la territorialización de las obras posteriores– “[lleva] a un más allá de las series empíricas, más allá de su resonancia en lo Abierto como todo metafísico, [hasta] el Afuera de un todo ontológico como revés del cosmos y como movimiento aberrante de la Tierra” (p. 93)20.

5. Conclusión

LA DETERMINACIÓN COMPLETA del problema que da pie al “método de dramatización” depende de que la resolución del “movimiento real” de la individuación se dé efectivamente según tres ejes singulares: la serie de determinaciones topológicas del espacio intenso que se despliega en las figuras de la extensión; los ritmos singulares del tiempo que se ordenan en series de regularidades métricas; y los acontecimientos y las relaciones recíprocas ideales que se encarnan en los simulacros que pueblan el teatro del pensador. Todo el privilegio del drama y de la escena sobre otras formas de expresión no puede provenir más que de esta potencia que se le asigna para tratar el “más agudo problema del teatro”: la repetición, en la conciencia, del despliegue de la ontogénesis, el vínculo sin mediación entre los procesos de individuación y los “signos directos” que llegan “directamente al alma y que [son el movimiento] del alma” (Deleuze, 2002a, p. 32). El alcance del método de dramatización, como operador conceptual en el interior de la filosofía de Deleuze, solo puede juzgarse por su capacidad o incapacidad de resolver o expresar el problema positivo de la individuación, que se da tanto en el teatro del spatium, poblado de dinamismos espacio-temporales, como en el teatro del pensamiento, montado en el espíritu del sabio y del soñador.

Ese mismo vínculo, sin embargo, parecía marcar un borde infranqueable del método y de la analogía teatral: su compromiso con la “presentación subjetiva”, con la reducción de la realidad del deseo a la estructura de presentación trascendental de la conciencia. Para escapar de los estrechos límites que impone la reducción del inconsciente y de la vida espiritual del sujeto a la estructura familiar y neurótica del teatro edípico, Deleuze y Guattari no cesaron de ampliar las conexiones del deseo hasta abarcar todos los estratos de la Tierra, los cortes de territorio en los que se segmentarizan las formas y las sustancias. Y en este movimiento que vincula al deseo con la vida inorgánica no podían detenerse, sino hasta alcanzar la línea de desterritorialización absoluta que conecta al individuo con un Cosmos poblado de fuerza inhumanas. Abierto a ese plano universal, la referencia a un teatro de la conciencia poblado de fantasmas o de simulacros parece incapaz de dar cuenta de la producción real del deseo. Pero, ¿qué pasa si transformamos ese límite de la conciencia?, ¿si en lugar de hacer que el teatro signifique la limitación del campo del pensamiento hacemos que represente el límite hacia el cual tiende toda potencia de presentación de un acto en el espíritu? ¿Qué pasa si sustituimos el drama personológico y fantasmal del complejo de Edipo por la conciencia dramática del tiempo moderno en Hölderlin, abierta sobre el doble borde de la pura forma operatoria de la ley calculable y de la determinación infinita del sentido viviente e informal?

La respuesta a todas estas preguntas puede ser, sin la exclusión de otras posibles, la siguiente: se recupera una potente forma de pensar el problema del “signo”. “La acción dramática [clásica] es una decisión”, nos recuerda Denis Guénoun en Actions et acteurs. Raisons du drame sur scène (2005, p. 81). Y Hölderlin seguirá construyendo, al inicio del siglo XIX, toda su reapropiación moderna del teatro ático alrededor de la noción de cesura como acontecimiento de la decisión. Pero contrario a lo que parecería ser una “razón decisionista desencarnada” (Guénoun, 2005, p. 96) propia de la herencia clásica, Hölderlin no cesará de señalar la naturaleza pasiva de estas síntesis temporales, cuyo origen último está siempre en la determinación puramente intensiva de la “divina sensación”. De hecho, el tiempo del drama no es más que la catástrofe (la transferencia, el trasporte) de la sensación en el medio del pensamiento, el salto entre las facultades de un sujeto, determinado como sistema de receptividad, en las que se producen, sin su aquiescencia explícita, las formas del poema y las expresiones de la lengua.

Esta doble naturaleza del signo, que comparte la pasividad de la percepción inmediata y la actividad racional de la creación de sentido, que es producción de diferencia sin tener que suponer la identidad previa de ningún sujeto (ni de la enunciación ni del enunciado), es una de las razones de un renovado interés en el estructuralismo por parte de algunos investigadores contemporáneos21. No se trata simplemente de extender el dominio de la ciencia galileana, como lo habría de suponer Jean-Claude Milner en El periplo estructural (2003). La actualidad del problema del signo radica en la singularidad de su tipo de ser, en la región ontológica que abre, poblada por fenómenos constituidos completamente de variaciones que construyen sistemas de racionalización, pero atravesados por procesos aleatorios e involuntarios. Y profundamente implicados en estos procesos, se perfila también una forma de subjetividad singular, un “espíritu [o mente] [que] no es una potencia o una facultad, sino un resultado, contingente, imprevisto, inesperado, y más bien inevitable” (Maniglier, 2006, p. 435)22. Es quizás este último punto el que todavía nos convoca y el que, en nuestro tiempo, puede responder a las mutaciones que harían aún necesaria la dramatización del pensamiento: ¿qué nos puede decir este tipo de sujeto, lugar de efectuación y efecto resultante de la materia intensa, en el contexto de una crisis cuya escala recubre la Tierra entera? ¿Qué luces puede darnos aún este teatro de la decisión sublime –de la cesura como revolución y cólera– en la discusión sobre la agencia del hombre? ¿Qué tipo de drama del pensamiento requerimos para cuestionar la figura, también trágica, de una agencia humana alienada en el periodo de la historia geológica que lleva su propio nombre como un enigma: el Antropoceno?

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Notas

1 La afirmación de ese carácter sistemático de la filosofía deleuziana –por el cual se acercaría a la metafísica clásica y que quedaría desplegado en una renovación parcialmente asumida del concepto de “Uno-Todo”– constituye el núcleo de la lectura polémica que Alain Badiou realiza de su colega en Deleuze. El clamor del ser (2002). Tal afirmación de un sistema metafísico de lo Uno no dejó indiferentes a varios de los “discípulos” de Deleuze. No es de extrañar, en ese caso, que quienes extendieron la polémica la hayan hecho girar de nuevo en torno a la noción de sistema (o por lo menos de abstracción) y sobre su supuesta incapacidad para nombrar la inmanencia y el movimiento de la creación filosófica de Deleuze. Véanse los artículos de José Gil, “Quatre méchantes notes sur un livre méchant” y de Arnaud Villani, “La métaphysique de Deleuze”, en el número 43 de la revista Futur Antérieur (1998).

2 Un bello ejemplo es la descripción del sistema barroco de las artes en El pliegue, en donde el despliegue de los medios materiales se amplía hasta adquirir proporciones sociales y cósmicas: “si el Barroco ha instaurado un arte total o una unidad de las artes, lo ha hecho, en primer lugar, en extensión, al tender cada arte a prolongarse e incluso a realizarse en el arte siguiente que lo desborda. Se ha señalado que el Barroco restringía a menudo la pintura y la circunscribía a los retablos, pero es más bien porque la pintura sale de su marco y se realiza en la escultura de mármol policromado; y la escultura se supera y se realiza en la arquitectura; y, a su vez, la arquitectura encuentra en la fachada un marco, pero ese marco se separa del interior, y se pone en relación con el entorno a fin de realizar la arquitectura en el urbanismo. En los dos extremos de la cadena, el pintor ha devenido urbanista, y asistimos al prodigioso desarrollo de una continuidad de las artes, en amplitud o extensión: un encajamiento de marcos, cada uno de los cuales se ve superado por una materia que pasa a través. Esta unidad extensiva de las artes forma un teatro universal que trasporta el aire y la tierra, e incluso el fuego y el agua. En él, las esculturas son los verdaderos personajes, y la ciudad es un decorado en el que los espectadores son ellos mismos imágenes pintadas o esculturas. El arte, en su totalidad, deviene Socius, espacio social público, poblado de bailarines barrocos” (Deleuze, 1989a, pp. 157-159).

3 Varios autores han hecho énfasis sobre el silencio de Deleuze con respecto al teatro. La presentación general más completa sobre el tema es, a nuestro juicio, la del libro de Jean-Frédéric Chevallier Deleuze et le théâtre. Rompre avec la représentation (2015). Como es usual también en los textos que tratan sobre la relación entre el teatro y la filosofía de Deleuze, Chevalier recuerda que, en la entrada “C comme culture” de la serie de entrevistas en video que Deleuze y Claire Parnet realizaron en 1988, el filósofo resulta particularmente severo en su juicio del arte teatral: “el teatro es demasiado lento, demasiado disciplinado. Permanecer cuatro horas sentado en un mal asiento, ya no puedo, por razones de salud. Eso liquida el teatro para mí” (Deleuze & Parnet, 1996).

4 En otro lugar he analizado cómo esta pretensión trascendental asociada al concepto de escena, presente en posiciones de filósofos contemporáneos del teatro como Essa Kirkkopelto (2009), conlleva ciertos riesgos a la hora de pensar las determinaciones técnicas, materiales e históricas del teatro y su relación con la filosofía. Véase Alvarado Castillo (2018), “La doble escena: usos filosóficos del teatro y distinciones teatrales en la filosofía francesa contemporánea”, en Universitas Philosophica.

5 Deleuze utiliza dos sustantivos distintos para describir el proceso de diferenciación o el carácter productivo de la diferencia pensada en sí misma: différentiation, con t, para referirse al proceso de determinación de las multiplicidades ideales o virtuales; différenciation, con c, para designar el proceso de determinación de los estados de cosas o de la realidad actual.

6 En Diferencia y repetición, Deleuze (2002a) llama a un sistema que se construye por relaciones de diferencias puras o de órdenes dispares un “sistema del simulacro” (pp. 409-410). En este sentido, el simulacro sería siempre la creación de un signo (un evento de comunicación) entre series de señales heterogéneas (factores individuantes). Esta descripción positiva del simulacro, y la relectura del eterno retorno como forma superior de la repetición y de las síntesis del tiempo, guardan estrecha relación con la lectura que de Nietzsche hace Klossowski (1995), especialmente en Nietzsche y el círculo vicioso. Sobre este vínculo entre la filosofía de la diferencia y Klossowski, véase el artículo de Philippe Sabot (2004) “Foucault, Deleuze et les simulacres” en la revista Concepts.

7 Que sea siempre un caso, en su singularidad, lo que está en juego en el proceso de actualización, es lo que lleva a Deleuze (2005) a decir que para determinar lo “más importante relativo a la Idea” conviene mejor responder a las preguntas “¿Quién? ¿Cuánto? ¿Cómo? ¿Dónde? ¿Cuándo?” que a la pregunta “¿Qué es…?” (p. 127)

8 Por supuesto, esta noción de cambio de estado o cambio de naturaleza de un sistema como resultado de un proceso continuo de resolución de disparidades es central en la filosofía de Gilbert Simondon. Tiene razón Muriel Combes (1999) cuando afirma que “la noción de transición de fase [déphasage], que designa en termodinámica el cambio de estado de un sistema, se transforma en la filosofía de Simondon en el nombre del devenir” (p. 11)

9 Se puede comparar con la definición simondoniana de la individuación hacia el final de L’individu et sa genèse physico-biologique, en donde insiste en que, con cada fase del ser que resulta de la individuación, en el individuo persiste “un resto [de las tensiones y potenciales] de la fase preindividual” (Simondon, 1995, p. 320). Para una lectura general de la relación entre la filosofía de Deleuze y el pensamiento de Simondon, véase el texto de Alberto Toscano (2009) “Gilbert Simondon”, en Deleuze’s Philosophical Lineage.

10 Habría que resolver inmediatamente la ambigüedad del término “analógico” en la filosofía de Deleuze. En Diferencia y repetición, la analogía está completamente ligada a la “imagen representativa del pensamiento” y hace parte de los cuatro términos fundamentales a través de los cuales la tradición filosófica ha reducido la diferencia a la identidad. Este sigue siendo el uso dominante durante los años setenta, en el que lo analógico sirve para describir las formas de relación entre elementos simbólicos. Sin embargo, después de Francis Bacon. Lógica de la sensación(Deleuze, 1981/2002b), otro uso del término emerge: la analogía sería el proceso por el cual se producen semejanzas a partir de medios no semejantes (pp. 65-70). Esta versión “positiva” de la analogía vuelve a aparecer en Estudios sobre cine 2. Imagen-tiempo(Deleuze, 1985/1987). Es en este segundo sentido que utilizamos el término.

11 Sobre el vínculo en general entre el pensamiento de Deleuze y la obra de Artaud, véase “How Do You Make Yourself a Theatre without Organs? Deleuze, Artaud and the Concept of Differential Presence”, de Laura Cull (2009), o el texto de Anne Tomiche (2007), “L’Artaud de Deleuze : du schizo au momo”, en Deleuze et les écrivains, littérature et philosophie.

12 Una presentación especialmente sensible a este carácter paradójico del “teatro imposible” de Artaud y su relación con la dramatización y la imagen del pensamiento en Deleuze es la de Flore Garcin-Marrou (2013) en “Antonin Artaud et Gilles Deleuze : un désamour commun pour le théâtre ?”. Hacia el final del texto, la autora parece concluir que los fracasos escénicos de Artaud preparaban, de alguna manera, el desplazamiento del teatro a la filosofía: “G. Deleuze juega sobre una indiscernibilidad: dado que es tan difícil realizarlo prácticamente, ¿el teatro de la crueldad es un teatro propiamente escénico o es un teatro del pensamiento? ¿Y qué tal si Deleuze hiciera valer el recurso a la filosofía, como una respuesta al fracaso escénico de los Cenci, [obra adaptada por Artaud en 1935], traduciendo el teatro de la crueldad, no sobre la escena de teatro propiamente dicha, sino en la otra escena, el teatro del pensamiento? ¿Y si el teatro de la crueldad encontrara su plena realización en el dominio del pensamiento deleuziano? [« G. Deleuze joue sur une indiscernabilité : le théâtre de la cruauté est-il un théâtre proprement scénique ou un théâtre de la pensée, puisqu’il tend difficilement à se réaliser pratiquement ? Et si Deleuze faisait valoir le recours à la philosophie, comme une réponse à l’échec scénique des Cenci, en traduisant le théâtre de la cruauté, non sur la scène de théâtre à proprement parlé, mais sur une autre scène, le théâtre de la pensée ? Si le théâtre de la cruauté pouvait trouver sa pleine réalisation dans le domaine de la pensée deleuzienne ? »] (p. 136).

13 Además de la fuente inmediata de este paralelismo en Spinoza, Deleuze comparte con Simondon esta noción de “comunicación” o de “repetición creativa” del pensamiento con respecto a lo real intensivo: “la individuación de lo real exterior al sujeto es captada por el sujeto gracias a la individuación analógica del conocimiento en el sujeto; pero es por la individuación del conocimiento y no por el mero conocimiento que es captada la individuación de los seres no sujetos. Los seres pueden ser conocidos por el conocimiento del sujeto, pero la individuación de los seres solo puede ser captada por la individuación del conocimiento en el sujeto” (Simondon, 2015, p. 26).

14 “Rather than providing a ground, philosophy, as a theatre of production, constitutes a ‘second origin’, the constructive repetition of ontogenesis”.

15 Una interesante discusión sobre la relación de este modo de oposición con la dialéctica especulativa del idealismo alemán puede leerse en el texto de Philippe Lacoue-Labarthe (2010) “La cesura de lo especulativo” en La imitación de los modernos (Tipografías 2).

16 Sobre el lugar central del concepto de intuición intelectual en los ensayos poetológicos de principios del siglo XIX, ver Jean-François Courtine (1983), “De la métaphore tragique” en Revue philosophique de Louvain.

17 Sobre el proyecto de un teatro moderno y sus resultados prácticos y teóricos en Hölderlin, ver de Philippe Lacoue-Labarthe (1998) “Le théâtre de Hölderlin” en Métaphrasis, suivi de Le théâtre de Hölderlin. Sobre el vínculo entre la poética, el drama y la filosofía moderna, ver de Jacques Taminiaux (1995), Le théâtre des philosophes, particularmente las páginas 287-296.

18 Deleuze (2002a) es claro al afirmar la necesidad de ir más allá de la fundación del tiempo (la síntesis pasiva del hábito) y de su fundamento trascendental (la memoria virtual de la segunda síntesis). Exige de una filosofía de la diferencia que sea capaz de ir a un “sin fondo”, de “servirse de la repetición del hábito y de la memoria, pero utilizarlas como estadios, y dejarlas en su camino; luchar con una mano contra Habitus, con la otra contra Mnemosine; rechazar el contenido de una repetición, que se deja, bien que mal, ‘sonsacar’ la diferencia (Habitus); rechazar la forma de una repetición que comprende la diferencia, pero para subordinarla todavía a lo mismo y a lo Semejante (Mnemosine) […]; hacer de la repetición, no aquello de lo cual ‘se sonsaca’ una diferencia, ni lo que comprende la diferencia como variante, sino hacer de ella el pensamiento y la producción de lo ‘absolutamente diferente’; hacer que, por sí misma, la repetición sea la diferencia en sí misma” (p. 152).

19 Esta teoría de la alternancia de tonos (Wechsel der Töne) está conceptualmente descrita en el texto “Sobre los diferentes modos de poesía” (Hölderlin, 1976e), donde es formalizada a través de una estructura combinatoria en las tablas y diagramas que llevan el nombre de “[Cambio de los tonos]” (Hölderlin, 1976f).

20 « Au-delà des séries empiriques, au-delà de leur résonance dans l’Ouvert d’un tout métaphysique, le Dehors d’un tout ontologique comme envers du cosmos et mouvement aberrant de la Terre ».

21 Por solo citar a algunos que han defendido abiertamente la relectura del estructuralismo como un programa de investigación sobre la filosofía contemporánea francesa: Maniglier, 2006; Rabouin, 2011; Gastaldi, 2011.

22 « L’esprit est non pas une puissance ou une faculté, mais un résultat, contingent, inattendu, inespéré, et plutôt fatal ».

Notas de autor

a Correo electrónico: n.alvarado@javeriana.edu.co

Información adicional

Para citar este artículo: Alvarado Castillo, N. (2019). Alcances y límites del “método de dramatización” en Diferencia y repetición. Universitas Philosophica, 37(74), 101-138. ISSN 0120-5323, ISSN en línea 2346-2426. doi: 10.11144/Javeriana.uph37-74.almd.

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