MOTIVOS ESCÉPTICOS PARA LA FILOSOFÍA

SKEPTICAL MOTIVES FOR PHILOSOPHY

Ángela Calvo de Saavedra

MOTIVOS ESCÉPTICOS PARA LA FILOSOFÍA

Universitas Philosophica, vol. 38, núm. 77, 2021

Pontificia Universidad Javeriana

Ángela Calvo de Saavedra

Pontificia Universidad Javeriana, Colombia


Recibido: 04/11/20

Aceptado: 03/08/21

Si somos filósofos, tendremos que serlo únicamente sobre la base de principios escépticos, y por la inclinación que sentimos a emplear nuestra vida de esa forma.

David Hume (TNH, 1.4.7.11, FD, p. 379)1

La filosofía, desde sus orígenes, se ha preguntado por la naturaleza y el sentido de su actividad y ha considerado esta tarea de autoexamen como constitutiva del acto filosófico. Sin embargo, es en la modernidad cuando la filosofía se torna problema para sí misma y el proyecto filosófico busca cerciorarse de sus alcances y de su valor. En un mundo desencantado, la filosofía moderna se propone como ideal un saber universal, garantizado por un método riguroso. El dispositivo es la razón, erigida en facultad cuasi divina, capaz no solo de conocer la verdad del mundo como totalidad, sino de diseñar una forma de vida social justa y feliz para el género humano. Empero, la realización de ese ideal de la nueva filosofía como fundamento del saber y del actuar resultó paradójica, al cristalizar durante el siglo xvii en una serie de sistemas metafísicos dogmáticos rivales, armazones especulativos cerrados a toda crítica de sus principios, asumidos sin evidencia suficiente y mediante dudosos procedimientos.

La crisis que suscita en la idea de filosofía esa proliferación de sistemas con pretensiones de absoluto es determinante para el pensamiento ilustrado del siglo xviii. David Hume (1711-1776), epígono de la Ilustración británica, con inusitada tenacidad, asume como eje de su investigación la pregunta acerca del carácter de la “verdadera filosofía”. Quiero destacar que el motivo que anima dicha investigación durante la Ilustración no es especulativo sino práctico, es la responsabilidad con la humanidad, cuyo destino se encuentra vinculado al de la filosofía en tanto esta se halla motivada por la vocación a la libertad. Hume justifica el acto natural del pensar en una clara actitud crítica frente a la tradición filosófica, cuya orientación como falsa metafísica terminó por encubrir tanto la superstición teológica como la superstición vulgar. Preocupado por el descrédito de la filosofía en el ámbito de la sociedad comercial moderna y pluralista, Hume se propone, desde su primera obra, el Tratado de la naturaleza humana, escrita antes de cumplir 30 años, darle un giro decisivo en su concepción y práctica, proyecto que prosiguió hasta su muerte.

Para comprender su intención, es ilustrativa la anécdota que narra su amigo Adam Smith sobre una de las últimas conversaciones que sostuvieron, en la cual, Hume, en su lecho de muerte y con su habitual buen humor, le cuenta que se ha divertido tratando de imaginar una excusa que pudiese persuadir a Caronte –cuando viniera a buscarlo en su barca– de que le concediera un tiempo más de vida: “Ten un poco de paciencia, buen Caronte. Me he propuesto abrir los ojos del público. Si me concedes unos años, acaso tenga la satisfacción de presenciar el derrumbamiento de algunos de los sistemas de superstición que hoy todavía prevalecen” (Hume, 1985, pp. 70-71). Mas Caronte, incrédulo le respondería “¡Eso no ocurrirá ni en un centenar de años! ¿Crees que voy a concederte una prórroga tan larga?” (pp. 70-71).

Hume concibe su proyecto filosófico en términos muy optimistas: en la “Introducción” al Tratado, lo presenta como la “conquista de la capital”, un giro definitivo en la temática de la filosofía, hacia la ciencia de la naturaleza humana, a partir de la cual se erigirá el sistema completo de las ciencias, en virtud de que todas las ciencias se relacionan en alguna medida con ella, “pues están bajo la comprensión de los hombres y son juzgadas mediante sus poderes y facultades”. De esta manera, prosigue Hume, se podrán esperar enormes progresos en todas las ciencias “si conociéramos por entero (if we were thoroughly acquainted with) la extensión y fuerzas del entendimiento humano, y si pudiéramos explicar la naturaleza de las ideas que empleamos, así como de las operaciones que realizamos al argumentar (perform in our reasonings)” (TNH, Int. 4; FD, p. 35). La ciencia de la naturaleza humana comprende la lógica, ocupada de explicar los principios operatorios de la mente (del entendimiento y las pasiones), la moral, la crítica de arte, que tratan de nuestros gustos y sentimientos, y la política, que considera a los hombres reunidos en sociedad. En ellas, piensa Hume, se abarca “casi todo lo que de alguna manera nos interesa conocer, o lo que pueda tender al progreso o refinamiento de la mente humana” (TNH, Int. 5; FD, p. 36).

Establecido el tema de la filosofía, es preciso preguntarse por el método más adecuado para conquistar la capital. Hume declara que “la única fundamentación sólida” que cabe está “en la experiencia y la observación” (TNH, Int. 7; FD, p. 37). Se trata de una investigación causal, que se interroga por las características que ha de tener la mente para que sus efectos en los pensamientos, en los sentimientos y en las acciones sean tal como se perciben. Es pertinente subrayar que no hay lugar para la pregunta metafísica por la esencia de la mente, pues para nosotros esta “es tan desconocida como la de los cuerpos” (TNH, Int. 8; FD, p. 39). La propuesta es un estudio empírico de la forma constante, regular y uniforme, aunque contingente, en que opera la mente, esto es, de sus principios. Considero que es más adecuado llamar su método experiencial que experimental, si atendemos a la última proposición con que lo caracteriza, referida a la filosofía moral en sentido amplio, o ciencia del hombre: esta,

al hacer sus experimentos no los puede realizar con una finalidad previa, con premeditación […] En esta ciencia, por consiguiente, debemos espigar nuestros experimentos a partir de una observación cuidadosa de la vida humana, tomándolos tal como aparecen en el curso normal de la vida diaria y según el trato mutuo de los hombres en sociedad, en sus ocupaciones y placeres (TNH, Int. 10; FD, p. 41).

Se trata evidentemente de la experiencia social en un mundo de la vida compartido, en el que las vecindades entre las personas habilitan la comunicación, la cultura, la sociedad. Así, el escenario propicio para la práctica de la filosofía y para la forja del ethos filosófico cambia, ya no puede reducirse al claustro ni a la biblioteca o al gabinete, espacios de meditación solitaria; la filosofía debe ir al encuentro de la naturaleza humana en el ámbito de la interacción, donde ella se configura en el juego de espejos de la intersubjetividad.

Mi propósito al delinear el proyecto humeano para la “verdadera filosofía” en los párrafos anteriores ha sido destacar su carácter constructivo y el optimismo del autor relacionado con su novedad e importancia para el progreso de la filosofía y de la humanidad, como lo afirma él mismo en carta a un amigo, dos semanas después de la publicación del Tratado: “Mis principios son tan remotos de los sentimientos comunes sobre el tema, que si ellos fuesen acogidos, producirían casi una alteración total en la filosofía. Y usted sabe que este tipo de revoluciones no son fáciles de producir” (HL 1, p. 26)2.

No obstante, terminado el desarrollo de la anatomía del entendimiento, parte decisiva de la lógica de la ciencia de la naturaleza humana, en la última parte del libro I del Tratado, la obra cambia de dirección de forma radical y súbita, lo cual impacta al lector, pues el giro consiste en poner al límite la reflexión de la filosofía sobre sí misma mediante su confrontación con los argumentos escépticos, lo cual suscita la crisis vivida por Hume y narrada en la “Conclusión”, texto que constituye el núcleo del presente artículo. Más sorprendente aún resulta ser testigo, en la misma sección, que se compone apenas de 15 parágrafos, de su pronta recuperación, así como de la reanudación de su investigación filosófica en los libros II y III del Tratado, en apariencia con la misma confianza en su lógica, sin mencionar jamás la travesía por las sendas escépticas ni la crisis provocada por ella.

Mi objetivo es mostrar cómo el desarrollo mismo de la ciencia del hombre genera el reto escéptico y, sobre todo, la importancia de la crisis en la articulación y justificación de la “verdadera filosofía”. Para lograrlo, abordaré, en un primer momento, la pregunta por el origen de la confrontación de Hume con el escepticismo, explorando plausibles razones tanto históricas como internas a su ciencia de la naturaleza humana; en segunda instancia, reconstruiré la dinámica de sentimientos y perspectivas que se pueden discernir en la narración de la crisis, para terminar explicitando los efectos, a mi juicio decisivos, que ella tuvo en la configuración de la “verdadera filosofía”.

1. El origen de la confrontación con el escepticismo

Parece legítimo preguntar por qué Hume, justo cuando cree haber mostrado los principios operatorios del entendimiento, o mejor, de la imaginación, la heroína de la mente, decide confrontar su sistema con el escepticismo. Se pueden aducir al menos dos tipos de razones.

La primera razón es histórica: la pérdida de autoridad de la explicación metafísica aristotélica hizo que el mundo intelectual del Renacimiento volviera la mirada hacia los antiguos escépticos, en particular a los argumentos del pirronismo que, a partir de Montaigne, se convirtieron en importantes medios de ataque a diversas formas de superstición filosófica y vulgar. En el siglo xvii, el escepticismo fue un fenómeno filosófico significativo, no solo por la presencia de filósofos escépticos, sino principalmente porque casi todos los pensadores comprendieron que para la clarificación de sus puntos de vista era decisivo confrontarse con este. La filosofía moderna, en general, se plantea como un intento de respuesta a los argumentos escépticos. En este escenario, Hume no podía eludir someter sus descubrimientos a la criba del riguroso examen escéptico.

La segunda razón proviene del carácter mismo de su investigación: la ciencia de la naturaleza humana emerge de la pregunta acerca del carácter y el valor de la filosofía. Si, como propongo, después de la crisis escéptica que, para Hume, lejos de ser un mero reto teórico fue una vivencia decisiva, el autor logra configurar su imagen de lo que denomina “verdadera filosofía”, su interlocución con el escepticismo en la parte 4.. del libro I del Tratado está motivada por su interés en determinar la naturaleza de la filosofía y trazar una distinción normativa entre formas verdaderas y falsas de su práctica. En consecuencia, esta parte de la obra habrá de leerse con lentes bifocales, es decir, atendiendo simultáneamente a la exposición de las dudas escépticas –acerca de la conexión causal, de la creencia en los objetos externos y en la identidad personal– y al desarrollo de la inquietud acerca del sentido del filosofar. A partir de una afirmación clave de Hume, “podemos observar una gradación de tres opiniones derivadas unas de otras, según que quienes las formulan van adquiriendo nuevos grados de razón y conocimiento. Estas opiniones son las del vulgo, la de una falsa filosofía y la de la filosofía verdadera” (TNH, 1.4.3.9; FD, p. 319).

La parte 4.a del libro I puede leerse como “una historia natural de la filosofía” o de la “conciencia filosófica”, que cada uno puede, e incluso debe, recrear en su mente (Livingston, 1989, p. 69). Más aún, en la literatura especializada de las últimas décadas, en la cual la narrativa de la crisis ha cobrado especial relevancia para comprender el carácter de la filosofía de Hume, se propone que en ella el autor “representa el giro que quiere que imitemos” como filósofos (Baier, 1991, p.1).

2. La travesía (voyage) de Hume

Hume, en la “Conclusión” del libro I del Tratado, clímax de su tormentosa travesía en medio de los argumentos escépticos, en la cual ha puesto a prueba la anatomía del entendimiento, describe su situación como la de un tripulante que en su viaje difícilmente ha podido escapar al naufragio y, sin embargo, siente tener la temeridad suficiente para continuar en la averiada embarcación hasta dar la vuelta al mundo, empresa análoga a su pretensión de llevar a feliz término su ciencia de la naturaleza humana. Me propongo reconstruir la trayectoria que va de la desesperación al descubrimiento del talante apropiado para embarcarse de nuevo en la actividad filosófica y poder justificarla, valiéndome de dos metáforas usadas por el autor para señalar su punto de partida y de llegada: la metáfora del monstruo y la del jugador.

Una consideración que se impone antes de entrar al texto de la “Conclusión”, es advertir el abrupto cambio de estilo adoptado por Hume en este apartado: del minucioso análisis anatómico de los principios operatorios de la mente y sus efectos, se pasa a una narrativa dramática, de tono autobiográfico y emocional. La interpretación más sensata es asumir el repertorio de estados de ánimo que narra como expresión de sus propios sentimientos en diferentes momentos; sin embargo, reducir el texto a una confesión de una crisis vivida, equiparable a un trozo de un diario privado, es perder de vista que es parte de una investigación filosófica llevada a cabo con el esmero propio de una obra que va a ser publicada, de manera que su narrativa constituye un dispositivo literario deliberadamente creado para comunicar al lector, mediante la secuencia de afecciones, un hilo discursivo. En consecuencia, la sección tiene una dimensión cognitiva, teorética, en la medida en que describe, al mismo tiempo, una trayectoria emocional y una experiencia investigativa, lo cual le permite al autor dar cuenta reflexiva de las transformaciones en su concepción de la filosofía y en su identidad como filósofo.

A partir de la comprensión del carácter estructural de la “Conclusión”, paso a la reconstrucción de la descripción fenomenológica del viaje (vogage) humeano, en la cual he dividido la dinámica de la narrativa, a partir de los sentimientos y perspectivas que expresa Hume en cada momento, así como de los que denomino transformadores, que lo conducen del cuasinaufragio –en el que abriga serias dudas acerca de la posibilidad de continuar haciendo filosofía– a su retorno a la ciencia de la naturaleza humana con la actitud del jugador.

Preámbulo (1.4.7.1-1.4.7.2)3. En los dos primeros párrafos Hume describe su situación de cara al trayecto recorrido en su ciencia de la naturaleza humana y lo que resta por realizar de ella; antes de proseguir, dice sentirse “inclinado a detenerse por un momento […] a sopesar el viaje emprendido”. Para expresar su situación presente, usa dos metáforas impactantes, el náufrago y el monstruo.

“Me siento como alguien que habiendo embarrancado en los escollos y escapado con grandes apuros del naufragio […] tiene sin embargo la temeridad de lanzarse al mar en la misma embarcación agrietada y batida por las olas”, afirma, expresando simultáneamente el efecto devastador de su confrontación con los argumentos escépticos y su coraje para continuar, sabiendo que su nave –sus recursos cognitivos– es frágil e inestable, es decir, coexisten en su ánimo la osadía y la aprensión. Se trata de la oscilación entre el orgullo propio del filósofo y el miedo, la desesperación y la melancolía de quien ya ha descubierto la debilidad de la razón. La amenaza de las propias falencias lo conduce a entrar en la fútil alternancia dogmatismo-escepticismo, la trampa de la razón.

La segunda metáfora, “el extraño monstruo salvaje”, surge de la perspectiva solitaria en la que presiente lo ha dejado su filosofía: por un lado lo ha alejado del mundo de la costumbre y la conversación habitual y, por otra parte, lo ha enemistado con la ortodoxia filosófica y teológica, pues ha socavado los cimientos de los sistemas, exponiéndose así a la diatriba y a la calumnia. Lo central que captura con la figura del monstruo es atribuir al carácter específico de su ciencia de la naturaleza humana los mayores males imaginables; el impacto de la soledad es tremendo para alguien que, como ya mencioné, confiaba en haber llevado a cabo una alteración radical de la filosofía, que ganaría el reconocimiento de la humanidad. ¿Habría sido presa de un espejismo al pretender que su filosofía estaba libre de los errores de sus rivales y podía ejercer una crítica despiadada de ellas? Además, dice sentir “que sus opiniones se desvanecen y caen cuando no están sostenidas por la aprobación de los demás”, sentimiento característico de la “verdadera filosofía”, práctica social, comunicacional, anclada en el mundo de la vida.

Primer transformador (1.4.7.3). Hume advierte que, además de sus debilidades personales, están las que son comunes a la naturaleza humana, cuyo núcleo radica en que toda creencia tiene su origen en los tránsitos de la imaginación o vivacidad de las ideas producto del hábito. Comprende que, a pesar del cuidado y precisión que se tenga en el razonamiento, no es posible “dar razón alguna por la que se debiera asentir a él: lo único que siento es una intensa inclinación a considerar intensamente a los objetos desde la perspectiva en que se me presentan”. Dicho a modo de afirmación teórica, “la memoria, los sentidos y el entendimiento están todos ellos fundados en la imaginación”, la heroína de la mente, que crea la ficción de la experiencia y de un mundo público, compartido. Aunque esta constatación impide la justificación racional del asentir, tiene el efecto de transformar el ánimo de Hume, pues al restaurar el vínculo con el común de los mortales, la humildad modera el desmedido orgullo del filósofo; al saber que los movimientos de su mente se reflejan en las de los otros recupera la palabra, la posibilidad de argumentar.

La voz del escéptico (1.4.7.4-1.4.7.5). El sosiego que le brinda sentirse un ser humano como los demás, compartiendo los mismos límites, es momentáneo; el saber que la proclividad al error es común usualmente no erradica las dudas. En este caso, la voz del escéptico le recuerda que, aunque sería imposible pensar o vivir sin los artificios de la imaginación, ella conduce insensiblemente a ilusiones y contradicciones si la mente se abandona a sus vuelos libres y espontáneos. Quien pretende hacer ciencia, se siente obviamente defraudado al descubrir que la idea de conexión necesaria es tan solo una determinación de la mente adquirida por costumbre y en realidad ignoramos el principio de unión entre causas y efectos.

El peligroso dilema (1.4.7.6-1.4.7.8). Perdida la inocencia de la actitud cotidiana que no registra las ilusiones de la imaginación, el filósofo, al detectarlas, tiene la responsabilidad de plantearse hasta qué punto debe ceder a ellas. Hume adopta ahora una perspectiva argumentativa, orientada a la pregunta normativa por un criterio de justificación. Un camino podría ser apelar a la razón, pero ella, sin el apoyo del sentimiento, se autodestruye, pues cada convicción, al ser sometida a escrutinio reflexivo riguroso, nos lleva a constatar errores producto de la limitación de nuestras facultades y, por esta vía, se termina por minar toda evidencia. Otra alternativa sería adoptar como máxima no aceptar ningún razonamiento refinado o elaborado, pero ello tendría al menos tres consecuencias inaceptables: (i) supondría suprimir la ciencia y la filosofía; (ii) sería arbitrario aceptar esta propensión de la imaginación y no otras, aunque aceptarlas todas nos conduciría a acallar toda actitud crítica, y (iii) por último, se caería en una contradicción performativa, pues la máxima es justamente producto del razonamiento refinado que ella propone rechazar.

En esta situación, Hume cree haber llegado al nadir, al abismo en su travesía. En efecto, si la fantasía conduce a la locura y la razón se autodestruye, “¿qué partido tomaremos entonces? […] Si rechazamos todo razonamiento refinado, caemos en los absurdos más manifiestos”. Pero si nos guiamos por la sola razón, destruimos por completo el entendimiento humano; así, “no cabe sino elegir entre una razón falsa o ninguna razón en absoluto”.

El dilema planteado desde la perspectiva del escéptico lo deja perplejo, al comprender que el escepticismo es irrefutable por medio de argumentos. Más aún, en virtud de su reflexión vivencial sobre la conmoción que le ha ocasionado, asevera que el tránsito escéptico deja huellas perdurables, que narra de la siguiente forma:

El examen intenso de estas contradicciones e imperfecciones de la razón humana me ha excitado y calentado mi cabeza de tal modo, que estoy dispuesto a rechazar toda creencia y razonamiento y no puedo considerar ninguna opinión como más probable o verosímil que otra […] Comienzo a verme en la condición más deplorable que imaginarse pueda, privado absolutamente del uso de mis miembros y facultades (1.4.7.8).

Hume se encuentra sumido en “la melancolía y el delirio filosófico”. La expresión del dilema, como puede verse a la luz de la cita anterior, es el momento crucial del drama, la conciencia de la naturaleza problemática de la reflexión filosófica, y la pregunta acerca de si vale la pena proseguirla, y, en caso afirmativo, en qué condiciones. Quien siente la pasión por la filosofía se ha embarcado en un camino en el que no es posible el retorno a la tranquilidad irreflexiva y en el cual tampoco la limitada razón sirve de consuelo al dolor que su vuelta sobre sí misma ha ocasionado. El impacto no lo ha recibido solo el intelecto, también la vida, de manera que las distintas reacciones emocionales y perspectivas pueden asumirse como “conversiones” o cambios en la concepción que el filósofo tiene de sí mismo, que Hume se afana por compartir con el lector.

En particular la melancolía, dolorosa conversión sentimental, se convierte en experiencia de conciencia cuyo significado es a la vez psicológico y epistémico, al ser una intelección vivencial decisiva en la articulación de la diferencia entre la falsa y la “verdadera filosofía”. Al producirse en el escenario en el que un filósofo intelectualmente riguroso y moralmente virtuoso somete a prueba sus descubrimientos, resulta irónica porque le hace perder toda confianza en la filosofía como actividad reflexiva. Como estado anímico, adquiere un peligroso poder en la mente porque distorsiona la percepción y el juicio, efecto que se explica por la mutua influencia entre pasiones e imaginación. La intelección de Hume consiste en percatarse, al generalizar su vivencia, de que una filosofía cuyo efecto sea la desesperación ha de ser falsa y es preciso cambiar la orientación de la investigación.

Explicitar las condiciones de posibilidad y el carácter de ese giro es el objetivo de la segunda parte de la “Conclusión”, en la cual narra los transformadores, sentimientos y perspectivas que gana, de modo paulatino, hasta articular lo que asume en definitiva como “verdadera filosofía”. Este tramo de la travesía puede enmarcarse entre la mesa de backgammon y la analogía de la filosofía con el juego.

Segundo transformador, la naturaleza lo salva (1.4.7.9-1.4.7.10). En el momento anterior de la narrativa, Hume ha caído en la más completa oscuridad, frente a la cual la razón declara su impotencia. El único remedio frente a la melancolía y el delirio es el poder curativo de la naturaleza, que opera mediante dos dispositivos, la relajación de la “concentración mental” o una “distracción”; ambas, al producir una impresión vivaz en sus sentidos, le hacen olvidar todas las dificultades y quimeras que ocupaban de manera obsesiva su pensamiento. Hume se refiere a comer, jugar y conversar con amigos, ejemplos que resaltan como clave de la cura recobrar la actitud del participante en el mundo de la vida; las actividades pueden parecer triviales, pero su importancia radica en que despiertan en él la sensación de pertenencia a la humanidad, vivencia en sí misma placentera que, al tomar conciencia de ella, descubre como natural: “He aquí, pues, que me veo absoluta y necesariamente obligado a vivir, hablar y actuar como las demás personas en los quehaceres cotidianos”; más aún, afirma que después de algunas horas de esparcimiento, al volver a sus especulaciones estas le parecen “tan frías, forzadas y ridículas”, que no siente ningún deseo de avanzar en ellas.

En realidad, aunque las diversas formas de entretenimiento provean la condición psicológica para resolver el problema que los argumentos escépticos plantean a la filosofía, ellas por sí mismas no constituyen, ni Hume lo pretende, la solución. La disposición emocional a la que dan lugar es la “indolencia”, la inclinación a creer ciegamente en las máximas comunes, actitud que considera “muestra a la perfección” su “disposición y principios escépticos”. Al mismo tiempo, siente cierto spleen, eco de su melancolía anterior, que impulsa el deseo de arrojar todos sus libros y notas al fuego; se siente desagradado por haber renunciado a los placeres mundanos, por haberse empeñado en perseguir una verdad inalcanzable, actividad de dudoso provecho personal o social. En este punto, Hume parece haber tomado una decisión radical: “Si he de ser un tonto o un loco (a fool) como ciertamente son todos los que razonan o creen en algo, que mis desvaríos por lo menos sean algo natural y agradable”. Esta conclusión expresa una vivencia generalizable: la “verdadera filosofía” no puede ser forzada ni displacentera e inútil para quien la ejerce ni para el público lector.

Un resultado normativo (1.4.7.11). En el siguiente párrafo, crucial en la narrativa, retoma su decisión anterior a la cual la filosofía no tiene objeción; por el contrario, “espera salir victoriosa gracias, más al retorno de una disposición seriamente jovial, (a serious good-humor disposition), que a la fuerza de la razón y la convicción”, disposición escéptica que, sostiene Hume, debemos preservar en el conjunto de la vida. En este contexto aparece la máxima que he elegido de epígrafe: “si somos filósofos, debemos serlo solo sobre principios escépticos, y por la inclinación que sentimos a vivir de esa manera. Allí donde la razón sea vivaz y se mezcle con alguna propensión, debe asentirse a ella. Donde no lo sea, no tiene ningún derecho (title) de actuar sobre nosotros”. Ahora cito el pasaje completo, pues considero que constituye el pivote entre la indolencia y el retorno a la actividad filosófica, por cuanto recomienda una actitud sensata y estable tanto para la vida cotidiana como para la “verdadera filosofía”, la actitud escéptica. En él se evidencia cómo la sensación placentera ocasionada por las actividades cotidianas no representa un puerto definitivo para la naturaleza humana pues esta, además de activa y sociable, es razonable, de manera que no puede eludir la reflexión acerca de las opiniones y creencias comunes. Así mismo, consciente de los riesgos que acarrea una reflexión abstrusa, fría y alejada del mundo social, comprende que es preciso darle un giro significativo; si estamos determinados a creer, es viable cambiar la actitud respecto a las creencias en la vida ordinaria y en la actividad investigativa.

Es muy importante notar que el escepticismo que Hume recomienda ahora es diferente del que lo condujo a la melancolía y la desesperación; su característica diferencial es el humor. Para expresar esta diferencia, podría afirmarse que, en el conjunto de la parte 4.. del libro I del Tratado, Hume está interesado en distinguir dos tipos de escepticismo: el verdadero o benigno, sonriente, del falso o maligno, desesperado (Baier, 1991; Williams, 1999). Mientras el último es efecto de los argumentos racionalistas, para los cuales no hay respuesta satisfactoria porque no podemos proveer una justificación racional de las creencias ni distinguirlas claramente de las ficciones, al primero se llega de un modo natural, a partir de la crisis vital sufrida al poner al límite la reflexión filosófica misma. En consecuencia, el verdadero escepticismo no es propiamente una postura filosófica que se decida adoptar o que se pueda argumentar, sino, más bien, una disposición que surge en la historia fenomenológica de la conciencia filosófica. Es notable cómo Hume articula en ella el humor, la risa, con la seriedad propia del filósofo: en realidad es una invitación a reconsiderar lo que puede ser una respuesta seria a una perplejidad filosófica; esta consistirá en someter por igual las convicciones y las dudas a una moderada sospecha (diffidence) y continuar investigando a pesar de ambas.

Hume recomienda conservar el verdadero escepticismo tanto en la vida diaria como en la investigación filosófica, de modo que lo considera una actitud generalizable, normativa. Ahora bien, ¿cuáles son sus efectos en cada una de estas esferas? En la vida corriente no implica la suspensión de las creencias habituales, sino del dogmatismo propio de la actitud natural, el cual asume que si se cree en algo es porque así “es” objetivamente; el efecto del cambio de actitud es que el verdadero escéptico continuará creyendo, pero será conciente de que lo hace por causa de las determinaciones ineludibles de la naturaleza humana, lo cual morigerará en él cualquier fanatismo, suscitando apertura a otras perspectivas, flexibilidad y tolerancia. Dicho tener en mente que las creencias empíricas no se fundamentan ni pueden justificarse mediante razones motiva la única actitud honesta en el ámbito de la conversación, el pluralismo como genuino reconocimiento recíproco en la diferencia. Pero, al mismo tiempo, el acento en la dificultad de pensar de otra manera como causa de la creencia es un sutil pero certero ataque al escepticismo extremo, puesto que la suspensión del juicio es una actitud artificiosa que termina por ser derrumbada por la vida. El escéptico humeano se acerca más al investigador –significado originario de la skepsis– que a quien duda de las capacidades cognitivas y de sus efectos.

Entre quienes se sienten naturalmente inclinados a la filosofía, el verdadero escéptico opera conforme a lo que en la literatura especializada se ha denominado el “title principle” (Garret, 1997), principio epistémico normativo en tanto es condición de la “verdadera filosofía”. En su formulación positiva, sostiene que debemos asentir a todo razonamiento vivaz y acompañado de una propensión; su formulación negativa autoriza a rechazar todo razonamiento abstruso, típico tanto del escepticismo radical como de la falsa metafísica.

El retorno a la filosofía (1.4.7.12). En la narrativa humeana que he venido reconstruyendo, habrán advertido la facilidad y velocidad de los tránsitos del estudio y la especulación al escenario cotidiano, así como de este de nuevo a la investigación filosófica. De la misma manera en que su concentración extrema y penosa es desplazada por el entretenimiento y la compañía propios de la esfera mundovital, en un determinado momento se siente cansado de ellos y se permite disfrutar “ensoñaciones en [su] habitación” o un “paseo por la orilla del río”, situaciones en las cuales sentirá de nuevo su mente “concentrada en sí misma” y se verá “inclinado naturalmente” a acoger inquietudes filosóficas. Lo significativo de este retorno es su carácter espontáneo, no premeditado, fácil y casi inevitable, con lo cual Hume expresa que el razonamiento filosófico, a pesar de que poco antes lo condujese a la melancolía y al delirio, es objeto de deseo para la mente humana.

A partir de su identificación con el verdadero escéptico en el pasaje anterior, es pertinente aclarar ahora qué cuestiones está inclinado a investigar y, sobre todo, qué disposición anímica lo motiva. Su catálogo de temas corresponde a la agenda propuesta para la ciencia de la naturaleza humana en la “Introducción” al Tratado. Los motivos naturales, de su inclinación son dos pasiones, la curiosidad y la ambición. En efecto, afirma:

No puedo dejar de sentir curiosidad por conocer los principios del bien y el mal morales, la naturaleza y fundamento del gobierno y la causa de las distintas pasiones e inclinaciones que actúan sobre mí y me gobiernan. Me siento intranquilo al pensar que apruebo un objeto o desapruebo otro; que llamo bella a una cosa y fea a otra; que tomo decisiones con respecto a la verdad y la falsedad, la razón y la locura, sin conocer con base en qué principios opero. Estoy interesado por la condición del mundo ilustrado, que se halla en una ignorancia tan deplorable de todos estos puntos. Siento crecer en mí la ambición de contribuir a la instrucción de la humanidad y de ganar renombre por mis invenciones y descubrimientos (1.4.7.12).

Es importante destacar en este momento cómo el movimiento de la “Conclusión” está determinado por pasiones y cada estado emocional tiene su importancia en el resultado final: la melancolía, al permitirle percatarse del potencial de afección del razonamiento refinado, da sentido al filosofar mismo, pues si este dejase indiferente a la mente, sería una actividad inocua; la fácil sustitución de la melancolía por la indolencia es muestra de que la primera era transitoria y, así, provee la condición psicológica necesaria para retornar a su proyecto; más aún, reflexionando en este ánimo, argumenta que el verdadero filósofo es el verdadero escéptico. En consecuencia, después de esta conversión, la curiosidad y la ambición son los motivos escépticos para la filosofía.

En el pasaje citado, salta a la vista que la salida de la crisis no está para Hume en recuperar sin más las creencias naturales, como si ellas por ser inevitables quebraran la fuerza del escepticismo. Precisamente subraya que el filósofo se siente insatisfecho al advertir no solo que en el sentido común están entrelazados la ignorancia, el prejuicio y la superstición, sino que en este ámbito no se tiene el interés ni se cuenta con los recursos para combatirlos. Si sus interlocutores no han sido los especialistas, sino los legos en proceso de ilustración, en este contexto, una vida libre de preguntas, ajena a toda inquietud sobre cuestiones políticas, éticas, estéticas e incluso epistemológicas, no solo sería indeseable sino inconcebible. De manera que, aunque su narrativa en primera persona parezca indicar una condición personal, su incomodidad ante la ignorancia de los principios rectores del creer y del actuar es extensible a la mayoría de las personas y, por lo tanto, la “verdadera filosofía” o filosofía escéptica podría resultar agradable y útil en perspectiva de humanidad, al ser filosofía mundana, ciencia de la naturaleza humana.

En cuanto a los motivos escépticos de la vuelta a la filosofía, son pasiones que ocupan un lugar preponderante en el decurso de la obra de Hume. A la curiosidad o amor a la verdad, Hume dedica la última sección del libro II del Tratado, sobre las pasiones, a partir de la siguiente reflexión: “hemos sido no poco descuidados al recorrer tantas partes de la mente humana y examinar tantas pasiones, sin tomar ni un momento siquiera en consideración ese amor a la verdad que constituyó el origen primero de todas nuestras investigaciones” (TNH 2.3.10.1; FD, p. 602). La curiosidad es el transformador natural que nos mueve de la incomodidad ante la ignorancia hacia la investigación, placentera no primordialmente por su resultado –la verdad– sino, en primera instancia, “por el talento y capacidad empleados para encontrarla y descubrirla” (TNH 2.3.10.3; FD, p. 603) y, en segundo término, por la importancia de nuestro descubrimiento. Anota, sin embargo, con su ironía característica, que muchos filósofos han empeñado la vida en “buscar verdades que consideraban importantes y provechosas para el mundo” aunque a juzgar por su conducta, parecían “no hallarse dotados del menor espíritu público ni preocupados en absoluto por los intereses de la humanidad” (TNH 2.3.10.4; FD, p. 604).

La ambición como motivo para la filosofía incluye un doble aspecto: en primer lugar, con ella expresa Hume el compromiso público de su filosofía con la ilustración y civilización de la humanidad; en segundo lugar, expresa su aspiración como hombre de letras de que sus planteamientos cuenten con la aprobación del público lector. Su afán por lograr una mejor correspondencia de su mente con la de los lectores queda más clara en el pasaje de Sobre el género ensayístico, en el que se considera una especie de “embajador” que viaja del mundo de los doctos al de la conversación, para promover un buen comercio entre estos dos estados: los materiales del intercambio los proporcionarán principalmente los “conversadores y la vida ordinaria; su elaboración es competencia exclusiva de los que se ejercitan en el saber” (Hume, 1995, p. 27).

Hemos llegado así al final de la narrativa de la crisis vivida por Hume y de su retorno a la filosofía; en los últimos tres párrafos de la “Conclusión”, el autor tematizará sus efectos, a la luz de dos cuestiones de vital importancia: la posibilidad de justificar la filosofía y el carácter de la “verdadera filosofía”, única que es sensato recomendar.

3. Los efectos de la crisis

La justificación de la filosofía (1.7.4.12-13). El pasaje en el que Hume descubre la curiosidad y la ambición como motivos escépticos de la filosofía, termina con la siguiente declaración:

estos sentimientos surgen en mí de manera natural en mi disposición presente, y si tratara de disiparlos dedicándome a otra tarea o divirtiéndome en otra cosa siento que me perdería de un gran placer: y ese es el origen de mi filosofía (1.7.4.12).

Al aducir como justificación del retorno a la filosofía el placer y la utilidad que esta actividad le produce, Hume apela al criterio normativo que enunciara en el llamado title principle, de tal manera que no está hablando solo en primera persona, estos son válidos en principio para todo aquel que se sienta vivamente inclinado a ella.

La inclusión del interés por sacar de la barbarie a la humanidad implica justificar la filosofía desde la perspectiva pública, es decir, afirmar que puede recomendarse como atractiva y saludable para la sociedad en virtud de su potencial crítico y emancipatorio. Articula el valor de la filosofía para la sociedad, a partir de la constatación de una propensión irresistible de la mente a trascender con sus preguntas el círculo de preocupaciones y opiniones de la vida ordinaria, preguntas que, en general, han sido tema de la investigación filosófica. Al preguntarse por la génesis de este fenómeno, la encuentra en la debilidad propia de nuestra condición humana, según la cual ignoramos las causas de buena parte de los acontecimientos que vivenciamos y nos afectan, incertidumbre que suscita temor ante la imposibilidad de prever y controlar efectos futuros. Esta disposición anímica nos obliga a buscar una guía para apaciguar la imaginación y, en la práctica, solo tenemos dos alternativas: la superstición o la filosofía. Como lo muestra la anécdota sobre su hipotético diálogo con Caronte que incluí al inicio, el tema del poder de la filosofía como antídoto contra la superstición se convirtió para Hume en una obsesión perenne, y a él hace referencia en varias de sus obras.

En el contexto de la “Conclusión”, intenta justificar la filosofía sobre la superstición no desde un punto de vista epistémico, lo cual constituiría una contradicción con la lección de su confrontación con el escepticismo, sino desde un punto de vista pragmático. La superstición, teniendo el mismo origen en la mente que la filosofía, se caracteriza por ser “más audaz” en crear hipótesis, “abre un mundo propio y nos presenta escenas, seres y objetos absolutamente nuevos”, ajenos a la experiencia posible; en cambio, la filosofía es investigación causal inmanente, que nos permite tomar conciencia de los alcances y límites de nuestras operaciones. En el caso de personas que, por su combinatoria variable de curiosidad, ambición, debilidad y temor, se vean determinadas a emprender indagaciones más allá de la vida cotidiana y de la experiencia habitual, Hume sugiere que “lo único que debe hacerse es deliberar sobre la elección de la guía y preferir la más segura y agradable”.

Si este es el criterio, la filosofía resulta ser una guía más promisoria, porque la superstición se apodera de los flancos más vulnerables de la mente, de su incertidumbre y temor, perturbando así la conducta, mientras que la filosofía, “al asignar nuevas causas y principios a los fenómenos que aparecen en el mundo visible”, permite comprenderlos como expresión de la regularidad de la naturaleza, lo cual suscita “únicamente sentimientos serenos y moderados”. Esta diferencia es decisiva, pues la ignorancia unida a la ansiedad nos hacen proclives a la credulidad irreflexiva y a la acción absurda ante la amenaza de futuras adversidades. En cambio, al enfrentarnos a sistemas filosóficos “extravagantes”, que no tocan nuestras inquietudes cotidianas, podemos mantener la cabeza fría y preservar, con humor, una distancia crítica. En este sentido, concluye Hume, “los errores en materia de religión son peligrosos, los de la filosofía, solamente ridículos”. De nuevo, desde el punto de vista público, la filosofía se justifica por el placer y la utilidad que proporciona a los no filósofos: de una parte, al proveer explicaciones sensatas e inteligibles sobre los fenómenos, contribuye a recuperar la confianza cognitiva, lo cual es sin duda agradable y, por otro lado, como crítica al fanatismo y a la superstición, resulta sumamente útil de cara al florecimiento de sociedades más civilizadas.

La filosofía libre de preocupaciones .philosophy in this careless manner): el filósofo-jugador (1.4.7.14-1.4.7.15). Cuando Hume calibra los benéficos efectos públicos de la “verdadera filosofía”, está preocupado por encontrar un discurso y una forma de escritura que pueda resultar agradable y útil a esa parte de la humanidad que, aunque dedicada a ocupaciones y diversiones comunes, se plantea preguntas que sobrepasan el plano de su experiencia inmediata. Ese público sería el interlocutor idóneo de una filosofía sensata, razonable. Es notable su convicción de que la filosofía no se alimenta de un diálogo de expertos, muchas veces frío y estéril; por ende, es ella la que debe acercarse a la vida social y no el sentido común el que ha de refinarse hasta hacerse filosófico. Su intención es clara: “Yo no pretendo convertir en filósofos a tales personas, ni espero que me ayuden en estas investigaciones o sean auditores de estos descubrimientos”; más bien “me gustaría poder insuflar a nuestros fundadores de sistemas un poco de esa burda terrenidad, ingrediente que por lo general les es muy necesario, y que podría servir para templar las ígneas partículas de que están compuestos”.

Sería erróneo interpretar este guiño como una sátira o como un intento de mímesis del filósofo con el público; la intención del pasaje es afilar su crítica a las pretensiones de los falsos filósofos, quienes han dejado colar “su imaginación fogosa” en la investigación hasta abrazar hipótesis quiméricas. Piensa que si este tipo de hipótesis se suprimiera, “quizás podríamos abrigar la esperanza de establecer un conjunto de opiniones que, si no verdaderas (esto sería quizás pedir demasiado), fuera al menos satisfactorio para la mente humana y pudiera resistir la prueba del examen más crítico”. En el tipo de filosofía que propone Hume, la voz del público hace referencia a que uno de los reguladores internos de su práctica debe ser no chocar con la experiencia humana compartida.

La “Conclusión” objeto de nuestro análisis finaliza con la caracterización de la actitud del “verdadero escéptico”, quien estudia filosofía de “manera libre de preocupaciones” (in this careless manner), condición que en ningún caso se debe interpretar como descuido o negligencia. Más bien se refiere a la sabiduría ideal del filósofo, a un temple de ánimo moderado, sereno, al predominio de pasiones apacibles y a una actitud sosegada que le permita mirar con humor el resultado de sus pesquisas, sin abrigar demasiadas ilusiones en el éxito de nuestras frágiles capacidades cognitivas, pero, ante todo, sin dejarse invadir por las dudas suscitadas al reconocer su límite. La filosofía ejercida de esta forma es actividad crítica, emprendida de manera dialógica, liberada de la obsesión fundamentalista, jovial y cargada de humor. Esas son las virtudes del carácter del verdadero escéptico, o del verdadero filósofo, quien “desconfiará lo mismo de sus dudas filosóficas que de sus convicciones, y no rechazará nunca por razón de ninguna de ellas cualquier satisfacción inocente que se le ofrezca”. Así, aparece un conocimiento de otro orden como efecto de la crisis escéptica, se trata de la forja del carácter, de la virtud moral. Es fundamental subrayar que el escepticismo verdadero no es una posición filosófica que se pueda adoptar a priori (a diferencia del falso) ni es susceptible de argumentación, sino una condición a la cual se llega naturalmente como efecto de dos influencias que compiten en la mente, a saber, las propensiones naturales y el escepticismo excesivo inducido por el operar de la razón solitaria.

La reconstrucción de la travesía humeana y de sus efectos permite comprender que Hume, al caracterizar al “verdadero escéptico”, al menos en la “Conclusión”, no adopta un registro epistemológico; la temática no es la posibilidad o imposibilidad de justificación de hipótesis filosóficas específicas, sino mostrar la trayectoria experiencial que conduce de la falsa filosofía a la verdadera, cuyo carácter se propone describir. En consecuencia, considero plausible sostener que el escepticismo al que arriba es metafilosófico, es decir, está referido a la actitud y al modo apropiado de emprender la investigación filosófica.

Para precisar esta actitud, recurro a la analogía que Hume encuentra entre la pasión filosófica y la pasión del jugador en la sección del Tratado dedicada a la curiosidad o amor a la verdad. Su punto de partida, recordemos, es la pregunta por el origen del placer que se siente al descubrir la verdad, inquietud que se desplaza hacia la génesis natural de la laboriosidad y aplicación de los filósofos en su búsqueda. La respuesta es sugerente, al girar en torno a la analogía que detecta en los principios que originan placer en el filósofo y en el jugador:

El placer de jugar no se debe únicamente al interés, pues hay muchos que abandonan una ganancia segura a cambio de esta diversión; tampoco se deriva del solo juego, dado que estas mismas personas no encuentran satisfacción cuando juegan sin apostar nada, sino que surge de estas dos causas unidas […] El interés que sentimos por un juego cualquiera atrae nuestra atención, sin la cual no podemos hallar placer alguno, ni en esta acción ni en ninguna otra. Una vez capturada la atención, la dificultad, la variedad y los rápidos cambios de fortuna, avivan aún más nuestro interés; es de esta inquietud de donde surge la satisfacción (TNH, 2.3.10.9-10; FD, p. 607).

De la analogía que nos propone entre el filósofo y el jugador, cabe destacar varios aspectos que ayudan a comprender el talante de la “verdadera filosofía”: la pasión que nos mueve hacia estas actividades depende del placer e interés o utilidad que encontremos al realizarlas, teniendo en cuenta que las vicisitudes y dolores a que nos exponen tienen un valor propio en el drama de la vida. Así mismo, se juega y se hace filosofía por el placer intrínseco que estas prácticas ofrecen al agente, al permitirle gozar del espectáculo de su mente activa, del ingenio, del rigor, de la tensión propia del pensar y, solo de manera derivada, el éxito aumenta el deleite. En su caso, lo que atrajo su atención fue la esperanza de “poder contribuir un poco al avance del conocimiento” al poner a la ciencia de la naturaleza humana “un poco más de actualidad”, interés que transformó su disposición melancólica e indolente en buen humor y jovialidad, permitiéndole proseguir su indagación libre de angustia y con agrado. Su recomendación al lector es que siga este camino solo en caso de “encontrarse en la misma favorable disposición”.

La conexión establecida entre el verdadero escéptico y el jugador ilumina la estructura motivacional para la actividad filosófica tal como Hume la concibe como efecto de la crisis vivida: la sospecha frente a la razón que actúa en solitario conlleva la intención de poner en acción, en el ejercicio de la filosofía, todas las capacidades de la mente humana, imaginación, pasión, gusto, que al operar de manera integrada, producen placer y, con algo de suerte, algún resultado significativo; tal concepción de la forma verdadera de practicar la filosofía se convertirá en derrotero de su obra posterior.

Quiero terminar con una máxima dirigida a todo aquel que sienta pasión por la filosofía y le dedique su vida; aunque Hume la pone en boca de la naturaleza, me tomo la licencia de adscribirla al verdadero filósofo: “Sé filósofo, pero en medio de toda tu filosofía, continúa siendo un hombre” (EHU, 1.6; JSO, p. 23)4.

Referencias

Baier, A. (1991). A Progress of Sentiments: Reflections on Hume’s Treatise. Harvard University Press.

Calvo de Saavedra, Á. (2012). El carácter de la ‘verdadera filosofía’ en David Hume. Editorial Pontificia Universidad Javeriana.

Hume, D. (1998). Tratado de la naturaleza humana (F. Duque, Trad.). Tecnos. [A Treatise of Human Nature (1739-40) (D. F. Norton & M. J. Norton, Eds.). Oxford University Press, 2000].

Garret, D. (1997). Cognition and Commitment in Hume’s Philosophy. Oxford University Press.

Hume, D. (1985). Mi vida. Cartas de un caballero a su amigo de Edinburgo (1776; 1745) (C. Mellizo, Trad.). Alianza.

Hume, D. (1983). Investigación sobre el conocimiento humano (J. de Salas Ortueta, Trad.). Alianza. [An Enquiry Concerning Human Understanding(1748) (T. L. Beauchamp, Ed.). Oxford University Press, 1999].

Hume, D. (1969). The Letters of David Hume (J. Y. T. Grieg, Ed.). Clarendon Press.

Hume, D. (1995). Sobre el género ensayístico. En Sobre el suicidio y otros ensayos (pp. 25-30, C. Mellizo, Trad.). Alianza.

Livingston, D. W. (1989). Hume on the Natural History of Philosophical Consciousness. En P. Jones (Ed.), The “Science of Man” in the Scottish Enlightenment. Hume, Reid and his Contemporaries (pp. 68-84). Edinburgh University Press.

Williams, C. (1999). A Cultivated Reason. An Essay on Hume and Humeanism. Pennsylvania University Press.

Notas

1 El Tratado de la naturaleza humana de David Hume. En adelante se citará dentro del texto como TNH, seguido de la nomenclatura según libro, parte, sección y párrafo introducida en la edición inglesa de Oxford University Press, a cargo de David Fate Norton y Mary Norton, y la página según la traducción española de Félix Duque (FD).

2 My principles are also so remote from all the vulgar sentiments on the subject, that were they to take place, they would produce almost a total alteration in philosophy: and you know, revolutions of this kind are not easily brought about.” The Letters of David Hume, 2 vol. (1969). Edited by J. Y. T. Grieg. Se citan como HL, seguido del volumen y la página.

3 Los números entre paréntesis corresponden a los párrafos del texto de la “Conclusión”, según la edición inglesa del Tratado.

4 Investigación sobre el conocimiento humano de David Hume. Citado por la nomenclatura según sección y párrafo introducida en la edición inglesa de Oxford University Press a cargo de Tom L. Beauchamp, y la página según la traducción española de Jaime de Salas Ortueta.

Información adicional

Para citar este artículo: Calvo de Saavedra, Á. (2021). Motivos escépticos para la filosofía. Universitas Philosophica, 38(77). ISSN 0120-5323, ISSN en línea 2346-2426. doi: https://doi.org/10.11144/Javeriana.uph38-77.mepf Una versión preliminar de este texto fue presentada como lección inaugural del primer semestre de 2020, en la Facultad de Filosofía de la Pontificia Universidad Javeriana.

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