¿ES RETIRAR LA FILOSOFÍA DE LAS ESCUELAS UN ACTO DE INJUSTICIA EPISTÉMICA?

IS ELIMINATING PHILOSOPHY FROM SCHOOLS AN ACT OF EPISTEMIC INJUSTICE?

Edgar Gustavo Eslava Castañeda

¿ES RETIRAR LA FILOSOFÍA DE LAS ESCUELAS UN ACTO DE INJUSTICIA EPISTÉMICA?

Universitas Philosophica, vol. 39, núm. 79, 2022

Pontificia Universidad Javeriana

Edgar Gustavo Eslava Castañeda

Universidad Santo Tomás, Colombia


Recibido: 04 agosto 2021

Aceptado: 22 agosto 2022

Publicado: 18 diciembre 2022

Resumen: La siempre latente posibilidad de ver que la filosofía abandone las escuelas se revisa en este texto a partir de las categorías de análisis propuestas por la teoría de la injusticia epistémica, según la cual las limitaciones, en términos de silenciamiento o de falta de reconocimiento, a que son sometidos algunos individuos cuando se les considera indignos como miembros de una comunidad epistémica representan una forma de acallamiento de su agencia epistémica. Esta perspectiva no solo permite considerar una nueva dimensión del asunto de la presencia de la filosofía en los planes de estudio escolares, sino también formular propuestas para que la enseñanza de la filosofía ayude a superar algunas de las injusticias que ella misma ha ayudado a invisibilizar.

Palabras clave:enseñanza de la filosofía, injusticia epistémica, políticas educativas, didáctica de la filosofía, agencia epistémica.

Abstract: The always latent possibility of seeing philosophy abandon schools is reviewed in this text by use of the analytical categories proposed by the theory of epistemic injustice. According to this theory, the limitations, in terms of silence or lack of recognition, to which certain individuals are subjected when they are considered unworthy as members of an epistemic community, represent a silencing of their epistemic agency. This perspective not only allows to consider a new dimension of the issue of the presence of philosophy in school curricula, but also to formulate proposals so that its teaching helps to overcome some of the injustices that the very teaching of philosophy has helped to make invisible.

Keywords: philosophy teaching, epistemic injustice, education policies, philosophy didactics, epistemic agency.

1. Presentación

El año 2014 pasó a la historia de la educación en Colombia como el año en que la filosofía pudo haber salido de las escuelas. O, al menos, como el momento en que su salida se temió como el resultado que había sido programado desde una serie de cambios en la política educativa nacional, que culminaba con la modificación de las áreas por evaluar en la prueba de Estado Saber 11, el examen que tiene lugar al final del ciclo de Educación Media y que marca el final del camino de la formación escolar en el país.

A los momentos iniciales de temor, que desde la esquina de los críticos del cambio se tenían como totalmente justificados y que desde la perspectiva de sus defensores se veían como alarmistas, siguieron otros más interesantes. En ellos la comunidad docente, como pocas veces, con voces convergentes desde las universidades y las escuelas, reclamó no solo que la filosofía conservara su lugar, tanto en la prueba como en el plan de estudio de la secundaria, sino que se dio a la tarea de mostrar la importancia de la presencia de la filosofía en la escuela a partir de consideraciones de corte pedagógico, filosófico, político e incluso económico. Y, mientras estas discusiones se sucedían, se generó un gran interés por hacer visibles las múltiples formas en que la filosofía estaba siendo enseñada, compartida, construida, con un compromiso expreso de trabajo en pro de una ciudadanía crítica en las aulas de las escuelas urbanas y rurales a lo largo del territorio nacional.

Por supuesto, a la par de estos gestos de visibilización, se escucharon voces que advirtieron en la situación la oportunidad para recordar que la filosofía pertenece a ese conjunto de disciplinas académicas que, dado su carácter impráctico y discursivo, resultan superfluas en un momento como el presente; un tiempo en el que la denominada sociedad del conocimiento demanda saberes y competencias que permitan garantizar unos niveles mínimos, tal vez incluso solo mínimos, de empleabilidad a quienes se gradúen de secundaria, muy pocos de los cuales ingresarán a una universidad a continuar su formación en el nivel profesional, y podrán obtener las herramientas necesarias para ser admitidos en los programas académicos que, dicen, demanda la vida contemporánea. En este escenario en el que las decisiones pragmáticas parecen primar, puede afirmarse entonces que la presencia o no de la filosofía en los planes de estudio de las escuelas primarias y secundarias resultaría ser un asunto por debatir exclusivamente en términos de las habilidades que ella pueda aportar a los jóvenes como futuros empleados, es decir, al producto interno bruto del país, a la inserción de la economía local en la economía global y al aumento de pie de fuerza de un modelo económico difícil de saciar.

Así, aunque no sea nueva, la pregunta acerca de qué es lo que en realidad podría perderse con la salida de la filosofía de las escuelas cobra nuevamente protagonismo. ¿Es un asunto de pérdida de la información propia de los contenidos de la filosofía? ¿Se trata de su aporte en la construcción de formas de estructurar el pensamiento? ¿Tiene tal vez algo que ver con las posibilidades que ella ofrece para la comprensión de la cultura propia como heredera de otra que, a pesar de lejana en el tiempo y el espacio, sigue viva, aunque transformada, en nosotros? Cuáles sean las preguntas parece de por sí una de las cuestiones por resolver, y cualesquiera que sean las respuestas que ofrezcamos, nos da la oportunidad para hacer una reflexión, acaso filosófica, sobre los contenidos, las experiencias y las prácticas pedagógicas que forman parte de aquello, a veces un tanto invisible, un tanto borroso, a lo que nos referimos como educación filosófica.

En el presente texto abordaremos la formulación de la pregunta guía desde la perspectiva de la injusticia epistémica, que permitirá ampliar los planos desde los que es posible ofrecer miradas críticas y propositivas frente a la justificación de la presencia de la filosofía en el entorno escolar. Usaremos algunos de sus conceptos para ofrecer una lectura de la situación actual, y sobre lo que, con el presente y el futuro en mira, pueda decirse sobre los objetivos una educación filosóficamente relevante.

2. Sacar o no a la filosofía de la escuela. ¿Es esa la pregunta?

Hasta hace muy poco todos sabíamos qué era enseñar filosofía en las escuelas, qué filosofía se debía enseñar allí y los motivos que justificaban su existencia en ese lugar. En primer lugar, enseñar filosofía era aproximar a los estudiantes a la historia de una disciplina que se reconoce como eje articulador de la cultura occidental y a la cual, con el de fin organizar su presentación y facilitar su comprensión como una construcción sistemática y continua, se la diseccionó en compartimentos, cronológicos y temáticos, para luego pedir a los estudiantes que dieran cuenta de manera correcta de cuestiones tales como quién dijo qué, cómo, cuándo y por qué. En segundo lugar, era claro que el contenido de la filosofía por enseñar era justamente un recorrido por esa historia de autores (quiénes), sus obras más representativas (qué y cómo) los contextos en que estas fueron desarrolladas y quiénes fueron su púbico objetivo y sus interlocutores (cuándo y por qué). Finalmente, los motivos que justificaban a la filosofía como parte del plan de estudios de la escuela señalaban su importancia intrínseca, su estatus como “madre de todas las ciencias” y como “punto de partida de lo que es la sociedad y de lo que somos como cultura y como individuos”.

A partir de estas claridades, las preguntas relacionadas con la forma en que la filosofía ha de ser llevada a cada nuevo contingente de estudiantes se formularon en los siguientes términos: ¿qué partes de su historia enseñar?, ¿se la debía presentar como una serie de contenidos estructurados alrededor de la idea de “tratados” temático-conceptuales, o como una forma de pensamiento, en gran parte autorreferencial, con algún tipo de alcance sobre preguntas que yacen más allá de sus fronteras? Incluso se sostuvo, haciendo eco a una de las grandes figuras de la filosofía comprendida como tradición histórica, que la pregunta relevante debía establecerse en términos de la aparente diferencia sustancial entre enseñar filosofía y enseñar a filosofar (Cerletti 2005; Cerletti y D’Odorico, 2018), es decir, una contraposición entre una selección de contenidos teóricos sancionados por la historia de la disciplina como “canónicos” y una serie de métodos, actitudes o formas de pensamiento que han de ponerse al servicio de la resolución de cuestiones que se consideran, filosóficamente hablando, problemas, ora clásicos ora actuales.

El cambio fue repentino. Mientras que cuestiones como las señaladas arriba eran el eje de las discusiones de los docentes de filosofía, los directivos escolares y la filosofía académica, una fuerza exterior, fundada en la crítica no a la forma sino a la idea misma de la necesidad de la filosofía en la escuela, se transformó, sin que nadie pareciese estar atento a ella, en la presión que finalmente forzó la salida de la filosofía de la prueba Saber pro 11. Un gesto que puede ser considerado como una forma de eliminar a la filosofía de los planes de estudio escolares, o al menos de limitar su presencia en los colegios.

A pesar de lo inesperado, el cambio en el contenido de la prueba puede considerarse como el último paso, hasta 2014, en la transformación de la prueba estatal, de la cual estaba siendo objeto desde hace ya varias década. Este cambio se puede resumir de forma esquemática como el paso de una prueba de conocimientos en las áreas teóricas de estudios del plan curricular del bachillerato (ciencias naturales: biología, química y física; lenguaje: aptitud verbal y estudios literarios; matemáticas: aptitud matemática y conocimiento matemático, y ciencias sociales: historia, geografía y filosofía) a una prueba de competencias. Estas últimas se definen oficialmente como un “saber hacer en contexto” que, en coincidencia con el ingreso de Colombia al grupo de países participantes en las pruebas PISA, debía ajustarse a los recién determinados “estándares básicos de competencias” para áreas concretas del plan de estudios (matemáticas, lenguaje, ciencias naturales, ciencias sociales, competencias ciudadanas e inglés)1. Esta estructura por áreas dará paso a una organización alrededor de tres componentes (núcleo común: matemáticas, lenguaje, biología, química, física, ciencias sociales, filosofía, inglés; componente flexible: profundizaciones en biología, ciencias, sociales, lenguaje y matemáticas, y componente interdisciplinario: medio ambiente y violencia y sociedad) para pasar finalmente a una nueva versión de prueba por competencias en la que se elimina el componente flexible, se integran las ciencias sociales y las competencias ciudadanas y se “fusionan” en una nueva categoría, llamada lectura crítica, las pruebas de filosofía y de lenguaje (ICFES, 2014).

De acuerdo con la presentación oficial, la decisión de esta fusión de las pruebas de lenguaje y de filosofía en una prueba de lectura crítica está doblemente justificada.

Por un lado, desde la reestructuración del examen realizada en el año 2000 la prueba de Filosofía está orientada hacia la evaluación de competencias de lectura crítica. No exige conocimientos propios de la historia de la filosofía, y los conceptos filosóficos involucrados se explican brevemente en la formulación de las diferentes preguntas. Por otro lado, la prueba de Lenguaje evalúa competencias que, al final de la educación media, deben haber alcanzado el nivel propio de la lectura crítica. La diferencia entre las pruebas de Lenguaje y de Filosofía concierne entonces únicamente el tipo de textos que se utilizan: textos filosóficos en la prueba de filosofía (ICFES, 2013, p. 27).

Dicho en otras palabras, la evaluación por competencias en que se soporta la prueba no solo no requiere que los estudiantes demuestren conocimientos filosóficos, que se asumen suplidos por los enunciados de las preguntas por resolver, sino que reconoce a la filosofía como una tipología textual, y por ello subsumible dentro del conjunto de materiales disponibles para la formulación de las cuestiones propias de la lectura crítica. La integración de las preguntas de filosofía y de lenguaje en la categoría de lectura crítica, que hasta ese momento era inexistente, fue precisamente lo que se consideró la estocada final a la presencia de la filosofía en la prueba, a pesar incluso de que en su formulación original dicha integración implicaba el uso de textos filosóficos como parte de los materiales que ese componente había de incluir. Esa consideración se justifica, en parte, porque, toda vez que los objetivos y resultados de la formación escolar tienden cada vez más a medirse en términos de los resultados de pruebas censales como SABER 11, las escuelas orientan la mayoría de sus esfuerzos a preparar a sus estudiantes a responder el tipo y contenido de preguntas de dichas pruebas.

Al perder el componente de contenidos filosóficos su independencia frente a otras áreas, el temor de que ello implicase la pérdida de valor relativo, medido en tiempo específico de formación disciplinar, no pareció exagerado. Y menos aún cuando el cambio de orientación puede ser visto como algo más que meramente de coyuntura local y nacional, pues lo que aquí sucedía vino anticipado por las decisiones tomadas en otros lugares en los que la existencia de programas académicos de formación en humanidades, y en particular la filosofía, tanto en las universidades como en las instituciones de educación secundaria, estaba siendo puesta en tela de juicio. Los casos de España, México y Chile son dicientes, en cuanto en estos países los docentes tuvieron que luchar de manera frontal en contra de los gobiernos para hacer que la filosofía retornase a o no fuese desalojada de las aulas escolares. En estos casos, la moraleja de la historia parece ser la siguiente: si no es posible mostrar su utilidad para mejorar los resultados de los estudiantes en las pruebas –que ahora cuentan con alcance global y que se supone reflejan las necesidades de formación del alumnado en términos de competencias útiles para su futuro desempeño laboral–, las humanidades, y la filosofía entre ellas, habrán mostrado su carencia de valor. PISA, OCDE, Banco Mundial, UNESCO y otras agencias y agentes económicos de alcance global parecen ser quienes nos han de señalar qué es lo que sirve y qué estorba2.

Pero, sin importar cuál sea la fuente o la justificación de los cambios en las políticas educativas locales, bien de facto, como en el caso que estamos discutiendo, o bien por la vía de la búsqueda de consensos y acuerdos entre los diversos agentes del sistema educativo, no podemos perder de vista que las preguntas que surgen no pueden limitarse tan solo al papel de las agendas económicas y políticas, ni responderse de forma simplista en términos de la culpabilidad de las agencias internacionales y los gobiernos locales, o de la furia con que este o aquel modelo económico arrasa con todo lo que encuentra a su paso.

Una nueva serie de preguntas, incluso más interesantes desde la perspectiva de la enseñanza de la filosofía, aparece si, en lugar de hacer juicios de responsabilidad retrospectivos, nos preguntamos por cuáles serían algunas de las posibles pérdidas que la forzada salida de la filosofía tendría en la educación de quienes hoy se forman en las aulas de secundaria, con su posible extensión a los casos de la formación en básica primaria y en educación superior. Una pregunta así, en negativo, no concede o implica que tarde o temprano el destino de la enseñanza escolar de la filosofía será convertirse en un eco del pasado. Por el contrario, la pregunta indaga si habría elementos de juicio suficientes para mostrar que, más allá de la pretendida utilidad práctica, la filosofía ofrece algo, un valor agregado al servicio escolar, si se quiere hacer uso de términos mercantilistas, que fuese de alto valor para la formación del tipo de individuos requeridos no ya por la economía y el mercado, sino por las comunidades de las que forman parte y, más importante, para los planes de vida que están construyendo para sí mismos esos individuos.

Antes de sugerir algún tipo de respuesta a esta pregunta, será necesario detenernos e introducir la que será la herramienta que usaremos para intentar llegar a ella.

3. Injusticia epistémica: una clave de lectura

No será este el lugar para dar cuenta del enorme trabajo que alrededor de la injusticia epistémica se ha construido a partir de la presentación en sociedad del término por parte de Miranda Fricker (2007/2017) en su obra Injusticia epistémica. El poder y la ética del conocimiento. Sí haremos uso de la oportunidad para introducir algunos de sus conceptos básicos y para tratar de establecer en qué sentido su comprensión nos puede ayudar a dar un nuevo horizonte a la discusión que hemos propuesto acerca del lugar de la filosofía en las escuelas.

El término injusticia epistémica refiere a una forma de injusticia específicamente epistemológica, es decir, una injusticia que afecta a los individuos en cuanto agentes de conocimiento, y es un concepto que puede comprenderse como lugar de encuentro de la filosofía política, la ética y la epistemología, toda vez que intenta dar luces acerca diversas formas en que ciertas prácticas e instituciones crean condiciones estructurales injustas para la agencia epistémica de determinados miembros de la sociedad (Polhaus, 2017).

Vivimos como agentes epistémicos y, en tanto tales, estamos permanentemente inmersos en redes de flujo de información, que requerimos para todas nuestras actividades públicas y privadas y que, a su vez, ofrecemos a otros para las suyas. Puede afirmarse que gran parte de los lazos que conforman el tejido social resulta ser de naturaleza epistemológica. Por ejemplo, preguntamos por las rutas de transporte que nos acercan a nuestro lugar de trabajo, indagamos acerca de las opciones para aprovechar el tiempo libre, respondemos a las preguntas de nuestros estudiantes, preguntamos precios, hacemos juicios, reflexionamos acerca del pasado y proyectamos diversos futuros a partir de datos almacenados en la memoria, que en su momento compartiremos con aquellos con quienes el presente, el pasado y el futuro cobran sentido. Justamente por ello una injusticia epistémica, una situación que nos limite en nuestro papel de agentes de conocimiento, resulta altamente nociva para nuestra condición de compañeros laborales, esposos, amigos, hijos, hermanos, incluso individuos.

Las injusticias epistémicas pueden entenderse como epistémicas en al menos tres sentidos. En primer lugar, perjudican a los conocedores particulares en tanto conocedores, por ejemplo, suprimiendo el testimonio de un conocedor (Dotson, 2011) o haciendo que sea difícil para los conocedores particulares saber qué es lo que les interesa saber (Fricker, 2007, pp. 147-175). En segundo lugar, causan disfunción epistémica, por ejemplo, al distorsionar la comprensión u obstaculizar la investigación. En tercer lugar, logran los dos perjuicios antes mencionados desde dentro, y a veces mediante el uso de nuestras prácticas e instituciones epistémicas, por ejemplo, cuando los planes de estudio y las disciplinas académicas escolares se estructuran de manera que sistemáticamente ignoran, distorsionan y/o desacreditan tradiciones intelectuales particulares (Minnich, 1990; Mohanty, 2004; Outlaw, 2007). En consecuencia, una injusticia epistémica no solo perjudica a un conocedor como conocedor, sino que también es un mal que un conocedor comete como conocedor y que una institución epistémica causa en su capacidad de institución epistémica (Pohlhaus, 2017, pp. 13-14; traducción propia)3.

El primero de los sentidos descritos por Pohlhaus refiere a situaciones en las que, por algún tipo de presión u obstáculo, se limita nuestra capacidad de dar cuenta de lo que sabemos y de participar de una red epistémica en calidad de oferentes de conocimientos, aun cuando efectivamente contemos con ellos y estemos dispuestos a compartirlos. Esto ocurre cuando no se nos permite hablar en clase para responder a una pregunta o participar para contribuir con ejemplos a una explicación. En el segundo sentido, se construye un ambiente que no solo bloquea el intercambio epistémico, sino que hace invisible el bloqueo mismo, lo cual hace que la situación restringida en términos de flujos de conocimiento o limitada para expresar lo que se quiere trasmitir parezca natural. No somos conscientes de que nuestra voz no se escucha porque nunca se nos ha permitido hacer uso de ella, o porque creemos que todos los demás saben cosas y nosotros, que nada sabemos, no tenemos nada que aportar desde nuestra limitada condición. El tercero de los sentidos refleja las situaciones en las cuales una práctica o una institución, cuyo objetivo es ser agente activo del diálogo de saberes, hacen uso de su condición para negar, esconder o tergiversar algunos de los conocimientos que por ella circulan. ‘No hay mujeres filósofas, al menos no ninguna importante o interesante de estudiar’, se cree, de tal forma que no habría por qué incluirlas en los espacios académicos de un plan de estudios filosóficos. Haberse formado en un contexto en el que la anterior afirmación se considera no solo verdadera sino obvia es haber sido víctimas de una injusticia epistémica estructural.

Con este último caso como referencia, no resulta entonces sorprendente el que los trabajos sobre injusticias epistémicas tengan a la base los resultados de los estudios feministas, en particular de las epistemologías feministas. A estas últimas se refieren no solo en sus versiones iniciales, que se centran en las condiciones de las mujeres en ámbitos académicos y científicos en particular, sino también en las versiones contemporáneas, incluidos los estudios decoloniales, que han comprendido que el caso de las mujeres es solo uno de otros múltiples en los que ciudadanos, individuos con plenos derechos, ven limitados o suprimidos sus derechos por la identidad de género, la pertenencia a un grupo étnico, la filiación política, religiosa o incluso deportiva; por condiciones físicas o mentales, lugar de origen, grado de escolaridad y otras de índole similar4.

A fin de dar estructura a este aparente abanico indiferenciado de injusticias epistémicas, Fricker (2017) ha propuesto un análisis centrado en dos categorías particulares, injusticia testimonial e injusticia hermenéutica.

La injusticia testimonial se produce cuando los prejuicios llevan a un oyente a otorgar a las palabras de un hablante un grado de credibilidad disminuido; la injusticia hermenéutica se produce en una fase anterior, cuando una brecha en los recursos de interpretación colectivos sitúa a alguien en una desventaja injusta en lo relativo a la comprensión de sus experiencias sociales. Un ejemplo de lo primero podría darse cuando la policía no nos cree porque somos negros; un ejemplo de lo segundo podría ser el de alguien que fuera víctima de acoso sexual en una cultura que todavía carece de ese concepto analítico. Podríamos decir que la causa de la injusticia testimonial es un prejuicio en la economía de la credibilidad, mientras que la de la injusticia hermenéutica son prejuicios estructurales en la economía de los recursos hermenéuticos colectivos (Fricker, 2017, pp. 17-18).

Así, mientras que la justicia testimonial no es “solamente un acto interpersonal en el que resulta dañado el hablante, degradado en su credibilidad, sino un vicio estructural de sociedades injustas en las que las diferencias en la posición social producen una distorsión en el sistema de reparto de credibilidad que hace posible dichas sociedades (Broncano, 2021, p. 246), la injusticia hermenéutica aparece como resultado “cuando no hay recursos que permitan comprender una experiencia por parte de la persona que la sufre, pero tampoco de la sociedad en la que ocurre” (Broncano, 2021, p. 249).

Fricker (2017) intenta, desde una perspectiva de análisis ética, dar cuenta de cómo se ven afectadas las condiciones de los individuos en situaciones en que son epistemológicamente negados como agentes: como oferentes de testimonio (injusticia testimonial) y como dueños de las narraciones de sus experiencias propias (injusticia hermenéutica). Para ello, usa la noción de poder identitario entendida como “una capacidad práctica socialmente situada para controlar las acciones de otros, que puede ser ejercida por agentes sociales concretos” (p. 30) en función de una identidad social compartida, que puede usarse como estrategia de opresión y como herramienta de emancipación, y en función del papel que los estereotipos juegan en contra de la posibilidad de que algunos individuos sean considerados testigos fiables, incluso de las cosas que solo ellos pudiesen saber acerca de ellos mismos. El primer paso es reconocer las injusticias epistémicas cuando aparecen, para actuar desde la inescapable condición de ser individuos ética y epistemológicamente situados, es decir, conscientes de nuestra identidad y, en el mejor de los casos, consecuentes con ella.

Por supuesto, reconocer no es sinónimo de responder, por lo que la tarea no está culminada. No al menos desde la perspectiva de la superación de las injusticias de carácter epistémico, por lo que, desde diversos lugares de la academia, con individuos, colectivos e instituciones, se han adelantado esfuerzos tanto por mostrar los alcances y límites de la propuesta original de Fricker, como por crear marcos de análisis ampliados que permitan estudiar las injusticias epistémicas desde perspectivas que incluyan nuevas categorías, capaces de ampliar su espectro de acción e incrementar su fuerza argumentativa5. La misma Fricker (2016) ha hecho la tarea de mostrar las formas en que los dos tipos de injusticias entretejen una situación compleja y policromática, y de la cual en breve hemos de hacer uso.

La injusticia testimonial puede crear o mantener la marginación hermenéutica al bloquear el flujo de información, ideas y perspectivas que ayudarían a generar recursos hermenéuticos compartidos más ricos y diversificados que todos pueden aprovechar en su comprensión social, ya sea de la propia experiencia o de la de otros. Por lo tanto, los patrones amplios de injusticia testimonial –muy probablemente los patrones creados por la operación de los prejuicios de identidad negativos, en la medida en que estos son los principales prejuicios sistemáticos– tenderán a reproducirse como patrones de marginación hermenéutica, y son estos los que dan lugar a injusticias hermenéuticas sistemáticas. Así podemos ver cómo la preservación de la ignorancia del oyente, que es el efecto probable de cualquier caso de injusticia testimonial, puede contribuir directamente a la posición hermenéuticamente marginada del hablante. Y un hablante hermenéuticamente marginado es vulnerable a la injusticia hermenéutica (Fricker, 2016, p. 149; traducción propia)6.

Indagar cuáles son algunos de esos patrones de injusticia y marginación, y cómo aparecen de manera recurrente en el contexto escolar, será la puerta de entrada a la formulación de respuestas a la pregunta que hemos propuesto como guía de esta indagación. Dichas respuestas, a su turno, nos permitirán establecer posibles relaciones entre la formación filosófica escolar y la superación de injusticias de carácter epistemológico.

4. Filosofía, inclusión y exclusión epistémicas

Retornemos ahora a la discusión inicial acerca de la pregunta, que emerge a partir de la modificación del “estatus de independiente” del contenido expresamente filosófico en el examen de Estado, sobre el posible impacto que, como efecto directo de esta medida, tendría la eventual salida de la filosofía de los planes de estudios de la secundaria, más allá de las posibles opiniones de las agencias económicas y de las agendas estratégicas internacionales. En esta sección retomaremos esa pregunta y ofreceremos un intento de respuesta a ella usando herramientas propias del estudio de las injusticias epistémicas.

Señalamos anteriormente que a los docentes , ocupados como estaban en los debates acerca de la conveniencia de diversas aproximaciones a la enseñanza de la filosofía, pareció habérseles escapado el creciente tremor que, desde fuera de las aulas y encarnado en diversas formas, señalaba la poca utilidad de la alta inversión en tiempo y esfuerzo que hacen los estudiantes para comprender y aprobar una materia que en último término está alejada de sus problemas y cuyo aprendizaje difícilmente puede transformarse en emprendimientos empresariales. Esta doble crítica apuntaría a las limitaciones y la inutilidad de la filosofía como una herramienta para la inserción en el mundo laboral de los futuros egresados, así como para la consecución de uno de los objetivos que con más fuerza se ha enraizado en la actual concepción de la educación, a saber, generar en los individuos la capacidad de transformarse en agentes promotores de sí mismos como marca y como producto.

Surge entonces de nuevo el asunto de la utilidad, una categoría funcional, que siempre depende de los objetivos concretos que se hayan fijado para una actividad o producto particulares. La posible utilidad de una disciplina académica depende de si el objetivo es hacer uso de ella para la transmisión de conocimientos o si el fin declarado es generar o sostener pautas de comportamiento, hábitos intelectuales y performativos. También variará la utilidad si los objetivos que se persiguen tienen que ver con el desarrollo individual o la concreción de los proyectos vitales de esos individuos. Pero esos objetivos, expresos o no, no son en realidad fines que habrán sido predicados de una u otra disciplina académica particular, sino que corresponde a la educación en general, comprendida como parte del engranaje que sostiene al sistema político, económico y social de una nación.

A manera de ejemplo, nos referimos al interesante ejercicio interpretativo que lleva a cabo Diego Pineda (2017) a partir de la narración del inesperado encuentro con el cuaderno de apuntes escolares de filosofía de su padre, escrito en las primeras décadas del siglo XX, aproximadamente noventa años antes del casual hallazgo de un documento personal que se tornó en histórico.

Lo primero que captó mi atención fue el hecho de que allí la filosofía se enseña como una doctrina, como una especie de catecismo cuyas respuestas deben ser aprendidas con precisión, como un saber cerrado, e incluso como una “visión del mundo correcta” que debe ser enteramente aprehendida y acatada. Y pongo entre comillas la expresión “visión del mundo correcta” porque lo que pretendo subrayar es que, por aquellos tiempos, cuando a alguien se le enseñaba filosofía, se le pretendía decir qué era lo que debía creer y qué era lo que debía saber, pues eso era precisamente lo que era correcto saber y creer. No se trataba, entonces, de enseñar y de aprender cualquier cosa, sino de obtener un saber que debería quedar escrito en el alma con tinta indeleble. La filosofía no debía ser un saber cualquiera, de esos que se aprenden para luego aplicar, o simplemente para olvidar, si no se le encontrara alguna utilidad. Era el ideal tantas veces mentado de una “filosofía perenne”.

Por ello mismo, y como consecuencia necesaria de lo anterior, la filosofía (es decir, la doctrina, la visión del mundo) se debía aprender tal cual era enseñada, es decir, sin que diera lugar a dudas, objeciones o controversias. No debía haber, pues, ninguna diferencia entre lo que el profesor enseñaba y lo que el alumno debía aprender. Comenio (1998), el gran pedagogo checo y el gran gestor de la institución escolar moderna, decía que en la escuela se trata de “enseñar todo a todos y totalmente”. Y “totalmente” quería decir precisamente esto: que lo que se enseña, y lo que se aprende, debe ser enseñado y aprendido sin que haya lugar a dudas, a vacilaciones, a objeciones, a preguntas… y, mucho menos, a discusión. En el cuaderno de mi padre se cumplió plenamente el ideal pedagógico de Comenio: allí, en ese viejo cuaderno, está todo lo que es preciso saber de filosofía para estar a salvo del error y de las doctrinas que pudiesen oscurecer el intelecto o la voluntad. Lo que es perenne debe ser enseñado y debe ser aprendido, como una totalidad indiferenciada (pp. 20-21).

Varios detalles saltan a la vista en esta presentación: el hecho de que lo que ha de ser registrado en el cuaderno sea exactamente lo que el profesor declara, lo que literalmente dicta en su clase; la razón misma de la existencia del cuaderno, que es el poder garantizar que el estudiante estará en capacidad de repetir su contenido, las palabras del maestro, de forma acertada cuando sea tomada la lección; la idea de utilidad de la filosofía, que no está asociada con su practicidad externa sino consigo misma, como un aprendizaje de asuntos tan fundamentales que han de quedar “escrito(s) en el alma con tinta indeleble”. El mismo Pineda (2017) nos ofrece una imagen viva de este valor sustantivo asignado al mismo tiempo al contenido y al método de la enseñanza de la filosofía; de su relevancia antes que de su utilidad.

No solo se trata de fijar conceptos, se trata de fijar una perspectiva de mundo, una manera de ver el mundo, una visión correcta del mundo a la cual nada pueda oponerse; y se trata también de que el alumno sepa lo que debe creer y, sobre todo, de que se le ponga a salvo de ciertos errores doctrinales y morales, como el materialismo, el panteísmo, el ateísmo o el comunismo (p. 24).

Enseñar filosofía para “fijar una perspectiva del mundo”, para establecer cosmovisiones. Esa bien podría ser una de las respuestas a las preguntas acerca de la relevancia de la filosofía como parte del currículo escolar. Sin embargo, una respuesta así enunciada encierra problemas de largo alcance. En primera medida, podemos notar que “fijar” no es sinónimo de “ayudar a la construcción” ni de “poner en diálogo”, como sí lo es de “determinar” y de “introducir”; y como tal refleja una clara unidireccionalidad tanto pedagógica como epistemológica. Cuando se tienen determinadas de antemano las respuestas, se pierde el valor de las preguntas; más aún si cuando estas surgen son recibidas como nuevas oportunidades para corregir y para reafirmar las respuestas preestablecidas, la verdad.

Así las cosas, al tener como meta “fijar” formas particulares de ver el mundo, podríamos estar frente a una injusticia epistémica de carácter hermenéutico: la negación de posibles cuestionamientos o desviaciones del camino a una “verdad” preestablecida y ejercida por parte de un representante de la institución escolar, el profesor, sobre un grupo concreto de individuos que pertenecen al subconjunto de miembros de la comunidad que se reconoce como “estudiantes”. En estas circunstancias, parecería que la presencia de la filosofía como instrumento para fijar creencias sería parte de una injusticia epistémica, y que eliminarla, suprimir a la disciplina que disciplina el pensamiento y lo limita a convertirse en reflejo de una ideología, podría ser considerado un acto de justicia epistémica. Tal vez esta no sea la respuesta que esperábamos encontrar.

Un segundo problema aparece cuando se nota que la construcción de cosmovisiones, si bien ha sido uno de los principales aportes de la filosofía no ya a la escuela sino a la cultura en general, habría de ser considerada hoy a la luz de sus pretensiones hegemónicas y el rol que desempeña como agente de colonización epistémica y cultural. A fin de no extender demasiado la presentación, me limitaré en esta instancia a mencionar dos ejemplos que espero permitan comprender mi posición. De una parte, siguiendo los trabajos de Quijano, Santos, Dussel y otros teóricos del decolonialismo, puede afirmarse sin temor que la filosofía ha sido una de las compañeras favoritas del capitalismo en su afán colonizador. Así, relata Quijano (2014):

Desde el siglo XVII, en los principales centros hegemónicos de ese patrón mundial de poder, en esa centuria no por acaso Holanda (Descartes, Spinoza) e Inglaterra (Locke, Newton), desde ese universo intersubjetivo fue elaborado y formalizado un modo de producir conocimiento que daba cuenta de las necesidades cognitivas del capitalismo: la medición, la cuantificación, la externalización –u objetivación– de lo cognoscible respecto del conocedor, para el control de las relaciones de las gentes con la naturaleza y entre aquellas respecto de esta, en especial de los medios de producción. Dentro de esa misma orientación fueron también, ya formalmente, naturalizadas las experiencias, identidades, y relaciones históricas de la colonialidad y de la distribución geocultural del poder del poder capitalista mundial. Este modo de conocimiento fue, por su carácter y por su origen, eurocéntrico. Denominado racional, fue impuesto y admitido en el conjunto del mundo capitalista como la única racionalidad válida y como emblema de la modernidad (p. 68).

Este es un claro ejemplo del ejercicio de una injusticia hermenéutica sistemática y estructural, que no solo niega las posibilidades de reconocimiento de agentes que se instalan por fuera del discurso hegemónico, sino que suprime incluso las categorías epistemológicas que harían posibles esas perspectivas externas.

El segundo ejemplo, también contemporáneo, encierra la misma moraleja:

La filosofía dentro de la academia está dominada por filósofos occidentales. No solo los profesores son predominantemente blancos y varones, la literatura y los planes de estudio de la próxima generación de filósofos han estado dominados en más del 95 % por filósofos occidentales, más específicamente por filósofos de Europa occidental y Norteamérica. Faltan filósofos no occidentales de China, India, Sudáfrica, Japón o cualquier otra parte del mundo. Eso significa que la próxima generación de filósofos, como lo ha sido la generación actual, será educada en una sola forma de pensar: desde el punto de vista occidental o más específico, el eurocéntrico. Al hacerlo, se mantendrá la situación operativa y aumentará el dominio de los filósofos occidentales. Este es el caso dentro de la academia […] [mientras que] fuera de la academia surgen muchas iniciativas en torno a la filosofía no occidental (van der Ven, s. f., p. 1).

Consolidada de forma estructural, en medio de una filosofía académica carente de opciones para quienes no forman parte de grupos preseleccionados de posibles agentes epistémicos, una nueva injusticia hermenéutica se cierne sobre sus practicantes.

Los casos señalados por Quijano y van der Ven parecen nuevamente sugerir que, a fin de cerrar la puerta a injusticias epistémicas en el corazón de la academia, y por ende en la escuela, debería considerarse seriamente limitarse la participación que en ellas tiene la filosofía. Claro, esto bajo el supuesto de que la filosofía que efectivamente se lleva a las escuelas es la misma que aparece en los ejemplos, es decir, una filosofía exclusivamente eurocéntrica, blanca y masculina. Y si bien esta imagen no es del todo falsa, sería injusto sugerir que es la única forma en que la tarea de enseñar filosofía ha sido llevada a cabo por sus docentes. Nuevamente parece entonces que, antes que representar algún tipo de pérdida, la salida de la filosofía, hegemónica y discriminatoria, sería un aporte a la construcción de una escuela epistémicamente más justa.

Sin embargo, estas conclusiones acerca de las injusticias que pueden cometerse por medio de la enseñanza de una filosofía que perpetúa sus prácticas colonizadoras deben ser tomadas con precaución. Tal y como lo afirmamos en la presentación, uno de los resultados inesperados del desasosiego ocasionado por la posible salida de la filosofía del ámbito escolar fue el que diversos grupos de profesores se dieran a la tarea de hacer visibles esas otras formas de aproximación a la enseñanza de la filosofía que habían sido construidas, no como respuesta a la nueva crisis, sino como resultado del interés por parte de sus promotores en repensar los lugares que ella podría ocupar, la relevancia que podría tener, la responsabilidad que implica su enseñanza y las posibilidades que abre para la construcción de comunidades epistémicas, sociales, incluso políticas, que traspasen las fronteras de las aulas y las instituciones. Podría decirse que su intención sería hacer eco desde múltiples lugares a la invitación de Amartya Sen (2003) a que la educación acoja como objetivo central “el aprecio de la importancia de la libertad y el razonamiento, tanto como de la amistad”. O como lo sugiere Walker (2019) de forma más elaborada:

Para participar plenamente en el aprendizaje y el desarrollo y obtener resultados justos en la educación formal, los estudiantes necesitarían oportunidades para desarrollar su capacidad epistémica de poder recibir información y hacer contribuciones interpretativas al acervo común de conocimiento, comprensión y deliberación práctica. Se requerirían condiciones de respeto, reconocimiento e igual valor moral para que todos los estudiantes tengan acceso a la capacidad y para que sus contribuciones se consideren parte integral de su florecimiento. Así, en las universidades y escuelas, las virtudes epistémicas deben educarse, capacitarse, desarrollarse y estructurarse pedagógicamente, incluyendo el cultivo de las emociones (p. 161; traducción propia)7.

Así las cosas, pareciera entonces no solo que retirar la filosofía de los planes de estudio escolares no es una injusticia epistémica, toda vez que, en una sola movida, se eliminan contenidos que resultan superfluos desde la perspectiva pragmática antes descrita y se ayuda a eliminar una de las fuentes del colonialismo epistémico que ha caracterizado a la educación poscolonial, que en nuestro caso resulta ser la única educación formal que se ha organizado como sistema nacional. Nuestra última sección nos permitirá hacer una lectura alternativa de este resultado inicial.

5. Filosofías para una escuela contemporánea más allá de la defensa disciplinar

En este punto resulta relevante revisar las definiciones de injusticia epistémica que hemos presentado a la luz del contexto que hemos propuesto, para desde allí ofrecer algunas respuestas a las preguntas que sugerimos como guía de nuestra indagación. Recordemos que, como ya hemos citado anteriormente, “la injusticia testimonial puede crear o mantener la marginación hermenéutica al bloquear el flujo de información, ideas y perspectivas que ayudarían a generar recursos hermenéuticos compartidos más ricos y diversificados que todos pueden aprovechar en su comprensión social, ya sea de la propia experiencia o de la de otros” (Fricker, 2016, p. 149).

Esta suspensión del testimonio, como la llama Pohlhaus (2017), es el resultado de un desbalance en las fuerzas que entran en un juego argumentativo. Hemos visto ya algunos ejemplos, pero quizás uno que esté dirigido al espacio escolar resulte iluminador para nuestro objetivo. Preguntémonos quiénes serían los agentes, los conocedores, cuyas voces serían silenciadas una vez la filosofía dejase de estar presente en el currículo escolar. ¿Son las voces del pasado, las de los autores favoritos de la tradición? ¿O son las voces de los docentes, quienes dejan de ser comprendidos por las instituciones como agentes válidos en el diálogo acerca de la pertinencia de su área de especialización disciplinar, en la que se han formado y en la que son tanto o más competentes que aquellos quienes, lejanos a la escuela y a las disciplinas, imponen sus voces a causa de su siempre transitorio y actual poder político? ¿Son de alguna forma las voces de los estudiantes las que se acallan? Nuestra respuesta señala que es el conjunto de todas estas voces, y otras más, las que resultan afectadas al cerrarse espacios de discusión expresamente filosófica en la escuela, y esto es así porque, más allá del peso de la tradición, de las voces de los expertos y de las voces de quienes merecen contar con “recursos hermenéuticos compartidos ricos y diversificados”, la formación filosófica permite y requiere de un diálogo en el que todas estas sean escuchadas y que aprendan a escucharse entre sí.

Por supuesto que la construcción de pensamiento no es tarea de la filosofía, no de manera exclusiva, no de manera excluyente. Por supuesto que el pensamiento crítico requiere de la acción conjunta de estrategias formales y formalizadas, e implica esfuerzos físicos, disciplina y colaboración. Por supuesto que a la revisión de su propia historia para superarla no escapa ninguna de las áreas o asignaturas presentes en el plan de estudios escolar. Pero a la filosofía, a los docentes y a los estudiantes de filosofía les corresponde formular estas preguntas, para ella y para las demás. Como ejercicio autocrítico, para saldar las deudas con su pasado. Como crítica externa para invitar a dialogar. Eliminar un espacio académico fundado en el ejercicio de pensar conjuntamente, de reconocer en otros no imágenes de uno mismo, sino formas igual de válidas de comprender la realidad, de vivir, de cuestionar, es contribuir a que la escuela se transforme en un lugar para callar, o a que siga siéndolo. En este sentido sugerimos que, efectivamente, una escuela sin filosofía resulta ser una escuela injusta.

Las críticas a la enseñanza de la filosofía siguen abiertas por su fuerte anclaje en el pasado, foráneo y ajeno, por su inercia pedagógica que la ata a tan solo unas pocas estrategias discursivas o propuestas didácticas. Y si bien la crítica es pertinente, es posible mostrar que resulta algo miope frente a la dinámica contemporánea de su enseñanza.

Con plena conciencia de que la siguiente es tan solo una minúscula muestra, me permitiré a continuación referir algunos ejemplos concretos de los esfuerzos llevados a cabo por maestros y maestras interesados en superar las limitaciones de una enseñanza de la filosofía atadas a sus prácticas hegemónicas, por medio de estrategias que fomentan diálogos en los que todas las voces participantes tienen el mismo valor.

De una parte, se encuentran las redes disciplinares que, trabajando desde campos específicos de la formación filosófica, han construido espacios en los que la libre deliberación, el derecho al disenso y a la pregunta abierta y sincera son los principios guías de las acciones. Con ellas, desde la academia, se ofrecen espacios de diálogo a comunidades escolares y del sector productivo de todas las regiones del país. Tal es el caso de la Red de enseñanza de la lógica, la Red de enseñanza de la ética, la Red de profesores de filosofía y la Red de estudiantes del Suroccidente colombiano. El carácter reticular de estas organizaciones ha implicado la construcción de puntos nodales en los que convergen los modelos teóricos y las prácticas pedagógicas que, aterrizados sobre el terreno escolar, ofrecen la oportunidad a estudiantes y docentes para participar de intercambios académicos alrededor de cuestiones propias de sus intereses filosóficos y en donde las preguntas de unos son las preguntas de todos, así como lo son las rutas para la construcción de posibles respuestas.

Por otra parte están los colectivos de docentes que, desde perspectivas pedagógicas y filosóficas concretas, trabajan en la tarea de la decolonización de la filosofía y en la construcción de comunidades de indagación centradas en las experiencias vivenciales propias de sus participantes. Tales son los casos de los grupos de trabajo sobre la filosofía intercultural, la filosofía para niños, la enseñanza de la filosofía en básica primaria, los organizadores de los campamentos filosóficos, que integran a estudiantes de primaria y secundaria, a sus padres y otros integrantes de las comunidades locales alrededor de la puesta en marcha de soluciones efectivas a problemas concretos de su comunidad, y de los organizadores de las olimpiadas filosóficas para estudiantes de secundaria. Todos ellos ofrecen actividades en las que la filosofía, las filosofías, son un punto de llegada antes que un punto de partida, lo que significa presentarlas como un horizonte abierto antes que como un camino definido de antemano, y como una tarea conjunta antes que individual.

Finalmente, se encuentran los equipos de trabajo que, desde perspectivas de integración disciplinar, convocan y alientan la comunicación entre académicos, escuelas y comunidades a nivel regional alrededor de asuntos tales como las relaciones entre filosofía y tecnología, filosofía y género, filosofía latinoamericana y filosofías y otras epistemes8.

Si bien no podría afirmarse que estas redes, grupos y colectivos se hayan concretado a la luz de las investigaciones sobre injusticias epistémicas, resulta fácil comprobar que muchos de estos esfuerzos están orientados a la superación, intencionada o no, de los factores que limitan la participación de individuos y comunidades en diálogos centrados en la construcción y divulgación de conocimientos. Es decir, se encaminan a la superación de la injusticia testimonial así como a la construcción de redes y grupos de discusión en los que las categorías filosóficas ayudan a la consolidación de colectivos de pensamiento en los que las condiciones de vida propias de cada uno de sus integrantes son reconocidas e integradas con el mismo respeto y oportunidad.

También reconocemos en estos programas estrategias para la superación de injusticias hermenéuticas. Se trata, en ellos, de evitar transformar la filosofía en ideología, de reconocer las limitaciones históricas de la forma en que múltiples agentes epistémicos han sido acallados, negados, y en que las historias de los pueblos ancestrales se han suprimido a fin de garantizar que de ellos solo se conozca lo que de ellos afirma alguna historia tenida como oficial, tenida como la verdad. Y, en todos ellos, vemos el interés y la puesta en práctica de mecanismos que, además de proponer marcos epistemológicos ampliados, permean los currículos de las escuelas dentro de su campo de injerencia. Esto se lleva a cabo por medio de historias de vida de los habitantes de una localidad, de una vereda, de un barrio, como parte integral de las voces que se integran a la construcción de diálogos filosóficos; y a través de formas de evaluar que atienden a necesidades locales, incluso individuales, capaces de negociar acciones a fin de que, antes que centrarse en evaluar lo que los estudiantes no saben o no pueden hacer, fijen su atención en la capacidad que estos demuestran para integrar los conocimientos, los resultados de las discusiones, las oportunidades de escuchar voces contradictorias, en sus propias prácticas epistémicas, en sus prácticas ciudadanas.

En el marco de la llamada “pérdida de los aprendizajes”, hemos dicho algo a este respecto en otro lugar.

Que hay desigualdades ya lo sabemos, que la pandemia las exacerba ya lo sabemos, que los sistemas educativos necesitan trabajar por mejorar su calidad en diferentes dimensiones ya lo sabemos. Medir nueva y permanentemente lo que ya se ha medido, diagnosticar lo ya sobrediagnosticado, suplir con los fondos del sistema educativo a las máquinas de producir datos, conocer en qué parte de la cola de una lista diseñada para mostrarte qué tan mal estás, ninguna de estas acciones permite resolver los problemas de la calidad de la educación. Por supuesto que las acciones requieren datos de base, soporte fáctico que permita justificarlas, pero parece prudente intervenir en los sistemas locales antes que en las máquinas globales, invertir en lo que hoy se sabe que hace falta no suena descabellado, menos cuando sabemos que suplir esas necesidades será parte de las recomendaciones que al final de un largo y costoso proceso de medición externa serán entregadas de manera oficial.

El problema resulta entonces ser no el de lo que se ha perdido, sino el de lo que nos están quitando, lo que se intenta quitar. Quitar la capacidad de decidir cuándo y en dónde concentrar esfuerzos, potestad sobre los sistemas educativos, agencia propia para determinar estrategias que tengan valor local, que reconozcan los territorios en que se inscriben y respondan a ellos, el respeto por las culturas locales, por la construcción de ciudadanía crítica, consciente y responsable, no solo cada quien consigo mismo, sino cada quien con todos, con uno mismo y los demás. Justicia epistémica en el marco de la educación. Evitar transformar nuestras escuelas en lo que ha sido llamado “escuelas de la ignorancia” es nuestro deber en tanto educadores, en tanto pensadores (Eslava, 2022, p. 99).

Así, la situación no parece perdida desde la perspectiva de la justicia epistemológica, justamente porque, sumados, estos y otros ejemplos dan muestras de intentos sistemáticos y permanentes por romper con las dinámicas en las cuales la filosofía no es más que un espejo que mira a un espejo, capaz solo de ofrecer un número infinito de imágenes, transformándola en un espejo que encara las vidas y proyectos de las personas y las condiciones en que estas y estos se tornan en motivos para la reflexión y discusión, dentro y fuera de las aulas.

Se puede discutir todo lo que se quiera sobre la vigencia de las ideologías, sobre su crepúsculo o sobre su renacer… Pero lo que en principio queda, o debería quedar suficientemente salvaguardado en un sistema educativo de una sociedad democrática, es la evitación del monolitismo ideológico, a partir precisamente de la pluralidad propia de una sociedad democrática. Y por la libertad de cátedra – versión docente de la libertad de expresión– como garantía de dicha pluralidad ideológica y de la vitalidad de un sistema democrático. Una libertad de cátedra que, no en vano, es el gran enemigo de los totalitarismos educativos que atribuyen a la escuela ser aquello en lo que justamente quieren convertirla (Massó, 2021, p. 147).

Dados a la tarea de ofrecer una respuesta a la pregunta acerca de las posibles pérdidas que implica la salida de la filosofía del ámbito escolar nos podemos atrever a formular una respuesta inicial. Su salida podría representar la pérdida de las preguntas acerca del valor conceptual de los testimonios, de las historias de vida contadas en primera persona del singular y del plural. De lo que significa ser “nosotros” y si en realidad existen un “yo” y un “nosotros”, y por ello un “ustedes”. Podría significar limitar las posibilidades de comprender los riesgos que representa creer en verdades absolutas y en la facilidad con que llegamos a ellas. Implicaría la pérdida de herramientas, he aquí un valor instrumental, para la construcción de economías cognitivas inclusivas, sistemas de intercambio epistémico basados no en la autoridad de la historia o de la tradición, sino sujetas a los avatares del paso del tiempo y cuya justificación sea un alegre reto.

Referencias

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Notas

1 Un estudio de la aparición y desarrollo de las competencias en el discurso oficial de la política educativa colombiana entre 1995 y 2010 puede encontrarse en Calderón y Eslava, 2019.

2 Se ha discutido mucho acerca del papel que juegan las pruebas PISA en las agendas y políticas educativas, nacionales e internacionales. Un interesante y muy sistemático análisis de estas pruebas, y en particular de la noción de literacia (literacy) allí definida puede encontrarse en Carabaña, 2015, cuyas conclusiones pueden resumirse en el título de ese trabajo: La inutilidad de PISA para las escuelas.

3 “Epistemic injustices can therefore be understood as epistemic in at least three senses. First, they wrong particular knowers as knowers, for example by suppressing a knower’s testimony (Dotson, 2011) or by making it difficult for particular knowers to know what it is in their interest to know (Fricker, 2007, pp. 147-175). Second, they cause epistemic dysfunction, for example by distorting understanding or stymieing inquiry. Third, they accomplish the aforementioned two harms from within, and sometimes through the use of, our epistemic practices and institutions, for example, when school curricula and academic disciplines are structured in ways that systematically ignore, distort, and/or discredit particular intellectual traditions (Minnich, 1990; Mohanty, 2004; Outlaw, 2007). Consequently, an epistemic injustice not only wrongs a knower as a knower, but also is a wrong that a knower perpetrates as a knower and that an epistemic institution causes in its capacity as an epistemic institution.”

4 A los ejemplos sugeridos por Fricker podrían, lastimosamente, agregarse, desde el caso colombiano, los acallamientos testimoniales que sufren de forma sistemática los miembros de las comunidades étnicas originarias, así como quienes definen su género a partir de identidades no binarias, y las víctimas de la violencia política durante las últimas cinco décadas, en particular las mujeres y los miembros de los dos grupos mencionados anteriormente. Una presentación de la situación de estos colectivos durante las discusiones y el referendo que tuvieron lugar después de la firma del acuerdo de paz puede encontrarse en Pabón y Aguirre, 2021.

5 Véanse por ejemplo los ensayos incluidos en Kidd, Medina & Pohlhaus (Eds.), 2017.

6 “[…] testimonial injustice can create or sustain hermeneutical marginalisation by blocking the flow of reports, ideas and perspectives that would help generate richer and more diversified shared hermeneutical resources that all can draw on in their social understandings, whether of their own or of others’ experiences. Therefore, the broad patterns of testimonial injustice—most likely patterns created by the operation of negative identity prejudices, inasmuch as these are the chief systematic prejudices—will tend to reproduce themselves as patterns of hermeneutical marginalisation, and it is these that give rise to systematic hermeneutical injustices. Thus we can see how the preservation of hearer-ignorance that is the likely effect of any instance of testimonial injustice can contribute directly to the hermeneutically marginalised position of the speaker. And a hermeneutically marginalised speaker is vulnerable to hermeneutical injustice.”

7 “To be fully involved in learning and development and fair-achieved outcomes in formal education, students would need opportunities to develop their epistemic capability of being able both to receive information and to make interpretive contributions to the common pool of knowledge, understanding, and practical deliberation. Conditions of respect, recognition and equal moral worth would be required so that all students should have access to the capability and to have their contributions taken up as integral to their flourishing.”

8 Algunas de estas experiencias pueden encontrarse en Díaz y Espinel, 2019; Pulido et al., 2018; Beltrán, 2018; Cárdenas y Restrepo, 2014.

Información adicional

Para citar este artículo: Eslava, E. (2022). ¿Es retirar la filosofía de las escuelas un acto de injusticia epistémica? Universitas Philosophica, 39(79), 209-235. ISSN 0120-5323, ISSN en línea 23462426. doi: http://doi.org/10.11144/Javeriana.uph.39-79.rfie

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