LA ORIENTACIÓN ANTE LA IMAGEN, EN BUSCA DE LA LEGITIMIDAD DE LA ESENCIA DEL ARTE

ORIENTING OURSELVES IN FRONT OF IMAGES: IN SEARCH OF THE LEGITIMACY OF THE ESSENCE OF ART

Andrés Primiciero Matamoros

LA ORIENTACIÓN ANTE LA IMAGEN, EN BUSCA DE LA LEGITIMIDAD DE LA ESENCIA DEL ARTE

Universitas Philosophica, vol. 39, núm. 78, 2022

Pontificia Universidad Javeriana

Andrés Primiciero Matamoros

Pontifica Universidad Javeriana, Colombia


Recibido: 14/07/21

Aceptado: 14/02/22

Publicado: 24/06/22

Resumen: El presente trabajo desea abordar el problema de los límites de la interpretación de la imagen. La pregunta que está de fondo es si es posible o no orientarnos ante ella y, de ser así, de qué manera podemos hacerlo. Por un lado, el análisis de esta pregunta tiene como tema central la concepción de la historia del arte como un saber concreto sobre las imágenes, y, por otro lado, la idea de que la historia del arte debe ser repensada, pues las imágenes artísticas no pueden ser abarcadas en su totalidad mediante un presunto saber, pues en ellas habitan también la irracionalidad, e incluso, lagunas temporales que permiten concluir que es pretensioso generar un tono histórico que afirme una epistemología exacta del arte. Así pues, este problema estético será abordado a través de la iconología de Panofsky, la ontología de Heidegger, y la arqueología discursiva de la imagen de Didi-Huberman.

Palabras clave:arte, imagen, interpretación, historia del arte, epistemología del arte.

Abstract: The present work aims to address the problem of the limits of the interpretation of images. The underlying question is whether or not it is possible to orient ourselves in front of them and, if so, how we can do it. On the one hand, the analysis of this question has as its central theme the conception of art history as a science that manifests a concrete knowledge about images, and on the other hand, the idea that art history must be rethought, since artistic images cannot be comprehended in their entirety through an alleged knowledge, as they also inhabit irrationality, doubt, and even temporal gaps that allow us to conclude that it is pretentious to generate a historical tone that affirms an exact epistemology of art. Thus, this aesthetic problem will be approached through Panofsky's iconology, Heidegger's ontology, and Didi-Huberman's discursive archeology.

Keywords: art, image, interpretation, art history, epistemology of art.

1. La iconología de Panofsky como orientación ante la imagen

Georges Didi-Huberman (2010) presenta en su obra Ante la imagen: pregunta formulada a los fines de la historia, un interesante análisis sobre lo que representa la historia del arte y las consecuencias de lo que concebimos por esta. El pensador francés inicia su texto con el acápite “Pregunta formulada”, en el que plantea el problema que le preocupa en la gran mayoría de sus textos, a saber, si la imagen puede ser abarcada por medio de un saber concreto o si, por lo contrario, ella nos lleva a la confusión, pues siempre está abierta y cargada de síntomas que manifiestan en el fondo un no-saber. Para Didi-Huberman en esta pregunta radica la paradoja que es en sí misma la imagen artística. “Lo que nos llega inmediatamente y sin rodeos lleva la marca de la confusión, como una evidencia que sería oscura. Mientras que lo que nos parece claro no es sino el resultado de un largo rodeo” (Didi-Huberman, 2010, p. 11). Esta paradoja nos lleva, o bien a tomar una postura de relajamiento ante la imagen, o bien a sentir incomodidad por su escurridiza esencia, que se burla de nuestra racionalidad. Didi-Huberman parece estar en la primera posición y en la segunda estarían aquellos que configuraron el saber de la historia del arte, entre ellos, Erwin Panofsky.

La obra de Panofsky es extensa en razón de su erudición en historia del arte, mas, por el propósito de este texto, se considera solo El significado en las artes visuales como una obra fundamental para explicar el sentimiento de incomodidad ante la paradoja que contiene la imagen artística. En “Iconografía e iconología: introducción al estudio del arte del Renacimiento”, Panofsky (2006) se propone otorgar al lector un método por el cual puede descifrar el significado de una obra de arte, el cual consta de tres momentos: (i) significación fáctica; (ii) significación convencional, y (iii) significación intrínseca. La primera “la aprehendo identificando simplemente ciertas formas visibles con ciertos objetos que conozco gracias a la experiencia práctica, e identificando el cambio acontecido en sus relaciones con ciertas acciones o acontecimientos” (Panofsky, 2006, p. 45). Ante la imagen, el sujeto identifica, entonces, formas, colores, líneas en representaciones básicas de nuestra cotidianidad que conducen a la obtención de significaciones primarias. Panofsky determina a estas últimas como resultado de una “descripción pre-iconográfica de la obra de arte” (2006, p. 48). La segunda significación, que es la convencional, se centra en la composición de los motivos que encontramos en la obra para reconstruir la historia o alegoría que en ella habita. Estos motivos son los temas y conceptos que constituyen el análisis formal de la imagen; por ejemplo, como expone Panofksy, cuando se identifica un saludo al ver a un hombre levantar ligeramente su sombrero, o también cuando un objeto o postura en una pintura tiene la significación de un asunto o concepto en particular (Panofsky, 2006, p. 48). La tercera significación es la iconología; este modo de significación pretende encontrar en la obra los elementos culturales, idiosincráticos, religiosos, que hacen posible la obra. La iconología va más allá de las dos primeras significaciones para llegar a un nivel interpretativo, que elucida, siguiendo el término de Ernst Cassirer (2016), las formas simbólicas de la obra, es decir, el sentido otorgado por el universo cultural, religioso, lingüístico, mitológico en el que se mueve todo hombre y, por lo tanto, toda imagen. Cassirer manifiesta con las siguientes palabras que todo aquello que nosotros llamamos “racional” es en el fondo el universo simbólico en el cual habita y se mueve el ser humano: “[El hombre no vive] solamente en un puro universo físico sino en un universo simbólico. El lenguaje, el mito, el arte y la religión constituyen partes de este universo, forman los diversos hilos que tejen la red simbólica, la urdimbre complicada de la experiencia humana” (Cassirer, 2016, p. 58). Y añade:

La razón es un término verdaderamente inadecuado para abarcar las formas de la vida cultural humana en toda su riqueza y diversidad, pero todas estas formas son simbólicas. Por lo tanto, en lugar de definir al hombre como un animal racional lo definiremos como un animal simbólico (p. 60).

Panofsky (2006) tiene como argumento central que la perspectiva artística del Renacimiento es un modo de representación espacial, producto de una determinada concepción del mundo que revela, por ende, el espíritu de aquella época. En este sentido, la iconología logra sacar a la luz el significado intrínseco de la imagen que constituye su propia esencia.

El contenido iconológico “es el dominio de la esencia” (it is esential…) por oposición a la apariencia, y el dominio de lo intrínseco (intrinsic meaning) por oposición a lo convencional. Responde a un concepto de donde la obra misma podría deducirse, como toda superestructura se deduce de “principios subyacentes” (underlying principles) o de “principios fundamentales” que sustentan la elección y la presentación de la obra misma, considerada como fenómeno expresivo (Didi-Huberman, 2010, p. 162).

Didi-Huberman afirma que esta actitud del historiador de generar una consciencia de sí como conocedor y legitimador de la esencia del arte surgió en medio de nubarrones que encaminaban a la interpretación del arte al campo de lo especulativo, donde la imaginación podía abusar de sí misma, desembocando así en un nihilismo interpretativo o un silencio absoluto. Ante estas amenazas, el arte tomó un tono kantiano: mientras que Kant pensaba los límites del entendimiento, es decir, se preguntaba “qué puedo conocer”, Panofsky reflexionaba sobre el abuso de la imaginación y del psicologismo en la interpretación artística; en otras palabras, quería contestar la cuestión de “qué puedo interpretar”. Mientras que Kant, en la Crítica de la razón pura, hacía una crítica negativa de la razón, es decir, daba con el conocimiento de los límites de la razón para establecer el camino seguro de la ciencia, Panofsky hacía lo mismo al buscar los límites interpretativos de la imagen. “Panofsky fundaba con Kant una noción gnoseológica del arte, donde el verbo ‘ver’ se conjugaba de manera finalmente transparente con el verbo ‘saber’” (Didi-Huberman, 2010, p. 157). El positivismo de Panofsky se hacía patente al tratar de mostrar que las obras de arte significan algo y que ese algo es inteligible por la razón mediante un saber histórico-artístico. Esto último es una respuesta al fantasma de la irracionalidad que está latente en la imagen artística como un síntoma que amenaza la historia del arte. A pesar de ello, para Panofsky, emergieron interpretaciones como las de Martin Heidegger y Walter Benjamin –a quien Didi-Huberman secunda–, que estarían desorientados ante la imagen.

2. La interpretación del arte de Heidegger como posible desorientación ante la imagen

Heidegger se ha considerado desde el siglo pasado como un pensador crítico del Humanismo, de la Modernidad y del positivismo. Entre sus aportes a la filosofía se cuenta la reinterpretación de la fenomenología y de la ontología, que lo llevó a pensar de nuevo preguntas originarias, como aquella por el sentido del Ser. Una de las particularidades de su pensamiento es afirmar que el acontecer de la verdad, que es el acontecimiento originario del Ser, radica en la poesía, tal como lo señaló en sus textos sobre Hölderlin (2010, p. 202). Esta aprehensión de lo originario está en el poetizar del poeta, que mediante sus palabras devela la verdad oculta por la historia de una metafísica que nos ha conducido al camino errático del olvido del Ser. Esta idea también es desarrollada en “El origen de la obra de arte”, publicado en Caminos del bosque. En dicho estudio, Heidegger (2010) analiza la pintura de Van Gogh en la que aparecen unas botas; pareciese que el pensador alemán fuese a reflexionar sobre el arte mismo con esta imagen, no obstante, y es la opinión de Meyer Schapiro (1968) y de Karstien Harries (2009), realiza una interpretación poética no del arte sino del ser de las cosas que en él se presenta. Este enfoque de Heidegger causa malestar en aquellos críticos que lo acusan de usar la obra de Van Gogh solamente para criticar al mundo moderno por su desarraigo de lo originario, y de olvidar así la obra de arte misma.

En su texto, Heidegger desea develar aquello por lo que la obra de arte es tal y como es, es decir, su esencia. A diferencia de Panofsky, considera que dicha esencia no se puede derivar del conglomerado de sus rasgos ni de principios generales. Por lo contrario, estima que a la obra de arte hay que dejarla que repose y se manifieste desde ella misma. En este sentido, se debe aplicar un análisis fenomenológico de la obra de arte. Este método lleva a Heidegger a indagar, inicialmente, sobre el carácter de cosa de la obra, el rasgo compartido que tiene con los demás entes. Sin embargo, dicho análisis lo conduce posteriormente a afirmar que, si bien el carácter de cosa es inseparable de la obra de arte, esta última tiene un carácter añadido que le permite distinguirse de los demás entes. En búsqueda de esta especificidad, Heidegger sostiene que la coseidad de las cosas está determinada por su utilidad, por la forma en que nos relacionamos en la facticidad con ellas y no por una esencia subyacente (hypokeimenon) que las constituye. Para abordar este asunto, Heidegger describe las botas de Van Gogh en los siguientes términos.

En la oscura boca del gastado interior del zapato está grabada la fatiga de los pasos de la faena. En la ruda y robusta pesadez de las botas ha quedado apresada la obstinación del lento avanzar a lo largo de los extendidos y monótonos surcos del campo mientras sopla un viento helado. En el cuero estampada la humedad y el barro del suelo. Bajo las suelas se despliega toda la soledad del camino del campo cuando cae la tarde. En el zapato tiembla la callada llamada de la tierra, su silencioso regalo del trigo maduro, su enigmática renuncia de sí misma en el yermo barbecho del campo invernal. A través de este utensilio pasa todo el callado temor por tener seguro el pan, toda la silenciosa alegría por haber vuelto a vencer la miseria, toda la angustia ante el nacimiento próximo y el escalofrío ante la amenaza de la muerte. Este utensilio pertenece a la tierra y su refugio es el mundo de la labradora. El utensilio puede llegar a reposar en sí mismo gracias a este modo de pertenencia salvaguardada en su refugio (Heidegger, 2010, pp. 23-24).

La premisa fenomenológica de dejar que la obra repose y se manifieste desde ella misma nos lleva entonces al ser del utensilio de las botas, es decir, la fiabilidad. Aunque Heidegger parece reconocer en algunos pasajes de su escrito que su descripción puede corresponder a un supuesto ante los rasgos que presentan las botas de la campesina, no descarta la seguridad y confianza que estas otorgan en su habitar el mundo. Por lo contrario, solo en el momento en que se lleven puestas son precisamente lo que son: “lo son tanto más cuanto menos piensa la labradora en sus botas durante su trabajo, cuando ni siquiera las mira ni las siente” (Heidegger, 2010, p. 23). Así pues, por un lado, nunca podemos develar la esencia de las botas o de cualquier utensilio si solo atendemos a sus rasgos vacíos y los dejamos por fuera del marco relacional en el que interactúan y en el que emerge su fiabilidad. Y, por otro lado, la esencia o el ser de las cosas lo hemos podido develar solamente plantándonos delante de la obra. Así pues, el ser de las cosas se da a través de la obra y solo en ella.

El cuadro de Van Gogh es la apertura por lo que atisba lo que es de verdad el utensilio, el par de botas de labranza. Este ente sale a la luz en el desocultamiento de su ser. El desocultamiento de lo ente fue llamado por los griegos alétheia. Nosotros decimos “verdad” sin pensar suficientemente lo que significa esta palabra. Cuando en la obra se produce una apertura de lo ente que permite atisbar lo que es y cómo es, es que está obrando en ella la verdad. […] Según esto, la esencia del arte sería ese ponerse a la obra la verdad de lo ente (Heidegger, 2010, p. 25).

Ahora bien, si decimos que la obra de arte es la manifestación de la verdad del ser del ente, con ello no se quiere afirmar que el arte es la imitación de la realidad. Decir que lo representado es una adaptación de lo ente y que, en tanto eso, la comprensión de la obra, su verdad, es posible mediante la antigua adaequatio rei et intellectus sería caer en un error. En contraposición, “en la obra no se trata de la reproducción del ente singular que se encuentra presente en cada momento, sino más bien de la reproducción de la esencia general de las cosas” (Heidegger, 2010, p. 26). En suma, el artista debe evocar en la obra de arte el mundo en su esencia, en cuanto refugio del Dasein. Allí radica su legitimidad.

Como se ha expuesto hasta este momento, el análisis fenomenológico de la obra de Van Gogh pretende elucidar la esencia de la obra de arte mediante el develamiento del ser de los objetos que en ella habitan. Sin embargo, su estudio genera diferentes cuestionamientos como: ¿por qué se presupone que las botas son de una mujer campesina?, ¿por qué unas botas para analizar el origen de la obra de arte?, ¿por qué las botas pintadas por Van Gogh?, ¿no puede acudir a una fotografía de unas botas o incluso a la imagen misma que cada uno puede tener de ellas?, ¿Heidegger realmente está observando la obra pintada por Van Gogh, o se trata de otra obra? La respuesta a todas las preguntas parece otorgarla Harries (2009) en su texto Art Matters, Contributions to Phenomenology: “el ejemplo elegido por Heidegger fue oportuno: la crítica de la metrópolis y su existencia desarraigada” (p. 83)1. El objetivo de Heidegger no es describir la pintura desde una iconografía o iconología, sino revelar el ser de las botas mismas desde un particular modo de poner la mirada ante la imagen, que permita situar la Modernidad (y nuestra época) como un estilo de vida desarraigada.

La mirada de Heidegger se posa ante la imagen de las botas de la mujer campesina y se aleja de todo análisis de la obra de arte y del arte mismo. Esta situación lleva a lo que caracteriza Harries como una escisión entre el filósofo y el pintor. La meditación poética de Heidegger interpreta las botas desgastadas de una campesina como la proximidad y la confianza que le permiten a ella relacionarse con su mundo originario y constituir su ser-en-el-mundo-campesino. La distancia de Heidegger de la percepción del pintor se debe a que su forma de ubicar la mirada ante la imagen tiene el propósito no de describir ni encontrar el significado de ella, sino de generar la apertura del ser de las botas. Así pues, es menester que el autor abandone la obra misma; la legitimidad del arte se debe entender a partir de la idea de este como el medio para la comprensión del ser de las cosas.

Ante lo mencionado, parafraseando a Harries (2009), se podría preguntar lo siguiente: ¿la interpretación de Heidegger nos ayuda a comprender la imagen o, por lo contrario, nos hace perder de su especificidad? (p. 89). Schapiro (1968) también realizó una fuerte crítica al análisis de Heidegger. Para él la meditación poética se basa en una desmedida imaginación, mientras que para Harries lo hace en un aparente sueño ante la imagen. Para ambos autores, Heidegger está desorientado, ambos se preguntan qué es lo que realmente está viendo, pues ni ellos, ni tal vez ninguno de nosotros puede percibir la meditación poética que él sí. Harries trae en su texto el siguiente pasaje de Schapiro para exponer esta crítica:

En efecto el filósofo se ha engañado a sí mismo. Él ha retenido de su encuentro con el lienzo de Van Gogh un conjunto de asociaciones con los campesinos y con el suelo que no se sustentan en la imagen en sí, sino que se basan en su propia perspectiva social con su pathos cargado de lo originario y terrenal. De hecho, él “imaginó todo y lo proyectó en la pintura”. Él ha experimentado muy poco y demasiado en su contacto con la obra (Harries, 2009, p. 90)2.

Según la lectura del filósofo Jean-Marie Schaeffer en Art of Modern Age (2000), la mirada de Heidegger ante la obra de Van Gogh y su intento por legitimar la esencia del arte están permeados por dos aspectos que van íntimamente ligados: el primero es, en alguna medida, la continuación de la tradición romántica de la teoría especulativa del arte de Jena, que tiene como punto central la sacralización del arte y su papel de redención a partir de su relación con el ser de la totalidad de las cosas, y la segunda, la comprensión de la historia de Heidegger como el ocultamiento y el olvido del Ser a partir del desenvolvimiento de la metafísica (Seinsgeschichte).

La teoría especulativa del arte tiene como convicción la tesis de que el discurso filosófico es incapaz de restaurar el fundamento onto-teológico que se había perdido con la determinación de los límites del entendimiento desde Kant, por tal razón el arte debía remplazar a la filosofía en dicha labor (Schaeffer, 2000, p. 69). Heidegger acompaña esta convicción en cierta medida, pues por un lado, comparte la nostalgia de Novalis como temple de ánimo fundamental para la filosofía (Heidegger, 2007, p. 28), y, por otro lado, considera que el pensar de la filosofía prepara el terreno del acontecer del ser y de la verdad que trae consigo el poetizar del poeta y que se materializa en Hölderlin (Schaeffer, 2000, p. 262). La mirada de Heidegger que excede a la obra misma es producto de este trasfondo, pues en su análisis no hay referencia alguna a las características pictóricas que en ella operan; Heidegger sólo busca en la obra algo que le permita legitimar la función ontológica del arte, en otras palabras, busca establecer la relación entre el poetizar y el pensamiento del Ser (Dicthten/Sein Denken).

Ante la disyuntiva de si la mirada de Heidegger está o no desorientada ante la imagen, podríamos decir que para él no lo está, pues el arte está al servicio de la apertura del Ser mediante los objetos que presenta. No obstante, para Schaeffer, Schapiro, Harries, y por supuesto para Panofsky, sí lo estaría, no solo por el objetivo de develar el ser de las botas y no el de la obra, sino también por el objetivo trascendental de manifestar un ser originario y olvidado como crítica a nuestra época.

En la edición inglesa de Ante la imagen [Confronting Images], Didi-Huberman (2005) añade un acápite al inicio denominado “The Exorcist”. En este presenta una historia judía de una pareja de enamorados que no puede desposarse pues el padre de la joven novia le ha arreglado otro matrimonio, como consecuencia de ello y por el dolor que lo invade, el joven novio enamorado, practicante de la cábala, se suicida. No obstante, por su uso de la cábala, su espíritu se introduce en el cuerpo de su amada el día de la boda; ella, poseída, habla con el tono de voz de su amado, no es ella en realidad. Su padre acude a un rabino para exorcizar a su hija de aquel demonio, cosa que acontece y la boda se puede llevar a cabo con toda tranquilidad y felicidad, incluso ignorando lo que realmente sucedió. Didi-Huberman nos dice que esta historia representa la historia del arte, y, según lo ya mencionado, podríamos decir que la mujer es el arte, el joven enamorado es la irracionalidad de Heidegger que se adhiere a ella porque la ama hasta el punto de habitar un mismo cuerpo, y el rabino, que expulsa este ser ajeno al mundo y al cuerpo de la dama, sería Panofsky.

Didi-Huberman nos dice que Panofsky es consciente del peligro que encierra en sí mismo el arte: ser de forma simultánea antídoto y veneno. “La obra de arte se convierte en una droga, incluso en un veneno para quienes la beben en exceso, se adhieren a ella hasta el punto de perderse en ella” (Didi-Huberman, 2005, p. xvi)3. El historiador de arte, para Panofsky, es entonces exorcista y médico a la vez, pues cura y exorciza la irracionalidad. Heidegger, en este punto, es el espíritu que debe ser exorcizado del arte, bien sea por un rechazo total a su modo de postrar su mirada ante la imagen o bien sea por una corrección de algunos aspectos de su mirada. Panofsky (2006) ya expresaba esto en su apreciación sobre la iconografía y la iconología:

Cuanto más subjetiva e irracional se muestre esta fuente de interpretación (puesto que toda aproximación intuitiva se hallará condicionada por la psicología y la “cosmovisión” del intérprete), tanto más necesaria será la aplicación de esos correctivos y controles que aparecían como indispensables cuando nos referíamos únicamente al análisis iconográfico y la descripción pre-iconográfica. […] nuestra intuición sintética debe ser corregida por una investigación acerca del modo en que, bajo diversas circunstancias históricas, las tendencias generales y esenciales del espíritu humano se expresaron a través de temas y conceptos específicos (p. 57).

Panofsky, al saber que el arte puede convertirse en veneno por el fantasma de la irracionalidad, genera medicinas para prevenir o curar tal enfermedad de la historia del arte. Incluso va más allá en su temor sobre la irracionalidad, pues la idea heideggeriana del Dasein arraigado a su forma arcaica en contra de la Modernidad, le parece el absurdo que lo llevó a la adhesión nacionalsocialismo.

A pesar de lo expuesto hasta aquí, esta oposición entre Heidegger y Panofsky sobre la obra de arte deja más dudas que certezas, pues surgen algunos interrogantes como: ¿está totalmente errada la interpretación de Heidegger?, ¿cuánto puede participar la imaginación en nuestra interpretación?, ¿se puede y se debe eliminar la irracionalidad del arte?, ¿promover la racionalidad o irracionalidad en el arte nos lleva a derroteros distintos al pensar la historia del arte?

3. Didi-Huberman y la historia crítica de la historia del arte

Didi-Huberman inicia su ensayo Cuando las imágenes tocan lo real con una afirmación y una pregunta que nos ubican de forma inmediata sobre el problema que venimos estudiando hasta este momento:

Al igual que no hay forma sin formación, no hay imagen sin imaginación. Entonces, ¿por qué decir que las imágenes podrían “tocar lo real”? Porque es una enorme equivocación el querer hacer de la imaginación una pura y simple facultad de desrealización (Didi-Huberman, 2013a, p. 9).

Didi-Huberman pone de relieve el papel de la imaginación en la interpretación artística, algo con lo que estarían en desacuerdo tanto Heidegger como Panofsky: el primero porque la develación del ser de las cosas (aletheia) no es producto del proceso de la misma, y el segundo, debido a que la imaginación conduce a nubarrones donde la razón se pierde y, con esto, se suprime el carácter simbólico de la obra4. La cuestión entonces es ¿hasta qué punto juega o puede jugar la imaginación en la interpretación artística?, ¿en qué consiste la imaginación para Didi-Huberman?

Una afirmación sobresale de Cuando las imágenes tocan lo real: “la imagen arde en su contacto con lo real” (Didi-Huberman, 2013a, p. 9). De entrada, esta afirmación plantea que la imaginación tiene que ir acompañada de lo real para que ella emerja en su totalidad; la imaginación y la realidad son condiciones de posibilidad para que arda la imagen. Ella no puede subsistir sin alguna de las dos. Pero ¿a qué nos referimos cuando hablamos de “ardor”? Didi-Huberman justifica su tesis trayendo a colación afirmaciones como la de Rilke según la cual la imagen poética solamente será verdadera en la medida que arda, o la de Benjamin: “la verdad […] no aparece en el desvelo, sino más bien en un proceso que podríamos designar analógicamente como el incendio del velo […], un incendio de la obra, donde la forma alcanza su mayor grado de luz” (citado por Didi-Huberman, 2013a, p. 11). Este análisis sobre el ardor lleva a Didi-Huberman a sostener que este es el contagio de la locura. Así vuelve a surgir la pregunta por cómo orientarnos ante la imagen en la medida en que esta arde, es decir, en la medida en que esta nos conduce a la irracionalidad. ¿Cómo salvaguardar el rol que cumple la imaginación en relación con la verdad en medio del incendio que provoca?

El ardor de la imagen imposibilita que la obra se cierre, es decir, que sea comprehendida de forma plena por la ratio. En la obra de arte y en nuestra mirada interactúan aspectos como la percepción, la psicología, la censura, el desgaste, el psicoanálisis, la manipulación o, como lo señaló Benjamin, la reproductibilidad técnica de cada una. Así pues, la dificultad para orientarnos ante la imagen radica en que no se puede hablar de contacto entre la imagen y lo real omitiendo el incendio que existe en dicha relación. A pesar de que son diferentes los aspectos que pueden hacer arder la imagen, la preocupación más definitiva que atraviesa el análisis de Didi-Huberman a lo largo de sus obras es el “anacronismo”. En Ante el tiempo el filósofo sostiene que siempre que estamos ante la imagen, estamos a la vez ante el tiempo (Didi-Huberman, 2006, p. 11), pues no solo aquella es producto de este último, sino también toda interpretación de la imagen esconde por principio tras de sí los problemas epistemológicos de la temporalidad. Volviendo a la sentencia inicial de Ante el tiempo, nos preguntamos: ¿a qué clase de tiempo nos referimos?, ¿qué problemas, método y consecuencias supone la relación imagen-tiempo?, ¿qué apertura estética genera esta relación? La relación imagentiempo llevará a Didi-Huberman a la búsqueda de nuevos modelos temporales a partir del anacronismo, los cuales aspiran a ir, tal como lo hizo Benjamin, a contrapelo de los relatos historiográficos tanto de la historia en general como de la historia del arte. El objetivo no es otro que generar un debate de orden metodológico sobre los medios y fines de la historia del arte para formular y legitimar una arqueología crítica de la historia, la cual permitirá tanto la relectura de las obras artísticas como también el desplazamiento del tono kantiano en la historia del arte que consolidó la obra de Panofsky.

Si detenerse ante la imagen es detenerse ante el tiempo, y si interrogar la historia del arte es interrogar a la historicidad misma, el cuestionamiento análogo nos obliga a analizar la noción de tiempo con la que trabajan historiadores e historiadores del arte; en particular en su actitud frente al tiempo. El historiador eucrónico idealiza la temporalidad en la medida en que desea establecer una concordancia lineal y lógica que le permita no solo develar las categorías para leer el pasado, sino también configurar la línea de progreso. Esta forma, en la que el pasado llega al historiador y cómo este lo asume en el presente, nos relega al tiempo eucrónico que legitimaron Ranke, Hegel y, por supuesto, Panofsky. En este sentido, la actitud del historiador y su producto deben leerse a contrapelo, es decir, ante un tiempo eucrónico se debe postular un tiempo anacrónico, el cual conduzca al ardor de la imagen hasta el punto de reformular toda su estructura epistemológica.

Desde la Modernidad la historia deja de ser la historia de las gestas de grandes personajes para consolidarse en un tipo de historia total5 en la que se aborde la plenitud de los hechos. Esta ampliación del objeto de estudio exige a los historiadores un nuevo tipo de racionalidad que debe agrupar y configurar los acontecimientos, esto con el fin de establecer un relato donde la amalgama de hechos cobre un sentido que dé cuenta no solo de lo sucedido, sino que explique la función del pasado para el presente y para el futuro. Esta actitud se ve reflejada en el paradigma del historicismo de Leopold von Ranke (Burke, 2003) y en las diferentes teorías de la filosofía de la historia lideradas por la teodicea de Leibniz (2013) y el Geist de la filosofía de la historia de Hegel (2005) 6. Sin embargo, en su método, esta nueva actitud tiene una contraparte: el refinamiento y la filtración de aquello que sobrepasa a los múltiples propósitos de la racionalidad histórica. Aunque la labor del historicismo deba interpretar los hechos de forma objetiva, tendrá, por la amplitud de su objeto de estudio, que seleccionar, priorizar y eliminar acontecimientos para otorgarle un sentido a los hechos, un sentido que depende tanto de una correcta depuración como de un ensamblaje perfecto de sus piezas para que no se fragmente su coherencia.

Ante los retazos que el tiempo eucrónico desechó, Didi-Huberman (2006) manifiesta la necesi dad de reevaluar la temporalidad a partir del anacronismo, pues solo este permitirá develar los problemas intrincados y contradictorios de la historia. Una lectura detallada y crítica de la historia nos permitirá reinterpretar que el tiempo no se presenta de forma homogénea, que no existe algo así como la concordancia entre los tiempos, pues en ellos opera la discontinuidad, las lagunas de tiempo, las latencias e intervalos heterogéneos. Todos ellos nos llevarán a repensar la historia dentro de una dialéctica irresoluble que modificará constantemente la forma en que percibimos el tiempo.

En este sentido, la imagen presenta fracturas y grietas temporales que impiden que su sentido cierre plenamente, pues en ella habitan diferentes aspectos que resquebrajan la uniformidad de lo que parece ser su único sentido. Para dar cuenta de esta tesis Didi-Huberman acude constantemente a Benjamin y a Aby Warburg; el primero a partir de su concepción de la historia y el concepto de dialéctica irresoluble, y el segundo desde el concepto de supervivencias (Nachleben). En el caso de Benjamin, vale la pena leer la forma en que ubica su mirada ante la imagen del Angelus Novus de Klee con el fin de analizar su tesis de la historia a contrapelo.

Hay un cuadro de Klee que se titula Angelus Novus. Se ve en él un ángel al parecer en el momento de alejarse de algo sobre lo cual clava la mirada. Tiene los ojos desencajados, la boca abierta y las alas tendidas. El ángel de la historia debe tener ese aspecto. Su cara está vuelta al pasado. En lo que para nosotros aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única, que acumula sin cesar ruina sobre ruina y se las arroja a los pies. El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero una tormenta desciende del paraíso y se arremolina en sus alas y es tan fuerte que el ángel no puede plegarlas. Esta tempestad lo arrastra irresistiblemente hacia el futuro, al cual vuelve las espaldas, mientras el cúmulo de ruinas sube ante él hacia el cielo. Tal tempestad es lo que llamamos progreso (Benjamin, 2008, p. 310).

La actitud del ángel ante el pasado es el epicentro de la interpretación de Benjamin sobre la obra de Klee. Esta actitud se puede describir como la preocupación por la redención de las ruinas que ha dejado la tormenta y el remolino del progreso, que no solo nos aleja de aquel paisaje desalentador, sino que, en su distancia, nos lleva a su olvido y su contraparte, la mitificación de la civilización y la cultura. La postura de Benjamin ante la imagen del ángel está permeada por la tesis presentada en “Sobre el concepto de historia”, una tesis que tiene objetivos epistemológicos y críticos en relación con la historia y el arte, que aterrizarán también en aspectos políticos. Benjamin considera que la tormenta que conduce al ángel al progreso, destruye y trae consigo los residuos del pasado que no desaparecen sino que quedan latentes a lo largo del tiempo. Estos residuos son los anacronismos de la historia, que se mantienen como síntomas que aguardan el momento para irrumpir la legitimación del desarrollo y para revelar consigo el costo del progreso. Así, el anacronismo planta una dialéctica entre lo olvidado y lo que permanece; entre la memoria y la historia; entre la barbarie y la civilización. El anacronismo en cuanto síntoma se incrusta en la imagen para generar el desgarramiento y el ardor que solo es posible a partir de la imaginación del historiador. “[La imagen] no será reconocida como tal en tanto el elemento histórico que la produce no se vea dialectizado por el elemento anacrónico que la atraviesa” (Didi-Huberman, 2006, pp. 28-29).

El tiempo eucrónico no es suficiente para comprender ni la historia, ni la imagen, ni la realidad, pues el tiempo se compone de la totalidad de eventos que están siempre en una dialéctica irresoluble. El historiador anhela eliminar toda grieta de luz que permita ingresar el aire con el cual puede formarse el fuego y el ardor de la imagen, la cual solo es posible mediante la imaginación crítica. El anacronismo es el síntoma de lo “ya sido”, oculto y que se hace legible en el contacto con el “ahora” de la imagen. Aby Warburg denominó esto como supervivencias (Nachleben), aspectos que sintomáticamente se pueden rastrear en diferentes imágenes, pues constantemente reaparecen en periodos distintos para con ello evidenciar la permanencia de lo fluctuante, de lo que persiste en la historia de forma casi fantasmagórica. Estos rasgos que alteran la historia por su dinámica y su propia naturaleza son imbricaciones que, por un lado, alteran la paz de lo sintetizable y, por otro lado, son lo insoluble del devenir histórico, pues, al igual que el síntoma, se adhieren de forma sombría.

Las supervivencias (Nachleben) son para Warburg aquellos rasgos o gestos que se encuentran en íconos, imágenes y obras que no corresponden a las clasificaciones estilísticas y periódicas de la historia académica del arte. Las supervivencias son síntomas del anacronismo que permiten ver la repetición de gestos, formas, fuerzas, afectos, y que solo pueden ser comprendidas desde modelos temporales no continuos ni claramente aislables, pues en las imágenes se dan efectos de contaminación, de retornos, desapariciones y reapariciones que pueden ser explicados mediante un enmarañamiento del tiempo en la dinámica de figuración o formación de las imágenes (Fisgativa, 2013, p. 167).

Ante la realidad de que solo hay historia anacrónica, se deben abordar por lo menos tres aspectos cruciales: (i) ¿la actitud del historiador ante este fenómeno ineludible debe ser de relajamiento o de incomodidad?; (ii) ¿qué epistemología y método se deben tener en cuenta para el anacronismo?, y (iii) ¿qué consecuencias y retos deja tanto la historia como la imagen anacrónica que cuestionan toda legitimidad oficial? Didi-Huberman responde a estas inquietudes desde lo que considera la piedra angular de su teoría, a saber, la comprensión y la legitimidad de la fecundidad del anacronismo. Como ya se mencionó, el tiempo eucrónico oculta más de lo que devela. En este sentido Didi-Huberman aborda la fecundidad del anacronismo desde la tesis benjaminiana de que la historia del arte no existe (Didi-Huberman, 2006, p. 121). Esta afirmación, nos dice el filósofo francés, no tiene como objetivo señalar literalmente la inexistencia de esta historia, sino, por el contrario, expresar el deseo de un nuevo comienzo, con una actitud y método distinto que permitan abordar la realidad de la imagen y del tiempo a partir de su anacronismo. La negación de la historia del arte es, entonces, una invitación a releer el tiempo y la imagen a la luz de la legitimidad del anacronismo. Esta relectura llevará a un nuevo inicio de la comprensión de la historia y de las imágenes en la medida en que la fecundidad del anacronismo va acompañada de la producción de su propia heurística y epistemología. En la medida en que el historiador desarrolle la pericia para hallar objetos temporales complejos que marquen la esencia heterogénea de la historia, y estos elementos estimulen además su imaginación crítica, la historia se dirigirá por un camino de descubrimiento constante, que exigirá una nueva postura de las miradas de los especialistas ante las imágenes.

La exigencia de replantear la historia del arte por parte de Benjamin, y que Didi-Huberman abandera, implica una epistemología crítica con la que el historiador debe asumir dos actitudes fundamentales. Se trata de actitudes que se encarnan en las figuras metafóricas del trapero de la historia y del niño. El historiador trapero es aquel que recolecta los vestigios que dejó la historia oficial con el fin no de coleccionarlos, ni de aproximarse a ellos con fines esnobistas, sino con el fin de devolverles la dignidad de la que fueron desprovistos. En medio de estas ruinas que dejó el proceso de refinamiento histórico, el historiador trapero debe actuar como un arqueólogo de vestigios que dinamiza cada una de estas partículas con el objetivo de develar la esencia anacrónica del tiempo y de “incendiar” la historia y la imagen artística. Veíamos anteriormente que Didi-Huberman (2013a) nos decía que “la imagen arde en su contacto con lo real” (p. 9), en este caso la imagen arde cuando la pericia del historiador devela el anacronismo que subyace a la realidad; solo allí la imagen y el tiempo arden, pues se desmorona paulatinamente la estructura que el sentido histórico le otorgó.

La pericia y la imaginación crítica que producen el desmoronamiento se dan cuando el historiador actúa como un niño que desplaza y revuelca las piezas de una historia que se cree en progreso. La imaginación del niño-historiador crea, entonces, el verdadero giro copernicano, con el cual se manifiesta la perduración del pasado que trastoca al presente y su comprensión del tiempo (Didi-Huberman, 2006, p. 141). La figura del historiador como niño se reduce no solo a su facultad de jugar con las cosas, sino también a su aspecto creativo, que se evidencia a la hora de reubicar las cosas según una nueva visión y, con ello, una nueva episteme. Esta creatividad se manifiesta cuando de los desechos recolectados por el historiador se crean montajes y nuevas configuraciones que producen la pluralidad de interpretaciones, que serán el material inflamable de la dialéctica del tiempo y de la imagen. Sin embargo, este montaje, que propone el tiempo anacrónico y que será el nuevo método del historiador del arte, puede darse exclusivamente a partir de la idea fundamental de que las imágenes siempre se remontan a otras con las que existe un hilo que, en algún momento, se rompió y debe ser enhebrado de nuevo. El montaje es la colocación de las ruinas del tiempo de forma tal que permita el conflicto con el presente.

Ejemplos de estas colocaciones se evidencian en nuestros días en distintos elementos: los telares narrativos de las madres de los desaparecidos; una secuencia de imágenes que quiere recobrar la historia de una comunidad no contada y que, por ello, lucha a favor de la memoria y en contra de la historia; filmes o documentales donde, a partir de los escombros del presente, se reconstruye el relato de los olvidados para que con ardor impacte en la mirada del espectador, e incluso, aunque de forma controversial, el performance destructivo de monumentos y esculturas por grupos que quieren reivindicar a los vencidos y excluidos de la historia.

La imaginación que hace arder las imágenes en el juego del desmontaje y el montaje es, entonces,

la actividad de montar imágenes heterogéneas, de yuxtaponerlas entre sí de forma anacrónica y chocante; la imaginación realiza montajes y encuentra afinidades entre elementos diversos, por lo que “hablar de imagen sin imaginación es, literalmente, separar la imagen de su actividad” (Didi-Huberman, 2004, p. 170) (Fisgativa, 2013, p. 169).

El montaje que plantean Benjamin y Didi-Huberman es un montaje calidoscópico en el que la luz que permite el reflejo de las imágenes es a su vez el hilo conductor que las interconecta y que hace posible, en su proyección general, el sentido holístico de la totalidad del montaje. Este último es dinámico gracias a la libertad de la fantasía del observador, que crea nuevas figuras con nuevos colores.

En esta nueva legitimación epistemológica se yuxtaponen la memoria, la imaginación y el aspecto revolucionario. Las imágenes y la imaginación con la que se abordan no pueden ser algo banal ni el proceso de una actitud burguesa. Por lo contrario, la imagen y la imaginación son producto de la malicia de la fantasía y el deseo de redención desde la reparación de lo olvidado. El montaje calidoscópico de las imágenes con el que se configuran los diferentes fractales de la historia solo es producto de esa malicia y ese anhelo de salvación. La fantasía sufre la paradoja de ser fuente del pecado por el desmontaje y el ardor que produce, pero a la vez es fuente de conocimiento al crear un nuevo saber.

Hay un último paradigma de la malicia sobre el que querría insistir. […] Se lo lee en las expresiones “destello de malicia” o “mirada llena de malicia”. Es el juego. Es la actividad infantil que consiste en producir “chanzas” — tanto con los seres como con las cosas. Divertirse locamente: placeres turbulentos, espasmos de risas locas, situaciones desmontadas. Hay orgullo al hacerlo, virtuosismo en las pullas, cálculos con segunda intención, complejidad de los montajes producidos. El niño malicioso dispone de la falsa inocencia y del verdadero poder del espíritu crítico, incluso revolucionario (Didi-Huberman, 2006, p. 164).

Didi-Huberman invita al espectador y al historiador a tener malicia ante la imagen, es decir, a desplegar la inteligencia mal intencionada sobre ella. Esto con el fin de llevar a cabo un juego también malicioso que desmontará el sentido de las cosas para abrir un nuevo abanico de sentidos que resignifique tanto la imagen como el tiempo. Sin embargo, ¿este “divertirnos locamente” desde una “mirada llena de malicia” no nos llevará al delirio de las interpretaciones subjetivas?, ¿acaso la legitimación de este juego y de esta malicia no puede llevarnos a derroteros donde se pierda la posibilidad de una última legitimidad del arte y su significado?, ¿este nuevo historiador o espectador crítico de la historia del arte que hace arder la imagen no puede llevarla hasta el punto último de la incineración sin sentido? El mismo Didi-Huberman parece ser consciente de esta situación al replantear lo que habíamos mencionado al inicio de este texto sobre el arte como antídoto y veneno:

El anacronismo, como toda sustancia fuerte, como todo phármakon, modifica completamente el aspecto de las cosas según el valor de uso que se le quiera acordar. Puede hacer aparecer una nueva objetividad histórica, pero puede hacernos caer en un delirio de interpretaciones subjetivas. Es lo que inmediatamente revela nuestra manipulación, nuestro tacto del tiempo (Didi-Huberman, 2006, p. 37)7.

La malicia de la imagen anacrónica nos lleva a una ambigüedad en cuanto a su provecho, y es en este sentido que se debe cuestionar si se puede y si es deseable evitar el exceso de la malicia de nuestra mirada. El juego al que nos invitan Didi-Huberman y Benjamin, desde la perspectiva de Panofsky, es arriesgado, pues el desmontaje y el montaje nos pueden llevar a la confusión y el retorno del nihilismo y la manipulación del arte. El mismo temor que Panofsky expresaba con Heidegger también lo tiene con Benjamin y lo tendría con Didi-Huberman, pues las cuestiones epistemo-críticas que allí se encuentran tendrían también un alcance político. El temor de Panofsky se puede trasladar en este caso al peligro revolucionario por parte del historiador que, en su juego malicioso, puede anular el aspecto crítico (que propone el mismo Didi-Huberman) y remplaza esto último ya no por la relectura y el diálogo con la historia, sino por el dominio y la destrucción total de esta.

Anteriormente indicábamos como posible ejemplo de los montajes desde el anacronismo la destrucción de monumentos y esculturas históricas acompañados de ciertos performances; en la mayoría de los casos, estos son justificados por una nueva comprensión del tiempo, de la historia y, por ende, de la imagen. Estos casos, si bien pueden leerse de forma análoga con la tesis benjaminiana de que no existe la historia del arte, parecen no tener el mismo objetivo. Pues si para Benjamin el propósito nunca fue destruir la historia del arte sino refundarla a partir de su nueva comprensión, en algunas ocasiones el objetivo de aquellos performances parece ser el radicalismo de la destrucción sin la discusión crítica a la que invitan tanto Didi-Huberman como Benjamin. La heurística del anacronismo no se puede realizar sin este debate, pues el rechazarlo nos llevaría a una censura inversa donde la malicia ante la imagen y ante el tiempo terminarían convirtiéndose en maldad radical. “Una epistemología del anacronismo no se concibe sin la ‘arqueología’ discursiva (…) [esta arqueología] termina siempre provocando un debate o al menos la intervención en un debate” (Didi-Huberman, 2005, p. 27). Debemos replantearnos si lo que queremos es una destrucción negativa que condena el pasado y la forma en que se ha narrado, o una destrucción positiva de la historia en el sentido heideggeriano, es decir, el desmonte de lo ya montado para extraer los elementos anquilosados y fundamentales de la tradición, y así mostrar la dinámica fértil que allí se encuentra; entablar, pues, lo positivo de sus posibilidades en el debate con las nuevas interpretaciones (Heidegger, 2015, p. 48).

4. Conclusión. La crisis del discurso de la legitimidad de qué es el arte y del espíritu crítico

Lo expuesto en este trabajo no se ocupa de otro fenómeno distinto al que Jean-Marie Schaeffer (2000) postula en la introducción de su obra Art of the Modern Age, a saber, que lo que parece ser una crisis de las artes es ante todo una crisis del discurso de legitimación del arte, bien sea por la multiplicidad de ensayos, artículos y libros en relación con el estado del arte, o bien sea por la mercantilización de la cultura que banaliza el arte a su nivel más prosaico. Schaeffer (2000) asevera que considerar que hay una crisis de legitimación del arte presupone un discurso que desea responder qué es el arte y, por tanto, una metodología para orientarnos ante dichas imágenes. El presupuesto de dicha crisis para el autor es erróneo, y de igual manera nos conduce a un derrotero del cual no podemos salir, pues nos instiga a permanecer en un análisis sacro y ontológico de las imágenes que plantea en sí mismo una escisión entre lo que es el arte y las obras de arte en sí mismas, con sus condiciones y características propias (Schaeffer, 2000, pp. 6-7).

Esta legitimidad filosófica del arte siempre ha permeado a Occidente, incluso en el interesante análisis que hace Wladislaw Tatarkiewicz (1995) sobre el concepto de belleza en Historia de seis ideas. En ella vincula los conceptos de arte y belleza en la historia de la pintura a partir de una metafísica desarrollada por diferentes filósofos a lo largo de los siglos. Sin embargo, esta sacralización del arte se acentúa aún más en el siglo xviii con el Romanticismo y la Revolución conservadora, la cual, luego de la crisis espiritual que dejó el Siglo de las Luces y del desencanto por el mundo y la posibilidad del hombre de acceder a lo absoluto, vería en el arte la compensación a dichas necesidades. El arte, así pues, encarnó para los filósofos del siglo xviii el halo metafísico con el que aspiraban no solo a asignarle una función ontológica, sino hacer de él la única representación posible de la ontología.

En contraposición a este síndrome ontológico se encuentra una interpretación “migrante” de la filosofía del arte. Didi-Huberman considera que, si bien las imágenes son esenciales en la existencia humana, buscarles una interpretación esencialista es un despropósito, pues una de las muchas implicaciones que tiene este objetivo es definir el dominio de la imagen. Es decir, o se determina de forma exclusiva que la imagen pertenece a un único campo estudio (como lo sería la filosofía) o, por lo contrario, las imágenes contienen una riqueza holística que exige la interdisciplinariedad, tal como aquella a la que recurre el filósofo francés, al pasar por la metaforología de Göethe, la antropología de Aby Warburg, la comprensión histórica de Benjamin e, incluso, el psicoanálisis. La filosofía “migrante” de Didi-Huberman exige ver en la imagen la capacidad crítica que esta tiene frente al mundo, la historia, el lenguaje y ella misma, pues solo así podremos navegar las diferentes corrientes que habitan en ella sin recurrir al punto fijo e ilusorio de la ontología. Así pues, la filosofía que desee aproximarse a la imagen debe despojarse de su pretensión epistemológica u ontológica, para, en vez de pretender abarcarlo todo, evidenciar su labor en lo preciso, en lo minúsculo, es decir, en la particularidad y los detalles de cada imagen. La filosofía “migrante” escapa a la incomodidad que representa para algunos la escurridiza “esencia” del arte. Por lo contrario, esta filosofía desea, en la particularidad de cada una de las obras y en la pluralidad de saberes, navegar y dejarse llevar por el carácter irresoluble que opera en las imágenes. La propuesta de Didi-Huberman parece adherirse a la conclusión a la que llegaba Schaeffer (2000):

Al entregarnos a la adicción del espejismo (filosófico) del Arte, nos hemos separado de la realidad múltiple y cambiante de las artes y de las obras; cuando pretendemos que el Arte es más importante que una obra en particular, aquí y ahora, hemos debilitado nuestra sensibilidad estética (y a menudo nuestro sentido crítico); pues al reducir las obras a jeroglíficos metafísicos, hemos enrarecido nuestros caminos hacia el placer y negado la diversidad cognitiva –y por tanto la riqueza– de las artes (p. 13)8.

John Berger en un brillante documental llamado Ways of Seeing (1972) afirma, en resonancia con la filosofía de Benjamin, que la forma en que vemos las obras de arte en nuestra época dista mucho de la forma en la que lo hacían nuestros antepasados. Ellos lo hacían en un aquí y en un ahora, mientras nosotros, por la reproductibilidad técnica de las obras de arte, podemos no solo percibirlas en cualquier momento y en cualquier lugar, sino incluso manipularlas hasta el punto de lo que hoy parece ser su banalización e incluso su falta de interpretación. En este sentido el objetivo de este texto, que era exponer algunas de las teorías que respondían a la pregunta de si es o no posible orientarnos ante la imagen, pretende evidenciar la tensión que subyace en la relación de la imagen con el ojo del espectador y el anhelo de legitimar un fundamento último de esta. La tensión que afrontamos cada uno de nosotros al ubicarnos frente a las imágenes contiene a su vez la preocupación de la que emergió este análisis: a menudo nos vemos tentados a abandonar la reflexión sobre este problema por la subjetividad de los espectadores o por la explicación que obtenemos de un folleto o de un experto que nos acompaña en el museo.

No obstante, esta tensión que subyace a la confrontación con la imagen, en vez de dispensarnos de la pregunta por su sentido y la forma en que se debe abordar, invita a ella en cada momento. La dificultad de orientarnos ante la imagen debe invitar al historiador del arte y al espectador a recobrar la importancia de la filosofía a la hora de plantear y pensar en cada una de las aristas que contiene dicho proceso, pues no solo de esta manera se le hará justicia a la imagen y seremos dignos de estar frente a ella, sino que también comprenderemos que la banalización (tal vez no solo) no proviene de las obras de arte contemporáneas y de las imágenes que bombardean nuestro diario vivir, sino que proviene (también) de la banalización de nuestra mirada.

Referencias

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Notas

1 “The example chosen by Heidegger was timely: the critique of the metropolis and its rootless existence”. Las traducciones de textos no disponibles en español son del autor.

2 The philosopher has indeed deceived himself. He has retained from his encounter with van Gogh’s canvas a moving set of associations with peasants and the soil which are not sustained by the picture itself, but are grounded rather in his own social outlook whit its heavy pathos of the primordial and the earthly. He has indeed ‘imagined everything and projected it into the painting.’ He has experienced both too little and too much in his contact with the work.”

3 It [the work of art] quickly becomes a drug, even a poison for those who imbibe it to excess, who adhere to it to the point of losing themselves in it”.

4 La discusión sobre la imaginación ha sido un tema fundamental en la filosofía del arte. En su artículo “Las paradojas de la historia del arte”, Jordi Massó (2017) expone cómo Kant sostuvo en la Crítica de la razón pura que “la labor de la imaginación trascendental es ante todo representativa: toda imagen, aunque parte del dominio de lo sensible, tiene encomendada la labor de servir de representación de un concepto del entendimiento” (p. 102). Esta subordinación de la imagen al entendimiento representó, por un lado, el desprecio del potencial de la autonomía de la imaginación y, por otro lado, consolidó las bases de la historia del arte al atar las imágenes a las ideas. Sin embargo, el problema de la imaginación no cerraría allí, pues incluso Hegel, que se preguntó si el arte bello es digno de un tratamiento científico, afirmó en sus Lecciones sobre estética que: “El arte no solo tiene a su disposición todo el reino de las configuraciones naturales en su múltiple y abigarrado aparecer, sino que, más allá de esto, la imaginación creadora puede verterse inagotablemente en producciones propias. Ante esta inconmensurable exuberancia de la fantasía y de sus libres productos, parece que al pensamiento tenga que faltarle el valor para traer a estos completamente ante su presencia, juzgarlos e insertarlos entre sus formas universales. […] En comparación con la naturaleza, es en el espíritu en general, y sobre todo en la imaginación, donde parecen estar particularmente a sus anchas el arbitrio y la ausencia de ley, y esto se sustrae por sí mismo a toda fundamentación científica” (Hegel, 1989, p. 10). La imaginación, desde la perspectiva de Didi- Huberman, a diferencia de la de Kant, nos sigue conduciendo a la paradoja de si el análisis estético puede ser abarcado por medio de un saber concreto, o si, por lo contrario, siempre estará dispuesto a una fenomenología abierta de la mirada en la que siempre habrá algo por decir.

5 Heródoto (1972, I, p. 3) cómo punto originario de la historia griega, y Vasari (2002, p. 32) como historiador del arte del Renacimiento, marcaron la inmortalización (athanatidzein) de los actos y los discursos de los hombres como el objetivo central de la historia y de la historia del arte. Sin embargo, desde la configuración plena del cristianismo con San Agustín, la historia comenzará a comprenderse como un trayecto con un fin determinado y una consumación última, cuya base es una teología de la salvación por la parusía de Cristo. Siglos después la Modernidad secularizaría esta teología de la salvación para configurar lo que se llamó la filosofía de la historia (Lowith, 2013).

6 El historicismo rankeano tenía como tesis fundamental la historia objetiva a partir del objeto esencial de la historia que es la política y en las instituciones donde se materializa dicho espíritu. La historia, así pues, es la historia de las grandes naciones, de los grandes hombres, de los estadistas y héroes que configuraron los grandes acontecimientos, y que son los únicos que vale la pena narrar. En oposición a este paradigma, se encuentran diferentes historiadores de los Annales a los que Didi- Huberman parece seguir en sus textos como lo son Carlo Ginzburg, Lucien Febvre, Marc Bloch, entre otros que configuraron lo que se llamó la nueva historia o la historia desde abajo que tiene una relación directa con las Tesis de la filosofía de la historia de Walter Benjamin (Burke, 2003).

7 Didi-Huberman (2006) se refiere a las supervivencias (Nachleben) como “fantasmas calcificados” que se metamorfosean dentro de las imágenes para estar en una constante reinvención desde el montaje y las sensaciones que vivifican. Rancière ha cuestionado esta interpretación pues desconfía del largo alcance de la vivificación propuesta por Didi-Huberman. Este aspecto fantasmagórico de las imágenes anula todo límite en la experiencia estética, pues el libre juego con el que se experimentan presupone siempre la vivificación de las imágenes cuando, incluso, piensa Rancière, estas o bien pueden no querer decir nada o no tienen más que decir. Por tal razón se hace necesario un retorno a la palabra escrita donde la legibilidad puede permitir leer las imágenes y su experiencia estética de una forma concreta (Cabello Padial, 2020). Ante este cuestionamiento por parte de Rancière, Didi-Huberman asume el riesgo que representa el libre juego del montaje de las imágenes, pero también es contundente al responder que la razón por sí misma encuentra un obstáculo al querer “leer” y “descifrar” las imágenes, pues el único modo de adentrarnos en ellas es la imaginación, la cual “acepta lo múltiple y lo renueva sin cesar a fin de detectar nuevas relaciones íntimas y secretas, [la imaginación encuentra] nuevas «correspondencias y analogías» que serán a su vez inagotables, como inagotable es todo pensamiento de las relaciones que cada montaje inédito será siempre susceptible de manifestar” (Didi-Huberman, 2011, p. 4).

8 Through our addiction to the (philosophical) mirage of Art, we have thus cut ourselves off from the multiple and changing reality of the arts and art works; by claiming that Art was more important than this or that work, here and now, we have weakened our aesthetic sensibility (and—often—our critical sense); by reducing art works to metaphysical hieroglyphics, we have rarefied our paths to pleasure and denied the cognitive diversity—and thus the richness—of the arts.”

Información adicional

Para citar este artículo: Matamoros, A.-J. (2022). La orientación ante la imagen, en busca de la legitimidad de la esencia del arte. Universitas Philosophica, 39(78), 215-240. ISSN 0120-5323, ISSN en línea 2346-2426. doi: 10.11144/Javeriana.uph39-78.oila

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