HAPTOCENTRISMO Y USO DEL CUERPO: UNA DECONSTRUCCIÓN DEL CUERPO PROPIO DESDE LA OIKEIOSIS ESTOICA HASTA LA FENOMENOLOGÍA DE LA CARNE

HAPTOCENTRISM AND THE USE OF THE BODY: A DECONSTRUCTION OF THE BODY PROPER FROM STOIC OIKEIOSIS TO THE PHENOMENOLOGY OF FLESH

Martín Grassi

HAPTOCENTRISMO Y USO DEL CUERPO: UNA DECONSTRUCCIÓN DEL CUERPO PROPIO DESDE LA OIKEIOSIS ESTOICA HASTA LA FENOMENOLOGÍA DE LA CARNE

Universitas Philosophica, vol. 39, núm. 78, 2022

Pontificia Universidad Javeriana

Martín Grassi

Universidad Católica Argentina, Argentina


Recibido: 25/10/21

Aceptado: 29/04/22

Publicado: 24/06/22

Resumen: Este trabajo muestra cómo una deconstrucción del cuerpo propio, desde la centralidad del tacto como autoafección (haptocentrismo), debe ser completada por una deconstrucción del aptocentrismo, es decir, de la comprensión del cuerpo propio como cuerpo del cual hago uso. Tanto el haptocentrismo como el aptocentrismo postulan al cuerpo propio como aquello que puede ser eminentemente apropiado por el viviente, una apropiación conceptualizada por el estoicismo como oikeiosis. En un recorrido que va desde el estoicismo hasta Michel Henry, pasando por Condillac, Maine de Biran, Rosmini, Husserl, Bergson, Marcel y Merleau-Ponty, podrá advertirse cómo estas argumentaciones están motivadas por dicha necesidad de apropiación del cuerpo y, por tanto, cómo la autoafección debe comprenderse dentro del esquema de la autoapropiación del viviente. Este paradigma de la autoapropiación encuentra, sin embargo, su lugar aporético en el cuerpo propio, el cual no puede ser nunca apropiado del todo y se presenta como el lugar de la resistencia y de la expropiación.

Palabras clave:vida, cuerpo, oikeiosis, autoafección, autarquía.

Abstract: In this paper I will show how a deconstruction of the body proper from the perspective of tactuality and self-affection (haptocentrism) must be completed by a deconstruction of aptocentrism, that is, the understanding of the body proper as a body I make use of. Both haptocentrism and aptocentrism understand the body proper as that which can be eminently appropriated by the living being, an understanding explicated in the Stoic concept of oikeiosis. Through a reading of Stocisim, Condillac, Maine de Biran, Rosmini, Husserl, Bergson, Marcel, Merleau-Ponty, and Michel Henry, I aim at showing how these different discourses are motivated by the ideal of life as autarchy. Hence, I argue that the idea of self-affection must be interpreted within the broader scheme of living beings as selfappropriated bodies. This paradigm of self-appropriation finds, however, its aporetic place in the body proper, for the body cannot be fully appropriated and represents the element of resistance and expropriation.

Keywords: life, body, oikeiosis, self-affection, autarchy.

Hacer una historia del cuerpo propio como cuerpo auto-afectado supone atender a lo que Jacques Derrida ha llamado haptocentrismo. Este paradigma que Derrida intenta deconstruir tiene como primer –y definitorio– lugar de análisis a quien fue, a sus ojos, aquel que nos ha legado para siempre las bases aporéticas de una reflexión acerca de la tactualidad como fundamento de la propia corporalidad: Aristóteles (Derrida, 2011, p. 23). La obra de Derrida atiende de forma pertinente a esta centralidad de la apuesta aristotélica y comienza a ponerla en cuestión gracias a otra manera de pensar el cuerpo, que retoma de su amigo Jean-Luc Nancy.

Sin embargo, esta atención al haptocentrismo no es suficiente para llevar adelante una deconstrucción del cuerpo propio, cuyo carácter de propiedad no corresponde tanto a la de una inmediación en su sentirse, sino a la de una inmediación en su uso, en su aptitud para servir al sujeto. En el presente trabajo mostraré que la historia del cuerpo vivido (Leib, chair) debe ser retomada no desde las coordenadas de una autoafección o de un sentirse sentir, sino desde las coordenadas de una autoapropiación. Esta deconstrucción –a diferencia de la de Derrida– no partirá del tacto, sino de la aptitud, y para ello nos serviremos del concepto estoico de oikeiosis, el cual responde con mayor rigor conceptual en la Antigüedad a la exigencia de caracterizar al propio cuerpo como aquel cuerpo del cual hago uso y del cual me apropio.

Nuestra hipótesis es que la centralidad de la tactualidad para pensar el cuerpo propio (haptocentrismo) está subsumida a la categoría de aptitud, que, en rigor, parece definir el cuerpo propio en el pensamiento occidental (aptocentrismo). Nos sabemos vivos porque nos sentimos vivos, y nos sentimos vivos porque sentimos nuestro cuerpo como propio, como estando referido a uno mismo, inmediatamente, ofrecido a nuestra disposición para hacer uso de él. Tal parece ser el camino que recorre la historia de nuestro pensamiento, desde la Antigüedad hasta nuestros días. Del estoicismo a Michel Henry, la conceptualización del cuerpo propio (cuerpo vivo o cuerpo subjetivo) se apoya sobre la primacía del sentido del tacto por su carácter de inmediación. No obstante, esta primacía es posible porque, a su vez, se apoya sobre las ideas de fuerza y agencia, las cuales encuentran en el cuerpo, al mismo tiempo, su órgano de acción y su primera resistencia. Esta segunda deconstrucción que proponemos en este trabajo supone comprender el haptocentrismo como una consecuencia del aptocentrismo. Una deconstrucción cabal del cuerpo propio debe desactivar este núcleo semántico de un cuerpo que está sujetado a la soberanía de un sujeto que lo usa a la manera de una determinada propiedad.

La deconstrucción del aptocentrismo apunta a una más amplia deconstrucción de la subjetividad occidental, a saber: aquella referida al sujeto viviente. Esta última deconstrucción debe atender al modo en que se ha definido al viviente por su capacidad de autogobernarse o autorregirse. De allí que Occidente haya subrayado ante todo el carácter autárquico de todo viviente, en tanto que se define el viviente como aquel que tiene dominio sobre sí mismo y es inicio, origen y causa de sus dinámicas (Grassi, 2018). En otras palabras, una doble deconstrucción del (h)aptocentrismo puede llevarse efectivamente adelante si se la incluye dentro de una deconstrucción más amplia, la del concepto de vida1. En efecto, las aporías que abre el cuerpo vivo respecto a su propiedad y carácter foráneo solo pueden comprenderse en el marco de la definición de la vida a partir de su carácter reflejo. Este último implica que entre el viviente y el sí mismo hay un hiato insuperable que debe ser, de algún modo, subsanado.

Los diversos discursos en Occidente han apuntado a garantizar la unidad, aun dentro de esta esencial e insuperable dualidad, a partir de un poder de autodeterminación y autogobierno del viviente. Por ello, en el presente artículo mostraré cómo una lógica de lo propio y de la apropiación (oikeiosis) respecto al cuerpo vivo se entronca con la estrategia occidental de comprender la vida como potencia de autodeterminación que estructura la base y el fundamento para el discurso en torno al cuerpo propio. Tanto el haptocentrismo como el aptocentrismo postulan al cuerpo propio como aquello que puede ser eminentemente apropiado por el viviente, una apropiación que es conceptualizada por el estoicismo con el nombre de oikeiosis. En un recorrido que va desde el estoicismo hasta Michel Henry, pasando por Condillac, Maine de Biran, Rosmini, Husserl, Bergson, Marcel y Merleau-Ponty, podrá advertirse cómo estas argumentaciones están motivadas por esta necesidad de apropiación del cuerpo y, por tanto, cómo la autoafección debe comprenderse dentro del esquema de la autoapropiación del viviente. Este paradigma de la autoapropiación encuentra, sin embargo, su lugar aporético en el cuerpo, el cual no puede ser nunca apropiado del todo y se presenta como el lugar de la resistencia y de la expropiación.

2. La oikeiosis y el uso del cuerpo

El cuerpo vivo, nuestro cuerpo, es una unidad de diversas partes que son usadas todas para asegurar nuestra efectiva supervivencia. La centralidad de la categoría de uso puede encontrarse ante todo en la tradición estoica, que aborda todas las dimensiones de la existencia humana desde una perspectiva pragmática. De allí que el estoicismo pueda ser considerado ante todo como una escuela que ofrece una “teoría unívoca de la práctica”, la cual posibilita la construcción de un sistema filosófico total (Bénatouïl, 2007, p. 16). Los estoicos articularon con especial interés el discurso ético y el biológico a partir de la idea de “uso de sí”. Este uso del sí mismo no es exclusivo de los hombres, sino que también se encuentra en los animales, que usan las partes de su cuerpo en sus conductas vitales2 . Este uso de sí, que es un uso del cuerpo, implica una oikeiosis, que significa tanto familiarización como apropiación.

El concepto de oikeiosis se ha tomado en su sentido ético, ante todo, desde la elaboración de Hierocles y su fundamentación de la moral a partir de este cuidado de sí mismo en su obra Elementos de ética (2009). Este autor traslada este cuidado de sí mismo como en círculos hacia el cuidado de los otros, hasta albergar a todos los seres humanos como partes de una misma “familia”. Esta significación ética de la oikeiosis ha tenido un éxito innegable en el pensamiento ético y político de Occidente, y la noción misma de ley natural puede retrotraerse a él. Sin embargo, Giorgio Agamben (2017), en El uso de los cuerpos, último volumen de Homo sacer, vuelve a otra valencia del concepto estoico de oikeiosis que se refiere al uso y la propiedad del cuerpo: “El viviente usa de sí en el sentido en el que, en su vivir y en su entrar en relación con otro distinto de sí, se trata en cada ocasión de su propio sí, se siente a sí mismo y se familiariza consigo mismo” (p. 116)3

En nuestro caso, volvemos a este significado prácticamente desatendido de la oikeiosis estoica para proponer la deconstrucción del cuerpo propio en términos de aptocentrismo dentro de la deconstrucción más amplia del paradigma bio-teopolítico de la autarquía. La oikeiosis apunta, pues, a que aquello con lo cual la vida humana y animal está primeramente familiarizada, y aquello que primeramente se apropia en su uso, es el cuerpo. Como afirma Séneca4, dado que el objetivo principal de la actividad del viviente es la autoconservación, es preciso que todo animal tenga un conocimiento innato de la constitución de su cuerpo y del modo de usarlo, antes incluso de cualquier experiencia o aprendizaje posterior.

Tratábamos de investigar si todos los animales tienen conciencia (sensus) de su propia constitución (constitutio). Nada nos demuestra tanto que lo tienen como el hecho de mover sus miembros de manera adecuada y expedita, como si verdaderamente hubiesen sido enseñados; no existe ninguno que no use ágilmente sus miembros (nulli non partium suarum agilitas est). [Al igual que un artesano o que un piloto en el barco,] el animal es expedito en el uso (usus) de sí mismo. […] Esa solicitud (cura) [respecto a sí mismo] es en todos los animales no adquirida (inseritur), sino innata (innascitur). La naturaleza conduce a sus hijos a la vida; no los lanza a la vida, sino que, como el defensor más próximo es el más seguro, cada uno queda encomendado a sí mismo. […] Ningún animal llega a la vida desprovisto del temor a la muerte. [Y este conocimiento de lo que les es provechoso y de lo que les es dañino] no lo adquieren por costumbre, sino por natural amor a la propia conservación (naturali amore salutis suae). […] La naturaleza enseña sobre todo la guarda de sí mismo y la destreza en ejercerla (peritia); y por esto comienzan el aprendizaje (discere) al mismo tiempo que la vida (vivere) (Séneca, Epístolas a Lucilio, CXXI)5.

Podría afirmarse que el cuerpo vivo es un cuerpo apropiado, en tanto que en el uso del cuerpo propio se da el fundamento mismo de la vida y de su supervivencia. El viviente está primeramente referido a sí mismo al modo del cuidado, para luego referirse a lo que lo rodea, y su comportamiento no es sino la coherente expresión de este cuidado. Por ello, el concepto de oikeiosis articula el souci de soi y la maîtrise de soi, dando cuenta de la relación inmediata que los animales tienen consigo mismos y con sus facultades, sin necesidad de postular una consciencia transparente ni un alma independiente (Bénatouïl, 2007, p. 23).

La autopercepción es, por esta razón, el fundamento de la autopreservación (Aoiz, 2012, pp. 24-25). Además de configurarse en una teoría ética sobre la familiarización de los hombres con todos sus semejantes (como en la imagen de los círculos de Hierocles), la oikeiosis es una teoría sobre el uso de sí mismo y de la apropiación del cuerpo propio como lo que define propiamente a lo viviente. Agamben (2017) –examinando el concepto de oikeiosis– no duda en afirmar, por ello, que “el sí mismo no es otra cosa que el uso de sí” (p. 116).

La doctrina estoica del uso del cuerpo tuvo un rol fundamental también en la fisiología antigua, dominada sobre todo por los trabajos de Galeno (una de sus obras más importantes se titula Perí chreías morión, es decir, Acerca del uso de las partes). En última instancia, el cuerpo orgánico es un cuerpo funcional en tanto hace uso de sus partes. La noción de órganon (que significa en griego también ‘instrumento’) es clave para comprender este campo metafórico en el que las partes del cuerpo son orgánicas en tanto que tienen una función dentro del todo organizado. La definición de cuerpo orgánico en la fisiología occidental supone afirmar que el cuerpo viviente se sustenta a sí mismo gracias al autogobierno y a la autorregulación del viviente sobre sí mismo (Grassi, 2021a). Esta definición nuclear de la vida como autarquía implica, ante todo, que el viviente hace uso de su propio cuerpo, que se lo apropia constantemente a pesar de los factores expropiadores que lo amenazan de muerte a cada instante. Entre los discursos fisiológicos occidentales del cuerpo orgánico y los discursos “fenomenológicos” de un cuerpo que se reconoce sensiblemente como propio hay una matriz común: el cuerpo viviente/orgánico se define por su aptitud de gobernarse a sí mismo, por la capacidad de hacer uso de sí mismo y de sus partes6.

3. La tactualidad y el poder sobre sí en la modernidad

La historia del haptocentrismo puede retrotraerse al De Anima de Aristóteles (2015), en el que afirma que el tacto es el sentido fundamental sin el cual el resto de la sensibilidad animal no puede tener lugar. A diferencia de la idea estoica de oikeiosis, las reflexiones acerca del alma responden en Aristóteles a dos esquemas distintos: el alma es entelequeia de un cuerpo organizado y es, también, el principio de las facultades vitales. Esta estrategia se refleja en la composición misma del De Anima, en tanto que una primera parte da cuenta de la unidad del cuerpo viviente y de sus partes a partir de una causa formal-final, mientras que una segunda parte atiende a las facultades que se remiten a esta causa, entre las cuales se encuentra la sensibilidad (aisthésis). La apropiación y el uso del propio cuerpo, que en los estoicos anuda lo orgánico con lo estesiológico, están separados en la obra de Aristóteles. Entre las diversas facultades sensitivas, el tacto adquiere un lugar muy particular, puesto que está en la base de todo el aparato sensitivo (De Anima 435b5) y se distingue de los otros sentidos por la dificultad de comprender cuál es su órgano de percepción, cuál es su medio, y cuál su objeto propio (De Anima, 422b 15-424a 15).

De allí que Derrida (2011) afirme que Aristóteles nos ha legado un cúmulo de aporías que Occidente no ha dejado de intentar resolver (p. 23). Sin embargo, el cuerpo propio en Aristóteles se siente a sí mismo en el tacto, pero no entra en una dinámica de apropiación de sí que esté asociada a la tactualidad. El tacto muestra una conexión con la conservación de sí a partir de la dependencia entre la nutrición y el sentido del gusto (el cual se asocia a la tactualidad) (De Anima, 434b10), pero Aristóteles no los marida tan estrechamente como lo hace el estoicismo. Esta novedad del estoicismo supone la posibilidad de fundamentar una continuidad entre lo biológico y lo ético a partir de la idea de uso del cuerpo, que implica el con-tacto del viviente consigo mismo. Si bien la noción de tacto en Aristóteles realiza un desplazamiento semántico que va desde lo estésico a lo ético a partir, sobre todo, de la figura del hombre prudente (Díez Fischer, 2021), lo hace más bien de forma metafórica.

Intentaré mostrar ahora cómo en la modernidad este maridaje entre tactualidad y apropiación del cuerpo pasa a estructurar la comprensión del cuerpo propio y a articular el uso del cuerpo con la autoafección. En Derrida (2011), la continuidad entre organicidad y tecnicidad se entronca con la idea de una “tejné de los cuerpos”, por lo cual este reconduce su deconstrucción a la cuestión de la mano y emprende una deconstrucción de lo que llama humanoísmo. La “tradición haptocéntrica o tactilista” es una pragmática que tiene como hilo conductor la manipulación, la acción de la mano (Derrida, 2011, p. 72). Al no atender a la tradición estoica, Derrida pierde la posibilidad para comprender la tradición haptocéntrica como una tradición aptocéntrica, que intentaré aquí explicitar en su desarrollo moderno.

A partir de la modernidad, el carácter subjetivo del cuerpo propio es examinado especialmente. René Descartes (1996) sirve de bisagra para esta historia del cuerpo propio, pues considera al cuerpo ya no solo como un objeto peculiar dentro del universo físico, sino como la materia misma de la que está hecha nuestra experiencia subjetiva, como puede verse en su Tratado acerca del hombre7. Sin embargo, prefiero comenzar desde la discusión respecto al cuerpo propio y a la tactualidad que abre la obra de Condillac (1963), para quien toda sensación debe enmarcarse en un sentimiento más originario que él llamará “sentimiento fundamental” de la vida (II, 1). Este sentimiento fundamental de la vida no es algo extraño o de otro orden respecto al cuerpo orgánico, sino el resultado “fenoménico” de dicha organización. En efecto, el cuerpo siente porque se siente sentir, y lo que siente en primera instancia es un cierto movimiento de sus partes, cuya expresión mínima son los movimientos de la respiración. Por esta razón, Condillac (1963) –en una articulación entre el mecanicismo y el giro subjetivo moderno– denomina a esta sensación elemental de la acción recíproca de las partes de su cuerpo “el sentimiento fundamental, porque la vida del animal se inicia con ese juego de la máquina y depende de él únicamente” (II, 1, 1). De allí que solo podamos decir que las sensaciones son nuestras por referencia al sentimiento fundamental que les es simultáneo y que los acompaña.

Retomando una metáfora apenas nombrada por Descartes (1996), Condillac considera al cuerpo como si fuera una estatua a la que, como en la narración fantástica del Pigmalión, se va otorgando al pedazo de arcilla diferentes facultades sensitivas hasta conformar cabalmente al hombre. En esta narración Condillac subraya la importancia que tiene el sentido del tacto para la tematización del cuerpo propio y del mundo exterior. En efecto, tan solo puedo decir “yo” dada la modificación en el tacto, en el cual se apoyan los demás sentidos, que es lo mismo que decir que el sentimiento fundamental, al ser modificado, nos alerta sobre nuestra existencia: “ese sentimiento [fundamental] y su yo son, en el origen, una misma cosa” (Condillac, 1963, II, 1, 3). Entre el cuerpo y la sensación que tengo de él hay una reflexividad total sin resto, una especie de pura transparencia en el centro de un medio opaco –como es la materia–.

El tacto es el único sentido que nos permite afirmar tanto la existencia del sí mismo como la existencia de los seres del mundo exterior. En efecto, cuando el cuerpo propio se toca a sí mismo, el cuerpo es a la vez el que toca y el que es tocado; cuando el cuerpo toca, pero no se siente tocado, reconoce la existencia de un cuerpo que no es él mismo, es decir, reconoce la existencia de un cuerpo extraño. “La sensación de solidez que les ha dado consistencia en un caso, se la da también en el otro, pero con una diferencia: el yo que se respondía, cesa de responderse” (Condillac, 1963, II, 5, 5; énfasis añadido). No hay, pues, cuerpo propio sin este carácter necesariamente reflexivo del tacto y sin el uso que puedo hacer de él, es decir, en tanto que responde al gobierno del viviente sobre sí mismo.

En oposición a la primacía que Condillac parece concederle a la dimensión pasiva del cuerpo propio, Maine de Biran (1967) rechaza el postulado de que el sujeto se constituya gracias a las sensaciones provenientes del exterior. Para Maine de Biran, el ego es ante todo una actividad, una fuerza, y, lejos de ser de naturaleza sensible, el yo es de índole espiritual. En este sentido, su filosofía es una profundización de la filosofía reflexiva y espiritualista cartesiana, siendo para él la introspección el método fundamental de la filosofía (Maine de Biran, 1967, p. 65). Reflexionando en torno al hábito, Maine de Biran afirma que el encuentro con el mundo, que queda expresado en la percepción objetiva o representación, no se reduce a una sensación subjetiva de un sujeto que es entendido como simple actividad pasiva y que queda confundido así con la organización viviente. Por el contrario, este encuentro se da gracias al alma entendida como actividad libre “que imprime a sus productos un carácter de fuerza, constancia y perfectibilidad que está por completo ausente en la sensibilidad pasiva” (p. 67). De esta forma, podemos entender la constancia y permanencia de un yo libre que se enfrenta al mundo sin perderse en él, y que se sirve del cuerpo como de un instrumento al cual le imprime distintos movimientos; lo que permite que el yo pueda autoafirmarse no es el yo pienso, ni el yo siento, sino el yo puedo (pp. 67-68)8.

Ahora bien, el modo en que debemos inspeccionar la naturaleza del yo y del pensar es justamente un modo psicológico, es decir, fundado en la experiencia interior de un sentido íntimo. Este “hecho primitivo” no es sino la conciencia de la propia individualidad, que se manifiesta en la palabra yo y que fundamenta la apercepción de sí (p. 71). En efecto, el yo es idéntico a sí y, a pesar tanto de las modificaciones internas y externas como de sus propios actos de representación, permanece siendo el mismo (p. 75). Podríamos hacer tabula rasa de todas las sensaciones y representaciones, mas aun así subsistiría la apercepción inmediata o simple del yo; la vida personal es fuerza actuante que se siente a sí misma en su misma actuación, y a la cual todas las demás sensaciones se unen o combinan; la vida personal es esta “sensación del esfuerzo inmanente” (p. 76).

La primera resistencia a esta fuerza primigenia la ofrece el cuerpo propio, el cual, aun cuando esté unido íntimamente a uno mismo, es distinto de este yo-actividad (p. 76). Claro está que la apercepción es esencialmente subjetiva, aun cuando al conocerla podamos objetivarla (en efecto, toda intuición es por definición objetiva). A la vez, la intuición de sí es distinta de la sensación inmediata, puesto que esta es localizada en algún órgano, mientras que el sentimiento de sí pertenece solo al alma y tiene primacía sobre esta última. Por esta razón, “la apercepción inmediata del yo es origen y fuente de todas las nociones universales y necesarias de ser, sustancia y de causa” (p. 77), y acompaña a todas las ideas que sean producto de la experiencia exterior. El problema de la relación entre el alma y el cuerpo, es decir, entre lo moral y lo físico, es un problema muy complejo, pero Maine de Biran (1967) no duda en afirmar las leyes propias de ambos órdenes, dándole al alma espiritual una clara primacía sobre el organismo corpóreo (pp. 84-85). La idea de órganon marida aquí los discursos fisiológicos y fenomenológicos, en tanto que el cuerpo propio es el cuerpo del cual puedo hacer uso9.

Un autor que ha sido a menudo descuidado en esta historia del cuerpo propio es Antonio Rosmini, para quien hay dos formas irreductibles de conocer el cuerpo: o bien lo conocemos extrasubjetivamente, es decir, como un cuerpo más entre los tantos que habitan el mundo, o bien subjetivamente, en tanto que yo vivencio a mi cuerpo, y así mi cuerpo es consenciente de mi espíritu al que está unido. Mientras que en el primer caso conocemos nuestro cuerpo gracias a los sentidos –con los cuales a su vez conocemos todo otro cuerpo–, en el segundo, el sentimiento fundamental nos da acceso al conocimiento del cuerpo como propio (Rosmini, 1941, III, I, 1-2). Ahora bien, este sentimiento fundamental acompaña siempre al sujeto humano y anoticia al hombre de cualquiera de las modificaciones de su propio cuerpo, estando siempre con él, por ello, en todas las sensaciones que recibe del mundo. Este sentimiento fundamental es testigo del lazo que une al espíritu y al cuerpo, el cual se quiebra tan solo con la muerte (III, 1, 3).

El sentimiento fundamental es susceptible de ser modificado al ritmo de los cambios de los propios órganos, con lo cual este sentimiento no solo nos pone en contacto con nuestro propio cuerpo, sino también con el mundo. Es decir, nuestro cuerpo goza de una pasividad que nos abre al mundo y por la cual advertimos la existencia de los cuerpos externos. En efecto, la misma noción de cuerpo comprende la de fuerza, y la diferencia entre el cuerpo propio y los cuerpos extraños puede establecerse gracias a que la fuerza que proviene de ellos tiene orígenes diversos. Dicha diferenciación se da inmediata y evidentemente a la conciencia, con lo cual dicha diferencia se presenta de modo cierto e indudable (III, 1, 5).

Sentir implica, primordialmente, sentir el propio cuerpo gracias al sentimiento fundamental, y, secundariamente –en el orden de la fundamentación, no del tiempo–, sentir lo que proviene del mundo (III, 1, 5). De este modo, Rosmini se separa explícitamente de Condillac, puesto que el sujeto es primeramente activo y no pasivo (III, 1, 7). En efecto, aunque generalmente el hombre necesita de alguna modificación de lo exterior para percatarse de que siente, no es necesario para Rosmini (1941) de ningún modo sentir algún cuerpo exterior para sentirse a uno mismo: “este sentimiento es tal que siempre permanece en nosotros, aunque desaparezcan todas las sensaciones adquiridas del exterior”(III, 1, 6,). De allí también la dificultad de conceptualizar este sentimiento fundamental, dada su inmediatez y la intimidad en la que tiene lugar (III, 1, 6).

En todo caso, para Rosmini, es clara la supremacía que tiene el sentimiento fundamental de la vida por sobre toda otra sensación particular posible. Esta también evoca la supremacía del yo, que se presenta con la misma apodicticidad que el sentimiento fundamental, puesto que ambos hechos de la conciencia se acompañan10. Esta afirmación de Rosmini lo entronca claramente con el concepto de oikeiosis estoica, en tanto que este uso del cuerpo es connatural al viviente y su pericia sobre sí mismo es “anterior” al uso efectivo de sus partes en el marco de sus experiencias con el mundo que lo circunda. En el giro moderno, el lugar de esta subjetividad adquiere una dimensión más radical que en la filosofía antigua, pero es importante mantener una lectura holística de la tradición occidental y detectar, a pesar de las diferencias y énfasis, el hilo invisible que las enhebra. Como intento argumentar en este trabajo, este entramado se encuentra en la creencia fundamental de que el cuerpo propio es un cuerpo apropiado, un cuerpo que se me brinda al modo de un uso inmediato que hago de él.

4. El espiritualismo francés del siglo xx: Henri Bergson y Gabriel Marcel

Heredero de la corriente espiritualista de Maine de Biran, Henri Bergson busca reestablecer la unidad viviente perdida con el método analítico de las ciencias naturales. Para él, lo único que puede llevarnos a lo real es el acto simple de la intuición, el cual nos adentra en el interior mismo de las cosas, en su duración e individualidad, es decir, en su carácter de absoluto. En cambio, el análisis conceptual tan solo nos brinda un símbolo de lo real, una traducción, y no el original mismo (Bergson, 1963b, p. 1187).

Este centro de reflexión es el yo, realidad de la cual tenemos una clara e innegable intuición y la cual nos permitirá acceder simpáticamente a la realidad misma (Bergson, 1963b, p. 1188). En Materia y Memoria (1963a), Bergson examina con detenimiento la naturaleza del cuerpo propio, centrándose en particular en la memoria, uno de los puntos de contacto de lo material con lo espiritual, que parece caracterizar a la realidad yoica (p. 225). Todo el universo –que no es más que un conjunto de imágenes– tiene lugar y se refiere a una imagen particular: la de mi propio cuerpo. Aún más, “nada nuevo puede producirse a no ser por intermedio de ciertas imágenes particulares, cuyo tipo me es dado por mi cuerpo” (Bergson, 1963a, p. 234). Mi cuerpo es aquel que introduce cambios en este conjunto de imágenes, puesto que mi cuerpo es, ante todo, un centro de acción –no una imagen de la que extraigo todo el universo, como quisiera el idealismo–, y los objetos que lo rodean no son sino el reflejo de la acción posible de mi cuerpo sobre ellos (p. 237). De esta manera, podemos distinguir entre materia y percepción de la materia, en tanto que la primera se refiere al conjunto de imágenes que es el universo, y la segunda, a la acción posible de mi cuerpo sobre la primera (p. 238).

Por consiguiente, no hay en realidad una diferencia de naturaleza entre la materia y la percepción de la materia, entre ser y ser conscientemente percibidas, sino que esta diferencia radica en el interés de mi cuerpo en actuar sobre cierta imagen y, por tanto, en un dejar de lado una totalidad para concentrarme en un aspecto que invita a actuar sobre él (1963a, p. 254). Si bien hay una relación entre la percepción y los nervios encargados de la sensación, es un claro error reducir la percepción a la excitación sensorial, ignorando que la percepción no es sino una solicitud a mi actividad: “mi cuerpo es lo que se dibuja en el centro de estas percepciones; mi persona es el ser al cual hacen referencia estas acciones” (p. 263).

De la misma manera se explica la distinción entre lo interior y lo exterior, que no es sino la distinción entre mi cuerpo y todos los demás. Ahora bien, en el caso de la percepción del cuerpo propio, lo que antes era el reflejo de una acción virtual, pasa a ser ahora el de una acción real, es decir, la percepción de mi cuerpo se confunde con la afección. Dado su lugar privilegiado, el cuerpo propio es a la vez sentido y percibido. Aún más, toda percepción involucra una afección, puesto que mi cuerpo no es un punto más en el universo, sino que, al percibir otros cuerpos, él mismo es afectado: los objetos son el reflejo de mi acción posible sobre ellos, pero también, a la inversa, son el reflejo de sus posibles acciones sobre mi cuerpo propio (Bergson, 1963a, p. 273). En consecuencia, “no hay percepción sin afección” (p. 275), y la imagen de la percepción se recubre del agregado de lo interior, que es producto de la afección. Con ello, tan solo deja de lado la afección, y podemos volver a encontrarnos con la imagen pura que correspondería a la percepción (p. 263).

Se desprende de estas consideraciones del cuerpo propio como centro motor que la distinción o unión entre sujeto y objeto se presenta ante todo en función del tiempo y no del espacio (p. 288), dado que “la percepción dispone del espacio en la misma proporción en que la acción dispone del tiempo” (p. 248). Es claro que en Bergson el uso de sí fundamenta su metafísica pragmática y su comprensión del cuerpo propio, en línea con Maine de Biran.

Admirador de Bergson y continuador de la tradición reflexiva francesa biraniana, Gabriel Marcel llevará adelante un examen del cuerpo propio que influirá fuertemente en la filosofía posterior. El “misterio de la encarnación” refiere ante todo a la existencia entendida como el dato “indubitable”, el punto de partida absoluto de toda reflexión posterior. Y el existente que se ofrece como absolutamente indubitable soy yo mismo, por lo cual la propia existencia se presenta como el existente-tipo: todo otro existente se presentará de un modo semejante al modo en que uno mismo se presenta a sí (Marcel, 1967, p. 29). En línea con Maine de Biran, para Marcel el “yo existo” no alude al yo pienso, sino al yo siento o, aún más rigurosamente, al yo vivencio (j’éprouve) (p. 29).

Mi propia existencia se me ofrece inmediatamente en la sensación del cuerpo propio y el sentir del mundo gracias a esta sensación, lo cual da lugar a una conciencia exclamativa de sí, que nos permite decir “aquí estoy” (Marcel, 1997, pp. 106-107). Pero cuando digo “existo”, reconozco algo más que mi existencia como sujeto sensible, expreso al mismo tiempo que soy manifiesto, como lo indica la partícula ex en existencia, en otras palabras, tiendo hacia fuera y me ofrezco al mundo. Esta tendencia tiene lugar gracias a que hay mi cuerpo. La presencia de mi cuerpo para mí mismo le confiere al hecho de existir una consistencia que sin ella este no podría tener (Marcel, 1967, p. 30). Por esta razón, mi cuerpo es el centro de gravedad de la órbita existencial, en tanto que “es el punto con relación al cual se sitúan para mí los existentes” (p. 31). De aquí que, para Marcel, la mal llamada concepción de la existencia no es sino “la extensión imaginativa y simpática del dato parcialmente opaco a sí mismo, a partir del cual se constituye toda experiencia” (p. 32). Por ello mi cuerpo es el existente-tipo, y el mundo existe para mí en tanto que sostengo con él relaciones como las que sostengo con mi propio cuerpo. Mi encarnación es el fundamento, de este modo, de mi ser en el mundo (Marcel, 1935, p. 261).

El carácter de mío de mi cuerpo detenta el índice de intimidad y de existencialidad presente en mi conciencia exclamativa de existir (Marcel, 1935, pp. 304-305). Esta pertenencia del cuerpo que lo hace ser mío es, para Marcel, sumamente problemática. En primer lugar, dicha pertenencia podría pensarse como el uso instrumental que el alma hace del cuerpo, pero, de ser así, nos encontraríamos con una aporía: si la noción de instrumento implica una prolongación de una cierta potencia del instrumentador, entonces el cuerpo material no puede ser instrumentalizado por una entidad inmaterial. En segundo lugar, todo instrumento se define por su exterioridad respecto al instrumentador, por ende, si pienso a mi cuerpo como instrumento, lo estoy considerando desde fuera y así perdiéndolo como mío (Marcel, 1935, p. 32-34).

Si considero a mi cuerpo desde afuera, como uno más entre otros, no puedo tratarlo sino como una pertenencia, como algo que tengo –no como algo que soy–. El tener se define gracias a una dialéctica entre quien tiene y lo tenido, dialéctica que es posible por la exterioridad de sus polos y que, al modo del amo y del esclavo, termina subvirtiendo la relación misma de la posesión (Marcel, 1947, pp. 223-255). De allí que una relación satisfactoria con mi cuerpo debe establecerse en el orden del ser y no del tener (Marcel, 1935, p. 301). La afirmación “yo soy mi cuerpo” es también problemática: si esta significa que me identifico con mi cuerpo, que soy sólo un cuerpo extenso, entonces dicha afirmación es una contradicción que implica perder la intimidad que lo hace ser mío, puesto que lo que confiere unidad al cuerpo, lo que le permite ser en el mundo y tener acceso a lo existencial, no puede ser una mera masa extensa, sino el estar referido a una conciencia (Marcel, 1967, p. 33-34).

El materialismo, entonces, es tan incapaz de aprehender la encarnación como el espiritualismo mismo: aun cuando aquel diga “soy mi cuerpo”, y este, “tengo un cuerpo”, ambas posturas terminan considerando objetivamente algo que escapa a toda objetivación: mi cuerpo en tanto que es mío. De allí que:

decir “yo soy mi cuerpo” es en realidad emitir un juicio negativo: “no es verdad decir, no tiene sentido decir que yo soy otra cosa que mi cuerpo”; o más exactamente: “no tiene sentido decir que yo soy cierta cosa ligada de la manera que sea a esta cosa que es –o que sería– mi cuerpo” (Marcel, 1967, p. 34).

En otras palabras, esta relación es impensable, puesto que, si el pensamiento implica mediación, mi cuerpo se presenta como el inmediato puro, el inmediato no-mediatizable (Marcel, 1935, pp. 319-320). Sin embargo, aun cuando mi cuerpo se me presente como inmediato, mi cuerpo es también la mediación absoluta, puesto que gracias a él nos comunicamos con todos los demás seres (Marcel, 1935, pp. 266-267). Aún más, el cuerpo es el tener-tipo, en tanto por él puedo poseer cualquier cosa y en tanto que la intimidad de lo poseído y el poseedor parece tener su máxima expresión al tratarse del propio cuerpo (Marcel, 1997, pp. 112-113). Las consideraciones respecto al cuerpo propio en Marcel no se separan de sus reflexiones en torno a la sensación y el sentir. Siguiendo nuevamente la línea de Maine de Biran, Marcel afirma que hay un sentimiento fundamental o un protosentir (Urgefühl) que es un a priori individual de la sensibilidad pura, en tanto que gracias a él puede tener lugar cualquier sensación (Marcel, 1935, p. 240).

En última instancia, y en consonancia también con Bergson, el cuerpo propio lo define Marcel por ser el centro de acción a partir del cual el viviente entra en contacto y se mueve en el mundo. Paradójicamente, este cuerpo se tiene y no se tiene, es el fundamento de toda instrumentalidad sin ser él mismo instrumento. La expresión “yo soy mi cuerpo” quiere describir esta paradoja de un cuerpo que es el propio, pero gracias al que, de hecho, está siendo apropiado en cada instante: el cuerpo que soy es el que cuerpo que uso en su carácter inmediato, aunque este cuerpo que uso sea también parte del mundo y escape a las lógicas de la manipulación o de la posesión.

5. Del cuerpo a la carne: Husserl, Merleau-Ponty y Michel Henry

La apercepción del cuerpo propio, la percepción del cuerpo como propio, tiene un especial relieve en el siglo xx gracias a la tradición fenomenológica. Ya Edmund Husserl establece una diferencia entre el cuerpo-objeto (Körper) y el cuerpo-sujeto (Leib). Si bien el hombre se enfrenta al mundo mediado por su cuerpo (el “órgano perceptivo” del sujeto), queda por resolver el modo en que el cuerpo propio se constituye como objeto (Husserl, 2005, §36).

En primer lugar, apunta Husserl, toda sensación tiene una localización en el cuerpo propio (ubiestesias, sensaciones localizadas), con lo cual puede pensarse en el cuerpo propio desde una doble perspectiva: como siendo un cuerpo más dentro del universo o como siendo un cuerpo que lleva en sí estas sensaciones localizadas: “siento en él y dentro de él” (Husserl, 2005, §36). En otras palabras, se puede hablar de un cuerpo-objeto (Körper) y de un cuerpo-vivo (Leib), y el cuerpo propio es ambos a la vez (Leib-Körper). Gracias a este fenómeno de las ubiestesias podemos afirmar que, en la percepción, hay un nexo entre la cosa sentida y la cosa sentiente (las cuales puedo aprehender separadamente), que posibilita la constitución de los dos polos (Husserl, 2005, §37).

Sin embargo, debemos aclarar en seguida que el fenómeno de las ubiestesias se refiere ante todo a la tactualidad gracias a la cual reconozco, al mismo tiempo, la parte de mi cuerpo tocado y la cosa que me está tocando. Por esta razón, “el cuerpo sólo puede constituirse primigeniamente como tal en la tactualidad y todo lo que se localiza con las sensaciones táctiles, como calor, frío, dolor, y similares” (Husserl, 2005, §37). Para Husserl el cuerpo se manifiesta como mío gracias al tacto, y en este último “se manifiesta inmediatamente como mi cuerpo” (Husserl, 2005, §37). Gracias a él pueden tener lugar todas las demás sensaciones, como la vista y el oído, que tienen en él su localización primaria (Husserl, 2005, §37).

Por otra parte, es evidente que el cuerpo propio se distingue de los demás cuerpos por su capacidad de ser movido por el sujeto de una manera “inmediatamente espontánea”, mientras que los otros cuerpos son movidos por el sujeto gracias al primer movimiento suscitado en su cuerpo propio; de allí que sea llamado por Husserl (2005) “órgano de la voluntad” (§38). A su vez, el cuerpo propio permite el desarrollo y la vida de la conciencia total del hombre, en tanto soporte hylético de las intencionalidades superiores (Husserl, 2005, §39). Husserl (2005) no duda entonces en decir que el yo “tiene” un cuerpo, es decir, que el yo o el alma se constituyen como realidades gracias al cuerpo, y al mismo tiempo afirma que la realidad externa llega también a darse como real al sujeto que la conoce (§40).

En efecto, el cuerpo propio se comporta con respecto al mundo como el “punto cero” de todas las orientaciones que toman las cosas relacionadas con nosotros, y así esta ubicación privilegiada da sentido a todos nuestros movimientos y acciones (Husserl, 2005, §41). Ahora bien, dada esta centralidad del cuerpo propio, Husserl (2005) considera que el modo de percibirlo es asaz extraño y su constitución se logra imperfectamente, puesto que no puedo alejarme totalmente de él: el cuerpo propio, que me sirve en la percepción de lo real, es a su vez un obstáculo para aprehenderlo a sí mismo como tal “y es una cosa constituida de modo curiosamente imperfecto” (§41).

Por otra parte, mi cuerpo no solo me brinda un mundo, sino que también es parte de él, por lo cual sufre las modificaciones propias de toda cosa sujeta a la naturaleza, es decir, el cuerpo es “miembro del nexo causal de la naturaleza material” (Husserl, 2005, §41). Si bien el cuerpo puede ser abordado legítimamente por la “actitud naturalista”, el cuerpo en tanto mío solo es alcanzado por la actitud solipsista de la fenomenología (Husserl, 2005, §42). De esta manera, la ambivalencia del cuerpo viviente se expresa en esta doble posibilidad de apropiación y de expropiación, puesto que responde a los comandos y al uso que el yo (trascendental) hace de él y, a la vez, está expuesto y brindado a lo que no es el yo, al mundo que se encuentra a su alrededor.

El idealismo trascendental de Husserl es cuestionado por Maurice Merleau-Ponty, que enfatiza la existencia concreta del hombre y su situación en el mundo. Para él, la realidad es un “tejido sólido”, y la percepción no debe comprenderse como una ciencia que tenemos del mundo ni tampoco como un acto, sino como “el trasfondo sobre el que se destacan todos los actos y que todos los actos presuponen” (Merleau-Ponty, 1984, p. 10). A su vez, el mundo no es un objeto a mi disposición, sino “el medio natural y el campo de todos mis pensamientos y de todas mis percepciones explícitas” (p. 10), y como correlato, el hombre es un “sujeto dado al mundo” (p. 11).

Ya desde su primera gran obra, La estructura del comportamiento, MerleauPonty (1957) intenta comprender la originalidad del viviente a partir de la originalidad de su comportamiento, arrancándolo tanto de explicaciones intelectualistas, que reducen el comportamiento a una mera expresión de una conciencia que significa un objeto, como de las explicaciones de tipo conductista, que reducen el comportamiento a la lógica acción-reacción. Merleau-Ponty subraya que, a diferencia de las formas físicas, cuyo equilibrio reside en ciertas condiciones exteriores dadas, las estructuras orgánicas no obtienen su equilibrio de condiciones presentes y reales, sino de condiciones virtuales que el sistema mismo trae a la existencia. En otras palabras, esto sucede “cuando la estructura, en lugar de procurar, bajo el apremio de las fuerzas exteriores, un escape a aquellas por las que está atravesada, ejecuta un trabajo fuera de sus propios límites y se constituye un medio propio” (Merleau-Ponty, 1957, p. 207). El comportamiento corresponde a una lógica holística del organismo, que responde a una tarea en la que este último se encuentra comprometido. Los comportamientos orgánicos no están determinados por las condiciones de un equilibrio físico con el medio, sino por las necesidades interiores de un equilibrio vital: este “depende no de condiciones locales, sino de la actividad total del organismo” (Merleau-Ponty, 1957, p. 210).

Hablar de comportamientos privilegiados como de fenómenos locales que deben explicarse uno por uno es tan solo el producto de una abstracción: “cada uno de ellos es inseparable de los otros y no hace más que uno con ellos” (p. 210). En este sentido, hay una esencia del individuo vivo en tanto que, para cada individuo, se da una “estructura general del comportamiento”:

cada organismo tiene pues, en presencia de un medio dado, sus condiciones óptimas de actividad, su manera propia de realizar el equilibrio, y los determinantes interiores de ese equilibrio no están dados por una pluralidad de vectores, sino por una actitud general frente al mundo (p. 211).

Merleau-Ponty distingue entre la noción de ley, propia de las estructuras físicas, de la noción de norma, propia de las estructuras orgánicas, es decir, un cierto tipo de acción transitiva que caracteriza a un individuo según una dialéctica entre el organismo y su medio que no puede compararse con los modos en que se relaciona un sistema físico con su ambiente. “Las reacciones [del individuo orgánico], incluso elementales, no pueden ser clasificadas según los aparatos que la realizan, sino según su significación vital” (p. 211)11.

La vida no puede entenderse desde estos marcos explicativos abstractos, estos esquemas mecánicos de movimientos partes extra parte que son propios de las ciencias físico-químicas. Una ciencia de la vida debe constituirse a partir de nociones tomadas de nuestra experiencia del ser viviente (Merleau-Ponty, 1957, p. 212), en el que el cuerpo es un centro de acción que se irradia sobre un medio, una conducta (pp. 221-222). Por eso, para Merleau-Ponty (1957): “el sentido del organismo es su ser” (p. 216), y el organismo del que se ocupa la biología es una unidad ideal, una unidad compuesta a partir de un método de organización que no encontramos solo en la biología, sino en otras disciplinas como la historia, que implica un cierto recorte según categorías del conjunto global de hechos concretos, estableciendo concordancias y derivaciones de los diversos órdenes de los sucesos –políticos, económicos, culturales–.

Las acciones físico-químicas de las cuales está compuesto el organismo “se constituyen, según la expresión de Hegel, en ‘nudos’ o en ‘torbellinos’ relativamente estables –las funciones, las estructuras del comportamiento–, de tal manera que el mecanismo se dobla en una dialéctica” (Merleau-Ponty, 1957, p. 217). Lo importante, entonces, es esta idea de organismo que está definida por un pliegue o re-pliegue de sí sobre sí mismo, organismo que confiere a todos sus fenómenos y comportamientos el carácter global y unitario de su vida, puesto que la unidad de los organismos se da en el orden de la unidad de significación (p. 220). Lo importante es advertir que percibimos conjuntos ordenados y sistemas: mientras que los sistemas físicos encuentran su unidad interior en una ley matemática, los seres vivos

ofrecen la particularidad de tener un comportamiento, es decir que sus acciones no son comprensibles como funciones del medio físico y que, por el contrario, las partes del mundo respecto a las cuales reaccionan están delimitadas para ellos por una norma interior (Merleau-Ponty, 1957, p. 225; énfasis añadido).

El principio de unidad de carácter teleológico se reconoce en el viviente como inmanente a este último (Merleau-Ponty, 1957, p. 226). Este carácter autorreferido y autorregido del cuerpo propio lo retoma Merleau-Ponty en Fenomenología de la percepción. Recordando la sentencia de Marcel, Merleau-Ponty (1984) enfatiza: “yo soy mi cuerpo” y el cuerpo propio es “como un bosquejo natural, un bosquejo provisional de mi ser total” (p. 215). Luego, “la percepción exterior y la percepción del propio cuerpo varían conjuntamente porque son las dos caras de un mismo acto” (p. 221). La percepción del cuerpo propio y la percepción del mundo se dan conjuntamente por la actividad del cuerpo, que se moviliza y va al encuentro del mundo; encontramos así un “esquema corporal” cuya unidad se comprende dinámicamente.

Esta noción de esquema corporal comporta la consciencia prerreflexiva y “propioperceptiva” (proprioceptive) de nuestras acciones corporales (Gallagher y Zahavi, 2012, p. 165). La influencia de Heidegger le permite a Merleau-Ponty (1985) pensar el cuerpo propio como brindado al mundo y como “la textura común de todos los objetos [que] es, cuando menos respecto del mundo percibido, el instrumento general de mi comprensión” (p. 250; énfasis añadido). La idea de una actividad apropiante de sí que significa a las cosas del mundo circundante –y que el estoicismo conceptualiza como la oikeiosis–, puede reflejarse en la afirmación de que el cuerpo “es una unidad expresiva que uno solo puede aprender a conocer asumiéndola” (Merleau-Ponty, 1985, p. 222; énfasis añadido). Asumiendo –o actuando– la propia corporalidad como centro de acción y orientación, como fundamento de sentido, puedo comprender también el mundo que se me brinda como espacio de movimiento y de proyecto. La apropiación o familiarización con el mundo supone, también, la apropiación del cuerpo propio en tanto que lo actúo.

En una reconfiguración de las coordenadas de la tradición fenomenológica, Michel Henry lleva a cabo una inversión de la fenomenología, en la que se reconoce la autorrevelación de la Vida absoluta como la esencia originaria de toda revelación. El olvido de esta prelación de la vida ha imposibilitado la consideración del cuerpo propio como “carne”. Solamente una fenomenología de la vida puede pensar la carne del cuerpo propio desde supuestos fenomenológicos nuevos, y ello oponiendo como irreductibles dos modos del aparecer: el aparecer del mundo y el aparecer de la vida.

A la fenomenología ek-stática, Henry contrapone una fenomenología inmanente de la vida, es decir, una que reconozca que la verdad del mundo y del sí mismo no debe buscarse en una intencionalidad objetiva que se refiera a lo exterior, sino, primeramente, a una intencionalidad carnal que refiere toda objetividad y fenomenalidad a la vida como autoafección, como pathos: en esta fenomenología inmanente, el carácter “sensible” del mundo remite a la carne que lo siente, pues “todo cuerpo sentido presupone otro cuerpo que lo siente” (Henry, 2001, p. 146). Este cuerpo sentiente supone, a su vez, “un cuerpo trascendental provisto de los poderes fundamentales del ver, el sentir, el tocar, el oír, el mover y el moverse, y definido por ellos” (p. 146).

En rigor, en la experiencia tocado/tocante de nuestro propio cuerpo (experiencia que se extiende a todos los sentidos) se patentiza la posibilidad del desdoblamiento del cuerpo trascendental, originario y constituyente. Si bien el cuerpo trascendental hace posible el aparecer del mundo según la estructura ek-stática de los sentidos en cuanto intencionales, la intencionalidad no constituye por sí misma su condición de posibilidad. Por ello somos remitidos a la posibilidad trascendental del cuerpo mismo, es decir, a la autorrevelación de la vida: “el cuerpo trascendental que nos abre al cuerpo sentido […] reposa sobre una corporeidad mucho más originaria, trascendental en un sentido último, no intencional, no sensible, cuya esencia es la vida” (Henry, 2001, p. 155).

La revelación de la vida es una autorrevelación posible porque su modo fenomenológico de revelación es un pathos cuya materia fenomenológica es la afectividad pura, la autoafección radicalmente inmanente que Henry llama carne. Así, no solo es distinto el modo de aparecer del mundo y de la vida, sino también lo revelado en ambos casos, ya que el cuerpo adviene en el mundo, mientras que la carne solo adviene en la vida. La relación entre carne y cuerpo debe ser reconsiderada. Retomando las reflexiones de Condillac y de Maine de Biran, Henry (2001) afirma que dicha relación es solo inteligible a partir de la carne y no del cuerpo (p. 179). Así, el poder-tocar es más originario que aquello que es tocado, es decir, que el objeto intencional de dicho poder. Y es también la inmanencia consigo de todo poder que se cumple en la Vida y la posibilidad del poder en su venida a sí mismo en la forma de una carne. Esta última hace posible la aparición de un cuerpo, tanto de un cuerpo extraño como del cuerpo propio considerado como un conjunto de poderes o facultades.

La inmanencia del poder-moverse al poder-tocar había sido la piedra angular de la filosofía de Maine de Biran y de su crítica a Condillac: se trata de articular el poder inmanente de la subjetividad con el órgano objetivo de dicho poder. La fenomenología de la Vida elucida radicalmente este doble supuesto, en tanto que, por una parte, como órgano objetivo, la mano es incapaz de sentir, algo que solo puede hacer el poder subjetivo de tocar; por otra parte, esta referencia es posible en tanto dada a sí misma en la autodonación patética de la Vida.

Al permanecer en la Vida, el moverse del poder-tocar es un movimiento inmanente –el movimiento que permanece en sí en su movimiento mismo y se lleva a sí mismo consigo, que se mueve a sí mismo en sí mismo–, el automovimiento que no se separa de sí y que no se abandona, no dejando que ninguna parcela de sí mismo se desgaje de sí, se pierda fuera de él, en una exterioridad cualquiera, en la exterioridad del mundo (Henry, 2001, p. 186).

En conclusión, la carne no solo encierra la posibilidad del actuar, sino también la de la revelación de estos mismos poderes. Esta carne, como poder de acción, mantiene al cuerpo todo y a sus afecciones en una totalidad organizada de un cuerpo que es un sí-mismo, una inmanencia que se constituye como tal en su interioridad y que no se pierde en un afuera. El “cuerpo orgánico” se revelará, entonces, dentro de este esquema de la carne como poder moverse que se siente a sí misma. Dado que la unidad del mundo remite a la posibilidad fundamental inscrita en mi carne de llevar a cabo todo movimiento del que soy capaz, dichos movimientos actúan, en principio, sobre sí mismos, por lo cual todo movimiento es un automovimiento.

Ahora bien, este movimiento entrega algo distinto de sí que, siguiendo a Maine de Biran, Henry remite a una experiencia de la resistencia, a un “continuo resistente”, que se da sólo en el movimiento y antes de cualquier intencionalidad representativa. Este continuo resistente es lo que Maine de Biran llama “cuerpo orgánico”, un cuerpo previo a la sensación y al mundo, un cuerpo invisible semejante a nuestra corporeidad originaria, cuyo movimiento viene a estrecharse con él, con ese continuum que consecutivamente resiste a nuestro esfuerzo.

Así, este cuerpo se revela no a los sentidos, sino al “yo puedo” de mi corporeidad originaria, la cual se experimenta como fuerza en tanto que encuentra una resistencia. La diferencia entre mi cuerpo y los cuerpos que me son ajenos se revela por una diferencia de intensidad de la resistencia: cuando la resistencia es absoluta, se trata de lo otro de mí; cuando el continuo resistente “se somete a esos poderes, se revela a él la realidad de nuestro cuerpo orgánico” (Henry, 2001, p. 195). El cuerpo orgánico es el conjunto de nuestros órganos, los cuales no se disponen o exponen partes extra partes, sino que se mantienen juntos por el “yo puedo” de nuestra corporeidad originaria.

Tal unidad no está situada fuera de nosotros, sino que es la unidad de los poderes a los que están sometidos y cuyos límites marcan en cada caso: “esta unidad de todos los poderes reside en su auto-donación patética, que no es otra que la de nuestra carne” (Henry, 2001, p. 196). La capacidad del viviente por regirse a sí mismo y actuarse a sí mismo en el lugar de su cuerpo propio vuelve a hacer explícito este hilo histórico que va desde las consideraciones estoicas de la oikeiosis hasta la caracterización del cuerpo propio como carne que, aunque sea inmediatamente brindado al viviente, se presenta también como el lugar paradojal de una resistencia12.

6. Conclusión

Más allá de las amplias diferencias entre los pensadores de Occidente, tanto de sus contextos históricos como de sus intereses filosóficos, es posible reconocer un paradigma común a todos ellos: la concepción de la vida en términos de autarquía. En su carácter esencialmente reflexivo, el viviente debe apropiarse en cada momento de sí mismo, sin ser capaz de colmar el hiato que, de hecho, separa al del mismo. Esta (in)mediación del viviente consigo mismo en el lugar del cuerpo no se fundamenta en el orden estético de una sensación de sí mismo, de un sentirse sentir –lo cual retrae la historia del haptocentrismo a Aristóteles–. La (in)mediación del cuerpo viviente es en realidad ya mediación, porque el viviente debe referirse a sí mismo en el hiato que dicha reflexividad supone, en la distancia que separa al sí del sí mismo. Esta necesidad de subsanar la distancia entre sí y sí en el viviente se transforma en la necesidad de apropiarse de lo propio de su cuerpo a partir de una praxis, de un uso de sí. El cuerpo propio pasa a mostrar su carácter paradójico y dialéctico en tanto que, si bien se brinda inmediatamente al viviente, lo hace frente a él como el proto-instrumento de sus capacidades y facultades: todo instrumento muestra su materialidad y resistencia a los usos que quieren hacerse de él.

Una deconstrucción del cuerpo propio pasa, entonces, del haptocentrismo al aptocentrismo, en tanto que el cuerpo propio es el lugar de la aptitud, de la capacidad que el viviente tiene de gobernarse a sí mismo y, a través del gobierno de su cuerpo, de gobernar el resto de las cosas del mundo. Ya sea que el sí mismo del viviente se determine como espíritu, alma, yo o cuerpo trascendental, la lógica sigue siendo la misma: el cuerpo propio aparece como lo que (no) está brindado al viviente para su uso. En una lógica del cuerpo vivo como cuerpo propio se juega ante todo la lógica de la apropiación, expropiación, reapropiación; una lógica que expresa el concepto de oikeiosis mucho más que la del concepto del tacto como sentido fundamental.

La autoafección será ante todo una cuestión práxica, una cuestión biológicopsicológico-ético-política: en este paso del sentir-se al ad-aptar-se, la consideración del cuerpo propio del estoicismo parece haber tenido un impacto mucho más radical que la de Aristóteles. Si el sentido del tacto juega un rol fundamental es porque esta autoafección del viviente indica ya la experiencia de la autoapropiación. Si bien el giro moderno lleva implícito el modo en que la subjetividad se constituye a sí misma en una dinámica del tipo inmanente, conectando así la reflexividad práctica con la reflexividad epistémica, del modo en que el sujeto se capta y reconoce a sí misma como fuente de toda operación, la filosofía antigua ya había puesto las bases para comprender al sujeto viviente como un sujeto que debe apropiarse de sí mismo para ser tal. A pesar del giro subjetivo de la modernidad, puede verse, tanto desde Aristóteles como desde el estoicismo, que esta exigencia de autoapropiación se encuentra en el corazón de las reflexiones occidentales en torno al cuerpo propio y al viviente.

Deconstruir este paradigma del cuerpo propio desde la doble tradición del haptocentrismo y del aptocentrismo parte, sin embargo, del carácter por siempre extranjero del cuerpo, el carácter por siempre exterior de ese cuerpo del cual hago uso y al que no puedo reducir del todo a la dimensión de la voluntad. La deconstrucción del cuerpo propio comienza allí donde se reconoce que, en el fondo de la experiencia de la propiedad del cuerpo, se encuentra ya la experiencia de su impropiedad. De aquí que sea necesario seguir explorando la historia de este (h)aptocentrismo y deconstruir este último desde su enmarcación en la deconstrucción más amplia –y aún inexplorada– del concepto de vida. Esta deconstrucción más amplia surge de la hipótesis de que la concepción del cuerpo propio regida por la idea de la autarquía es sostenida por un paradigma bio-teopolítico que es necesario desmontar.

En última instancia, lo que se afecta a sí mismo es el sí mismo afectado por su incapacidad por aprehenderse y dominarse completamente; lo que se afecta a sí mismo, es lo que está ya afectado de sí, aquello que padece la imposible apropiación de sí; aquello que, por ser viviente, por estar autorreferido al modo de la autoapropiación, está destinado a perderse, arrojado a la muerte. La paradoja a la que está expuesto el viviente en su carácter autorreflexivo implica que intervenga una instancia de soberanía, una instancia que pueda tomar el control de las partes de su cuerpo, una instancia de orden, una instancia de uso y de efectuación: el cuerpo viviente es aquel que es soberano sobre sí mismo, autorregulado, autorregido, autárquico, aquel que se apropia de sí mismo en su autoafectarse. Deconstruir este paradigma de la autarquía parece ser la tarea que debe emprenderse si es que se quiere pensar a la vida y al cuerpo viviente de otra manera.

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Sciacca, M. F. (1954). El pensamiento filosófico de Rosmini. Luis Miracle.

Séneca (1984). Cartas morales a Lucilio. Orbis.

Notas

1 Si bien Jacques Derrida examina el concepto de vida en uno de sus seminarios, su deconstrucción se concentra en las metáforas de tipo lingüístico y escritural, atendiendo a una semiótica de la vida que responde a una “deconstrucción de la máquina logocéntrica” (Derrida, 2019, p. 44).

2 La diferencia jerárquica entre los hombres y los animales aparece respecto a un alma que usa y un cuerpo usado. Para Platón, y luego para Agustín de Hipona y para Tomás de Aquino, los animales no son capaces de usar su cuerpo. Los estoicos, siguiendo a Aristóteles y a otros pensadores, afirmaban que los animales tienen la capacidad de usar los miembros de su cuerpo, y este uso era para ellos la primera forma, elemental y paradigmática, de la práctica (Bénatouïl, 2007, p. 20).

3 No nos detendremos en el uso que le da Agamben a este concepto, puesto que es funcional a todo su planteo para encontrar salidas a la biopolítica moderna y precisaría de un desarrollo que no es pertinente en este trabajo.

4 Si bien nos referimos aquí al texto de Séneca pues nos parece que es el que mejor desarrolla el concepto de oikeiosis en el contexto de una explicación más amplia que no reflejaremos aquí (por su extensión), debe tenerse en cuenta que dicho concepto ya se encontraba en los primeros filósofos estoicos. Como testimonia Diógenes Laercio (2020), los primeros estoicos “dicen que la tendencia primera del ser vivo consiste en conservarse a sí mismo, pues desde un comienzo la naturaleza lo apropia a sí mismo, como dice Crisipo […] cuando sostiene que la propiedad primera de todo ser vivo es su propia constitución y la conciencia que tiene de ella” (p. 122).

5 El carácter instintivo del comportamiento animal y del uso de sus partes, que sorprende a Séneca, ya estaba presente en otras tradiciones. El tema de “la naturaleza sin instrucción” (physis adidaktós . physis apaideutós) está presente en el corpus hipocrático, en Epicuro y luego en Galeno, que lo aplica sistemáticamente al uso que los animales hacen de su cuerpo.

6 En Occidente la cuestión de la vida vegetal ha sido un problema, en tanto que no tiene una dimensión sensitiva. Tanto en Aristóteles como en el estoicismo, y en la tradición posterior, la vida vegetal no entra en la categoría de los sintientes y, por lo tanto, la idea de una autoapropiación del cuerpo viviente se desliga de la idea de autoafección. Esta cuestión supone un examen minucioso que no es posible llevar adelante aquí. Prefiero hablar indistintamente de “viviente” y no especificar que se trata de lo animal o de lo humano, porque la vida definida como autarquía aplica también a la vida vegetativa, en tanto que sus operaciones de nutrición y de reproducción suponen el prefijo reflexivo que la distingue de lo inerte y que, por tanto, implica una lógica del viviente como ser autorregido.

7 Puede verse en Michel Henry (1965) una reflexión sobre el problema del permixtio cartesiano, es decir, el hecho de que el cuerpo humano no obedece completamente a la lógica de la res extensa ni a la de la res cogitans, sino a una lógica única en la que el mecanismo de las partes fisiológicas del cuerpo se encuentra con la afectividad del cuerpo propio (pp. 198-212). Así, este “tercer reino” ontológico es el que Descartes inaugura con su giro subjetivo, en el que subjetiviza al cuerpo mismo a partir de su ser experimentado.

8 Para Michel Henry (1965), la filosofía de Maine de Biran es una teoría ontológica de la acción que afirma que el ser del movimiento, de la acción y del poder es el ser de un yo (p. 74).

9 Volveremos a encontrar esta unión explícitamente en Michel Henry.

10 Rosmini ofrece siete pruebas del sentimiento fundamental en su obra Psicología de 1852. En la sexta prueba arguye: “El yo permanece, aun privado de toda modificación adquirida. De este modo llego a formarme la idea del sentimiento que con el yose expresa puro y primitivo. [...] Así, pues, el sentimiento expresado en la voz yo existe independientemente de la sensación particular. Por el contrario, la sensación particular tiene necesidad para existir del sentimiento fundamental. [...] El alma es, más bien, la que hace sensaciones suyas los impulsos de agentes bien diversos de ella. Antes, pues, que estos impulsos le sean dados, e independientemente de ellos, el alma tenía el sentimiento, no recibiéndolo de ellos, sino dándoselo a ellos” (citado por Sciacca, 1954, p. 217).

11 Para un estudio sobre los cruces entre la fenomenología de Merleau-Ponty y la biología, sobre todo respecto a la tradición del metabolismo (Bernard, Cannon) y la biología posterior de Francisco Varela, ver Grassi (2021b).

12 Hay una clara cercanía conceptual entre la oikeiosis estoica y el “cuerpo orgánico” de Henry. Las relaciones de Henry con el estoicismo y la oikeiosis han sido ya motivo de examen (Inverso, 2017), pero no en el sentido en que lo presentamos en este trabajo.

Información adicional

Para citar este artículo: Grassi, M. (2022). Haptocentrismo y el uso del cuerpo: una deconstrucción del cuerpo propio desde la oikeiosis estoica hasta la fenemenología de la carne. Universitas Philosophica, 39(78), 105-133. ISSN 0120-5323, ISSN en línea 2346-2426. doi: 10.11144/Javeriana. uph39-78.hocp

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