EL ECOCIDIO, LA MATABILIDAD INIMPUTABLE DE LA VIDA Y EL DISPOSITIVO BIOPOLÍTICO DE LA EXCEPCIÓN. NUEVAS FRONTERAS PARA EL DERECHO COMO OBLIGACIÓN

ECOCIDE, THE UNIMPUTABLE KILLABILITY OF LIFE AND THE BIOPOLITICAL DEVICE OF THE EXCEPTION: NEW FRONTIERS FOR LAW AS OBLIGATION

Castor M. M. Bartolomé Ruiz , Óscar Martín

EL ECOCIDIO, LA MATABILIDAD INIMPUTABLE DE LA VIDA Y EL DISPOSITIVO BIOPOLÍTICO DE LA EXCEPCIÓN. NUEVAS FRONTERAS PARA EL DERECHO COMO OBLIGACIÓN

Universitas Philosophica, vol. 40, núm. 80, 2023

Pontificia Universidad Javeriana

Castor M. M. Bartolomé Ruiz

Universidade do Vale do Rio dos Sinos, Chile


Óscar Martín

Universidade do Vale do Rio dos Sinos, Chile


Resumen: En la presente investigación proponemos profundizar en el concepto de ecocidio y sus implicaciones ético-políticas, relacionándolo con los con- ceptos de soberanía y estado de excepción de Giorgio Agamben. El concepto de excepción, en la tradición jurídica y filosófica, está referido al ámbito de la vida de las personas y no al daño producido a la vida en la naturaleza. Sin embargo, partiendo del presupuesto de que hay una interdependencia de la vida humana con la vida de la naturaleza, se analizan los desdoblamientos ético-políticos a los que esa interdependencia nos conduce, teniendo como eje el concepto de ecocidio. Para este análisis proponemos recorrer los vínculos entre ecocidio y estado de excepción como dos prácticas asimiladas que, para destruir la vida, la reducen a una insignificancia ética a través de un vacío jurídico.

Palabras clave:ecocidio, excepción, vida desnuda, matabilidad, Agamben.

Abstract: In this investigation we propose to delve into the concept of ecocide and its ethical-political implications, putting it in relation to Giorgio Agamben’s concepts of sovereignty and state of exception. The concept of exception, in the legal and philosophical tradition, refers to the scope of people’s lives and not to the damage caused to life in nature. However, starting from the assumption that there is an interdependence between human life and the life of nature, the purpose of this essay is to analyze the ethical-political unfoldments to which this interdependence leads us, having as its axis the concept of ecocide. For this analysis, we propose to explore the links between ecocide and state of exception, as two assimilated practices that reduce life to an ethical insignificance through a legal vacuum.

Keywords: ecocide, exception, naked life, killability, Agamben.

1. Introducción

El derecho carga consigo una ambigüedad paradójica a través de la cual al mismo tiempo que protege, puede condenar a la matabilidad inimputable1 a través del dispositivo de suspender el propio derecho sobre la vida. Esta es la técnica que utiliza el estado de excepción. Los que son capturados bajo el decreto jurídico-político de la excepción caen en una zona de anomia, donde la vida sobrevive sin derechos y bajo el arbitrio de una voluntad soberana. La tradición iusnaturalista solo reconoce los derechos subjetivos y las obligaciones que de ellos emanan. En ese caso, solo los seres humanos tienen derechos, el resto de los seres vivos caen en un vacío anómico similar a la excepción, porque son meros seres vivos sin derechos. Enfrentamos el desafío de reformular nuestra visión individualista del derecho trayendo como criterio ético de la justicia las nociones de responsabilidad, obligación y cuidado. Si pensamos el principio de que primero es la responsabilidad, de la cual emana una obligación, el derecho será siempre el derecho del Otro, para el cual yo tengo responsabilidad y obligación. Y viceversa, los derechos que tengo no son otra cosa que responsabilidades y obligaciones de los otros para conmigo.

Entre los grandes desafíos de este momento histórico que vivimos, debemos repensar nuestra obligación con el conjunto de los seres vivos y su derecho a la existencia. Aunque esa obligación y ese derecho no sean absolutos, como lo son para con los otros seres humanos, la situación de destrucción a gran escala de ecosistemas y aniquilamiento masivo de especies enteras del planeta Tierra por nuestra acción irresponsable y predadora nos obliga a pensar esta realidad en el marco más complejo de la perspectiva de un derecho que emerge a partir de la responsabilidad. La ausencia del reconocimiento de una responsabilidad originaria como principio del derecho ha permitido que el derecho sea utilizado como dispositivo biopolítico excepcional para controlar la vida de personas no deseables, para exterminar a las vidas peligrosas y para capturar cualquier forma de vida fuera del derecho en una zona de anomia, que autoriza la matabilidad de modo inimputable.

En este contexto debemos analizar la matabilidad impune con la que, a lo largo de los últimos siglos, los individuos modernos hemos exterminado especies vivas, hemos eliminado ecosistemas de la faz de la Tierra. Estamos esquilmando la naturaleza al límite de la catástrofe, sin que ello represente un problema ético y, mucho menos, jurídico o político. La destrucción masiva de redes de vida y ecosistemas ocurre con total impunidad, porque no se comete un delito. Es más, todo esto se ha realizado y se realiza en nombre del progreso y de la civilización. Entendemos que esta realidad, sumariamente descrita, representa el marco genealógico del concepto de ecocidio, que aparece en la escena contemporánea como un neologismo que pretende ser una categoría ético-política para interpelarnos y repensar nuestra responsabilidad ética frente al conjunto de la vida del planeta Tierra.

Recientemente, ha crecido el uso del término ecocidio para designar grandes violaciones contra la naturaleza. Se utiliza de forma libre, como si fuese similar y paralelo al de genocidio. No obstante, hay diferencias cualitativas entre el genocidio y el ecocidio que exigen un análisis más pormenorizado de los principios ético-políticos a partir de los cuales se puede enunciar –de hecho y de derecho– la realidad del ecocidio. En este artículo proponemos mostrar que así como hay diferencias cualitativas importantes entre ambas categorías, también hay un eslabón orgánico que las vincula, a saber: nada menos que la categoría de excepción, por la cual la vida queda reducida a mero objeto y, con ello, expuesta a la depredación y violación con impunidad.

Agamben es un pensador contemporáneo cuyas investigaciones sobre la genealogía de la biopolítica contemporánea analizan con profundidad la utilización de la excepción como dispositivo de poder a través del cual la vida humana es doblemente capturada y gubernamentalizada por el poder soberano. Para este autor, la excepción se torna operativa en la medida que la vida humana es reducida a nuda vida y, con ello, se posibilita legitimar cualquier violencia sobre ella. Agamben, hasta el momento, no desarrolló una investigación específica sobre los nexos posibles entre el dispositivo biopolítico de la excepción y el ecocidio como práctica aniquiladora de especies vivas o ecosistemas completos. No obstante, nuestra investigación analiza algunos nexos entre excepción y ecocidio, mostrando que la matabilidad de las especies vivas a gran escala es viable porque previamente se las objetiva a modo de meras mercancías explotables, muy similar al modo como el dispositivo biopolítico de la excepción actúa sobre la vida humana.

Para explorar este camino, proponemos resignificar el sentido del ecocidio como un término que registra la matabilidad (neologismo) de la vida natural a gran escala, el cual se presenta como un acto similar al genocidio de la vida humana. El estrecho vínculo que une la matabilidad de la vida natural con la banalidad de la muerte humana se percibe en un doble sentido. Por un lado, la vida humana, en el estado de excepción, es reducida a mera vida natural y, por ello, puede ser matada de modo impune. Por otro lado, el vínculo también se manifiesta en que la vida humana solo puede existir en un umbral de coexistencia con la vida natural del planeta. Si a través de sucesivos ecocidios la vida natural del planeta llegase a un umbral crítico, la propia sobrevivencia de la vida humana sería, simplemente, insostenible. Es decir, un ecocidio a gran escala llevaría a la muerte, también a gran escala, de la vida humana.

Al hilo de lo expuesto anteriormente, desarrollamos la hipótesis de que el ecocidio es una práctica que puede ser asimilada en muchos aspectos al estado de excepción, pues la muerte a gran escala de vidas biológicas solamente se puede efectuar a partir de formas de excepción en las que se reduce la vida biológica a mero objeto aniquilable sin responsabilidad ética ni imputación jurídica. El ecocidio niega el valor ético a la vida biológica y, con ello, se crea un vacío jurídico que legitima su mera destrucción como pura matabilidad inimputable. Esta producción de muerte a escala planetaria, que es el ecocidio, se legitima como práctica social a partir de dispositivos de excepción en los que sobresale la existencia de un poder soberano, que siempre es un poder de vida y muerte.

Para el desarrollo del trabajo, en primer lugar, nos aproximaremos al concepto de ecocidio y su evolución en el ámbito del derecho. En los siguientes dos apartados, analizaremos los principios filosóficos de Agamben para posteriormente reconectarlos con el concepto de ecocidio y sugerir algunos puntos futuros de investigación.

1. Ecocidio, definición y evolución del concepto

En el Diccionario de la lengua española (DLE), ecocidio es un concepto de muy reciente registro. Es más antiguo el término excidio, cuyo significado es ‘destrucción’, ‘ruina’, ‘asolamiento’, aunque este último generalmente no es muy usado (García Ruiz, 2018, p. 5). Si seguimos su etimología, el término ecocidio está compuesto por la terminación griega oîkos, que significa casa, y por el verbo occidere del latín, que significa ‘matar’, ‘asesinar’, ‘depredar’. En una interpretación libre este término se podría entender como la destrucción de la casa. En el caso que nos ocupa sería de nuestra casa común: el planeta Tierra. Ecocidio es definido entonces como “destrucción del medio ambiente, en especial de forma intencionada” (RAE, 2019).

En un primer momento ampliamos el sentido de ecocidio vinculándolo a la responsabilidad directa por la destrucción de la vida natural. El ecocidio destruye a gran escala la vida, ya sea de especies vegetales o animales, o bien ecosistemas completos. Es decir, el ecocidio no destruye cosas, objetos inanimados, ni bienes patrimoniales o culturales, sino que aniquila formas de vida, seres vivos. Por ello, un acto puede catalogarse como ecocidio en la medida que destruya formas de vida a gran escala (Neira et al., 2019).

Al mismo tiempo, la subsistencia de la propia vida humana debe ser comprendida como interdependiente de la red de vida que envuelve a la Tierra. Al destruir agresivamente las formas de vida naturales, también estamos precarizando la propia vida humana y, paulatinamente, condenándola a su propia destrucción. El ecocidio, en última instancia, conduce a un genocidio. Tal vez, dependiendo de las dimensiones del ecocidio, este puede llevar al mayor genocidio nunca sufrido por la humanidad.

De forma negativa, podríamos definir que no existiría ecocidio en un acto hipotético que destruyese cosas, por ejemplo, piedras para transformarlas en cascajo, si esa destrucción de cosas no afectara a ningún tipo de vida o ecosistema. Es decir, no se comete una aniquilación ecocida –y como consecuencia no se puede imputar transgresión ética o delito jurídico– contra las cosas mismas, sino en la medida que estas están relacionadas con la vida. Ese es el campo filosófico que el concepto de ecocidio pretende recortar para caracterizar sus dimensiones éticas, así como las responsabilidades jurídico-políticas asociadas a este. El ecocidio envuelve tanto la práctica de la destrucción de formas de vida a gran escala como la intencionalidad de practicarla.

Un breve esbozo genealógico del concepto ecocidio nos permitirá reconocer los complejos meandros políticos y semánticos, así como los entresijos de poder que han sido recorridos para que este concepto viese la luz. El término fue usado por primera vez por Arthur Galston, biólogo, jefe del departamento de botánica de la Universidad de Yale y encargado de la investigación en la que se inventó el agente naranja, un herbicida extraordinariamente tóxico que los Estados Unidos usó en la Guerra de Vietnam entre 1961 y 1971. Los más de 80 millones de litros vertidos en las selvas de este país durante el conflicto bélico produjeron un efecto devastador en la vida de millones de vietnamitas y en el medioambiente. En Vietnam, aparte de los cientos de miles muertos, el cálculo de afectados –desplazados, discapacitados, mutilados, personas con malformaciones, etc.– fue de aproximadamente dos millones. El mismo Galston pudo demostrar científicamente que el agente naranja era altamente tóxico y logró que el presidente Nixon prohibiera su uso en 1971 (Soler Fernández, 2017, p. 2).

Aparte del agente naranja, en la guerra contra Vietnam el ejército norteamericano usó otras armas explosivas o incendiarias (como el napalm) que ayudaron ampliamente al surgimiento de una corriente fuertemente ambientalista. El ecocidio fue reconocido en la Conferencia de Naciones Unidas sobre el Medio Humano celebrada en Estocolmo en 1972. En su discurso de apertura, el entonces primer ministro de Suecia, Olof Palme, hizo una alusión explícita al ecocidio en relación con lo acontecido durante la Guerra de Vietnam. Indira Gandhi y el jefe de la delegación china, Tang Ke, también se pronunciaron contra la Guerra del Vietnam con denuncias de carácter humanitario y medioambiental. Sin embargo, cabe señalar que el término ecocidio no quedó expresamente registrado en el documento oficial final de este encuentro (García Ruiz, 2018, p. 17). No obstante, esta conferencia ayudó al fortalecimiento de la consideración del medioambiente como patrimonio de la humanidad.

En paralelo con la Conferencia de Estocolmo se produjeron otros eventos como la Cumbre de los Pueblos, en la que uno de los grupos de trabajo comenzó a desarrollar una ley sobre genocidio y ecocidio, la cual muchas ONG apoyaron. Entre 1970 y 1976, Dai Dong, filial de Fellowship, trabajó en la concientización de los gobiernos y de la sociedad sobre el daño infligido a la naturaleza por el uso indebido de la tecnología y los productos químicos. Un hito importante fue la concreción, en la misma Estocolmo, de la Convención sobre la Guerra Ecocida. El Foro produjo un protocolo sobre guerra ambiental y un proyecto de convenio sobre ecocidio. El primero prohibía e incluso criminalizaba muchas acciones realizadas por EE. UU. en Vietnam.

Un logro de estos esfuerzos desde la sociedad civil fue que, en 1978, las Naciones Unidas convocaran la Convención sobre la Guerra Ecocida. La finalidad era definir y condenar el ecocidio como un crimen internacional de guerra. El estudio, fruto del trabajo de la Subcomisión encargada, propuso añadir el ecocidio y genocidio cultural a los crímenes que ya estaban contenidos en dicha Convención. Finalmente, esta Subcomisión no concluyó la tarea de reconocer el ecocidio como un crimen (García Ruiz, 2018, p. 4).

En los años 80 del siglo pasado continuaron los intentos para incorporar el concepto de ecocidio al seno de las significaciones ético-jurídicas. Un importante esfuerzo fue adelantado por la Comisión de Derecho Internacional de las Naciones Unidas, que quiso incluir el concepto de delito medioambiental en el Proyecto de Código de Crímenes contra la Paz y la Seguridad de la Humanidad. El artículo 26, acerca de los “daños intencionales y graves al medio ambiente”, fue criticado por varias razones, aunque no hacía alusión al ecocidio. La parte del artículo que aludía al delito medioambiental no pasó la segunda revisión del borrador. Sin embargo, entre 1994 y 1996, estos proyectos fueron presentados a diferentes comisiones y grupos de trabajo en el ámbito de DD. HH. de las Naciones Unidas para determinar de qué manera se podían tipificar los daños ambientales: si como crímenes contra la humanidad o como crímenes de guerra. Finalmente, en 2002, el artículo 8.2 IV del Estatuto de Roma sobre crímenes de guerra recogió los “daños extensos, duraderos y graves al medio ambiente natural” en un contexto de guerra. Este modo de tipificar hacía que la penalización de delitos ecológicos quedara reducida a los momentos de conflictos armados (Soler Fernández, 2017, p. 6).

Reconocer que el significado de un concepto tiene un valor ético puede tener amplias repercusiones políticas y jurídicas (Moura Lopes, 2020). De ahí que el término ecocidio haya enfrentado grandes resistencias, que reflejan las disputas de poder inherentes al lenguaje. Grandes delitos ambientales, susceptibles de ser tipificados como ecocidios, fueron ocurriendo en el mundo, sin que fuesen responsabilizados sus perpetradores como tales, lo que fue conduciendo a una especie de impunidad lata. Tal es el caso del Tribunal Internacional Monsanto, nacido de la iniciativa de la sociedad civil para exigir a esta multinacional responsabilidades por crímenes contra la naturaleza y la humanidad. La razón fue la comercialización de Roundup, un herbicida compuesto de glifosato, muy peligroso para la salud y el ambiente. Nos parece muy importante resaltar que en una parte de la resolución de este juicio dice lo siguiente:

Si el delito de ecocidio se reconociera en el derecho internacional –cosa que no ocurre de momento–, las actividades de Monsanto posiblemente constituirían un delito de ecocidio en la medida en que causan daños sustanciosos y duraderos a la diversidad biológica y los ecosistemas, y afectan a la vida y la salud de las poblaciones humanas” (en Soler Fernández, 2017, p. 9).

En la actualidad continúan la laguna jurídico-política en relación con el ecocidio y, como consecuencia, el vacío legal de los delitos medioambientales a gran escala ( Jordace, 2016, p. 220). La aproximación más reciente a su reconocimiento se hizo en 2016 en la Corte Penal Internacional (CPI), en la denominada Policy Paper on Case Selection (Corte Penal Internacional, 2016). En su declaración, la CPI reconoce la posibilidad de cooperar con los países signatarios del Estatuto de Roma para la apuración de delitos ambientales. No obstante, no hay un reconocimiento formal del concepto de ecocidio como una práctica que puede ser significada en el ámbito jurídico-político (Neto y Mont’Alverne, 2018). El concepto de ecocidio se está incorporando paulatinamente al discurso jurídico de varios países para caracterizar la extrema gravedad del exterminio de formas de vida (Ramírez y Ramírez, 2020).

Como señalábamos, las resistencias que el concepto de ecocidio encuentra para su reconocimiento semántico como práctica jurídico-política son un pálido reflejo de las luchas de poder que él mismo registra. Entendemos que para contribuir al reconocimiento de la práctica y a su consecuente neutralización hay que mostrar inicialmente sus características y como estas se presentan.

El ecocidio debe ser comprendido en el contexto de la biopolítica. En el ecocidio están en juego la vida, el poder sobre la vida y la vida como un elemento instrumental para los efectos de poder. Los estudios tradicionales de biopolítica, desde Foucault (2007) hasta Agamben (2005, 2006), han considerado el concepto de vida humana como elemento constitutivo de esta modalidad de poder. No obstante, el primer punto que pretendemos mostrar es que el concepto de biopolítica, en cuanto captura de la vida por las estrategias del poder, debe ser ampliado al conjunto de las formas de vida del planeta. Aunque sea posible establecer una diferencia cualitativa entre la forma-de-vida humana y las otras formas de vida biológicas, hay que reconocer su intrínseca interdependencia y, concomitantemente, su misma instrumentalización por los dispositivos de poder modernos.

2. Agamben y la vida como zóê y bíos

El sentido semántico y jurídico-político de ecocidio corre paralelo al de la categoría de genocidio. Como sabemos, esta categoría fue innovada como neologismo después de los terribles crímenes cometidos por el nazismo y el fascismo antes y durante la Segunda Guerra Mundial, porque la barbarie de estos crímenes no se podía catalogar con las categorías jurídico-políticas hasta entonces reconocidas. El principal dispositivo utilizado por el genocidio fue decretar el estado de excepción total que otorgó poderes de soberanía absoluta al presidente de la República alemana, Adolf Hitler. El hilo oculto que une el ecocidio con el genocidio es el dispositivo de la excepción, a través del cual se suspende todo derecho sobre las vidas sometiéndolas a la pura matabilidad con total impunidad: “la excepción es el dispositivo original a través del cual el derecho se refiere a la vida y la incluye dentro de sí por medio de la propia suspensión” (Agamben, 2005, p. 24). Nos proponemos hacer un análisis filosófico que nos permita visualizar críticamente ese hilo oculto que vincula las dos categorías.

En las primeras páginas de Homo sacer, Agamben se detiene en explicar los dos sentidos que en la Grecia antigua tenía la palabra vida: zóê y bíos. El primero, referido a cualquier forma de vida y al mero hecho de vivir, sería mera vida humana biológica (vida nuda2), común a todos los seres vivos. El segundo, bíos, es la manera característica de vivir de un ser humano en cuanto humano, vida humana cualificada y propiamente política. En la polis, a través del lenguaje, se manifiesta la característica propia del hombre de distinguir entre lo bueno y lo malo, lojusto e injusto. En este espacio se produce el paso del simple vivir al vivir bien.

Para Agamben esta distinción de Aristóteles marca de modo definitivo la política occidental desde su comienzo: la dicotomía de la vida natural, zóê, reducidaal ámbito de lo privado, al terreno de la oîkos (casa); y, por otro lado, el bíos: lo público, las formas de vida, la polis (Agamben, 2006, pp. 9-10). De hecho, cuando el Estagirita clarifica qué es una comunidad política, lo hace distinguiendo lo que está dentro y fuera de la polis, la separación entre naturaleza y cultura. Esta distinción alude a la necesidad, por medio del establecimiento de la ley, de un espacio donde un grupo humano pueda vivir junto (una polis).

Ahora bien, en su autoafirmación, la ley establece una diferencia entre lo que se encuentra dentro y fuera de ella, y esta solo opera en la medida en que ejerce esa distinción. Por eso, en la fundación de la política está presente una línea que divide la mera vida (vida nuda), que es guiada por la fuerza que le otorga la naturaleza, y la vida propiamente política, que tiene como soporte la ley. Se produce así la separación entre aquellos que son considerados mera vida natural, zóê (esclavos, mujeres, extranjeros, trabajadores, entre otros), y los que pueden enarbolar el derecho a tener una vida política, bíos (la minoría de los hombres eupátridas)3.

Para Agamben (2005, 2006), la política occidental se asienta sobre la exclusión inclusiva de la mera vida nuda, es decir, la nuda vida es excluida, a través de las formas de excepción, al mismo tiempo que se la incluye en una zona de anomia para tener el control máximo de la misma. La excepción es un dispositivo biopolítico que, al suspender el derecho sobre la vida, reduce la vida humana a mera vida natural, una vida fuera del derecho, una vida sin derechos. De ese modo, la excepción no se limita simplemente a expulsar la vida del derecho, sino que captura la vida humana en una zona de anomia en la cual obtiene un mayor control, el control total, para su gobierno. Lo que la excepción pone en juego es la extrema gobernabilidad de la vida humana a través de una decisión soberana.

La excepción provoca el vacío jurídico a tal extremo que la vida, la cual cae en la excepción, es gobernada de modo arbitrario por una voluntad soberana. La vida en la excepción es vaciada de valor ético para objetivarse como mera cosa bajo el arbitrio axiológico y político de la voluntad soberana que rige en la excepción. La excepción es un dispositivo biopolítico que despoja la vida de cualquier valor fuera de aquel que la voluntad soberana le atribuya. Por ello, cuando la excepción es absoluta, la vida pierde su valor absoluto y se torna en un elemento relativo en las manos de la voluntad soberana. La dinámica del funcionamiento de la excepción como dispositivo biopolítico de gobierno soberano de la vida opera a través de la captura de la vida en una zona de anomia, exponiéndola a la total vulnerabilidad. Este doble eje de captura y exposición posibilita que la excepción opere como dispositivo biopolítico de gobierno con gran eficacia en el control de la vida.

A través de esta paradoja de la excepción, que hace de la vida un elemento que queda excluido e incluido concomitantemente –excluido del derecho e incluido en una zona de anomia–, nuestro autor irá revisando algunas de las dicotomías o dualidades principales en que se funda la metafísica occidental como las de hombre/animal, amigo/enemigo, ley/fuerza, vida/derecho, etc. De todas, el autor se focaliza en la dicotomía zóê/bíos (nuda vida/existencia política) y la ubica como la pareja fundamental de la vida política occidental, en contraste con la dupla amigo/enemigo de Carl Schmitt (Agamben, 2006, p. 142; Bacarlett Pérez, 2010, p. 33).

Agamben relaciona el origen de la inclusión de la zóê en el poder político con el resquicio jurídico-político del derecho romano arcaico en la figura del homo sacer, que se aplicaba a aquellos sujeto que, tras haber cometido un delito, no eran simplemente muertos, sino que se les declaraba sacer, expulsándolos de cualquier derecho de ciudadanía. Con ello, su vida estaba expuesta a la pura matabilidad con total impunidad: cualquiera podría actuar con poder soberano sobre el homo sacer. Su vida no tenía valor alguno, desde la perspectiva ética o jurídico-política. El homo sacer no podía ser sacrificado –es decir, no podía ser condenado formalmente a muerte–, pero podía ser asesinado impunemente y su muerte no era clasificable ni como homicidio ni como sacrificio (Agamben, 2006, p. 98)4.

La importancia de la figura del homo sacer es que presenta el sentido originario de una vida sagrada anterior a la sumisión al derecho penal o al sacrificio. Una figura que queda apresada en el bando soberano y que conserva la memoria de la exclusión originaria. Esta doble excepción configura una zona de indiferencia entre el homicidio y el sacrificio. La nuda vida del homo sacer es sujeto político, no a través de la ley, sino solamente a través de la excepción.

Para Agamben, pues, vida y soberanía son dos dimensiones indisociables: solo hay soberanía donde se produce vida nuda, es decir, que la vida puede ser a la vez “excluida e incluida” en el poder soberano. Para el autor, se podría decir, de hecho, que la producción de un cuerpo biopolítico –el homo sacer– es el acto originario del poder soberano (Agamben, 2006, p. 109).

La conclusión a la que llega Agamben es de hondas consecuencias porque implica una revisión de algunas de las bases fundamentales en que se ha cimentado no solo la democracia, sino la ontología occidental5. Llama a reconsiderar la definición de Aristóteles de la polis como oposición entre el vivir (zên) y el bien vivir (eû zên), dada la implicación de la nuda vida en la vida política. Para el filósofo italiano debe revisarse también la afirmación aristotélica de “el hombre como animal viviente y, además, capaz de existencia política”. Pareciera que, en Aristóteles, en el ser humano habría vidas diferentes y habría que suprimir lo primero para que se realizase lo que lo caracteriza como hombre. Para Agamben, por el contrario, sin zóê no hay política posible (Agamben, 2006, p. 16).

3. Soberano, soberanía y estado de excepción

Si la excepción es el hilo oculto que vincula el genocidio con el ecocidio, hemos de considerar lo que se desvela en esa relación como un poder soberano que decide de forma absoluta sobre la total matabilidad de cualquier vida con, también, plena inimputabilidad. Cabe traer a la luz ese poder soberano, que parecía suprimido de nuestras democracias y Estados de derecho, pero que continúa siendo el hilo perverso a través del cual la excepción se cierne como amenaza absoluta sobre cualquier vida.

Agamben (2006) coincide con Schmitt (2006) en señalar que el soberano es “quien decide la excepción” o, lo que es lo mismo, el único que puede decidir cuándo se suspende la ley y cuándo entra en vigor. Plantea que la excepción es la estructura que caracteriza a la noción de soberanía (Agamben, 2006, p. 23). Pero el que el soberano pueda decidir sobre el estado de excepción significa que está más allá de la ley, que su poder permanece, aunque la ley haya sido suspendida. En otras palabras: que él es la máxima expresión de la ley y es el que puede suspenderla. El que la suspensión de la ley, por parte del soberano, esté autorizada por la misma ley produce una situación especial: por un lado, el soberano se encuentra dentro de la jurisdicción de la ley. Pero, por otro lado, en cuanto que puede suspenderla, también se sitúa fuera de la misma. De ese modo, la paradoja de la soberanía es que el soberano se ubica en una zona que Agamben denomina de indistinción entre un afuera y un adentro de la ley (Agamben, 2006, p. 27; Quintana, 2006, p. 47). No está exclusivamente antes (alegal) o después (legal), sino en ambos al mismo tiempo.

Al contrario de lo que se podría pensar, esta capacidad del actuar soberano de transitar por la zona de indistinción no es una limitación o defecto; en realidad, esto le permite ejercer el dominio sobre lo que está dentro y fuera de la ley: lo amigo y lo enemigo, lo legal y lo alegal, la zóê y el bíos o, lo que es lo mismo: la nuda vida y las formas políticamente normalizadas. Todavía más, le posibilita al soberano sacar más provecho –más poder– cultivando esa zona de indistinción. El soberano puede redefinir y cambiar según su criterio lo que pertenece adentro o afuera, lo amigo o enemigo, lo legal y lo alegal, bíos y zóê, etc. Incluso, aunque se haya avanzado del estado de naturaleza, de la zóê a la sociedad política, al bíos, nunca queda garantizado el que no se pueda volver atrás, al estado de naturaleza, a la nuda vida. Esto último no solamente es posible prácticamente en cualquier momento, sino que ese movimiento regresivo es buscado y promovido por el mismo soberano. Con el retorno a lo alegal –que no es caos, sino un vacío que se cubre con el arbitrio total del poder soberano– donde se encuentra capturada la zóê, el soberano logra una extensión de su poder mayor del que tenía al desplegar la fuerza del poder constituyente en lo que tendría que ser simplemente abarcado por el poder constituido (Bacarlett Pérez, 2010, p. 36)6.

Agamben descubre que el soberano necesita de la reactualización del poder constituyente, tanto para renovar a sus enemigos, como para poder llegar a los espacios donde la ley no llega. Esto tiene mucho que ver con la vida nuda, con la zóê. El mecanismo que le permite al soberano tal reactivación del poder constituyente es el estado de excepción (Agambem, 2005, p. 23) en el que se suspende la ley (en aras de salvaguardar la ley). Es importante resaltar que, mediante esta figura, el mismo derecho es el que introduce la violencia fundadora, el poder constituyente dentro de la vida normal y legal de la sociedad política, justamente por haber suspendido la ley. El derecho, por tanto, transita también en una zona de indistinción por la que abarca tanto lo que está dentro de la ley como lo que queda afuera, es decir, la zóê, la nuda vida.

Podemos rescatar al menos dos cuestiones importantes de lo señalado hasta ahora. La primera es la existencia del homo sacer que encarna la desprotección total de la vida humana reducida a pura vida biológica; sacer, en cuanto está siempre disponible para ser destruida, por el simple hecho de ser vida sin valor alguno. Sin embargo, solo esta nuda vida es auténticamente política desde el punto de vista de la soberanía. El hombre nace, pues, sin derechos inherentes. Un ciudadano es parte del Estado y, por tanto, “ciudadano” solamente porque ha sido incluido como tal, no porque su dignidad y sus derechos innatos reclamen tal pertenencia.

La segunda es que el estado de excepción se ha convertido en un dispositivo biopolítico utilizado ampliamente por muchos gobiernos actuales, incluso para resolver cuestiones que son bastante insignificantes. La conclusión provisional sería que nada que tenga que ver con la vida natural, con la vida biológica o con las personas queda al resguardo ni de la ley ni del soberano, porque siempre existe la posibilidad de decretar una excepción a través de la cual ese poder soberano emergerá de las sombras.

La concepción de soberanía que nos propone Agamben supone que, a través del estado de excepción, el soberano crea y garantiza la situación que el derecho requiere necesariamente para su propia vigencia (Agamben, 2006, p. 29); esta situación es lo que permite –vía su exclusión– introducir la vida en el derecho. Pero tal exclusión incluyente conduce a una nueva paradoja: en el estado de excepción la vida termina confundiéndose con la ley, lo alegal con lo legal… ¿qué pasa, por ejemplo, cuando se aplica la ley una vez que el derecho ha sido suspendido? La paradoja en tal estado de cosas se hace evidente, ya que si aplico la ley, entonces la estoy violando, porque está suspendida, porque no hay ley. Pero si no aplico la ley, entonces la estoy aplicando, porque legalmente ha sido suspendida.

En consecuencia, en el estado de excepción, el derecho se encuentra en vigor, pero suspendido (forma de ley), a la vez que se aplica, pero sin estar en vigor (fuerza de ley). Esto es como decir que, en el estado de excepción, la aplicación de la ley y su violación coinciden de manera perfecta. Otra manera de expresar tal paradoja es diciendo que en tal estado la vida nuda –con su carácter ajeno al derecho– se confunde con la ley –en tanto esta ha sido suspendida–. Lo notable en este punto es que es la excepción misma es la que tiene carácter originario.

Se puede afirmar, según Agamben, que la excepción es la estructura de la soberanía y que la excepción soberana es la estructura político-jurídica originaria. La ley encuentra su condición de existencia en la excepción. Como señala este autor:

El derecho no tiene otra vida que la que puede integrar dentro de sí a través de la exclusión inclusiva de la exceptio; se nutre de esta y sin ella es letra muerta. En este sentido realmente el derecho no tiene por sí mismo ninguna existencia pero su ser es la vida misma de los hombres (Agamben, 2006, p. 42).

Si miramos la realidad actual desde esta afirmación, significa que la relación de excepción no es una situación exclusiva de los regímenes en los que el derecho se ha suspendido, sino que cruza estructuralmente el modo de actuar de cualquier régimen político (Barcarlett Pérez, 2010, p. 38).

Para Agamben, la indistinción, el umbral de indiferenciación entre bueno- malo, legal-alegal, están siempre referidos a la vida humana. Allí, la relación de excepción es una relación de bando en cuanto abandono de la ley. Aquello que es excluido no es simplemente colocado fuera de la ley y despojado de su valor para esta, sino que es abandonado por la ley, queda en peligro, en el umbral en que vida y derecho, exterior e interior, se confunden (Agamben, 2006, p. 44). Al mismo tiempo que es excluido es incluido, o sea, es dispensado y a la vez capturado. Hay una correlación total entre excepción y abandono. El abandono es estar a merced, expuesto al bando soberano. Significa, en definitiva, que el soberano tiene a su disposición la vida humana como nuda vida. El estado de excepción, desde el momento en que se convierte en regla, le da al soberano la última palabra sobre la existencia humana convertida toda ella en nuda vida.

4. Ecocidio y estado de excepción

El dispositivo de la excepción produce la reducción de la vida humana a nuda vida, la cual posibilita su mercantilización como mero recurso natural. La racionalidad mercantil dominante en el capitalismo también utiliza el dispositivo de la excepción para conseguir mercantilizar a gran escala todas las formas de vida. Con ello, normaliza el ecocidio como un medio legítimo para producir riqueza o crear lucro.

Agamben no considera como nuda vida a los seres vivientes no humanos. Para él la vida natural originaria queda fuera del ordenamiento jurídico y es, por tanto, amoral, ajurídica. Tal vez se podría afirmar que el estado natural es una excepción al derecho, en el que todo es posible (Colombo Maurúa, 2018). La condición de excepción permanente se refleja en el hecho de que las vidas de la naturaleza, los ecosistemas, las especies animales, están fuera del derecho y, por ello, a lo largo de los siglos se han podido depredar y exterminar impunemente, con la única limitación del derecho de propiedad. Lo que no era propiedad de alguien se puede simplemente matar con impunidad. Esto tiene posibilidades de relación sumamente estrechas con los seres humanos.

De hecho, cuando en 1951 entra en vigor la Convención para la prevención y la sanción del delito de Genocidio de la ONU, se pretende relacionar el genocidio físico (la destrucción o aniquilación deliberada de una nación o grupo étnico) con el genocidio cultural (destruir su forma de vida). En ese momento se intenta vincular el ecocidio a los presupuestos materiales del genocidio, representado aquel en la destrucción de un territorio o en el debilitamiento de una forma de vida ecológica y cultural (García Ruíz, 2018, p. 6). Es evidente que la devastación de un territorio indígena, por ejemplo, supondrá para los miembros de la comunidad socavar críticamente no solamente su cultura, su identidad o su forma de vida, sino su misma supervivencia física, individual y colectiva.

Por esta razón, un camino por transitar es el cambio de discurso con el uso de nuevas categorías. Un cambio así abordaría los daños ecocidas a través de una ética ambiental descentrada del antropocentrismo y sería más cercano a los presupuestos holísticos en que el ser humano se reconozca como un elemento cualificado que forma parte de la tela de la vida. Esto podrá ayudar a no reducir la mirada a los daños producidos a los humanos inviabilizando la grave problemática ambiental que conllevan y que, en los países pobres se agrava aún más con la existencia de gobiernos que no están interesados o son incapaces de afrontar los efectos negativos de los daños ambientales en sus poblaciones.

Sin embargo, a partir de lo expuesto desde el pensamiento de Agamben, creemos que se podría establecer una comparación semántica, una analogía, entre el homo sacer y la vida de la naturaleza. La Tierra, toda la biosfera desde su mera condición biológica, ha sufrido secularmente una doble exclusión: por el aparato jurídico-legislativo –lo hemos visto largamente en el tratamiento del ecocidio por parte de las instituciones internacionales de Derecho– y por el o los poderes soberanos que rigen en nuestra actualidad mundializada. Esta doble exclusión deja a la vida de la naturaleza en abandono, en condición de nuda vida, la expone a distintos modos de dominación, explotación y de acumulación bajo el modelo de apropiación capitalista. La punta de lanza de estos poderes soberanos son las grandes corporaciones transnacionales. La consecuencia es visible en muchos rincones del planeta: el expolio, la depredación, la violencia ecocida en las más variadas formas; islas de residuos, contaminación, daño en la capa de ozono, deforestación, pesca depredadora, sobreexplotación de los recursos naturales, minería, apropiación y venta de los bienes comunes, etc. Este acaparamiento de las grandes corporaciones del sector primario, secundario y terciario no puede hacerse sin una previa estructuración mundial de un modo de dominación y acumulación movido por la absolutización del capital, por la maximización de las utilidades, las riquezas y el poder.

Como bien señala Pablo González Casanova (2013), se trata de poderosos núcleos de poder, mediación, corrupción, represión, que se vinculan y refuerzan entre sí, y cuyo comportamiento real y formal, efectivo y virtual, abierto y encubierto se realiza con organismos complejos de múltiples relaciones, funciones e interacciones. Estos grupos, grandes corporaciones, complejos militares- empresariales-políticos y mediáticos, cooptan a publicistas, comunicadores, tecnocientíficos, consejeros de las instituciones de cultura superior, expertos en la cultura de masas y en la cultura individualizada, etc. (González Casanova, 2013), adquiriendo así la capacidad para hacer uso del estado de excepción de múltiples formas, incluyendo aquellas en que la vida de la naturaleza queda expuesta a la pura matabilidad a través de su apropiación productiva.

El ecocidio es la manifestación de la matabilidad a gran escala de especies y ecosistemas. Pero solo es posible porque se considera al conjunto de las especies vivas fuera de cualquier derecho intrínseco a su naturaleza. Por ello están abandonadas a la pura apropiación y, como consecuencia, a la depredación inimputable. Por causa de ese abandono se aumentan exponencialmente los peligros de ecocidio7.

Los análisis de Agamben muestran que la lógica que vincula la soberanía al homo sacer, el cual es capturado en una excepción que tiene poder soberano sobre la vida, es el hilo oculto que también posibilita aniquilar soberanamente las vidas de la naturaleza porque son meras vidas naturales, meras vidas nudas.

5. Conclusión: el ecocidio y la responsabilidad como obligación primera del derecho

Como vimos, uno de los aspectos más sobresalientes de Agamben en su proyecto Homo sacer es llegar a la estructura originaria del arcanum imperii del poder en occidente. El arcanum del poder occidental se oculta en las sombras de un poder soberano que no fue totalmente abolido por el Estado de derecho y que se actualiza en los constantes decretos de excepción. De modo análogo, hemos traído a la luz ese hilo oculto por el cual se puede considerar el ecocidio una categoría comparable al genocidio –aunque no sea totalmente asimilable en su sentido pleno– porque el nexo oculto de ambos remite a la utilización de la excepción como dispositivo a través del cual se considera la vida nuda como mera vida natural expuesta a la total matabilidad con absoluta inimputabilidad. La magnitud de esta violencia es fácilmente perceptible por sus efectos devastadores en todo el mundo8.

Para concluir, quisiéramos dejar planteadas dos líneas de profundización de los vínculos entre estado de excepción y ecocidio, que van más allá del carácter exploratorio de este trabajo. La primera es la que, a partir de Foucault y Agamben, desarrolla el filósofo africano Achile Mbembe y que acuña con el concepto de necropolítica. Por necesidad de espacio y de objetivo, lo dejamos fuera. Pero este término es muy interesante porque nos permite problematizar la fundamentación de la política contemporánea tal como lo hicieron Foucault y Agamben desde el entrelazamiento de violencia y derecho, por un lado, y excepción y soberanía, por el otro. Pero Mbembe (2001) da un paso más al desarrollar expresamente el vínculo del dominio sobre la vida humana, también a través del sometimiento de la naturaleza. Este concepto expresa muy bien la condición de excepcionalidad donde Estado y las grandes corporaciones capitalistas se confabulan para poder mantener la explotación de recursos y el control de las poblaciones.

La segunda línea es que, dada la imbricación y la interdependencia que existe entre la naturaleza y los modos de vida humanos (es muy evidente, por ejemplo, en el caso de los pueblos indígenas y campesinos), el ecocidio es una manera indirecta de acelerar procesos de nuda vida porque deja a estos grupos humanos totalmente desamparados, a la deriva. Con el agravante de que, con frecuencia, en los sistemas políticos contemporáneos la excepcionalidad no se distingue del ordenamiento jurídico normal. En estos casos, una de las consecuencias normales es que se violenten las garantías y los derechos de este tipo de poblaciones y se reprima la protesta de los grupos que actúan en contra de los grandes intereses estigmatizándolos como peligrosos para el progreso, la democracia o la gobernabilidad. El Estado no se encuentra solo en este trabajo de ejercicio de la violencia, sino que suele ser apoyado de forma tácita por las corporaciones involucradas en la explotación de esos territorios. El ecocidio tiene una cara corporativa, no solo estatal.

El ecocidio, en cuanto neologismo, presenta un recorte epistemológico del poder soberano absoluto sobre la vida de la naturaleza. Si el genocidio es la categoría jurídico-política creada para confrontar las barbaries del poder soberano sobre la vida humana, se propone, también, considerar el ecocidio como nueva categoría jurídico-política para denunciar y desconstuir las barbaries del ser humano sobre el conjunto de formas de vida del planeta Tierra. Para ello, hay que repensar el propio sentido del derecho y de la obligación. La obligación que tenemos de respetar y preservar la vida en el planeta Tierra origina el derecho de las especies animales y los ecosistemas a existir y desarrollarse. Antes que el derecho, existe la obligación de respetar y cuidar que origina la responsabilidad (ética) y el derecho del Otro, en este caso las especies vivas y los ecosistemas. Cuando la obligación antecede al derecho, no es posible aplicar la excepción como dispositivo biopolítico de dominio de la vida.

Referencias

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Notas

1 Introducimos el neologismo “matabilidad inimputable” para señalar que el dispositivo de la excepción otorga un poder soberano sobre la vida con una capacidad tal de decidir sobre su muerte que ninguna responsabilidad es atribuible ni sancionable. Cuando ese poder de muerte se amplía y normaliza, particularmente sobre el conjunto de las especies vivas, el dispositivo de la excepción normaliza el poder de matar como una matabilidad que es inimputable por estar naturalizada y ser considerada inherente al poder soberano sobre la vida y la muerte.

2 El concepto de vida nuda es ampliamente utilizado por Agamben (2006), que a su vez lo toma del ensayo “Para una crítica de la violencia”, de Walter Benjamin (1999).

3 Cuando Hobbes (2005) pensó la política moderna, también reprodujo este dualismo a través de su modelo de vida natural, en el estado de naturaleza, y la vida en la comunidad política, bajo el poder soberano.

4 Es importante tomar conciencia de que, desde la perspectiva de Agamben, la sacralidad de la vida que hoy se exige como un derecho humano fundamental frente al poder soberano expresa más bien la máxima sujeción de la vida a un poder de muerte que se halla en el corazón mismo de la política.

5 Para el autor, la política occidental desde Aristóteles ha sido pensada por medio de opuestos; y se ha repetido en las teorías contractualitas con la distinción de un ámbito prepolítico y otro político. Más allá de las muchas diferencias entre Aristóteles y Hobbes, Agamben quiere mostrar la base común de ambos: la exclusión de la vida natural. Pero uno de los aportes clave de Agamben es develar que lo que se muestra en el mecanismo de la exclusión propio de la política occidental es, en realidad, una implicación de la vida natural o, dicho con más propiedad, una exclusión inclusiva: una excepción.

6 Recordemos que la doctrina política tradicional considera que, en la emergencia de la sociedad política, para la creación de la ley, es necesaria la aplicación de la fuerza, de un poder que permita constituir el Estado. Una vez constituido, el Estado conserva una forma de poder legal, menos violento, sin la fuerza del poder constituyente, sino del poder constituido, que le permite preservar el orden.

7 Mbembe (2001) propone un análisis de las prácticas sociales a partir del necropoder, entendido este último como la negación de la vida. El acento está puesto en la vinculación entre la política y la muerte. El soberano decide quién debe vivir o morir, atendiendo a aspectos económicos. Para este autor, el concepto biopoder se queda corto para entender lo que sucede en la actualidad, en un mundo en el que la muerte tiene una muy estrecha vinculación con la política: la política es la muerte que siempre amenaza la vida humana. Mbembe relaciona el necropoder con el racismo. Para el autor, un ejemplo de la necropolítica actual son los programas sociales que dejan de funcionar en sectores pobres porque no hay presupuesto económico que los sostenga, un fenómeno que se repite en otras muchas situaciones y realidades (véase Rodríguez Martínez, 2017, p. 151).

8 Un simple ejemplo: según un reporte especial de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), la mayoría de los desplazados en México son campesinos de comunidades con economías autosustentables, activistas del medioambiente y derechos humanos, pequeños propietarios, etc. La mayoría de estos grupos representa una amenaza a los intereses de capital extractivo que quieren apropiarse de sus tierras (Estévez, 2018).

Información adicional

Para citar este artículo: Bartolomé Ruiz, C. M. M. y Ruiz, M. (2023). El ecocidio, la matabilidad inimputable de la vida y el dispositivo biopolítico de la excepción. Nuevas fronteras para el derecho como obligación. Universitas Philosophica, 40(80), 43-64. ISSN 0120-5323, ISSN en línea 2346- 2426. doi: 10.11144/Javeriana.uph40-80.emiv

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