GENEALOGÍA DEL CONCEPTO DE TERAPIA DESDE LA PERSPECTIVA NIETZSCHEANA: UNA MIRADA A LAS ESCUELAS HELENÍSTICAS Y SU RELACIÓN CON EL CRISTIANISMO

GENEALOGY OF THE CONCEPT OF THERAPY FROM A NIETZSCHEAN PERSPECTIVE: A LOOK AT THE HELLENISTIC SCHOOLS AND THEIR RELATIONSHIP WITH CHRISTIANITY

Amparo Carrillo Sáenz

GENEALOGÍA DEL CONCEPTO DE TERAPIA DESDE LA PERSPECTIVA NIETZSCHEANA: UNA MIRADA A LAS ESCUELAS HELENÍSTICAS Y SU RELACIÓN CON EL CRISTIANISMO

Universitas Philosophica, vol. 41, núm. 82, 2024

Pontificia Universidad Javeriana

Amparo Carrillo Sáenz

Esap (Escuela Superior de Administración Pública), Popayán, Colombia


Recibido: 22 noviembre 2022

Aceptado: 27 marzo 2023

Publicado: 27 junio 2024

Resumen: El presente artículo aborda la relación ambivalente de Nietzsche con los filósofos helenísticos, para saber por qué, a pesar de la extraordinaria influencia que estas escuelas ejercieron en su pensamiento, Nietzsche se les opone tan violentamente en su obra más tardía. Verificaremos que las principales críticas de Nietzsche a estas escuelas guardan mucha similitud con las que él dirigirá al cristianismo, y a la propia idea de terapia, como una crítica a la tradicional forma de concebirla, que estas escuelas parecen inaugurar y fortalecer. Nietzsche identifica a los filósofos helenísticos como los promotores fundamentales del nihilismo, que él diagnostica como la mayor enfermedad de la cultura occidental, para la que se requiere un médico adecuado y un tratamiento efectivo. La terapia cristiana no fue la única y, principalmente, no fue la primera, pues tiene a los filósofos helenísticos como claros predecesores y precursores. Tampoco estos escaparon al escrutinio crítico de Nietzsche que, en la reconstitución de la historia clínica de la cultura occidental, los identifica como promotores fundamentales de la enfermedad que diagnostica, muy en particular por haber justamente creado las condiciones y el encuadramiento necesarios para la emergencia de la terapia cristiana, preparando el terreno y lanzando las semillas sin las cuales el cristianismo no habría podido surgir y, sobre todo, triunfar. Referente central del desarrollo de esta reflexión será el parágrafo 120 de La gaya ciencia, crucial para el hilo argumentativo.

Palabras clave:estoicismo, epicureísmo, filosofía como terapia, enfermedad, cristianismo.

Abstract: The present article deals with Nietzsche’s ambivalent relationship with the Hellenistic philosophers in order to find out why, despite the extraordinary influence that these schools exerted on his thought, Nietzsche opposed them so violently in his later work. We will verify that Nietzsche’s main criticisms of these schools are very similar to those he will address to Christianity, and to the very idea of therapy, as a critique of the traditional way of conceiving it, which these schools seem to inaugurate and strengthen. Nietzsche identifies the Hellenistic philosophers as the fundamental promoters of nihilism, which he diagnoses as the major disease of Western culture, for which a suitable physician and effective treatment is required. Christian therapy was not the only one and, mainly, it was not the first, for it has the Hellenistic philosophers as clear predecessors and precursors. They also did not escape Nietzsche’s critical scrutiny, who, in his reconstruction of the clinical history of Western culture, identifies them as fundamental promoters of the disease he diagnoses, particularly for having created the necessary conditions and framework for the emergence of Christian therapy, preparing the ground and sowing the seeds without which Christianity could not have emerged and, above all, triumphed. The central reference for the development of this reflection will be paragraph 120 of The Gay Science, crucial for the argumentative thread.

Keywords: stoicism, epicureanism, philosophy as therapy, illness, Christianity.

1. Introducción

Nietzsche mantuvo con los filósofos helenísticos una relación verdaderamente ambivalente a lo largo de toda su vida productiva1. Si, por un lado, admira la sabiduría práctica expresada en estas filosofías, así como la forma en que estos filósofos conseguían comprometer de manera única su vida con la propia práctica de la filosofía; por otro, Nietzsche los considera también claros síntomas de la decadencia y degeneración de la cultura griega.

Así, a pesar de la extraordinaria influencia que ejercieron sobre su pensamiento y la admiración que, no en pocas ocasiones, manifiesta con respecto a algunos de sus representantes, Nietzsche será extremadamente crítico de todas las escuelas de este período, no tanto por los elementos conceptuales que las separan, sino, principalmente, por los motivos que las unen. Tal ambivalencia se vuelve particularmente interesante cuando tomamos en consideración que el propio Nietzsche, como “médico de la cultura”2, se inspiró justamente en esta tradición de pensamiento para su propia comprensión y práctica de la filosofía como una suerte de terapia. El filósofo como médico en una filosofía como terapia significa que el filósofo adopta un punto de vista clínico o terapéutico sobre su propio tiempo, su sociedad y su cultura, y hace de estos el problema, el enfermo o el paciente. La práctica de la filosofía se convierte, entonces, en una labor de diagnóstico y de interpretación de los síntomas, haciendo de la curación su fin último. Este punto de vista médico o terapéutico distingue a la filosofía de una simple crítica cultural –Enrico Müller (2005) interpreta de igual manera la labor del “médico filósofo” en Nietzsche y que se atribuye también a Sócrates3−, de forma que Nietzsche no solo parece haber entendido así su trabajo en la filosofía, sino el trabajo en general del filósofo4.

Nietzsche no solo cuestiona la verdad como principio rector, sino también la imagen del filósofo como una figura aislada y sin conexión con su tiempo o la sociedad que lo rodea. Rechaza la idea del filósofo como alguien sumergido en la profundidad y la abstracción de sus pensamientos, alejado de la realidad. Asimismo, critica a los profesores y otros académicos de la filosofía5, a quienes describe como “rumiantes”. Desde sus primeros escritos, Nietzsche presenta al filósofo ideal como una persona con capacidad activa, educativa, legislativa, transformadora y reformadora. Este filósofo no solo influye en la cultura de su época, sino que también abre el camino hacia un futuro diferente, más elevado y saludable que el presente.

Investigaremos aquí una de las principales causas para la fuerte oposición de Nietzsche a estas escuelas en la fase más tardía de su pensamiento, concentrándonos, para tal fin, en la evaluación que hace de estos filósofos terapeutas, en cuanto él es propiamente un “médico filosófico” (FW, Prólogo, § 2)6. De este modo, Nietzsche debe ser incluido dentro de la tradición terapéutica de la filosofía, ya que su pensamiento refleja todas las funciones distintivas de esta corriente. En primer lugar, Nietzsche inicia su filosofía con el diagnóstico de una enfermedad profunda en el ser humano, especialmente evidente en la cultura moderna de la cual surge. En segundo lugar, establece un ideal de salud que guía su terapia filosófica. En tercer lugar, el propósito central de su filosofía es claramente la curación, rehabilitación y convalecencia de la enfermedad diagnosticada, buscando alcanzar una salud óptima. Finalmente, aunque por razones distintas a las de los griegos, Nietzsche considera la filosofía como el medio más adecuado para aplicar su terapia. Para fundamentar esta argumentación, tomaremos como referencia central el parágrafo 120 de La gaya ciencia, desde el cual analizaremos los conceptos de salud y enfermedad que son clave en este estudio.

Identificaremos las raíces de la oposición de Nietzsche a los filósofos helenísticos mediante un breve análisis de su obra La filosofía en la época trágica de los griegos. Siguiendo las pistas que este texto nos ofrece y complementándolas con los análisis de Pierre Hadot (1998, 2021) y Michel Foucault (2001), argumentaremos que los principales puntos de la crítica nietzscheana se asemejan a los que haría al cristianismo. Fundamentalmente, estos puntos convergen en una crítica a la concepción tradicional de la terapia filosófica, apoyados fuertemente en el trabajo de Faustino (2017) que se acerca también a esta relación.

Por las razones que desgranaremos en este tratado, arribaremos a la conclusión de que Nietzsche percibe a los filósofos helenísticos como precursores esenciales del cristianismo. Esta percepción se fundamenta en su convicción de que estos pensadores desempeñaron un papel crucial en la gestación de una doctrina que él considera perniciosa. Nietzsche los designa como “pseudo-médicos” y los señala como arquitectos principales de la enfermedad espiritual que, irónicamente, diagnostican y pretenden sanar. Esta paradoja subraya la profunda crítica nietzscheana hacia una tradición filosófica que, según él, enmascara su propia decadencia bajo el ropaje de una supuesta cura.

2. La mirada de Nietzsche sobre las terapias helenísticas

Al mirar los primeros textos de Nietzsche sobre los antiguos griegos, así como los fragmentos pertenecientes a ese mismo período, se percibe esencialmente una serie de comentarios y valoraciones positivas respecto a las escuelas filosóficas del helenismo. Entre estas, sobresalen de manera particular los estoicos y los epicúreos7, cuya influencia y relevancia Nietzsche aborda con una perspectiva apreciativa y minuciosa. En las Consideraciones intempestivas ii. De la utilidad y los inconvenientes de la historia para la vida, por ejemplo, Nietzsche destaca al estoico como un ejemplo de alguien que “vive filosóficamente con aquella fidelidad simple y viril que en la Antigüedad obligaba a un hombre, en el caso de que hubiese jurado fidelidad a la Stoa, a comportarse como estoico” (UB, ii, § 5), en contraposición a los tiempos modernos, en que ya nadie se atreve a “cumplir en su propia persona la ley de la filosofía” (UB, ii, § 5), y la filosofía se ha convertido en dependiente y determinada por “los gobiernos, las Iglesias, las academias, las costumbres y cobardías de los seres humanos” (UB, ii, § 5) lo que la reduce, hoy, “a la apariencia docta” (UB, ii, § 5).

Este puede muy bien haber sido el aspecto de la evaluación de Nietzsche de las escuelas helenísticas que se mantuvo constante a lo largo de toda su obra, algo que siguió admirando incluso después y más allá de las fuertes objeciones que les iba a dirigir en su filosofía más tardía. En Humano, demasiado humano ii, por ejemplo, Nietzsche elogia la forma en que Epicuro vivió, sintiendo “a sí mismo en el mundo y el mundo en sí”, atribuyéndole aún la invención de “un modo de filosofar heroico-idílico” (WS, § 295). Del mismo periodo, en un fragmento póstumo que llama “Elogio de Epicuro”, Nietzsche escribe que “– La sabiduría no ha avanzado ni un solo paso más allá de Epicuro – y a menudo ha retrocedido muchos miles de pasos respecto a él” (NF 1877, 23[56]).

De hecho, si hay algo que distingue a estos filósofos de todos los filósofos posteriores y los hace únicos en la historia de la filosofía, es la forma en que la filosofía se identificaba con la propia vida, emergiendo no como un mero ejercicio intelectual o un instrumento para la adquisición de conocimiento, sino más bien como un “arte de la vida”, “existencia” o “modo de vida”, como bien lo afirman Pierre Hadot (1998) y Michel Foucault (2001). Nietzsche siempre vinculó esto a la existencia, en la vida y en la filosofía, de un “refinado heroísmo” (NF 1878, 28[15]).

No obstante, en su obra La filosofía en la época trágica de los griegos, Nietzsche establece una distinción crucial entre los filósofos preplatónicos y los que les sucedieron, una diferencia que persiste a lo largo de toda su producción intelectual. Esta distinción nos brinda una clave fundamental para entender la vehemente oposición de Nietzsche hacia las escuelas helenísticas, una postura que se cristaliza en su pensamiento más maduro. Nietzsche nos dice, en la segunda parte de este texto, que los filósofos anteriores a Platón eran “tipos puros”8, contrario a como concibe a los filósofos posteriores a Platón, que son para él “caracteres mixtos”, mixtos porque combinan en sus filosofías, así como en sus personalidades, diversos elementos de la “república de pensadores geniales desde Tales a Sócrates” (PHG, § 2). En su evaluación, nada positiva, resalta el hecho de que estos “caracteres mixtos” son, en sus propias palabras, “fundadores de sectas, y que las sectas fundadas por ellos fueron instituciones opuestas a la cultura griega y su anterior unidad de estilo” (PHG, § 2).

La filosofía, según Nietzsche, si tiene siempre y desde sus inicios un carácter terapéutico o profiláctico, permite distinguir a los filósofos posteriores a Platón de los filósofos anteriores a él, ya que los primeros “a su modo buscan una salvación, pero sólo para los individuos o como mucho para grupos afines de amigos y de discípulos”, mientras que en los filósofos más antiguos, la actividad “se dirige, aunque ellos no lo sepan, hacia una curación y purificación a lo grande” (PHG, § 2). En esta distinción subyace también la idea de que, en el caso de los primeros filósofos, el carácter terapéutico o curativo de sus filosofías era accidental y no intencional, un efecto colateral de la naturaleza profiláctica de sus pensamientos, que emanaban de la salud más pura y exuberante que Grecia jamás conoció (PHG, § 1). Por el contrario, en los filósofos posteriores a Platón, la filosofía se concebía explícitamente como una forma de terapia; este era su propósito manifiesto y, en un sentido estricto, el verdadero significado de su término. En otras palabras, se entendía como un complejo de mecanismos, ejercicios y técnicas diseñados para recuperar una salud que los individuos ya habían perdido hacía mucho tiempo. De ese modo, el período preplatónico es, para Nietzsche, “esa suprema autoridad que establece qué es lo que hay que llamar sano en un pueblo” (PHG, § 1).

Por el contrario, en todas las escuelas helenísticas o posteriores a Platón, se perciben indicios evidentes de la degeneración de la salud y la soberanía griegas. Cabe destacar que Nietzsche reconoce a los griegos el mérito de haber sido los pioneros en la creación de la figura del filósofo, un logro que él vincula interpretativamente con su invención de la tragedia. Es más, tragedia y filosofía emergen en la misma época, y podemos afirmar que siguen un trayecto paralelo, pues, según Nietzsche, ambas responden a la evolución y necesidades de la cultura griega. Al inicio de La filosofía en la época trágica de los griegos, Nietzsche reflexiona sobre la relación entre la filosofía y la salud de los pueblos. Aquí sostiene que la filosofía surge en el momento de mayor esplendor de este pueblo, como un fruto de su exuberante vitalidad, lo cual no es casualidad y otorga una legitimidad intrínseca a la filosofía. Los griegos, verdaderos maestros y ejemplos a seguir, crearon las condiciones de posibilidad que permitieron la emergencia del saber filosófico y su continuidad. Esa condición no es otra que una salud robusta, ya que solo entre los pueblos sanos puede la filosofía desempeñar su labor terapéutica de manera más adecuada: si la filosofía siempre se ha manifestado ayudando, salvando y protegiendo, eso fue con los sanos, a los enfermos los hizo cada vez más enfermos9.

Incluir eventualmente a Sócrates en el segundo grupo de filósofos es un giro de la historia de la filosofía que generalmente se acepta, y cuya fundamentación popularizan las obras de Pierre Hadot (1998) y Michel Foucault (2001). Según estos autores, Sócrates crea, de hecho, una nueva tendencia en la filosofía que, en términos simples, desplaza el objeto y objetivo de la filosofía de una contemplación y conocimiento del todo para una preocupación por el individuo y una exclusiva dedicación a él, teniendo su transformación espiritual como objetivo principal. El conocimiento se vuelve, entonces, totalmente dependiente de un imperativo ético, tal como la sabiduría se vuelve inseparable de una transformación espiritual del individuo. Así, como nos muestran Hadot y Foucault, todas las comunidades de filósofos a partir de Platón, sea la Academia, el Liceo, el Jardín de Epicuro o la escuela de la Stoa −aquello a lo que Nietzsche llama “sectas”, en el pasaje citado arriba− fueron creadas como comunidades intelectuales y espirituales, cuyo objetivo era entrenar a nuevos seres humanos, purificar la mente, aprender cómo vivir una “vida buena” (eudaimonía) y, de esta forma, asegurar la “salvación del alma” (Hadot, 1998, p. 96).

Si esta nueva orientación en la filosofía ya puede ser verificada en Platón y Aristóteles, es aún más clara en el período que aquí analizamos, cuando la filosofía es, por primera vez, directa y explícitamente presentada como una terapia para la existencia humana10. Abstraído de las particularidades específicas de cada escuela y de las diferencias significativas entre ellas, lo que caracteriza y unifica a todas las escuelas de este período es, esencialmente, una doble convicción: en primer lugar, que no hay un problema más importante y urgente que resolver el problema de la existencia humana o, más concretamente, el problema del sufrimiento humano; y, en segundo lugar, que ningún otro campo de saber se encuentra tan capacitado para resolverlo como la filosofía. Dada la urgencia de esta tarea, que se considera ahora como prioritaria sobre cualquier otra, y la capacidad única de la filosofía para resolverla, la reflexión sobre la vida humana y la búsqueda de la buena vida (la eudaimoníao la felicidad) se convierten no solo en una prioridad, sino en el objeto mismo de cualquier investigación filosófica (Epicuro, Men., 122; Séneca, CL, 117). En el centro de su reflexión estarán, pues, las múltiples formas de sufrimiento humano, orientando su práctica, fundamentalmente, al intento de eliminarlo o reducirlo y, así, de redireccionar el alma en el sentido de la salud, o sea, de la felicidad. Segundo, en Epicuro, por ejemplo, debe ser este y ningún otro el objeto y objetivo propios de toda la filosofía digna de ese nombre. Según lo expresado en uno de sus fragmentos más famosos, o sea, de la felicidad. Segundo, en Epicuro, por ejemplo, debe ser este y ningúnotro el objeto y objetivo propios de toda la filosofía digna de ese nombre. Segúnlo expresado en uno de sus fragmentos más famosos,

Vana es la palabra del filósofo por la cual ningún sufrimiento humano sea curado. Pues como no hay ningún provecho en la medicina si ella no expulsa las enfermedades del cuerpo, tampoco habrá ningún provecho en la filosofía si ésta no expulsa el sufrimiento del alma (Epicuro, Fr. 54).

Las diferentes terapias divergen en la determinación específica de las causas del sufrimiento humano y, consecuentemente, también en las formas de disminuirlo, pero todas harán llamamiento a la naturaleza para la determinación de su norma de salud. Está implicada la idea de que la naturaleza establece, de partida, la regla de lo que nos es propio y debe constituir la plenitud de nuestra vida, por lo que la infelicidad y el sufrimiento se justifican por una desviación de esta regla, fundamentalmente debido a la influencia nefasta de la sociedad, cuyos valores el individuo tiende a apropiar acrítica y pasivamente, llevándolo a valorar los bienes equivocados, a perseguir cosas equivocadas, a tener prioridades equivocadas en su vida, que no lo podrán satisfacer y, lejos de acercarlo a la felicidad, solo aumentan su sufrimiento y agravan su estado patológico11. Firmemente convencidas de la distinción clásica entre cultura y naturaleza, estas terapias serán, pues, críticas acérrimas de la cultura y de sus valores, defendiendo como ideal un regreso a la naturaleza, bajo el lema, particularmente promovido por los estoicos, pero también presente en Epicuro y, en general, en todas las escuelas de este período: “vivir de acuerdo con la naturaleza”12.

La comprensión de la “regla de la naturaleza” en lo humano y, por tanto, de su salud o felicidad, corresponde, en la estela de Aristóteles, a la determinación del “bien supremo” o “fin último” de la existencia humana; es decir, aquel fin que, subsumiendo y unificando a todos los demás, sea capaz de conferir un propósito a la vida y hacerla, en sí misma, buena, completa y deseable, o, en una palabra, feliz. Se cree, en efecto, que, para todos los entes de la naturaleza, existe una finalidad hacia la que tendemos naturalmente y que constituye nuestra plenitud, equivaliendo, por tanto, a la felicidad (Aristóteles, EN, 1097a15-107b20). El primer paso de cualquiera de estas terapias será, pues, la determinación de este fin, cuyo alcance deberá permitir a cualquier hombre, independientemente de cualquier circunstancia exterior, no solo alcanzar la felicidad, sino conferir un sentido a la vida en su totalidad.

Al divergir en su interpretación de la naturaleza y en la determinación de lo que le es propio al hombre, las diferentes escuelas se hacen distintas también en lo que establecen como la finalidad para la vida humana. En efecto, si para Epicuro, por ejemplo, el ser humano comparte con los animales lo que naturalmente les es propio y, por lo tanto, debe reconocer como criterio máximo del bien y del mal lo que es placer y dolor, respectivamente (Men., 128-129), para los estoicos el hombre se aparta radicalmente de los animales por el hecho de poseer una razón y capacidad de discernimiento, por lo que la finalidad de su existencia no podrá ser una mera búsqueda del placer y una fuga del dolor, sino un continuo trabajo de perfeccionamiento de su racionalidad, cuya expresión ética máxima es la virtud (DL, vii, 86; CL, 76, 10-11). Sin embargo, aparte de la diferencia fundamental entre las diversas terapias en cuanto a la definición de lo humano y de la finalidad de su existencia, en general se acercan, muy especialmente, en lo relativo a la definición del estado final que se busca y desea, y que llaman felicidad. Para todas estas escuelas, la felicidad se compara con una condición de paz absoluta y de tranquilidad, ya sea en forma de ataraxia (ausencia de tarachai, perturbaciones), para los epicúreos; bien en forma de apatheia (ausencia de pathê, pasiones) (Long,1974; Long & Sedley,1987), en el caso de los estoicos, para dar solo los ejemplos más expresivos. Porque se considera que las mayores perturbaciones del alma son causadas por un deseo descontrolado, en el caso de Epicuro, por las “pasiones del alma”; y en el caso de los estoicos, por la ausencia de virtud. Ambas escuelas compartirán la recomendación de un estilo de vida esencialmente ascético, frugal y desapegado de bienes exteriores, en el que la razón y la virtud deberán imperar para evitar el sufrimiento y mantener el equilibrio, estado de tranquilidad del alma y, por lo tanto, de felicidad13.

Aunque con diferentes diagnósticos y prescripciones, en todos los casos se trata, pues, de secar las fuentes de perturbación y sufrimiento en todos los niveles, sea en el estado físico, el mental, el psicológico o el emocional. Por su concentración inédita en el problema de la existencia humana y su convicción en la capacidad de la filosofía para ofrecerse como terapia, estas escuelas constituyen un punto de inflexión y un marco únicos en la historia del pensamiento occidental.

Es precisamente esta transición en la orientación y el objetivo de la filosofía, centrada ahora en los individuos y, más específicamente, en la búsqueda de la felicidad y la mejor manera de alcanzarla, constituye un punto crucial en la reflexión de Nietzsche. En La filosofía en la época trágica de los griegos, Nietzsche señala una fractura insuperable en la historia de la filosofía, marcando el inicio de una declinación de la que, a su juicio, nunca se recuperaría. Nos interesa explorar las razones que subyacen a esta valoración negativa por parte de Nietzsche, particularmente en relación con la comprensión terapéutica de la filosofía promovida por las escuelas helenísticas14. Estas escuelas se autocomprendían como terapias, y su enfoque guarda una estrecha relación con la mayor terapia de la cultura occidental: el cristianismo. En nuestro análisis, nos enfocaremos en las escuelas más influyentes de este período, en particular, el estoicismo y el epicureísmo. Procuraremos exponer las críticas de Nietzsche tanto a los estoicos como a los epicúreos en sus escritos más tardíos, las cuales son notablemente similares a las que dirigía al cristianismo. Estas críticas se centran en la propia idea de terapia, tal como fue concebida inicialmente por las escuelas helenísticas. Esta concepción terapéutica se basa en premisas que Nietzsche rechaza y que, según él, fundamentan directamente al cristianismo, al cual culpa del advenimiento del nihilismo en la cultura occidental.

3. El cristianismo late en los estoicos y epicúreos

Al analizar la violenta depreciación y oposición de Nietzsche a las escuelas filosóficas posteriores a Platón, una de las cosas más importantes –si no la más importante– a notar es que ve en ellas no solo el inicio de un declive, sino cómo esa declinación culminaría en el cristianismo, de tal forma que, por las razones que analizaremos, los filósofos posteriores a Platón pueden ser vistos como precursores del cristianismo, o incluso como precondiciones fundamentales para su triunfo. Así, en una de las “Opiniones y oraciones diversas” del segundo volumen de Humano demasiado humano, por ejemplo, se lee lo siguiente:

Nunca lo habremos pensado bastante a fondo: el cristianismo es la religión de la Antigüedad envejecida, su premisa son pueblos de cultura vieja degenerada; únicamente sobre ellos pudo y puede actuar como un bálsamo. En épocas en la que la vista y el oído están tan “llenos de lodo” como para no poder ya percibir la voz de la razón y la filosofía, ni ver la sabiduría encarnada en una persona, lleve el nombre de Epicteto o Epicuro: entonces quizás, la ensalzada cruz del martirio y el “trombón del Juicio Final” puedan conseguir que estos pueblos mueran de una muerte decorosa (VM, § 224).

Este encadenamiento presente en las más tardías escuelas filosóficas de la antigüedad con el cristianismo ha sido reconocido por Hadot y Foucault. La exigencia misma del “cuidado de sí” sigue estando en el centro de las prácticas ascéticas cristianas, nos lo señala con contundencia Foucault (2001, pp. 11-12), al reconocer que este animó la filosofía desde Sócrates. Igualmente, Hadot (1998, pp. 355 y ss.) identifica al cristianismo con una fuerte y poderosa práctica que, a modo de ejercicios espirituales, supera y sustituye, a la postre, las filosofías paganas más antiguas, manteniendo al mismo tiempo su función y objetivos espirituales.

Nietzsche, a su vez, parece ver a los filósofos helenísticos como los creadores de una determinada cosmovisión y un marco fundamental que condujo al posicionamiento del cristianismo y facilitó su triunfo. Las terapias filosóficas de la antigüedad y la terapia cristiana pueden ser verificadas en, al menos, cuatro niveles fundamentales, siendo estos los principales aspectos de la crítica nietzscheana a las escuelas del período helenista, con especial énfasis en los estoicos y los epicúreos. Resaltando las debidas diferencias entre ellas, verificaremos que ambas nacen y se desarrollan en el interior de un determinado encuadre y una serie de supuestos comunes, a partir de los cuales, en última instancia, florece el cristianismo: el reconocimiento del sufrimiento existencial como algo negativo y que es necesario eliminar; el intento de conferir un sentido o propósito a la totalidad de la existencia humana; la prescripción de terapias que, a pesar de sus particularidades y singularidades, pueden ser agrupadas y unificadas bajo la designación nietzscheana de “Ideal ascético”; la creencia en la eficacia universal y absoluta de sus terapias, independientemente del tiempo y de las particularidades propias de cada individuo. A continuación, analizaremos cada uno de estos presupuestos, así como su evaluación por parte de Nietzsche como “médico de la cultura”.

3.1 Se sobrevalora el sufrimiento

Una primera característica compartida por las escuelas helenísticas y el cristianismo, que Nietzsche critica de forma particularmente explícita, es su sobrevaloración del sufrimiento, que, siendo claramente el punto de partida tanto del estoicismo como del epicureísmo, es también reconocido por Nietzsche como el núcleo central de ambas filosofías. Como ya se ha señalado, tanto para los estoicos como para los epicúreos, el estado que se pretende alcanzar y que se identifica con la salud del alma es un estado permanente de profundo bienestar, paz, calma y tranquilidad; cualquier perturbación o sufrimiento deberá estar completamente ausente. Tal concepción implica, sin embargo, en primer lugar, que la solidaridad esencial entre el placer y el dolor es ignorada, permaneciendo, así como cualquier filosofía hedonista, pesimista, utilitarista o eudaimonista (es decir, como cualquier filosofía que tome el placer/el dolor como criterio máximo de valor), superficial e ingenua ( JGB, § 225, EH, § 4; NF 1887, 8[2]). La propia idea de felicidad en cuanto una especie de “estado final”, constante e imperturbable –idea compartida por ambas escuelas– es, naturalmente, también una ingenuidad, en la medida en que tal como con el dolor y el placer, también la felicidad y la infelicidad son absolutamente inseparables: “la felicidad y la desdicha son dos hermanos gemelos, que crecen juntos o, como en vuestro caso, se quedan pequeños juntos” (FW, § 338). Porque uno de los elementos es preferido, mientras que el otro es concebido como algo negativo, que debe ser abolido, eliminado o, al menos, reducido al máximo. Tal concepción de felicidad refleja también una relación enferma con la existencia, conforme Nietzsche escribe en el prefacio a la segunda edición de La gaya ciencia:

Toda filosofía que pone la paz por encima de la guerra, toda ética con una comprensión negativa del concepto de felicidad, toda metafísica y física que conoce un finale, un estado último de algún tipo, todo anhelo predominantemente estético o religioso hacia un aparte, un más allá, un fuera de, un por encima de permite preguntar si no ha sido la enfermedad lo que ha inspirado al filósofo (FW, § 338).

Particularmente enfermiza en esta concepción de la felicidad, y en marcado contraste con la cosmovisión trágica de los griegos, es su representación negativa del dolor. Esta visión exagera su carácter nocivo y desestima su valor afirmativo y su papel como promotor de la vida. La visión del dolor como un error o defecto de la naturaleza que se desea eliminar por completo, y para el cual se siente una imperiosa necesidad de terapia, cura o salvación, es especialmente evidente en las filosofías de los estoicos y los epicúreos. Nietzsche identifica esta actitud como la motivación fundamental y el punto de partida de sus sistemas filosóficos. Se trata de una profunda aversión al dolor, que reduce sus terapias a un conjunto de narcóticos y analgésicos para combatirlo. En el caso del estoicismo, por ejemplo, esta tendencia se manifiesta claramente. Nietzsche escribe lo siguiente:

Me parece que se conoce mal el estoicismo. Lo esencial de esta manera de ser – eso es lo que es, antes que la filosofía lo haya conquistado–, es su actitud frente al dolor y las representaciones de displacer: se intensifican hasta el extremo cierta gravedad, fuerza de presión y apatía para sentir menos el dolor: el ardid está en la inmovilidad y la insensibilidad, anestética, por lo tanto. El objetivo principal de la educación estoica, eliminar la fácil emotividad, que cada vez sea menor el número de objetos que puedan conmover, que se crea que la mayoría de las cosas que emocionan son despreciables y su valor es nimio, aversión y enemiga a la emotividad, como si la pasión misma fuera una enfermedad o algo indigno: ojo avizor a todas las manifestaciones desagradables y penosas de la pasión –in summa: la petrificación como remedio para el sufrimiento, y todos los nombres sublimes de lo divino, de la virtud concedérselos en adelante a la estatua (NF 1881, 15[55]).

A Epicuro y su escuela, que definieron la felicidad como la ausencia de dolor, son a quienes Nietzsche atribuye, por excelencia, el miedo al dolor, incluso el dolor infinitamente pequeño (M, § 30). Esta conclusión es aún más fácil en razón a lo que evidencia Nietzsche cuando pregunta, “¿de qué disfrutaba, a no ser que cesara el dolor?” (NF 1884, 25[17]). Esta es, claramente, según Nietzsche, la concepción de felicidad de alguien profundamente sufriente y enfermo, razón por la cual Nietzsche reconoce en uno de sus fragmentos póstumos a Epicuro como un “decadente típico” (NF 1888, 14[99]) y una señal clara de la declinación de la cultura griega. En esta representación negativa del dolor no solo se encuentra la idea de que el sufrimiento es algo malo, equivocado e injusto, algo que no debería existir y, por lo tanto, debe ser eliminado, sino también la noción de que la vida, al estar plagada de sufrimiento, no es digna de ser vivida. Se llega a entender la vida misma como una enfermedad que necesita una cura.

En otras palabras, dado que el sufrimiento es necesario e inevitable en cualquier existencia humana, considerarlo un argumento contra la vida, verlo como algo que la empobrece de alguna manera o como algo que requiere una terapia, implica condenar la vida en las propias raíces de su posibilidad. Esta sobrevaloración del sufrimiento y la consiguiente devaluación de la vida constituyen, sin embargo, la premisa básica y el punto de partida de todos los “médicos del alma”, ya sean estos “predicadores de la moral o teólogos” (FW, § 326). Al adoptar esta perspectiva, se niega la vitalidad intrínseca de la existencia y se establece una visión que busca constantemente remedios para una condición que, en su esencia, es inherente a la naturaleza humana. Aunque esta cosmovisión fue definitivamente institucionalizada por el cristianismo, que perpetuó el ideal de una vida sin sufrimiento a través de la promesa de una existencia más allá de la muerte libre de todo padecimiento, Nietzsche identifica claramente sus raíces en los filósofos posteriores a Platón, especialmente en los estoicos y los epicúreos. En sus palabras, “el miedo del dolor, incluso a lo infinitamente pequeño en el dolor – no puede acabar de otra manera que no sea en una religión del amor...” (M, § 30).

3.2 La finalidad de la existencia es la felicidad

Un segundo aspecto de la crítica nietzscheana a las escuelas del período helenista se centra en la premisa fundamental de todas sus terapias. Como hemos observado, todas ellas fundamentan sus terapias en la concepción aristotélica, según la cual cada tipo de ser tiene una finalidad intrínseca, cuyo cumplimiento representa su plenitud; en el caso de los seres humanos, esa finalidad es la felicidad. Al identificarse claramente como terapias eudaimonistas, todas las escuelas de este período parten de la determinación de lo que consideran la finalidad última de la existencia humana, a partir de la cual derivan todas sus prescripciones, con el objetivo de establecer el camino más adecuado para alcanzar la felicidad. La idea de que la felicidad es un deseo inherente y debe constituir la finalidad de la existencia es una noción que, siendo históricamente condicionada, Nietzsche asocia con el comienzo de la decadencia de la cultura griega, específicamente a partir del período socrático, “la antigua Atenas caminaba hacia su final” (GD, El problema de Sócrates, § 9). El simple hecho de que, a partir de entonces, la buena vida o felicidad (eudaimonía) sea aquello que se tematice y que se busque demuestra ya que algo en la cultura griega se empezaba a degenerar. En las palabras de Nietzsche,

Cuando la mejor época de Grecia hubo pasado, vinieron los filósofos morales: a partir de Sócrates todos los filósofos griegos son en primer lugar y en lo más profundo filósofos morales. Es decir: buscan la felicidad —¡malo que tengan que buscarla! Filosofía: a partir de Sócrates, es aquella forma suprema de inteligencia [Klugheit] que no se equivoca en cuanto a la felicidad personal. ¿Acaso han sacado mucho de eso? (NF 1884, 25[17]).

Más significativo aún es que, especialmente a partir de Aristóteles y con mayor énfasis en las escuelas helenísticas, la felicidad se estableció como la finalidad última de la vida humana. El hecho de que, desde este período, se volviera imperativo encontrar una finalidad, un objetivo, un propósito para la existencia, evidencia cómo la mera existencia, la simple vida, el simple ser, dejaron de ser suficientes: es necesario identificar cuál es el fin, el sentido, el propósito, el para qué de nuestra existencia. En otras palabras, la vida comienza a requerir una justificación o legitimación. Esta necesidad de justificación de la vida se radicalizó y extremó con el advenimiento del cristianismo, una religión que, según Nietzsche, intensificó la incapacidad de enfrentar el sinsentido o la falta de una finalidad inherente a la existencia. Esta condición, que Nietzsche señala al final del tercer ensayo de Sobre la genealogía de la moral como el núcleo del sufrimiento típicamente humano, representa, a su juicio, la gran perversidad o corrupción de todos los moralistas a partir de Aristóteles (GM, iii, § 28). En esencia, Nietzsche sostiene que la insistencia en una finalidad moral o teleológica para la vida marca el inicio de una decadencia cultural, una incapacidad para aceptar la vida en su pura inmediatez y espontaneidad. En sus palabras,

La felicidad como meta final de la vida individual. ¡Aristóteles y todos los otros!

Por lo tanto, es el dominio del concepto de fin lo que ha pervertido a todos los moralistas hasta ahora. “¡Tiene que haber un para qué de la vida!”

Que la vida racional consciente forme parte ella misma del desarrollo de la vida sin finalidad — ego (NF -1883, 7[209]).

Así, es posible atribuir a Aristóteles y a todas las escuelas posteriores de la antigüedad la creación de un problema existencial anteriormente desconocido y que daría al cristianismo las armas para su triunfo, dada su capacidad sin precedentes para resolverlo, es decir, para dar a la vida un propósito o sentido (GM, III, § 28). En otras palabras, al plantear una cuestión a la que no podían responder, todas las escuelas post-aristotélicas pueden, de alguna manera, ser responsabilizadas por la creación de la necesidad de una religión de tipo cristiano y por el cultivo del suelo sin el cual el cristianismo no se habría podido desarrollar.

Ahora, según estas escuelas, no solo las cosas comúnmente valoradas por la gente no conducen a la felicidad, sino que también son fuentes adicionales de angustia, ansiedad, miedo y otras “pasiones del alma”. Por ejemplo, mencionan la fama, la riqueza, el poder, el honor, el placer, el amor, e incluso la salud y la vida. En el caso de los estoicos, ninguna de estas es, por lo tanto, una fuente de verdadero gozo. Dado que el individuo no tiene control sobre ninguna de estas cosas y ninguna de ellas puede ofrecer una satisfacción final o completa, quien las persigue inevitablemente sufre y le es imposible alcanzar la felicidad. Es en este contexto que estas escuelas identifican a la filosofía como la única técnica capaz de proporcionar una verdadera terapia del alma. Si las enfermedades del alma son causadas por una ignorancia fundamental sobre lo que implica la vida humana y por conceptos erróneos respecto a lo que constituye el bienestar humano, la filosofía se concibe como el único conocimiento capaz de tomar la existencia humana como objeto, comprender su naturaleza, definir el bien que le es propio y determinar la mejor manera de alcanzarlo. Con la racionalidad, la reflexión y argumentos justificados como herramientas, la filosofía se considera la única práctica capaz de convencer a la gente de sus errores, reemplazando su ignorancia por conocimiento verdadero y sus juicios falsos por juicios correctos. Esto, a su vez, libera al alma de sus enfermedades y garantiza una vida feliz. Según estas escuelas, la felicidad no depende de circunstancias externas, sino únicamente de una transformación interna del propio individuo. En resumen, la filosofía se presenta como el camino hacia la verdadera felicidad, ya que proporciona las herramientas necesarias para superar las pasiones del alma y alcanzar una vida plena y serena.

No obstante, es fundamental señalar críticamente que Nietzsche tiende a homogenizar la idea de felicidad, su búsqueda y propósito, desde Aristóteles hasta el cristianismo, pasando por los filósofos helenísticos, sin matizar las diferencias entre estas corrientes de pensamiento. Al hacerlo, solo cuestiona que la felicidad se haya fijado como meta, interpretándolo como una expresión de la decadencia del espíritu trágico. Sin embargo, resulta pertinente considerar si establecer la felicidad como objetivo implica necesariamente negar la complejidad de la vida, o si pudiera ser también una forma de enfrentarse a ella. La crítica de Nietzsche parece limitada en este sentido porque adopta una postura que rechaza de plano todo eudemonismo, sin profundizar en cómo esta búsqueda de la felicidad podría, en ciertas circunstancias, fortalecer el carácter y la resiliencia del individuo. Si bien es cierto que una obsesión con la felicidad puede derivar en una superficialidad que evite el enfrentamiento con los aspectos más oscuros y trágicos de la existencia, también es posible que la búsqueda de la felicidad, entendida como un estado de equilibrio y bienestar interior, sirva como una forma de afrontar y superar las adversidades de la vida. Además, Nietzsche no aborda con suficiente claridad cómo el eudemonismo podría ser necesariamente un rasgo nihilista. Su argumento se centra en la idea de que la búsqueda de la felicidad como finalidad última es una señal de decadencia, pero no explica detalladamente cómo esta búsqueda contribuye al nihilismo. El nihilismo, entendido como la negación de todo significado intrínseco en la vida, parece más bien una consecuencia de la pérdida de valores y de la desintegración de las certezas metafísicas, algo que puede ocurrir independientemente de la búsqueda de la felicidad. Por tanto, una revisión crítica de la postura nietzscheana debería considerar que la búsqueda de la felicidad, lejos de ser una mera señal de decadencia, podría también representar un esfuerzo por encontrar sentido y propósito en la vida, enfrentando la complejidad y las dificultades inherentes a la existencia humana.

3.3 El ideal de la vida ascética

En relación directa con la concepción de la felicidad como finalidad de la existencia –entendida como un estado final, constante e imperturbable– y el pánico al sufrimiento junto con la necesidad de eliminar todas sus fuentes, surge la prescripción de un modo de vida ascético. Esta tendencia se manifiesta de distintas maneras en las filosofías de la antigüedad. Por un lado, Epicuro aboga por un control y reducción máximos del deseo, sosteniendo que la moderación y la búsqueda de placeres simples y naturales son fundamentales para alcanzar la ataraxia, es decir, la imperturbabilidad del alma.

Por otro lado, los estoicos promueven una erradicación completa de cualquier pasión del alma, considerando que las emociones descontroladas son fuentes de sufrimiento y obstáculos para la verdadera sabiduría. Para ellos, la virtud y la razón son los únicos caminos hacia la felicidad auténtica, una felicidad que no depende de circunstancias externas, sino de un estado interno de serenidad y autocontrol. Remontándonos a Sócrates, encontramos la definición de la felicidad basada en el conocimiento y la virtud. Según Sócrates, la ignorancia es la raíz de todos los males y, por ende, el conocimiento es la clave para una vida virtuosa y feliz. Esta fórmula, de la cual la filosofía antigua nunca se liberaría del todo, establece que la felicidad es un resultado directo de vivir conforme a la razón y la virtud, según la cual “Razón = Virtud = Felicidad” (GD, El problema de Sócrates, § 4; GC, § 120; NF 1888, 14[92]). Sin embargo, es importante señalar que esta perspectiva ascética y racionalista puede ser vista como una respuesta al miedo al sufrimiento y al caos de la vida, más que como un reconocimiento de la riqueza y complejidad de la experiencia humana. Al centrarse en la eliminación de las pasiones y deseos, estas filosofías pueden ser criticadas por promover una visión limitada de la existencia humana, que no necesariamente toma en cuenta el valor de las emociones y experiencias más intensas y apasionadas. Por tanto, aunque la búsqueda de un estado imperturbable y racional puede proporcionar una forma de protección contra el sufrimiento, también puede implicar una renuncia a aspectos vitales de la experiencia humana. En este sentido, la felicidad entendida como un estado de constante serenidad puede ser vista no solo como una meta deseable, sino también como una visión que potencialmente empobrece la plenitud de la vida humana.

También, este será motivo de crítica para Nietzsche, quien, aunque reconoce lo nocivo de un deseo descontrolado o un exceso de pasión, considera todo el extremismo señal de enfermedad y degeneración. En contra de todos los instintos sanos de los antiguos griegos, la fórmula socrática marca, según Nietzsche, la transición del período trágico hacia el período racionalista-optimista, en el que se da a la razón, en oposición a todos los instintos, total soberanía (GT, §§ 12-15; GD, El problema de Sócrates, §§ 4 y 10). Es crucial señalar que, siendo Nietzsche crítico de la forma en que las terapias helenísticas y la propia terapia cristiana buscan una suerte de castración de las pasiones, él mismo propone una espiritualización de estas. Esta espiritualización no implica la eliminación de las pasiones, sino su modificación y transformación. En este contexto, surge la pregunta de si dicha modificación constituye también una forma de dominio sobre las pasiones y, de ser así, qué tipo de dominio sería este.

La relación entre el espíritu apolíneo y la fuerza dionisiaca en el pensamiento de Nietzsche sugiere la necesidad de que toda fuerza sea conducida, canalizada y moldeada. El espíritu apolíneo representa la forma, el orden y la estructura, mientras que la fuerza dionisiaca encarna el caos, la pasión y la vitalidad. Nietzsche ve en la tensión y la integración de estas fuerzas una vía para la auténtica creatividad y la vida plena. De esta manera, la voluntad de poder, desde una perspectiva fisiológica, puede entenderse también como la espiritualización de los impulsos, donde la energía vital se sublima y transforma en expresiones más elevadas y complejas. En lugar de valorar las pasiones o impulsos únicamente en función de los fines que persiguen, Nietzsche propone un enfoque que considera lo que estas fuerzas pueden hacer y obrar en el cuerpo y en el pensamiento del ser humano. Este planteamiento se aleja del propósito ascético tradicional, que busca la supresión o control estricto de las pasiones con el fin de alcanzar la felicidad, la abstinencia o la racionalización. Aunque Nietzsche también habla de un dominio de las pasiones a través de su espiritualización, este dominio no es de naturaleza ascética. Las terapias helenísticas y cristianas no solo promueven el dominio de las pasiones, sino que sus objetivos –como la felicidad entendida de manera estática, la abstinencia y la racionalización extrema– pueden impedir el florecimiento del cuerpo y la mente. Estas terapias tienden a reprimir la fuerza y exuberancia del cuerpo y a subyugar el pensamiento a una búsqueda incesante de la verdad, a menudo basada en ilusiones. Nietzsche, en cambio, aboga por una afirmación de la vida en todas sus manifestaciones, donde la fuerza y la vitalidad del cuerpo, así como la creatividad del pensamiento, pueden desplegarse plenamente. La espiritualización de las pasiones, en su visión, es una manera de canalizar y transformar estas energías en formas que enriquezcan y potencien la vida humana, sin caer en la represión ni en la negación de la realidad corporal y emocional. Es decir, mientras que las terapias helenísticas y cristianas buscan controlar y reprimir las pasiones, la propuesta de Nietzsche es transformarlas y elevarlas, permitiendo así un florecimiento pleno del ser humano tanto en su dimensión física como espiritual.

En El crepúsculo de los ídolos se señala que a la necesidad de hacer de la razón un tirano absoluto corresponde, sin embargo, la comprensión de que algo se encuentra fuera de control y no se logra dominar de otro modo ‒en particular, los “instintos en anarquía” (GD, El problema de Sócrates, § 9) en Sócrates, el deseo excesivo, en el caso de Epicuro, o las pasiones descontroladas, en el caso de los estoicos‒, por lo que sus prescripciones de salud ‒tanto la sobrevaloración de la razón y de la virtud, por un lado, como la necesidad de combatir (Sócrates), o reducir el deseo al mínimo (Epicuro) o erradicar por completo las pasiones del alma (estoicos)‒ son, en verdad, ya patológicamente condicionadas (GD, El problema de Sócrates, § 10). Conforme Nietzsche explicita en El crepúsculo de los ídolos,

Este mismo medio, la castración, el exterminio, lo eligen instintivamente, en la lucha con un apetito, quienes son demasiado débiles de voluntad, quienes están demasiado degenerados para poder imponerse una medida en ese apetito: aquellas naturalezas que, dicho sea en analogía (y sin analogía –), tienen necesidad de la Trappe [la Trapa], de una definitiva declaración-de-enemistad, de un abismo entre ellos mismos y una pasión. Los medios radicales solo son indispensables para los degenerados; la debilidad de la voluntad, o, dicho con más exactitud, la incapacidad de no reaccionar a un estímulo es simplemente otra forma de degeneración (GD, La moral como contranaturaleza, § 2).

Así como las prescripciones de todas estas terapias están patológicamente condicionadas, también son, simultánea y perversamente, causantes de una enfermedad. Nietzsche denomina “prácticas” a todas estas formas de “tratamiento”, que consisten en un combate feroz contra los instintos, los deseos y las pasiones, Nietzsche las llama prácticas de castración (GD, La moral como contra-naturaleza, § 1), comparándolas incluso con las prácticas de los dentistas, que simplemente extraen dientes para eliminar el dolor, hay una diferencia significativa: los dentistas realmente alivian el sufrimiento de sus pacientes al hacerlo. En contraste, estas terapias filosóficas solo engañan, refinan y enmascaran una realidad, sin abordar verdaderamente la raíz del malestar, sobredimensionándola (WS, § 83; M, § 425; GD, La moral como contra-naturaleza, § 1). Es en este sentido que, refiriéndose en particular a los estoicos, Nietzsche pregunta retóricamente: “¿es realmente nuestra vida tan dolorosa y molesta como para intercambiarla con provecho con un modo de vida y una petrificación estoica?

¡No nos encontramos tan mal como para tener que encontrarnos mal de modo estoico!” (FW, § 326). Sin negar el sufrimiento asociado al deseo y a las pasiones, Nietzsche considera, sin embargo, que, por un lado, este sufrimiento es sobrevalorado por todos los “predicadores de la moral” y terapeutas que quisieran convencerse de la necesidad de una “curación radical” (FW, § 326), y que, por otro, se desvaloriza el valor, la riqueza, la creatividad, la fertilidad que se derivan precisamente del cultivo del deseo, de los instintos y de las pasiones (M, § 560; FW, § 326; GD, La moral como contra-naturaleza, § 3; NF 1881, 15[55]).

La búsqueda de estas terapias es la liquidación total de las pasiones o el deseo, soslayando así las funestas consecuencias que ellas arrojan. Esta es una forma en que se expresa la estupidez agudamente. Según Nietzsche en El crepúsculo de los ídolos: “atacar las pasiones por la raíz”, “significa atacar la vida por la raíz”, razón por la cual todas estas terapias son, en realidad, “enemigas de la vida (Lebensfeindlich)” (GD, La moral como contra-naturaleza, § 1). Todas estas corrientes se enfrentaron, en efecto, contra los instintos más vitales del ser humano y las condiciones más básicas de la vida. En consecuencia, son profundamente antinaturales, a pesar de que sus defensores se autoproclamen fieles seguidores de la naturaleza. Estas prácticas encierran una implícita condena de la vida misma (GD, La moral como contra-naturaleza, § 4)15. Nietzsche sostiene que tanto los supuestos de Sócrates como las terapias helenísticas que promueven una “racionalidad a cualquier precio”, “la vida más luminosa, fría, precavida, consciente, sin instinto y contra los instintos” (GD, El problema de Sócrates, § 11), no son más que otra forma de decadencia. Para Nietzsche, la necesidad de combatir los instintos representa la esencia misma de la decadencia. En su perspectiva, la represión de los impulsos naturales no solo es antinatural, sino que también es una señal de una cultura en declive, incapaz de aceptar y celebrar la vitalidad inherente a la existencia humana.

Invirtiendo claramente la fórmula socrática, Nietzsche sostiene que “mientras la vida asciende, la felicidad es igual a los instintos” (GD, El problema de Sócrates, § 11). En lugar de considerar el deseo y las pasiones como enemigos a erradicar, Nietzsche los ve como valiosos adversarios interiores que deben ser cultivados. Argumenta que la verdadera creatividad surge del conflicto y la contradicción interior, no de la calma o la paz interior que tanto los estoicos como los epicúreos anhelaban. Según Nietzsche, es precisamente en esta “tranquilidad del alma” donde se encuentra el mayor peligro, ya que suprime la vitalidad y la capacidad creativa inherente al ser humano. En El crepúsculo de los ídolos se afirma:

No nos comportamos de manera distinta contra el “enemigo interior”: también aquí hemos espiritualizado la enemistad, también aquí hemos comprendido su valor. Sólo se es fecundo al precio de ser rico en antítesis, sólo se sigue siendo joven a condición de que el alma no se rinda, no ansíe la paz [...]. Nada se nos ha vuelto más extraños que aquella aspiración de otro tiempo, la aspiración a la “paz del alma”, la aspiración cristiana; nada nos da menos envidia que la vaca moral y la obesa felicidad de la buena conciencia. Hemos renunciado a la vida grande cuando hemos renunciado a la guerra (GD, La moral como contra-naturaleza, § 3).

En lugar de abogar por la completa erradicación de los instintos, pasiones y afectos humanos, como proponían los moralistas de su tiempo, Nietzsche defiende la espiritualización o sublimación de nuestra complejidad pulsional (NF 1885, 37[12]). Esta espiritualización no implica la eliminación de los instintos y pasiones, sino su transformación y canalización hacia fines más creativos y productivos. La pasión o el instinto, aunque interiorizados y cultivados, se mantienen y se redirigen de manera que promuevan el instinto de la vida e intensifiquen el sentimiento de poder, características propias de una “moral sana” (GD, La moral como contra-naturaleza, § 4). En El crepúsculo de los ídolos, Nietzsche se pregunta “¿cómo se espiritualiza, embellece, diviniza un deseo?” (GD, La moral como contra-naturaleza, § 1). A lo largo de su obra, utiliza frecuentemente la metáfora del jardinero para describir la forma más sana, creativa y productiva de lidiar con los instintos, deseos y pasiones16. Así como un jardinero no destruye las plantas que cuida, sino que las poda y las guía para que crezcan de manera saludable y hermosa, Nietzsche propone que debemos tratar nuestros instintos y pasiones con un enfoque similar, cultivándolos y canalizándolos para enriquecer y potenciar nuestra vida.

3.4 El principio básico de las terapias

Un aspecto crucial de la crítica nietzscheana a las escuelas helenísticas es de naturaleza formal y se centra en la premisa básica de las terapias que estas proponen. Esta crítica, una vez más, pone de manifiesto el carácter precursor que Nietzsche les atribuye en relación con la terapia cristiana. Nietzsche rechaza la idea de un fin último universal que podría derivar en una concepción única de salud y de los medios para alcanzarla. Este rechazo no solo se fundamenta en las razones previamente expuestas, sino también en su convicción de que no existe tal “finalidad última”que corresponda a una supuesta esencia o naturaleza humana, dado que la diversidad y multiplicidad entre los individuos es absoluta. Por ende, para Nietzsche, tampoco existe una “salud en sí”17. Esta es la principal razón por la cual todos los intentos de definirla de manera universal y, en consecuencia, todas las terapias basadas en dicha definición, están destinadas al fracaso (FW, § 120).

En efecto, contrariamente al supuesto fundamental de cualquier terapia y de nuestra medicina actual, Nietzsche sostiene que la salud es absolutamente individual (MA, I, § 286). Según sus palabras, la salud depende “de tu objetivo, de tu horizonte, de tus fuerzas, de tus impulsos, de tus errores y, especialmente, de los ideales y los fantasmas de tu alma” (FW, § 120). Esto significa que la salud está determinada por la absoluta singularidad de cada persona, y por lo tanto, el número de posibles estados de salud es equivalente al número total de individuos, resultando potencialmente infinito, ya que existen tantas saludes como cuerpos (FW, § 120). El cuerpo, entonces, se convierte en el hilo conductor de toda posible salud. Para Nietzsche, cada individuo necesita, como exigencia primordial, comprenderse a sí mismo, entender su devenir y sus múltiples condiciones de ser. En esta comprensión radica la posibilidad de que la salud se constituya y se entienda como el vigor total de un ser vivo en todos sus aspectos, incluso en la enfermedad. La salud que Nietzsche propone es un estado que deja abierto el campo a la actividad esencial de todo ser vivo: la creación de valores.

De ahí el carácter dinámico de esta salud, su falta de apego a una forma única y su constante necesidad de crear nuevos valores, aspectos fundamentales de la visión nietzscheana. Esta salud, para ser genuina, incluso requiere la presencia de la enfermedad. ¿Cómo podríamos prescindir de la enfermedad, si es precisamente a través del dolor y la enfermedad como llegamos a comprender nuestra salud y nuestra fuerza? La enfermedad nos permite reconocer otras posibilidades mediante la movilidad de lo que creíamos inmutable, y nos impulsa a crear nuevos valores más allá de los que considerábamos familiares en nuestros prolongados y monolíticos estados de “buena salud”. La enfermedad no es solo un campo de batalla; es también un terreno de experimentación. La vida misma es un cúmulo de experiencias que ensaya nuevas formas de existencia, nutrición y conocimiento, todo ello en aras de la expansión y el fortalecimiento. Lejos de ser un concepto absoluto, fijo e inalterable, susceptible de ser definido de manera general y universalmente aplicable, la salud debe ser concebida como un concepto fluido, profundamente relacionado con y dependiente de cada organismo. Así, lo que constituye la salud para un organismo puede perfectamente significar la enfermedad para otro. De igual manera, aquello que promueve la salud de un individuo puede muy bien provocar la enfermedad de otro (FW, § 120; MA, i, § 286). Dado su carácter individual y personal, la salud es, desde la perspectiva nietzscheana, absolutamente indefinible e indeterminable.

En este sentido, una terapia universal nunca podrá ser una verdadera terapia; de la misma manera, la imposición de valores o virtudes de manera abstracta y absoluta solo puede conducir a la enfermedad. Ninguna de las terapias filosófico-morales de la antigüedad reconoció la diferencia esencial entre los hombres, y todos sus intentos “fallaron lamentablemente” (FW, § 120). Reconocer esta diferencia implicaría abandonar la concepción universal de salud y, con ella, la idea de una terapia universalmente aplicable. En lugar de intentar prescribir virtudes como medios para alcanzar la salud –como lo hicieron los filósofos moralistas antiguos y posteriormente el cristianismo–, Nietzsche propone que la salud peculiar de cada individuo debe dictar sus propias y únicas virtudes. Solo el individuo, a partir del conocimiento de sus capacidades y las fuerzas que lo animan, puede establecer lo que le es posible y cómo se desarrolla su voluntad de poder. Nada debe serle impuesto; es él quien debe dar valor a lo que lo afirme, lo potencie y acreciente su voluntad de poder. En crítica explícita a la terapia estoica, Nietzsche hizo muy claramente en el ya citado parágrafo 120 de La gaya ciencia, una especie de síntesis de todas las tesis que hemos venido a describir:

–La popular fórmula moral médica (cuyo autor es Aristón de Quios), “virtud es la salud del alma” – debería, por lo menos, para ser utilizable, transformarse en: “Tu virtud es la salud de tu alma”. Porque no hay una salud en sí, y todos los intentos de definir algo así han fracasado estrepitosamente [...]. Hay por lo tanto innumerables saludes del cuerpo; y cuanto más se permita levantar la cabeza a lo singular e incomparable, cuanto más se olvide el dogma de la “igualdad de los hombres”, tanto más tendrá que desaparecer también para nuestros médicos el concepto de una salud normal, junto con el de una dieta normal o el del proceso normal de la enfermedad. Y sólo entonces podría llegar el momento de reflexionar sobre la salud y la enfermedad del alma y de poner la virtud propia de cada uno en su salud: que podría por cierto aparecer en uno como lo contrario de la salud en otro (FW, § 120).

Así, la idea, compartida tanto por los filósofos helenísticos como por la religión cristiana, de que existe una terapia universal o un conjunto de prescripciones aplicables a cualquier individuo, independientemente de sus particularidades e idiosincrasias, capaz de curar todo sufrimiento o alcanzar la felicidad, es, para Nietzsche, una mera ilusión. Más aún, esta idea, al suponer una igualdad aparente entre los hombres y obstaculizar la constitución de una verdadera individualidad, resulta perjudicial para el florecimiento humano y cultural. No existe una norma universal de salud ni un camino único para alcanzarla. Tanto la salud como el camino hacia ella son absolutamente individuales, por lo que cada persona debe encontrar su propio camino y su propia salud. La prevalencia de la terapia cristiana en la cultura occidental, cuyos antecedentes buscamos identificar, ha llevado a la creencia en la existencia de un único camino, como señala Nietzsche al final de Sobre la genealogía de la moral (GM, iii, § 28). Sin embargo, este camino se ha demostrado no solo erróneo e ilusorio, sino también nocivo para el desarrollo del ser humano en general y de cada individuo en particular. Uno de los grandes objetivos de Nietzsche como “médico filosófico” es, por tanto, destronar esta tiranía, denunciar el camino único, abrir nuevos senderos y multiplicar al infinito las posibilidades de caminar. Solo así se puede hacer posible el camino único de cada individuo, permitiendo un verdadero desarrollo y florecimiento personal.

4. Conclusión

Es innegable que la religión cristiana ha sido la mayor terapia de la existencia humana en la historia de la cultura occidental. Nietzsche, como “médico de la cultura”, dirige la mayor parte de sus críticas hacia esta terapia y a los terapeutas que la precedieron. Sin embargo, como hemos intentado demostrar en este artículo, la terapia cristiana, aunque incomparable en poder y alcance, no fue la única ni la primera en la historia del pensamiento occidental. Los filósofos helenísticos, con sus diversas escuelas y doctrinas, se destacan como claros predecesores y precursores de esta tradición terapéutica. Epicúreos, estoicos y cínicos, entre otros, ofrecieron sus propias soluciones filosóficas para alcanzar la tranquilidad y el bienestar, anticipando muchos de los elementos que más tarde serían absorbidos y transformados por la religión cristiana. Aun así, estos pensadores no escaparon al escrutinio crítico de Nietzsche. En su reconstitución de la historia clínica de la cultura occidental –una especie de genealogía crítica–, Nietzsche los identifica como promotores fundamentales de la enfermedad cultural que diagnostica. Según Nietzsche, los filósofos helenísticos, aunque bien intencionados en su búsqueda de la eudaimonía (felicidad) y ataraxia (imperturbabilidad), crearon las condiciones y el marco necesarios para la emergencia de la terapia cristiana. Al centrar su filosofía en la superación del sufrimiento individual y en la búsqueda de una vida virtuosa, sentaron las bases conceptuales y prácticas sobre las cuales el cristianismo construiría su propio sistema de creencias y terapias del alma. La filosofía helenística promovió la introspección, la autodisciplina y la resignación ante las inevitables adversidades de la vida, elementos que fueron esenciales para el desarrollo del cristianismo. Esta tradición filosófica preparó el terreno y sembró las semillas sin las cuales el cristianismo no habría podido surgir y, sobre todo, triunfar. El cristianismo, al adoptar y adaptar estas ideas, ofreció respuestas más consoladoras y accesibles a las masas, prometiendo no solo consuelo en esta vida, sino también la redención y la salvación eterna en la vida futura.

Para Nietzsche, tanto los filósofos helenísticos como el cristianismo contribuyeron a una visión del ser humano que, en última instancia, reprimía su potencial creativo y afirmativo. Ambos enfoques, en su afán por mitigar el sufrimiento y promover una forma de vida ordenada y virtuosa, pasaron por alto la importancia de la individualidad radical y la afirmación de la vida en todas sus facetas, incluidas las más dolorosas y conflictivas. Así, Nietzsche ve en su propia filosofía una ruptura necesaria con esta tradición, un esfuerzo por liberar al ser humano de las ataduras de una terapia universal y devolverle la capacidad de crear sus propios valores y encontrar su propio camino hacia la salud y la grandeza.

En efecto, tanto por su condena explícita del sufrimiento y su deseo de eliminarlo, como por su necesidad de encontrar un propósito o finalidad para la existencia, su oposición radical a la vida instintiva, emocional y pasional, y su imposición de un camino único que limita y reprime la individualidad, estas terapias, desde Sócrates en adelante, se encuentran en clara oposición a la cosmovisión de la edad trágica de los griegos. Este enfoque contribuyó decisivamente a la emergencia y el éxito del cristianismo. En todas estas terapias filosóficas se puede reconocer –hasta cierto punto, de manera oculta, enmascarada y disimulada– el mismo debilitamiento y empobrecimiento vitales, la misma desconfianza y hostilidad hacia la vida, y la misma “voluntad de nada” que distingue al cristianismo. Este espíritu anti-vital ha fomentado el profundo nihilismo que caracteriza hoy en día a toda la cultura occidental. Según Nietzsche, esta tendencia ha socavado el vigor y la creatividad inherentes al ser humano, promoviendo en su lugar una existencia marcada por la renuncia y la resignación, alejándose así de la afirmación vital y la plenitud que caracterizaban la era trágica de los griegos.

A todas estas “terapias” se les podría aplicar el veredicto nietzscheano sobre el “problema de Sócrates”: lejos de ser verdaderos médicos o terapeutas, figuras como Sócrates, Epicuro, Epicteto y Séneca (así como cualquier otro estoico o epicúreo), eran en realidad enfermos –y enfermos de la vida–. A pesar de haber fascinado a muchos con promesas de curación y apariencias de salvación, estos pensadores fueron profundamente malentendidos en su papel de médicos. En verdad, eran individuos que debían ser tratados por una grave dolencia o enfermedad, siendo sus doctrinas una manifestación de una nueva expresión de esa enfermedad, incluso peor que aquella de la que pretendían curar. Nietzsche argumenta que, en lugar de fortalecer y afirmar la vida, estos filósofos promovieron una visión debilitante y restrictiva de la existencia. Sus propuestas terapéuticas no solo fallaron en ofrecer una verdadera cura a los males de la vida (GD, El problema de Sócrates, §§ 9, 11-12), sino que además contribuyeron a profundizar el malestar y la decadencia cultural. Al proponer caminos únicos y prescripciones universales, estos “terapeutas” ignoraron la riqueza y diversidad de la experiencia humana, imponiendo en su lugar una uniformidad que sofocaba la vitalidad y la creatividad. Así, según Nietzsche, estas figuras históricas, lejos de ser salvadores, perpetuaron y exacerbaron la enfermedad cultural. Su enfoque no solo no proporcionó una auténtica curación, sino que también intensificó el nihilismo y la desesperanza que aún afectan a la cultura occidental contemporánea.

En efecto, una parte de las tesis centrales de Nietzsche es que la mayor enfer medad de la humanidad fue causada por el intento de combate de otras enfermedades, y que aquello que aparente y temporalmente parecía ser un tratamiento o curación acabó por revelarse infinitamente peor en sus efectos que la propia enfermedad que se pretendía tratar (NF 1880, 4[318]; GM, i, § 6; iii, §§ 15-17, 20-21). Y si este veredicto se aplica particularmente bien al cristianismo, que sin duda desempeña el papel principal en la “historia clínica” de la cultura occidental, el desarrollo filosófico inmediatamente posterior a Platón muestra claramente que el cristianismo no es sino el punto culminante de una tendencia patológica que se venía desarrollando mucho antes de su llegada.

Ahora bien, como conclusión, se puede entender, a partir del texto La filosofía en la época trágica de los griegos, que es debido a la salud desbordante de los filósofos anteriores a Platón que estos “justificaron la filosofía de una vez para siempre, por el simple hecho de haber filosofado” (PHG, § 1). Los filósofos postplatónicos, en particular los estoicos y los epicúreos, parecen confirmar la suposición de Nietzsche que hemos explorado en este artículo: quizá no sea posible encontrar un ejemplo de un pueblo enfermo al que la filosofía haya restituido la salud. Por el contrario, Nietzsche sugiere que “si alguna vez la filosofía manifestó ser útil, saludable y preventiva, fue para con los sanos; a los enfermos los hizo siempre más enfermos” (PHG, § 1). Esta afirmación resalta la peligrosidad de la filosofía cuando no se ejerce en un contexto de plena salud cultural. La filosofía, en su máxima expresión, solo puede florecer y ser beneficiosa cuando se encuentra en un ambiente de vitalidad y vigor. La plenitud y la salud de un pueblo, aunque no de cada pueblo, son las que otorgan a la filosofía su verdadero derecho y capacidad de influir positivamente. En otras palabras, la filosofía necesita un terreno fértil y saludable para prosperar y cumplir su potencial, mientras que en contextos de decadencia o enfermedad, tiende a exacerbar los problemas en lugar de resolverlos. Esta visión crítica nos invita a reconsiderar el papel de la filosofía en la sociedad y a reflexionar sobre las condiciones necesarias para que realmente contribuya al florecimiento humano.

Referencias

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Glosario

Lista de abreviaturas. Nietzsche

EH : Ecce Homo

FW : La gaya ciencia (Die fröhliche Wissenschaft)

GD : El crepúsculo de los ídolos (Götzen-Dämmerung)

GM : De la Genealogía de la Moral (Zur Genealogie der Moral)

GT: El nacimiento de la tragedia (Die Geburt der Tragödie)

JGB: Más allá del bien y del mal ( Jenseits von Gut und Böse) M Aurora (Mörgenröthe)

MA : Humano demasiado humano (Menschliches, Allzumenschliches I-II)

NF : Fragmentos Póstumos (Nachgelassene Fragmente)

PHG: La filosofía en la época trágica de los griegos (Die Philosophie im tragischen Zeitalter der Griechen)

UB : Consideraciones intempestivas (Unzeitgemässe Betrachtungen)

VM : Opiniones y sentencias diversas (MA II Vermischte Meinungen und Sprüche).

WS : El caminante y su sombra (MA II Der Wanderer und sein Schatten)

Otros autores

CL : Séneca, Cartas a Lucilio.

DL : Diógenes Laercio, Vidas de los filósofos

EN : Aristóteles, Ética a Nicómaco

Fin. : Cicerón, Sobre el sumo bien y el sumo mal

Fr. : Epicuro, Fragmentos

Man. : Epicteto, Manual

Men.: Epicuro, Carta a Meneceo

Notas

1 Son múltiples los estudios que se han ocupado de la relación de Nietzsche con las escuelas helenísticas, este trabajo debe, respecto a este tema, sus referencias a los estudios de: Nussbaum (1994), Bertino (2007), Foucault (2001); Hadot (1998); Ansell-Pearson (2009, 2013); Berry (2011) y Beland (2012).

2 El origen de la referencia tan particular e importante del filósofo como médico de la cultura en el pensamiento de Nietzsche puede ser ubicado en el periodo de sus labores como profesor de Filología en Basilea, en donde dedicó varios cursos y trabajos a los filósofos de la Antigua Grecia. En concreto, centró varios semestres en diversos aspectos del pensamiento y la obra platónicos (invierno de 1871-72, invierno 1873-74, verano 1876 e invierno 1878-79), así como en el estudio de los filósofos anteriores a Platón (invierno 1869-70, verano 1872, invierno 1875-76 y verano 1876), y en algunas cuestiones de carácter más filológico sobre ellos (como la cuestión de las sucesiones de los filósofos preplatónicos). Respecto a los trabajos, de forma indirecta se refiere a la filosofía griega el estudio que hizo sobre las fuentes de Diógenes Laercio, a los que llamó preplatónicos. De este modo hace explícito su interés por la filosofía y el rol que desempeña en esta cultura. Testimonio de ello son los proyectos de escritura que se ocupan de la cuestión y que madura en la publicación de varios libros y manuscritos. Entre ellos, La filosofía en la época trágica de los griegos, elaborado en la primavera de 1873, y que fue presentado en el círculo de Wagner en Bayreuth con escasa receptividad, síntoma de los primeros compases de distanciamiento entre el músico y el filólogo. Este interés por la figura del filósofo en la Antigua Grecia hace parte de un ambicioso proyecto con el que Nietzsche desea elaborar un gran libro que trate sobre la cultura griega. Tienen aquí cabida las consideraciones en torno a la tragedia que iluminó su texto El nacimiento de la tragedia, y todos sus trabajos preparatorios. Ha titubeado sobre el título que llevará, da vueltas en torno a las reflexiones que emprenderá respecto a la labor del filósofo, pero como si de una consideración intempestiva se tratara, lo aventura con la denominación de: el filósofo como médico de la cultura (literalmente expresada en NF* 1872, 23[15]). Con ello, muestra de manera clara el rol fundamental que, a su juicio, tuvieron (y deberían tener) los filósofos y con ellos la filosofía. Pero esta gran obra que prepara sobre los griegos es sintomática: revela que detrás de ese propósito existe un interés mucho más hondo y de profundo calado, un ensayo de autobiografía filosófica que lo recorre desde 1869 a 1876, y examina las formas de su práctica filosófica. En el corazón de este examen está el hombre –Nietzsche, filólogo, profesor de universidad y colegio, wagneriano, ensayista, polemista, músico, autor– y sus escritos. Los múltiples estados que podemos reconocerle junto con la variedad de formas de su expresión escrita en ese momento –cursos, cartas, ensayos, artículos, notas, libros, conferencias– nos darían erróneamente la imagen de un pensador u obra dispersa. Sobre Nietzsche como médico de la cultura, véase a Ahern, 1995; Wotling, 1995 y Gerhardt, 2005.
* Nota del editor: Las obras de Nietzsche y de los filósofos helenísticos referenciadas en este artículo se citan canónicamente. La lista de abreviaturas se encuentra al final del artículo.

3 Véase también Shipperges, 1975; y Ahern, 1995.

4 “Sigo estando a la espera de un médico filosófico en el sentido excepcional de la palabra –alguien que tiene que perseguir el problema de la salud global de un pueblo, de una época, de una raza, de la humanidad– que tenga alguna vez el coraje de llevar a culminación mi sospecha y osar esta frase: en todo filosofar no ha sido hasta ahora de ningún modo cuestión de la ‘verdad’ sino de otra cosa, digamos de salud, futuro, crecimiento, poder, vida...” (FW, Prólogo, § 2).

5 Nietzsche es particularmente crítico con la “filosofía” que se practica como una profesión y un servicio al Estado, como lo que sucede dentro de las universidades o academias (EH; UB, § 3). Véase, en particular UB, III, § 8.

6 Pero encontramos desde su Intempestiva, Schopenhauer como educador, que el filósofo es descrito como debe ser, siguiendo el ejemplo de Schopenhauer, un educador en esencia y un libertador, un modelo que puede “educar a todos en contra de su propio tiempo”, y que “inspire a los mortales para una transfiguración de su propia vida” (UB, III, §§ 1 y 2) De acuerdo con esta consideración intempestiva, estos educadores deben servir esencialmente como instrumentos de cultivo y de transición, como agentes de cambio, catalizadores de un rescate de la cultura o, en otras palabras, un pasaje de un estado de decadencia a un nuevo renacimiento cultural, un papel que se mantendrá constante, por cierto, en la concepción del filósofo Nietzsche. Los nuevos filósofos o educadores son desde el principio, en particular en este texto, considerados “grandes seres humanos redentores .grossen erlösenden Menschen)” (UB, III, § 5) y tratados como “médicos de la humanidad moderna” (UB, III, § 2), que le pueden conducir, con firmeza, a otro modo de ser.

7 Es preciso señalar que para nuestro caso, y por la economía de la exposición, solo nos ocuparemos de los epicúreos y estoicos, que se consideran los representantes principales de las terapias helenísticas.

8 Estos filósofos de los que se ocupa Nietzsche en su estudio sobre la cultura griega, son, cuando menos en este aspecto, un ejemplo a seguir, la prueba de que es posible superar las tensiones entre la naturaleza (la physis, objeto principal de la reflexión de la filosofía de esta época) y el ser humano, tanto de forma individual como colectiva, “Pues, para él, la ejemplaridad de la cultura griega no radica ya en ser imagen de una conciliación ideal de realidad y apariencia, forma y contenido, sino en su condición de peculiar respuesta, históricamente única, dada ante la imposibilidad de esta conciliación” (Sánchez Meca, 1989, p. 55). Al versar el pensamiento del periodo trágico sobre la naturaleza, en realidad lo que se estaba buscando era que el hombre se integrara a ella, a sus exigencias y necesidades, como vemos en el siguiente fragmento póstumo: “El griego no es ni optimista ni pesimista. Es esencialmente un hombre, que contempla realmente lo terrible y no se lo oculta. […] Los griegos son los artistas de la vida: tienen sus dioses para poder vivir, no para alejarse de la vida” (NF invierno de 1869-70 – primavera de 1870, 3[62]). Cada uno de estos sistemas filosóficos plantea una solución y contribuyen con ello a buscar el sosiego. Estos filósofos preplatónicos, conformados como una unidad por la perspectiva de la existencia que desarrollaron, aparecen plenamente integrados en la existencia –“cada uno de los antiguos filósofos griegos expresa una necesidad: allí, en esa falla, introduce él su sistema. Construye él su mundo dentro de esa falla. Hay que reunir todos los medios con los que se pueda salvar al hombre para el sosiego” (NF verano de 1872-comienzo de 1873, 19[23]) –, de modo que representan un cierto ideal a seguir.

9 “Los griegos, en cuanto verdaderamente sanos, han justificado de una vez por todas la filosofía, por el hecho de que ellos han filosofado” (PHG, §1).

10 Para el estudio de las terapias helenísticas veáse Hadot, 1995, 2021, y Foucault, 2001, así como los excelentes estudios de Annas, 1993 y Nussbaum, 1994. Sobre la relación general entre la filosofía y la terapia a lo largo de la historia de la filosofía ver Pérez, 2007.

11 Martha Nussbaum (2013), estudiando las escuelas filosóficas helenísticas, establece como supuesto la analogía de la práctica filosófica con la labor del médico y su ejercicio terapéutico en función de afirmar una filosofía de propósito sanador. Esta analogía permite entender el tipo de argumentos que dan lugar a dichas prácticas y el tipo de indagación y práctica a que da lugar una filosofía que tiene como finalidad fundamental la preservación de la salud del alma. La analogía de la medicina con la filosofía estuvo en boga durante el periodo clásico helenístico, y casi todos los filósofos griegos la adoptaron como principio guía de su quehacer reflexivo y al servicio de la comunidad. Sócrates, Platón, Aristóteles, los epicúreos, los estoicos, los escépticos hicieron de ella un punto de referencia de su racionalidad práctica. La filosofía para ellos debía ser curativa y terapéutica, pues debía ser capaz de resolver problemas reales en casos concretos. La filosofía entendida con criterios médicos se ocupa tanto de creencias como de emociones y pasiones. Una de las razones por las que, según Nussbaum, los pensadores helenísticos creen que la filosofía es el arte mejor equipado para tratar las enfermedades del hombre es que creen que la filosofía, entendida esta como razonamiento y argumentación, es lo que se necesita para diagnosticar y modificar las pasiones. Sirve, entonces, esta analogía en la filosofía helenista para tratar las “enfermedades” del pensamiento, del juicio y del deseo. Por enfermos se entienden los juicios catalogados como corruptos, decadentes, malos, injustos, erráticos. El criterio de ordenamiento de los juicios entre buenos y malos es el sentido común, la capacidad de razonar compartida por todos, el logos que rige la conciencia de un pueblo o de una comunidad dada. Ese logos, para ser legítimo y tener validez, tanto en los casos generales como en los particulares, debe corresponder con los principios rectores de la razón a priori, y, a su vez, debe ser también avalado por la mayoría de las personas pertenecientes a la comunidad en cuestión. Nussbaum nos dice que para que este logos tenga carácter curativo, debe ser políticamente correcto y, al mismo tiempo, debe ser aceptado por el criterio personal del discípulo o paciente. Se parte, entonces, del principio de que la verdad es terapéutica, la mentira enferma. La cuestión radica en que, mientras más se acerquen o coincidan la convicción colectiva y la certeza individual sobre la validez lógica y real de un discurso, más saludable, poderoso y legítimo es el discurso o logoi. El logos es el lenguaje compartido.

12 Por ejemplo, en Vida de los filósofos de Diógenes Laercio: “Vivir virtuosamente es equivalente a vivir de acuerdo con la experiencia del curso de la naturaleza [...]; porque nuestras naturalezas individuales son parte de la naturaleza de todo el universo. Es por esta razón que el fin puede ser definido como una vida de acuerdo con la naturaleza, o, en otras palabras, de acuerdo con nuestra propia naturaleza al mismo tiempo que con la del universo” (DL, vii, 87-88). Veáse tambien, De finibus bonorum et malorum de Cicerón (Fin., iii) y, por otra parte, la crítica nietzscheana a este principio en Más allá del bien y del mal ( JGB, § 9).

13 Por ejemplo: “Consideramos la independencia de cosas exteriores un gran bien, no para que hagamos siempre uso de poco, pero sí para que nos contentamos con poco si no tenemos, honestamente convencidos de que [...] aquello que es natural es fácil de obtener y sólo lo vano e innecesario es difícil de alcanzar. Los gozos simples nos dan tanto placer como una dieta poco costosa, cuando todo el dolor que viene de una carencia ha sido removido, y el pan y el agua producen el mayor placer posible cuando se los lleva a labios hambrientos. Como tal, la costumbre a una dieta simple y poco costosa proporciona todo lo necesario para la salud, y hace al hombre capaz de suplir las exigencias necesarias de la vida con confianza, y nos coloca en mejor condición para encontrar y enfrentar la fortuna sin miedo” (Men., 130-131). Véase también: DL, vii, 101-104; CL, 124; Man., 11.

14 Nietzsche pone, a menudo, a estoicos, epicúreos y cristianos en el mismo grupo, o trata a los cristianos como epicúreos, las ideas estoicas como cristianas, etc. Por ejemplo, en La gaya ciencia: “Así que poco a poco aprendí a entender a Epicuro, el opuesto de un pesimista dionisíaco, y también el ‘cristiano’, que es de hecho sólo una especie de epicúreos y, como él, es esencialmente romántico” (FW, § 370). Véase también NF 1883, 7[217]; NF 1883, 7[97]; NF 1884, 25[351]; NF 1885, 44[6].

15 Sobre qué se entiende por este concepto, que a lo largo del pensamiento de Nietzsche se comporta como un concepto regulador, ver JGB, § 259.

16 En particular, en Aurora: “Puede uno manejarse con sus pulsiones como un jardinero y, cosa pocos saben, criar las semillas de la ira, la compasión, el cavilar, la vanidad de una manera tan frutífera y tan beneficiosa como si se tratara de hermosos frutales cultivados en espaldadera” (M, § 560:). También encontramos abordada esta idea en El caminante y su sombra (WS, § 275); en Aurora (M, §§ 174 y 382; en La gaya ciencia (FW, § 17; y en los Fragmentos póstumos (NF 1883, 7[30] y 7[211]).

17 Sobre la noción de salud en Nietzsche, véase Pasley, 1978; Cherlonneix, 2002a y 2002b; Bilheran, 2005 y Faustino, 2014.

Información adicional

Para citar este artículo: Sáenz, A. (2024). Genealogía del concepto de terapia desde la perspectiva nietzscheana: una mirada a las escuelas helenísticas y su relación con el cristianismo. Universitas Philosophica, 41(82), 191-227. ISSN 0120-5323, ISSN en línea 2346-2426. doi: 10.11144/Javeriana.uph41-82.gtnh

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