LA HUELLA DE DIOS EN EL CUERPO DE LOS HOMBRES. ACERCAMIENTO DESDE EL PSICOANÁLISIS Y LA TEOLOGÍA

GOD’S TRACE IN THE HUMAN BODY. AN APPROACH FROM PSYCHOANALYSIS AND THEOLOGY

Camilo Salazar

LA HUELLA DE DIOS EN EL CUERPO DE LOS HOMBRES. ACERCAMIENTO DESDE EL PSICOANÁLISIS Y LA TEOLOGÍA

Universitas Philosophica, vol. 39, núm. 79, 2022

Pontificia Universidad Javeriana

Camilo Salazar

Colegio Integrado Mesa de Jeridas, Colombia


Recibido: 29 abril 2022

Aceptado: 07 octubre 2022

Publicado: 16 diciembre 2022

Resumen: Lo que suele llamarse la existencia de Dios parece ser un problema que insiste en el pensamiento occidental. Asumir dicha existencia a través de categorías que permitan objetivarla parece descansar en paradojas que obturan su consistencia, de manera que la insistencia de dicho problema permite reconocer la presencia de un exceso. Este exceso será considerado como una huella de aquello que excede, sin determinar una figura. Abordaje que se llevará a cabo en la intersección de dos discursos que abordan, cada uno a su manera, el asunto del estatuto de este tipo de huella: el psicoanálisis y la teología. Dicha intersección opera a través de un elemento común, el cuerpo como localización de un Otro, del que la única noticia que nos es remitida es la concavidad de su ausencia. Desde este lugar común podría pensarse un espacio donde el problema de la existencia de Dios adquiera una consistencia que es apropiada al mismo, en concordancia con la textura de su propio “cuerpo”.

Palabras clave:Dios, cuerpo, Otro, huella, sagrado.

Abstract: The so called existence of God seems to be a problem that insists in Western thought. Understanding such existence through categories that allow to objectify it, seems to rest on paradoxes that obstruct its consistency, in such a way that the insistence of this problem points to the presence of an excess. This excess will be considered as a trace of that which exceeds, without determining its form. This approach will be developed in the intersection of two discourses that address, each in its own way, the issue of the status of this type of trace: psychoanalysis and theology. This intersection operates through a common element, the body, seen as the location of an Other who is only known to us through the concavity of its absence. From this common place a space could be thought of in which the problem of God’s existence acquires a consistency appropriate to it, in accordance with the texture of its own “body”.

Keywords: God, body, Other, trace, sacred.

1. Introducción: huella de Dios

El mundo entero es huella de Dios

Karl Barth

Si hablamos de huellas, debemos iniciar con una de las huellas más conocidas: la de (quien bien entrada la historia se sabrá que es) Viernes en las Aventuras de Robinson Crusoe. De un momento a otro aparece, después de más de 15 años, una huella en la playa. Hagamos el énfasis necesario en el artículo que la precede: una. Una sola huella. No se sabe a ciencia cierta qué desconcierta más a Crusoe, si la aparición de la posibilidad de otro ser humano (el hecho de ser huella, que la huella tenga como posible referente a un ser humano) o que solo sea una huella y nada más a su alrededor1. Ella, conservada de cierta manera por la arena de la que es parte, que con toda certeza será también su más apresurada tumba, es el giro mismo de la narración: algo ha ingresado, y es claro que Crusoe, como él mismo lo admite, queda trastornado2.

Pero ese trastorno, si es tal, ¿ocurre porque existe la posibilidad de un ser humano diferente a él? ¿Aparecen el temor y las ansias por un prójimo que se ha puesto en paréntesis por tanto tiempo? Esa posibilidad, de que la relación humana pueda ser retomada, es lo que llenaría de angustia a este hombre. Y esa huella…, ¿no es acaso la representación de su misma situación? ¿No es acaso su mismo estado de fragilidad el que acá se dice, reconociendo la dificultad de la aparición de aquella huella dado el lugar en el que ocurre: “En la arena también, la cual ante la primera oleada del mar por un viento fuerte habría quedado completamente borrada” (Defoe, 2007, p. 131)3? ¿O este borramiento posible es quizá, como dice Lacan (2003a), la introducción misma del significante4? Sea como fuere, la tematización de la unicidad de la huella es abandonada rápidamente por el protagonista, que cae pronto en un fantasear, no ajeno a ese Uno, de imágenes que involucran espectros tan dispares como satanás y los aborígenes. Abandono que no debe despistarnos, pues lo que abandona queda justamente donando un espacio.

Quedémonos nosotros con esta unicidad y conjuguemos su angustia. El que sea única la huella que aparece, que a su alrededor no haya absolutamente nada más, es lo que vendría a angustiar en tan gran medida a Crusoe como sujeto, pues esta huella no puede relacionarse con ninguna otra cosa5. Con esta huella no se puede construir un “lazo” que la una a otras huellas, otorgándole así un sentido y permitiendo una comprensión del hecho. Y, en esta imposibilidad, solo le queda al sujeto construir un discurso que despliegue estas posibilidades (por la situación en la que se encuentra, lo Otro vendrá a su rescate con el rostro del diablo o de los ocupantes originarios del lugar). La huella y su unicidad, su ser una, es decir solo-una, es un problema que la imaginarización6 del adversario quiere calmar en el protagonista. Una huella sin cuerpo que la sostenga: ¿cómo pensar este urgente cuerpo? ¿Acaso posee solo una pierna? ¿Acaso era el cuerpo de alguien saltando en un solo pie? ¿No es acaso Satanás pensado con estos poderes, con su anatomía siempre dudosa y cambiante, transitando entre especies? ¿Por qué alguien jugaría así en la playa? ¿Fue él mismo, quizás, el que en un rapto de inconsciencia caminó por la playa y esa huella era suya? ¿Qué quiere ella de mí? Un rastro tan solo, sin saber su proveniencia, una plena imposibilidad, una pura presencia. ¿Qué tipo de cuerpo extraño y desconocido podría haber llevado a cabo este monstruoso hecho? Cuando hablamos acá superficialmente de la huella, entonces aludimos a esta huella monstruosa de la que no se sabe qué cuerpo pudo causarla, pero que carga mil cuerpos, múltiples imágenes; huella (¿y cuerpo?) sin relaciones, que ha aparecido en medio de la casa familiar de Robinson (su isla).

Pero, si todo esto es lo que queremos decir acá cuando decimos una huella, ese aparecer de lo semejante que desconcierta y abre un espacio de posibilidad en una pérdida, ¿qué podemos articular sobre Dios si intentamos hablar acá de su huella? Partamos de la imposibilidad constituyente respecto al Mismo que Kant identifica en su Critica del Juicio:

Es, pues, totalmente distinto decir que la producción de ciertas cosas de la naturaleza, o También de la naturaleza en su conjunto, es solo posible mediante una causa que se determina a obrar según intenciones, y decir que, según la característica propiedad de mis facultades de conocer, no puedo juzgar sobre la posibilidad de esos casos y su producción más que pensando una causa de ellos, que efectúe según intenciones y, por tanto, un ser que es productivo, según la analogía con la causalidad de un entendimiento. En el primer caso quiero decir algo sobre el objeto, y me veo precisado a exponer la realidad objetiva de un concepto admitido; en el Segundo, la razón determina solamente el uso de mis facultades de conocer, conforme con su característica y con las condiciones esenciales tanto de su extension como de sus límites. Así, el primer principio es un principio objetivo para el Juicio determinante; el Segundo, un principio subjetivo solo para el reflexionante y, por tanto, una máxima del mismo que le impone a la razón. (Kant, 2007, p. 356).

A partir de lo que indica Kant, la aseveración de “la existencia de Dios” (si tiene sentido tal proposición) no puede hacerse desde el lado del objeto (desde Dios), sino desde el lado del sujeto. Es desde este que se “concibe” algo así como un entendimiento que funciona de acuerdo con intenciones. En tal situación enunciativa, no se dice algo respecto del objeto como tal, sino de la posición del sujeto como sujeto de la enunciación. Estamos ubicados únicamente dentro de las coordenadas que habilitan nuestras categorías7. Cualquier atributo que se piense y se predique de Dios caerá inmediatamente en la paradoja antes formulada, y, en esta medida, será una imaginarización de una huella supuesta.

En su extenso estudio sobre la posibilidad de una vida después de la muerte, el teólogo suizo Hans Küng (2011) ordena su argumentación en esta deriva kantiana. Del hecho de que de Dios o del “más allá” se pueda o no decir algo, al menos en el modo y manera de este tipo de decir, no se sigue nada sobre dicho objeto, sino de la posición del sujeto que la e/anuncia. Hay unas condiciones en las que el enunciado ocurre: psicológicas, históricas o específicamente estructurales, como Kant indica. De manera que lo que se dice no puede no ser condicionado por tales condiciones. Dicha inevitabilidad estructural del decirse, en ese decir, se moviliza en el terreno que ella misma abre y, cual movimiento autoerótico, solo dice eso mismo que puede decir. No puede aparecer más que lo que allí puede aparecer.

En ese sentido, todo decir es decir de y en las condiciones señaladas. Suponer un objeto que puede decirse o no en tal organización no es más que el producto de dicha organización. El que “exista” o “no exista” es un evento del enunciado. En tal sentido, respecto a ese objeto, no se busca que el juicio emitido tenga la solidez del enunciado científico8. En principio no se podría, pues el juicio emitido, y todo enunciado, solo evidencia las categorías en que se organiza el sujeto. Pero, a su vez, esta posición “crítica” respecto al objeto(-Dios) se evidencia, ella misma, como una posición del sujeto. Es decir, y enfatizando en esa imposibilidad, tampoco ella dice nada sobre dicho objeto. A la objeción freudiana, por ejemplo, de Dios como una proyección paterna, Küng contrapropone el hecho de que dicha genealogía de la creencia no implica la inexistencia del objeto, solo deja en suspenso la creencia. El terreno que se abre con el análisis del teólogo suizo se organiza, en sus propias palabras, en la siguiente aclaración que hace respecto a Freud:

¿Basta reconocer que los elementos psicológicos (o de otro tipo) juegan un importante papel en la fe en una vida eterna, para concluir que tales elementos no apuntan a un objeto real, a una realidad independiente de nuestra conciencia? Ciertamente, no hay argumentos positivos para excluir […] que las distintas necesidades, deseos y tendencias y el mismo anhelo de felicidad del hombre tal vez no se correspondan en realidad con ningún objeto y que yo al morir me hunda en el eterno silencio de la nada […]. Pero a la inversa, tampoco se puede de antemano excluir […] que a todas estas necesidades, deseos y tendencias y al mismo anhelo de felicidad responda efectivamente algo real (como quiera que ello deba definirse) (Küng, 2011, p. 64).

Los análisis que esperaban dar por terminado el asunto Dios, localizando el condicionamiento subjetivo del aparecer de tal objeto, deben ser ellos mismos situados en la estructura del condicionamiento que indican. Así, el lugar del objeto postulado no queda más que saturado de incertidumbre. Citando a Bloch, Küng (2011) condensa su tesis:

Lo único que podemos decir [respecto de esta situación enunciativa] es non liquet, o sea, el material no alcanza para decir que existe. Pero el material tampoco alcanza para asegurar con rigor que no existe. Pues no tenemos experiencia ninguna de ella. Existe, pues, un ámbito abierto en el que solo sirven otros métodos y categorías, distintos de los de la ciencia natural (p. 85).

El non liquet tanto del “sí” como del “no” parece organizar un espacio en el que algo aparece, una huella que con carácter indecidido mantiene en vilo a la razón; o dicho mejor, la mantiene “trabajando”, produciendo posibles cuerpos9.

Pero, a diferencia de la huella de Crusoe, la huella que se abre con el asunto-Dios no tiene una anatomía tan evidente. ¿Cómo ocurre el hecho de esa huella? No nos referimos a lo que ocurre con ella, a si tiene o no un referente, sino a su aparecer, a cómo puede aparecer algo como ella para el ser humano. Nos encargaremos de mostrar, por un lado, cómo desde el psicoanálisis se permite organizar uno de los rostros de este aparecer y, por otro lado, cómo también en el cristianismo el asunto de la huella queda evidenciado. Al final, la deriva por esos dos textos (psicoanálisis y cristianismo) permitirá elaborar un montaje de escritura en el que una imagen dará su rostro.

2. De un Otro a un Otro

Esta voz que ahora habla, y ocasionalmente grita, ha sido voz solo porque el grito que ella era, y acaso siempre es, ha logrado ser localizado por Otro. El grito se humaniza porque hay alguien que lo acoge, y de cuyo lecho nace la humanidad en ese estrépito bucal. Acaso devendríamos líquido aceitoso, pronto a ser combustible, si este grito quedara estancado en lo imposible mismo10. El proceso de subjetivación como lo identifica Freud (1992), y lo detalla Lacan (2001a), requiere de un lugar del aparecer, de la posibilidad de un escenario donde el sujeto se vea convocado, esperado, anhelado y exigido: gozado.

Si seguimos la lectura, múltiple y siempre nueva, del denominado “estadio del espejo11 de Lacan (2011a), vemos que la consolidación del cuerpo del hombre se articula en aquella dinámica. Cuerpo y yo. ¿Qué cuerpo y cuál yo? La densidad y la tesitura propia del cuerpo, que deja de ser dato primario y se convierte en herencia, se adquirirán en ese campo que traza, como metáfora y realidad, la mirada del Otro. Esta mirada abre el campo de interpretación del niño para situar su propia mirada, esa mirada con la que este se reconoce alegre en el espejo. La Otra será la condición de posibilidad: solo porque me has mirado, puedo yo verme (viéndome)12. De la crepuscularidad de haces infinitos de energía neuronal (Freud, 1996), de la desorganización patente que soy (¿acaso soy?), aparece de pronto cierta coherencia, cierto asentamiento de esa energía; cierto asentimiento me apropia13. Tal organización que es habilitada desde el Otro en el desarrollo del “estadio del espejo” (teoría que Lacan reformula continuamente a lo largo de varios años) es la razón por la cual al niño, cuando mira su imagen en el espejo, no le basta con la coherencia que ha ganado, no le basta con la alegría lúdica que adquiere, requiere ahora que el Otro le diga, que certifique de alguna manera, que le diga “sí”:

El niño que está en los brazos del adulto es confrontado expresamente a su imagen. Al adulto, lo comprenda o no, esto le divierte. Hay que dar toda su importancia a ese gesto de la cabeza del niño quien, incluso después de haber sido cautivado por los primeros esbozos de juego que hace frente de su propia imagen, se vuelve hacia el adulto que lo sostiene, sin que se pueda decir sin dudas si lo que espera es del orden de un acuerdo o de un testimonio, pero la referencia al Otro juega allí una función esencial (Lacan, 2003b, p. 392).

A dicha organización naciente le faltaba que el niño volteara su cabeza en busca de ese Otro, del cual será heredero. Ahora, lo que se llama cuerpo, que da noticia de esta manera de la coherencia que es ganada desde una situación de “desolación original”, asoma entre ese “sentimiento oceánico” y podrá, posteriormente, decir sin equívoco y siempre con contradicción “yo”.

Yo, cuerpo, yo-cuerpo devenido del atravesamiento por el espejo del Otro, en el que la incoordinación orgánica “primitiva” podrá adquirir esa consistencia de un pronombre-cuerpo, y podrá por fin sostenerse en una figura urgente. No obstante, este carácter “salvífico”, que se localiza en el aparecer de este cuerpo por la mediación del Otro, y en tanto que está ocurriendo en esta mediación (ocurrir subrayado por el “voltear” del niño), ubica a lo que allí emerge en una estructura que también respondería al orden de la alienación14. El que ocurra en el Otro, en su espacio, hará que esta figura sea alientante15, y, en ese vasallaje que así se gesta, ¿cuál precio se paga?

Si el Otro es el (otro) escenario desde el cual el cuerpo logra articular algo de sí (paradoja de paradojas), este cuerpo no solo es él mismo un sí mismo, sino que su ser-cuerpo es un ser-cuerpo para Otro. El cuerpo no se pertenece a sí mismo. Cuerpo, no en su “bruta” materialidad (el mito de nuestra existencia corporeizada a ojos del adulto) como dijimos, sino en su nueva organización. Este es espectáculo del Otro. Ocurre allí para el Otro. Esta matriz de sujeción fundamental se deja ver en la histeria, paradigmáticamente presentada en los casos que de la misma estudió Freud (2007).

Cuando Freud se propone buscar las causas de la histeria y la neurosis obsesiva, descubre que el origen de la histeria descansa en la pasividad que ha vivido el sujeto respecto de una experiencia (sexual). Dice en el Manuscrito K:

La histeria presupone necesariamente una vivencia displacentera primaria, vale decir, de naturaleza pasiva. La pasividad sexual natural de toda mujer explica su predilección por la histeria. Toda vez que hallé histeria en varios, pude comprobar en su anamnesis una extensa pasividad sexual (Freud, 2001, p. 268).

El displacer que acontece en esta situación está relacionado con esa pasividad, cuando entendemos por pasividad la imposibilidad que tiene el sujeto de lidiar con aquello que está sucediendo allí. Como puntualiza Sylvia de Castro (2016) al respecto:

encuentro anticipado, prematuro con respecto a la posibilidad de simbolizarlo, de adjudicarle un sentido –sexual– que le permitiera hacerse de eso una representación, incluso un juicio, y permanecer en el sistema psíquico en cuanto tal, antes que aislarse en el psiquismo a la manera de un “cuerpo extraño”, como se expresaba Freud –con Charcot– por la época (p. 48).

¿Cuál es el núcleo patógeno de la histeria? Ser un objeto para el Otro. Aquello que produce dolor entonces es saberse ordenado en esas coordenadas, imposibilitado estructuralmente para escapar de ellas. Ser-para-Otro es de lo que padece la histérica. En la conceptualización de Lacan, que Serge André reorganiza, esta problemática del goce se expone de la siguiente forma:

En efecto, el descubrimiento del goce sexual por el niño siempre tiene lugar, en el nivel más primario, en una experiencia pasiva –en el sentido en el que siempre es del Otro como el sujeto recibe la sexualidad. El goce sexual siempre es anticipado, en la medida en que se apodera del niño en su relación primera con el Otro: el niño primero es gozado, antes de que él goce, pues primero es lo que él procura al Otro, quien le ofrece sus cuidados, un goce que no resulta abusivo calificar de sexual […]. Lo importante aquí no es que haya existido o no un acontecimiento histórico en el que el sujeto haya sido víctima de maniobras más o menos perversas, sino que todo sujeto comienza por estar, en tanto que lactante, a merced de las caricias, deseos, emociones de la persona que se ocupa de él (André, 2002, pp. 87-88).

Freud identifica esta estructura del goce del Otro cuando indica que, en el núcleo de toda neurosis obsesiva, se encuentra una vivencia primaria de pasividad. La histeria es estructural pues en ella se asoma la posición primaria del sujeto como sujetado al Otro. Lo primordial, como dice André (2002), es que todo sujeto en su comienzo es gozado antes de gozar él mismo.

Pero no todo queda decidido allí. No se trata tan solo de que el sujeto es gozado, que su destino se decide en ser hablado por Otro. Por el contrario, lo que va a mostrar la histérica es el ímpetu de su propia palabra encarnada, hecha (y deshecha) síntoma; será ella quien hable (y Freud el primero en escucharla); su cuerpo será el texto que deja signada esta inversión de la pasivización lograda por el Otro; un cuerpo que en sus síntomas involucra la exigencia de ese decir no aplastado, decir ex-céntrico respecto al Otro. Tomar la palabra, es decir, hablar y no ser solo hablado, implicará entonces que esa imagen me fundó y que ese cuerpo, que me ha permitido sobrevivir hecho en el Otro, debe hacerse a un lado. Solo haciéndose este a un lado puede advenir mi decir. Para hablar, esa imagen primera del goce debe reprimirse pues “el que habla despide a su propia imagen, que fue primero portada y deseada por Otra palabra” (Pommier, 1996, p. 103). Si el discurso del Otro es aquello que ha tejido mi cuerpo, ha amarrado una a una sus extremidades y ha dado consistencia a esa materia viva, es esa misma imagen que así ha surgido lo que deberá perderse como cifra de goce absoluto (¿qué quedaría entonces?, ¿tan solo una voz?). La cifra de este goce primario será entonces la condición de mi propia palabra en cuanto goce reprimido… de lo contrario, nada.

De manera que nos hacemos a semejanza del Otro, pero no todo queda enmarcado en la dialéctica de la demanda y la necesidad, que las figuras parentales se encargarían de organizar. Si vamos al grafo del deseo de Lacan16, vemos que el individuo-yo se va a organizar desde el Ideal del Yo, desde esos mandamientos sociales y familiares que lo gobiernan17, y bajo los cuales aparece el yo ideal (i'(a)). Esto ocurre en el lugar de abajo del grafo, en ese primer piso que pertenece a la dialéctica de la demanda y la necesidad. Sin embargo, no todo se ha decido allí, pues se observa una línea que sale del Otro (A), como “residuo” de esta dialéctica; a saber: el deseo, ya que en este último

se esboza en el margen donde la demanda se desgarra de la necesidad […] donde se invierte lo incondicional de la demanda de amor, donde el sujeto permanece en la sujeción del Otro, para llevarlo a la potencia de la condición absoluta (Lacan, 2001c, p. 794).

El deseo permite que el sujeto no quede completamente sujetado al Otro, ahogado por su presencia. Entonces la semejanza con el Otro, materia de la cual se hace el cuerpo del sujeto, es una semejanza paradójica. No se trata simplemente de asemejarse a algún rasgo específico del Otro. Lo que lo asemeja es su ser-Otro. ¿Qué quiere decir esto? ¿Qué es lo que permite que en el deseo ocurra una inversión respecto a la dialéctica de la demanda?

En el Seminario 5, dictado de modo paralelo al escrito “Subversión del deseo”, del cual proviene el pasaje citado anteriormente, Lacan permite situar esta (des)semejanza. Retomemos acá el caso de la histeria. Respecto a la pasividad que se mencionó más arriba, se establece una relación que es deudora de ella: la insatisfacción, el hecho de que el deseo, para ser tal deseo, se deba ver siempre insatisfecho. En su análisis del caso de “La bella carnicera”, que no nos compete ahora mismo trabajar, Lacan concluye al respecto que, en la histeria,

si el sujeto necesita crearse un deseo insatisfecho, es que esta es la condición para que se constituya para el Otro real, es decir, que no sea del todo inmanente a la satisfacción recíproca de la demanda, a la completa captura del deseo del sujeto por la palabra del Otro (Lacan, 2003a, p. 373).

Ese margen que es el deseo permite que no solo tenga lugar la palabra del Otro, sino que consigue dar lugar a la palabra del sujeto. De allí que la histérica enfatice en esta insatisfacción como garante de que el sujeto no podrá verse reducido a la demanda, que al contrario existe algo más allá de esta demanda. Es en este sentido en que dijimos con Pommier que lo que da lugar a que el sujeto pueda apropiarse del lenguaje y así ser sujeto de la enunciación es la represión de ese cuerpo que se hizo en el plano del Otro. Pero ahora, ¿cómo tuvo lugar ese margen? Acá aparece entonces la (des)semejanza con el Otro.

Si el infante es a-cogido por el Otro y en este plano ha sido salvado, entonces aquel que suple sus necesidades, se supone, es ese mismo Otro que muestra la falla que lo constituye desde siempre: ante la expectativa del niño de seguir en esta dialéctica de la demanda siempre satisfecha, que algunas madres y padres se encargan de asegurar siempre en su presencia demoledora, en la madre, como figura de la satisfacción primaria, aparece otra cosa. De pronto ella no estuvo dispuesta a procurar esa satisfacción pues tenía entre ojos otra cosa diferente al niño, “[h]ay en ella el deseo de Otra cosa distinta que satisfacer mi propio deseo, cuya vida empieza a palpitar” (Lacan, 2003a, p. 188). Esta Otra cosa permite que el niño redirija su mirada y expectativa a ese otro lugar, el otro lugar como algo estructural y no específico. Esa posibilidad de que no todo se reduzca a la dialéctica de la demanda y la satisfacción es lo que el deseo viene a signar, y lo hace a semejanza del Otro: es porque el Otro “voltea” por lo que yo puedo ahora ver hacia otro destino. De manera que si “el deseo es deseo del deseo del Otro”, no es solo, como ya dijimos, un desear al Otro sino desear en la forma otra del Otro.

Este otro deseo, como se introduce ordinariamente para el sujeto es en cuanto deseo del Otro. El sujeto reconoce un deseo más allá de la demanda, un deseo no adulterado por la demanda, lo encuentra, lo sitúa en el más allá del primer Otro a quien se dirigía la demanda (Lacan, 2003a, p. 367).

De esta manera, el sujeto accede a la palabra, y no solo al código, a través de este tomar distancia del Otro que ha abierto campo al deseo (aquello que permitirá que el sujeto tome la palabra) y que, de suyo, ha hecho que aquello que se había armado en ese Otro quede entonces reprimido fundamentalmente, constituyéndose su pérdida como condición de mi decir. Sin embargo, aquí se puede considerar la paradoja de esta formulación: si aquello que debe reprimirse es ese goce fundamental, ese cuerpo gozado por el Otro, hablado por el Otro, para que el sujeto pueda hablar-desear, lo así reprimido será fundamentalmente reprimido (urverdragung), lo primordialmente reprimido, aquello que no puede ser rastreado y dicho pues es la condición de todo decir. Ex-istencia primera que queda postulada como mera hipótesis. Esa “imagen” primordial hecha con/de la textura del Otro, hecha a su (des)semejanza por su propia rotura interna, no tiene imagen pues aquella que pudiera darle espesor a la misma se pierde en la represión primordial. Imagen hipotética, diríamos acaso ¿inexistente? ¿alucinada?

La posibilidad de ese cuerpo-imagen primero tuvo que reprimirse o, de lo contrario, “el niño debería asemejarse a lo que le falta a su madre” (Pommier, 1996, p. 210). De ese cuerpo reprimido no hay noticia, es condición de posibilidad que ella misma no puede aparecer en lo que hace posible. Lo que queda es esa cifra (huella tachada), en la cual “ignoramos la naturaleza de lo que fue reprimido, y además eso nunca tuvo tiempo de llevar un nombre o de parecerse a una figura precisa” (Pommier, 1996, p. 104). La huella del Otro en el cuerpo del hombre es la represión primordial de este cuerpo que lo sostuvo para la vida (el goce), cuerpo hipotético que insiste, y cuya insistencia es el régimen de su aparecer. Es huella pues genera un espacio nuevo (mi cuerpo), pero paradójicamente huella que no reconoce ningún original (represión fundamental), que, como la huella con la que se encuentra Crusoe en un primer momento, carece de cuerpo, de cualquier posibilidad de cuerpo, y que carga con la conjugación de múltiples corporalidades.

Esta dialéctica propuesta habilita entonces la existencia de lo sagrado como tal, es decir, por ella algo así como lo sagrado, como espacio, puede aparecer en el ser humano. Lo sagrado es ese lugar dispuesto por la represión primordial, “Imagen sin imagen”, formula veterotestamentaria que quizá no brinda explícitamente la fuerza de ese lugar, pero desde la cual puede aparecer el hecho de que “la fascinación que ejerce la imagen proviene de la pérdida de la nuestra” (Pommier, 1996, p. 202). Y, si puede llamarse sagrado a algún espacio, es por el hecho de esa represión:

[…] es sagrado lo que es el objeto de un interdicto. El interdicto, al designar negativamente la cosa sagrada, no tiene solamente el poder de provocarnos un sentimiento de pavor y de temblor. Ese sentimiento se cambia en el límite por devoción; se cambia por adoración (Bataille, 1992, p. 96).

Seducción de lo sagrado-imposible en la que el hombre pone en riesgo todo aquello que ella hace posible. En las citas anteriores, los verbos que conjugan para el hombre lo sagrado (fascinación, atracción) hablan de la imposibilidad, no solo en cuanto imposibilidad lógica, sino en cuanto riesgo de pérdida absoluta, de un perderse definitivo:

Lo sagrado es precisamente comparable a la llama que destruye el bosque consumiéndole. Es ese algo contrario a una cosa lo que es el incendio ilimitado, se propaga, irradia calor y luz, inflama y ciega, y aquel a quien inflama y ciega, a su vez, súbitamente, inflama y ciega (Bataille, 1992, p. 56).

Si lo sagrado es “llama que destruye”, lo es porque es exceso, temática cara a Bataille, exceso que reside en la pérdida radical que lo constituye, es decir, el exceso no es algo extra que aparece y anega la geografía en la que tiene lugar (en este caso, el cuerpo), es más bien esa posibilidad sobre la cual se alza la posibilidad topológica del cuerpo: ese cuerpo imposible incendiaría toda imagen que se encuentre a su paso, y ese combustible hace que lo sagrado ande. El cuerpo primordial quemaría todo rostro, condición que la idolatría habilita, y en primer lugar a “quien inflama y ciega, a su vez, súbitamente, inflama y ciega” (Bataille, 1992, p. 56) pues ese goce que le constituye acabaría con él: sería gozado más allá de su morir.

3. Cuerpo de Cristo

Cuando Cristo, una vez transcurrieron los tres días que él mismo había estipulado para encontrarlo en su resurrección tras la muerte en la cruz, fue buscado por María Magdalena, la mujer, queriendo encontrar el cuerpo que su expectativa había organizado, halla sin embargo un sepulcro vacío. Su ausencia viene a signar el vacío que a este ha constituido estructuralmente, y que vendrá a mostrarse con toda radicalidad luego de su resurrección. De los cuatro evangelios, en tres de ellos se hace patente un problema con la presencia de Cristo como resucitado: en Marcos, Lucas y Juan18 los discípulos no reconocen fácilmente la presencia resucitada del Mesías. Y es esta dificultad de re-conocer a aquel que tan bien conocimos lo que nos permitirá jugar la hipótesis del vacío.

Encontramos:

Jesús resucitó en la madrugada, el primer día de la semana, y se apareció primero a María Magdalena, de la que había echado siete demonios. Ella fue a comunicar la noticia a los que habían vivido con él, que estaban tristes y llorosos. Ellos, al oír que vivía y que había sido visto por ella, no lo creyeron. Después de esto, se apareció, bajo otra figura, a dos de ellos, cuando iban de camino a una aldea. Ellos volvieron a comunicárselo a los demás; pero tampoco creyeron a esto (Mc. 16:9-20). Cursivas nuestras.

En el Evangelio de Lucas el orden de esta dificultad es el siguiente:

Aquel mismo día iban dos de ellos [discípulos] a un pueblo llamado Emaús, que dista sesenta estadios de Jerusalén, y conversaban entre sí sobre todo lo que había pasado. Mientras conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó a ellos y se puso a caminar a su lado. Pero sus ojos estaban como incapacitados para reconocerle. Él les preguntó: “¿De qué vais discutiendo por el camino?” Ellos se pararon con aire entristecido (Lc. 24, 13-31). Cursivas nuestras.

Desconocido para los ojos de sus discípulos, estos comienzan a relatarle al así extraño hombre el asunto de la crucifixión que han apenas atravesado, y del robo del sujeto que parece haber tenido lugar. Después de esto, el mismo desconocido les dice:

“¡Qué poco perspicaces sois y qué mente más tardía tenéis para creer todo lo que dijeron los profetas!” (Lc. 24: 25) […] Al acercarse al pueblo a donde iban él hizo el ademán de seguir adelante. Pero ellos le rogaron insistentemente: “Quédate con nosotros, porque atardece y el día ya ha declinado”. Entró, pues, y se quedó con ellos. Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron, pero él desapareció de su vista.(Lc. 24: 28-31; énfasis añadido).

El ordenamiento que tiene lugar en Juan es el siguiente: estando María (Magdalena) en el sepulcro vacío, llorando ante el “robo” del cadáver, dos ángeles le preguntan por qué llora,

Ella les respondió: “Porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde lo han puesto”. Dicho esto, se volvió y vio a Jesús, de pie, pero no sabía que era Jesús. Le preguntó Jesús: “Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?” Ella, pensando que era el encargado del huerto, le dijo: “Señor si te lo has llevado, dime dónde lo has puesto, para que yo me lo lleve”. Jesús le dijo: “María”. Ella se volvió y le dijo en hebreo: “Rabbuní” (Jn. 20: 13-16; énfasis añadido).

Más adelante, cuando Jesús ya se había aparecido ante sus discípulos, sucede de nuevo: Cuando ya había amanecido, estaba Jesús en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús. Este les preguntó:

“Muchachos, ¿no tenéis nada que comer?” Le contestaron: “No”. Él les dijo: “Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis” […] El discípulo a quien Jesús amaba dijo entonces a Pedro: “Es el Señor”. Cuando Simón Pedro oyó “es el Señor”, se vistió –pues estaba desnudo– y se lanzó al mar […] Jesús les dijo: “Venid y comed”. Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: “¿Quién eres tú?”, pues sabían que era el Señor. (Jn. 21: 5-13).

En cada uno de los evangelios el problema que ha adquirido notoriedad es la naturaleza del cuerpo de Cristo en su resurrección, pero es un problema de ojos, es decir ante lo que ven, cuyo corolario evidencia la incapacidad de los discípulos y discípulas en reconocerle: “sus ojos estaban como incapacitados para reconocerle” (Lc. 24,16). En los tres evangelios el ver no es lo que confirma que ese a quien ven es el Mesías. “Bajo otra figura”, “incapacitados para”, “no sabían que era él” son índice de que el cuerpo que buscan y el que aparece no coinciden. Se espera una adaequatio del cuerpo que ven (¿lo ven acaso?) con la huella que se tiene, se supone al menos, del que se acaba de ir. Pero ellas no concuerdan, algo no encaja. Y ante esta dificultad del ver, vendrá el decir, la voz, a prestar auxilio19. Se encuentra, en la traducción castellana, el “dijo” como preámbulo del reconocimiento. Sin embargo, antes del mismo lo que atestiguan los evangelios es la confusión de cuerpos que padecen los ojos.

Pero, ¿qué es lo que no pueden ver los ojos de los discípulos? Para ir en busca de la verdad de este problema hay que acudir a un texto fuera del canon bíblico, el Evangelio de Tomás. Allí, Jesús, hablando del Reino, nos dice:

Cuando hagáis de los dos uno y hagáis lo de dentro como lo de fuera y lo de fuera como lo de dentro y lo de arriba como lo de debajo de modo que hagáis lo masculino y lo femenino en uno solo, a fin de que lo masculino no sea masculino, ni lo femenino sea femenino; cuando hagáis ojos en lugar de un ojo y una mano en lugar de una mano y un pie en lugar de un pie, una imagen en lugar de una imagen, entonces estaréis [en el Reino] (Piñero et al., 1999, p. 84).

Al leer estas palabras del autoproclamado Mesías parecería que se está en presencia de alguna filosofía contemporánea. En ellas vamos encontrando la inversión del mundo tan cara a Michel Henry (2004)20. Pero hay que ver bien el sentido de tal inversión, que si bien es anticipada en el cambio de dirección (lo de afuera adentro, lo de arriba como lo de abajo), su radicalidad consiste en la desemejanza de lo mismo, que se halla al final del pasaje. No se trata solo de cambiar una cosa por otra, sino de que la misma cosa en ella misma ha quedado dividida como sí misma. “Una mano en lugar de una mano”: la afirmación es radical y no habría de disminuirse su alcance. La mano queda en sí misma rota, dividida en sí al ser sí misma. Y entonces la inversión del Reino no ocurre como una inversión de los sentidos, sino como la implosión misma de las cosas, que se sostienen entonces en una pérdida radical de sí para ser sí mismas. Lo que se pierde es la cosa misma en su propia elaboración.

A esta pérdida en ocasión de sí misma haría referencia el trajinado fragmento de Angelus Silesius del Peregrino querúbico: “La rosa es sin por qué. Florece porque florece. A ella misma no presta atención. No pregunta si se la mira” (Silesius, 2005, p. 95). Porque para consolidarse como rosa, para alcanzarse, ella lo logra en desobediencia, quizás mejor en indiferencia, a los predicados que sobre ella pueden organizarse en el mundo. Perdiendo estos predicados, alcanza su estatuto de rosa. El que una rosa sea sin un porqué se puede verter entonces en “una rosa es una rosa”, en ello lo que indica el “sin porqué” es ahora indicado por eso que en esa pérdida se logra, el ser rosa. Cuando esta tautología se formula, se está en presencia de una falla de los predicados que le corresponderían a “rosa” para cernirla, se supone, como rosa:

No importa cuanto lo intentemos, los predicados fallan al agarrar la cosa, de manera que solo podemos repetir el sustantivo. La afirmación de la auto-identidad es entonces la aseveración de la diferencia misma: no solo la diferencia de una cosa respecto a todas las otras cosas (en el sentido de la diferencialidad), sino la diferencia de una cosa respecto a sí misma, la diferencia que corta una cosa, la diferencia entre la serie de sus predicados (definiendo sus cualidades positivas). ‘Una rosa es una rosa’ significa que la rosa no puede ser reducida a la serie de sus predicados (Žižek, 2020, p. 119;traducción propia)21.

Pero que la cosa emerja de su propia diferencia, es decir, de una pérdida radical de ella misma, es lo que garantiza justamente su ser. “Es en este sentido en que una cosa emerge de su propia imposibilidad: para que una cosa sea, solo puede venir a la existencia contra el trasfondo de su propia imposibilidad, lo que significa que su identidad esta constitutivamente frustrada, restringida” (Žižek , 2020, p. 120; traducción propia)22. Así, el evangelio de Tomás soporta, en el doble sentido de esta expresión, una verdad radical: el Reino de Dios ya ha tenido siempre lugar23 y ha sido mostrado por Cristo: una mano se ha vuelto una mano. Y este mostrar de Cristo se consolida en su resurrección. Volvamos a este punto.

Lo que no pueden ver los ojos es lo que siempre ha estado allí: el cuerpo de Cristo. Y siempre ha estado allí porque siempre ha dejado de estar. Los discípulos buscaban una identidad en eso que veían, un predicado que pudiera sostener su visión, pero lo que encontraron fue la negativa de los predicados: un Cristo siendo no Cristo. Un cuerpo que se fue (¿subió a los cielos?, ¿fue robado?, ¿nunca fue puesto allí?) abre campo a un aparecer de sí mismo. La “otra figura” bajo la que aparece Cristo (en Marcos), debería entenderse con el “incapacitados para reconocerle”: eso que figura, los predicados que se esperan puedan dar cumplimiento al rostro de Cristo (como la función f(x) en matemática, que espera el rango de posibilidades para su cumplimiento), es lo que incapacita a ver un rostro que siempre ha estado ya con ellos y que, en la Resurrección, ha dado muestra de la naturaleza de la rosa.

Por el contrario, el decir de Jesús a María Magdalena, y la escucha de Pedro Simón, rompen el régimen imaginario de reconocimiento en que se veía enclaustrado su rostro, y cuya metáfora es el ver. Sigue el mismo rostro siendo él mismo, pero lo que se busca es Otro rostro, aquel que se ha perdido y que se supone porta la verdadera figura. Se quiere la densidad exacta de la carne que corrobore la existencia. Mas esta figura está allí mismo al alcance. No hay que buscarlo más allá de lo que aparece, lo que aparece es el régimen mismo de su imposibilidad. Por eso los ojos no pueden verlo, por ese anhelo. Se buscaba ese cuerpo ído(lo), enterrado en las fauces de la tierra, entre las figuras que aparecen a los discípulos, sin observar que es esa pérdida de sí mismo lo que va a donar la consistencia de la carne resurrecta.

Tal tachadura de sí que se opera en Cristo va a signarse de manera definitiva en el Evangelio de Juan: “Os conviene que yo me vaya, porque, si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito” (Jn. 16:7). Una primera muerte ha puesto en evidencia eso que es el reino de Dios, a través del cual se llega por los caminos de este Mesías. Una muerte que ha dejado en claro que su cuerpo adquiere la consistencia de la Gloria cuando él mismo cae sobre sí, cuando implosiona y, en tal “desaparición”, obtiene esa carne que él ya mismo era. Ahora, ante la posibilidad de que su cuerpo resucitado se convierta en un ídolo que impida el buen caminar de los hombres24, Cristo subraya lo que ya ha sucedido: ha muerto. Su ascenso a los cielos permitirá que los hombres reconozcan que el reino de Dios adviene cuando una mano sea una mano, o como él mismo viene a mostrarlo específicamente tras su resurrección, cuando un cuerpo sea un cuerpo, cuando los predicados desactiven el régimen de su imaginarización. Este agujero que así se cava es una estructura que permanece a lo largo de la cristiandad (De Certeau, 2004), y que se evidencia en el cuerpo eclesiástico. Porque sobre esta pérdida se constituye su comunidad. Como dice De Certeau (2004) al respecto:

En efecto, el cristianismo se instituyó sobre la pérdida de un cuerpo –pérdida del cuerpo de Jesús, duplicada por la pérdida del ‘cuerpo’ de Israel, de una ‘nación’ y de su genealogía– [...] En la tradición cristiana, una privación inicial del cuerpo no deja de suscitar instituciones y discursos que son los efectos y los sustitutos de esta ausencia (p. 99).

Un cuerpo perdido orienta el advenir de todo cuerpo. Un cuerpo es un cuerpo, es sin porqué.

En el Evangelio de Juan, incrédulo ante la posibilidad de resurrección de Cristo, Tomás expone sus condiciones: “Si no viere en sus manos la señal de los clavos, y metiere mi dedo en el lugar de los clavos, y metiere mi mano en su costado, no creeré” (Jn. 20, 25). Caravaggio, en su obra La incredulidad de Santo Tomás, evidencia la radicalidad de esta condición del joven discípulo: su dedo entra a la carne de Cristo, hurga donde fue apuñalado por los guardas romanos, la carne abierta es ocasión para un dedo que se asfixia en esos pliegues. Quizá ese gesto de Tomás captado por Caravaggio sí tuvo lugar, pues el evangelio apócrifo del mismo nombre habla ya en otro tono, que podríamos suponer, a beneficio de la narración que así se gesta, tiene lugar luego de esta prueba de la carne: no hay que buscar la verdad del cuerpo en otro lado más que en sí mismo, en ese sí mismo radical que le sostiene, pero no en el sentido de introducir allí los dedos, sino en saber la articulación entre pérdida de sí y consolidación de sí mismo que esto hace posible. Por eso la verdad de Cristo está en la Iglesia, en la figuración de la comunidad en ese vacío, en la apertura a lo sagrado que las manos remedan en la oración.

4. Conclusión

Dimos inicio a este texto con una oposición respecto a Dios: ¿estamos en un círculo en el que toda idea que se tenga de Dios (incluso su misma posibilidad) la organizan nuestras “categorías trascendentales”, de manera tal que no puede saberse nada más que lo que ellas anuncian? ¿Acaso toda idea de Dios es la sujeción fundamental del sujeto al lenguaje (Allouch, 2016? ¿Podemos hablar de la existencia de Aquel?

A lo largo de la exposición pudimos observar la intersección temática de dos discursos, que se podría situar pensándolos a ambos desde la proposición “un cuerpo es un cuerpo” y todo lo que ella implica para ambos. Que ambos transcurran paralelos respecto a un punto construido comúnmente no implica que alguno de los dos sea la verdad del otro, sino que, para seguir en las tautologías, son paralelos. Esto quiere decir que no hay una implicación desde el concepto de represión del psicoanálisis respecto a “Dios”, no funda otra cosa que la condición de su aparecer, del aparecer de este concepto. Queremos enfatizar esto: ambos discursos se encargan de afrontar una imposibilidad. Por un lado, el cuerpo gozado del Otro (psicoanálisis) y por otro lado el cuerpo resucitado-encarnado de Cristo (teología). Este paralelismo en los análisis permite pensar a Dios desde un lugar más cercano: el cuerpo. Estos textos así ordenados se encuentran en un abordaje similar. Y a lo que así ambos apuntan es a fundar la posibilidad de una experiencia sagrada a partir de una pérdida equivalente: el cuerpo que se pierde (al menos se supone perdido por el locus existente), en su pérdida radical, abre un espacio que podría llamarse sagrado en cuanto que dicho espacio es un espacio de imposibilidad, una imagen sin imagen. La sacralidad de este espacio no es otra que la ausencia de ese cuerpo reprimido. Estos discursos, dispuestos como lo han sido en este texto, permiten pensar la “condición de posibilidad de Dios”, es decir, cuál es una de las condiciones esenciales que existen para que Dios en sus diversas declinaciones pueda ser siquiera pensado. Y ella es el cuerpo mismo. No se oculta ese hecho al primer monoteísmo que porta en sí este problema: el cristianismo. De allí el énfasis que la tradición cristiana pone en el cuerpo de Cristo. Énfasis que se traducirá en las innumerables polémicas, sobre todo al inicio del ministerio, pero retomadas reiteradamente en las múltiples herejías, sobre la naturaleza (¿doble? ¿unívoca? ¿equívoca?) de dicho cuerpo, pues es él mismo el que hace notoria la presencia de Dios.

Ahora bien, ese hombre que implosiona en el cuerpo de la Gloria, este Dios así sujetado al cuerpo del hombre, que encuentra en él un templo adecuado, no tiene aún nada que decir de sí mismo. Lo que se dice en el cruce de los discursos, o en su paralelismo, es la insinuación de una posibilidad más que la evidencia de un dato. Ese espacio, ese Reino, tiene lugar en cuanto ya fue. El cuerpo supuesto del niño solo es tal cuerpo supuesto en la medida en que se hace a posteriori, después de la represión cobra relevancia el antes que en él se involucra. En este mismo sentido, ese Dios sujetado es tal Dios solo en cuanto el cuerpo ha abierto la posibilidad de ese espacio a partir de una pérdida. Él mismo solo es huella en cuanto su cuerpo se genera retroactivamente en esa pérdida, quedando irremediablemente indecidido su carácter objetivo, pero también su carácter subjetivo. Cruce de insinuaciones, de alusiones que en tal seducción25 última quieren notificar de una imposibilidad. Objetivamente no se sabe si ese espacio es efectivo, científicamente objetivo, con la apertura que la objetividad requiere: ¿es acaso todo eso un sueño tan solo? Subjetivamente la ferocidad del incendio (Bataille) hace sospechar de su ser-solo-mío. El objeto que así aparece (¿alucinación del hombre?, ¿esperanza?, ¿seguridad de una huella dejada en su cuerpo?, ¿ansias descarnadas de reencontrar eso que él mismo fue?) adquiere pues una consistencia diferente: ni objetivo, ni subjetivo, pero con un carácter Real. Ni lo Uno, ni lo Otro26. Desasido de todo elemento que pueda determinarlo, de todo predicado que quiera organizar orgánicamente su rostro, este cuerpo no es otra cosa que un cuerpo, y este Dios no es más que Dios, no tiene preocupación por sí mismo, es sin porqué.

Referencias

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Notas

1 “Estaba tan sorprendido con la huella del pie desnudo de un hombre en la costa […] No podía ver otra impresión sino esa sola” (traducción propia). [“I was exceedingly surpriz’d with the Print of a Man’s naked Foot on the Shore […] I could see no other impression but that one”] (Defoe, 2007, p. 130; énfasis añadido). Es en el original donde este “uno” (“one”), este ser una de la huella queda lo suficientemente subrayado.

2 “Un hombre completamente confundido y fuera de mí mismo” (traducción propia). [“A Man perfectly confus’d and out of my self”] (Defoe, 2007, p. 130; énfasis añadido).

3 In the Sand too, which the first Surge of the Sea upon a high Wind would have defac’d entirely” (traducción propia).

4 “A partir del momento en que es borrada, en que tiene sentido borrarla, lo que ha dejado una huella queda manifiestamente constituido como significado. Así, si el significante es un vacío, es en cuanto testimonio de una experiencia pasada” (Lacan, 2003a, p. 351).

5 “Yo no podía ver otra impresión sino esa sola, volví nuevamente para ver si había alguna más, y para observar si no podía ser mi imaginación; pero no había campo para tales dudas, porque allí estaba la huella exacta de un pie, dedos, tales y cada parte de un pie” Traducción propia. [“I could see no other Impression but that one, I went to it again to see if there were any more, and to observe if it might not be my Fancy; but there was no Room for that, for there was exactly the very Print of a Foot, Toes, Heel, and every Part of a Foot”] (Defoe, 2007, p. 130). Negrilla nuestra. Nuevamente que sea solo “una” (“one”) es lo que la cita en el original logra mostrar con la fuerza necesaria de lo que hace que Robinson “salga de sí mismo”.

6 Imaginario se entenderá en el ordenamiento conceptual que Jacques Lacan ha construido en diversos textos, especialmente el ordenamiento inicial que aparece en el texto del Estadio del espejo. Sobre tal “imaginario” debemos remitir, por una parte, a lo que Laplanche y Pontalis (2004) dicen en su diccionario: “toda conducta, toda relación imaginaria está, según Lacan, esencialmente dedicada al engaño” (p. 191) y, por otra parte, a la acepción de Chemama (1996): “Es el registro del yo [moi], con todo lo que este implica de desconocimiento, de alienación, de amor y de agresividad en la relación dual” (p. 218). En tanto que es registro del yo, lo imaginario apela a la completud, a figurar un ordenamiento sólido de las partes en juego. Solidez y totalidad que llaman entonces al engaño. En nuestro contexto, la imaginarización del adversario (el postrer Viernes) es justamente la posibilidad de otorgar totalidad a un fragmento con el que se ha tropezado el protagonista.

7 No es que no existan posiciones que quieren contestar a Kant: desde Schelling con su intuición intelectual (Schelling, 2005) hasta Michel Henry (2001) con la reformulación de los presupuestos fenomenológicos.

8 Al menos si se considera lo que míticamente se piensa cuando se habla de este tipo de enunciados.

9 Acaso la filosofía y la teología han llegado a considerar este espacio como lo característico del “rostro” divino. Así, por ejemplo, Caputo (2001) habilita este “trabajar” como lo que opera la construcción de una “evidencia” sobre Dios: “Quien soy yo? Soy aquel quien en su vida halla una pregunta, cuya vida está siempre en una puesta en cuestión, que es justamente lo que le da sal a la vida” (p. 18; traducción propia). [“Who am I? I am one who finds his life a question, whose life is always being put in question, which is what gives life its salt.”]

10 Caracterización que Chaumon (2000) realiza de manera pertinente.

11 “El estadio del espejo como formador de la función del yo [je] tal como se nos revela en la experiencia psicoanalítica” (Lacan, 2001a, p. 86).

12 El papel de la mirada en la configuración del yo ha quedado anotado también en el texto de “Introducción del narcisismo” en el que Freud (1992) elabora esta postura mostrando cómo la mirada se pone en evidencia en los casos límites como la paranoia: “Los enfermos se quejan de que alguien conoce todos sus pensamientos, observa y vigila sus acciones” (p. 92).

13 En la lectura de Lacan, esta incoordinación se va a organizar a través del espejo (del Otro), evidenciándose una ganancia con los movimientos lúdicos que se presentan en el infante cuando esto ocurre. Así piensa esta situación el psicoanalista francés: “lo que he llamado el estadio del espejo tiene el interés de manifestar el dinamismo afectivo por el que el sujeto se identifica primordialmente con la Gestalt visual de su propio cuerpo: es, con relación a la incoordinación todavía muy profunda de su propia motricidad, unidad ideal, imago salvadora; es valorizada con toda la desolación original, ligada a la discordancia intraorgánica y relacional de la cría del hombre, durante los seis primeros meses, en los que lleva los signos, neurológicos y humorales, de una prematuración natal fisiológica” (Lacan, 2001b, p. 105)

14 Lacan (2001a) caracteriza, en el texto sobre el estadio del espejo, de “nudo de servidumbre imaginaria” (p. 93) a esta situación.

15 En los textos en los que Lacan aborda privilegiadamente este problema, el mismo es relacionado con la estructura paranoica, tal como Freud (1992), como lo mencionamos arriba, había ya logrado reconocer. Así, la dinámica establecida y estructurante del estadio del espejo revela “una estructura ontológica del mundo humano que se inserta en nuestras reflexiones sobre el conocimiento paranoico” (Lacan, 2001a, p. 87).

16 Nos ha parecido pertinente no presentar la imagen del grafo en este lugar, por la extensión del texto, pero el mismo puede consultarse fácilmente en internet introduciendo los términos “grafo Lacan”, o consultarlo respectivamente en textos como “Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano” (Lacan, 2001c).

17 Recordemos el trazo que se da en el grafo a este respecto. En Freud (1992) este trazo es pensado en los siguientes términos: “La incitación para formar el ideal del yo […] partió en efecto de la influencia crítica de los padres, ahora agenciada por las voces, y a la que en el curso del tiempo se sumaron los educadores, los maestros y, como enjambre indeterminado e inabarcable, todas las otras opiniones del medio (los prójimos, la opinión pública)” (p. 92).

18 Mateo es el más joven de los evangelios y esto se puede deber a las reelaboraciones que surgen en la tradición.

19 Las consecuencias que se puedan extraer de esta relación entre el ver y el oir-decir es algo que excede el propósito de este escrito.

20 Para Henry, Cristo invierte el mundo en las continuas declaraciones que realiza y que se encuentra en los diversos evangelios: rompimiento con las relaciones naturales de la vida en comunidad (“Es propiamente el rompimiento de esas relaciones naturales y vivas lo que predican tales declaraciones apenas concebibles: ‘no penséis que he venido a traer paz a la tierra, no he venido a traer paz sino discordia. Porque he venido a separar al hijo de su padre, a la hija de su madre, a la nuera de su suegra, los enemigos de cada uno serán los de su casa’”, Henry, 2004, p. 42); inversión del estado de cosas de la vida social y económica (“la conmoción drástica de todas las jerarquías: ‘entre vosotros el más importante ha de ser como el menor, y el que manda, como el que sirve’”, p. 43); inversión del núcleo de nuestra condición humana que parecería más evidente (“ahí donde late y se experimenta nuestra propia vida, resulta ser la verdadera presa de una suerte de cataclismo tan inesperado que por el momento nos resulta tan imposible cualificar, de comprender: ‘el que quiera salvar su vida la perderá, el que quiera perderla vivirá verdaderamente’”, p. 43).

21 No matter how much we try, predicates fail to grasp the thing, so we can only repeat the substantive. The assertion of self-identity is thus the assertion of the difference itself: not just the difference of the thing from all other things (in the sense of differentiality), but the difference of a thing with regard to itself, the difference which cuts across a thing, the difference between the series of its predicates (defining its positive features)—“A rose is a rose” means the rose cannot be reduced to the series of its predicates”.

22 It is in this sense that a thing emerges out of its own impossibility: for a thing to be, it can come to exist only against the background of its impossibility, which means that its identity is constitutively thwarted, curtailed.”

23 Este haber tenido lugar es lo que enfrenta las interpretaciones historicistas de Cristo con las interpretaciones textuales del mismo. Las primeras, como por ejemplo el juicioso trabajo de Reza Aslan El Zelote (2014), suponen que en tanto que de manera posterior a la muerte de Cristo no ha tenido lugar el advenir de algo así como el Reino, esto es prueba suficiente para situar a Cristo en la hilera indefinida de los mesías fallidos que pobló a la tradición judía.

24 A esto apunta la interpretación del Maestro Eckhart (2013) sobre este pasaje del evangelio en su texto sobre el desasimiento.

25 Se entiende esta desde su etimología: “se-ducere, conduire a coté, détourner” (Reichler, 1979, p. 11).

26 Deberá enfatizarse en esta disyunción negativa. Lo Uno en cuanto uniano y haciendo referencia a la completud, a una figura completa de Dios que está organizada a través del cuerpo especular; lo Otro es pensado como Ley, como mandamiento.

Información adicional

Para citar este artículo: Salazar, C. (2022). La huella de Dios en el cuerpo de los hombres. Acercamiento desde el psicoanálisis y la teología. Universitas Philosophica, 39(79), 153-178. ISSN 0120-5323, ISSN en línea 2346-2426. doi: http://doi.org/10.11144/Javeriana.uph.39-79.hdch

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