UNA VISIÓN MÍSTICA DEL EXILIO EN LA VIDA DE DOS PENSADORAS

A MYSTICAL VISION OF EXILE IN THE LIVES OF TWO THINKERS

Sandra Lorena Flórez Guzmán

UNA VISIÓN MÍSTICA DEL EXILIO EN LA VIDA DE DOS PENSADORAS

Universitas Philosophica, vol. 40, núm. 80, 2023

Pontificia Universidad Javeriana

Sandra Lorena Flórez Guzmán

Universidade Federal de São Paulo, Brasil


Resumen: El exilio es una experiencia aniquiladora del yo y de los referentes afectivos y espaciales, que representa para diversos autores una oportunidad de renacimiento en otro suelo. El presente artículo explora, a través de recortes en las obras de Hannah Arendt y María Zambrano, la vinculación del exilio con la experiencia metafísica en la vida y la producción escrita de estas dos mujeres que asumieron el desafío de reinventarse y de encontrar, en la travesía por el desierto de la soledad, la oportunidad de vencer el silenciamiento impuesto a las mujeres y a los refugiados, parias de nuestro tiempo.

Palabras clave:exilio, natalidad, paria, pensamiento místico, amor mundi.

Abstract: Exile, an experience that destroys the self and affective and spatial referents, represents, in the experience of various authors, an opportunity for rebirth on another soil. Through the exam of excerpts from the work of Hannah Arendt and María Zambrano, this article aims to explore the link between exile and the metaphysical experience in the life and work of two women who took on the challenge of reinventing themselves and finding, on their journey through the desert of loneliness, the opportunity to overcome the silencing imposed on women and refugees, outcasts of our time.

Keywords: exile, natality, outcast, mysticism, amor mundi.

El exilio no es ni más ni menos que la salida abrupta y forzada del pequeño pedazo de mundo que por nacimiento nos pertenece; la ruptura con todo lo conocido para lanzarse al vacío donde caben infinitas posibilidades y circunstancias que son atravesadas por la nada como una dimensión ontológica. Esta última habrá de cruzar cualquier experiencia del exiliado en su lugar imposible en el mundo.

El exilio es despojamiento, experiencia aniquiladora del yo, que se hace extensiva a todos los planos de la existencia. No obstante, su carácter extremo induce la posibilidad de que quien lo vive asuma diversas posturas frente a su propia existencia y a la manera de transitar por el mundo. Este último tránsito encuentra diversos entrecruzamientos con el itinerario místico presente en las narrativas de algunas mujeres que sufrieron el exilio geográfico.

El objetivo de este artículo consiste en identificar la dimensión metafísica del exilio desde la visión de Hannah Arendt y María Zambrano como exponentes de un momento histórico semejante, siendo que ambas atravesaron por períodos turbulentos en sus países de origen con amenazas a la integridad, a la libertad y a la vida. Estas pensadoras atravesaron la experiencia del exilio como un hilo conductor de buena parte de sus vidas. Igualmente, se relevará la responsabilidad que asumieron frente al mundo desde su condición de mujeres en un contexto social y político con una impronta machista, que no termina de desdibujarse en pleno siglo xxi. El presente artículo se basa en una lectura de diversos recortes de las obras de las pensadoras referenciadas, así como en los análisis generados por otros autores, en especial, por la escritora española Olga Amaris Duarte.

Con ello se apunta a resaltar el exilio como hecho social potencialmente transformador tanto de la realidad, como de los estereotipos artificiosamente creados y difundidos respecto a los exiliados como parias despojados, no solo materialmente, sino también de su propósito existencial y social. En el caso de las mujeres, la experiencia del exilio admite diversos matices, pues, si bien es cierto que por las mayores exigencias inmanentes a su histórico papel polivalente hay un mayor riesgo de pérdida de bienestar y compromiso de su esfera emocional, existe también la posibilidad de recrear y descubrir nuevas dimensiones con un potencial transformador de su vida, de su entorno y de su autopercepción de trascendencia.

Subyace a este artículo la experiencia personal de su autora como mujer refugiada política en pleno siglo xxi desde la búsqueda permanente de sentido y desde la necesidad de reinventarse permanentemente en medio de un camino que es preciso aprender a transitar con los ojos cerrados en medio de la larga noche.

Para los efectos de estructuración del artículo, en la primera parte, me referiré al exilio y a la mística desde una perspectiva estética y metafísica. En la segunda, describiré brevemente las condiciones históricas en las que se dio el exilio de ambas autoras y los elementos presentes en la literatura de Arendt y Zambrano que reflejan su visión mística del exilio y su postura como mujeres exiliadas en el mundo. Finalmente, compartiré algunas conclusiones relativas a la dimensión mística del exilio y a la lectura del mismo ligada a la vivencia de mujeres exiliadas como propuesta para nuestros días.

1. La experiencia del exilio como itinerario místico

Exilio es una palabra que remite al arrancamiento del suelo natal (ex solum). El término deriva del latín exilim (de i. exsilium, ii, deriv. de exsilire ex salire, saltar fuera). En la mayoría de las lenguas y culturas la palabra exilio lleva implícito el sentido de desterritorialización, de expulsar del lugar de origen a alguien condenado a errar y quedar des-solado (sin suelo) en un lugar-no lugar, antesala de la muerte (Matos, 2019).

El exilio es la experiencia donde confluyen la aniquilación del yo, la muerte de los referentes, la pérdida de la lengua y de la patria que se convierte en el objeto de amor platónico al que se quiere retornar y abrazar y que apenas se puede vislumbrar desde el territorio distante de la nostalgia. No obstante, desde otra acepción, hay en la realidad del exilio una atopía que envuelve el cuerpo, el lenguaje y la comunidad, y que obliga a repensarlo desde una perspectiva de tránsito con propósito restaurativo y contrapuesto al sentido simplificado de expropiación y negación (Pacheco, 2010).

Por su parte, mística deriva de la palabra griega mystikos, que significa iniciado; al descomponer la palabra, se encuentra la raíz myo que significa ‘cerrar’; más exactamente, ‘cerrar los ojos’ (Paz Blanco, 2008), imagen que hace referencia a la necesidad de cerrar los ojos al mundo ordinario para abrirlos a una consciencia de sí y al mismo tiempo de abrirse a lo que no se puede percibir con los sentidos; aquello que está oculto y es susceptible de ser revelado. En Experiencia mística y psicoanálisis, Ricardo Torri (2015) define la experiencia mística como una vivencia de desbordamiento de los límites propios, que se acompaña de un sentimiento pleno de comunión con el Todo que es relativo a lo Divino. Desde la psiquiatría y el psicoanálisis tradicional, la experiencia mística ha sido concebida como un estado disociativo, de fragmentación y de aniquilación del yo, más próximo a los estados conversivos o psicóticos. En contraposición, Lacan consideraba que debía evitarse la patologización de la experiencia mística, pues en su esencia hay elementos que escapan a la comprensión freudiana del placer y de la sexualidad y que, por el contrario, hay diversos puntos de intersección entre el papel del místico y el del psicoanalista ( Jorge, 2011).

Carl Gustav Jung fue uno de los principales defensores del encuentro con lo místico como camino al autoconocimiento, al despertar de la consciencia y a la sanación. Fue defensor de ello hasta el punto de haber encontrado en los símbolos y los sueños importantes claves de acceso al inconsciente colectivo como un estrato profundo de la consciencia, un espacio construido por la humanidad a lo largo de su existencia y, por lo tanto, dotado de un carácter metafísico y universal.

Desde la perspectiva de distintas religiones, el estado de transición entre la consciencia ordinaria y la conquista del clímax espiritual es representado por un exilio de sí; por una salida de la percepción ordinaria que permite al iniciado alcanzar una comunión con el todo; por una visión ampliada y privilegiada del mundo desde una experiencia de fusión con lo sagrado que es íntima, eminentemente subjetiva, y que se manifiesta en el plano físico, intelectual y espiritual, induciéndole sentimientos oceánicos de conexión con Dios (no importa el nombre otorgado) y con la humanidad como un todo. En tal sentido, cabe aclarar que la experiencia mística no es exclusiva de determinada religión; en términos genéricos, el sentido de religare, re-ligar lo consciente y lo inconsciente, constituye su esencia.

La experiencia iniciática en diversas narrativas de corte teológico suele acompañarse de una imposibilidad física o emocional de hablar, que sucede por el impulso de describir la experiencia sublime que sobrepasa a la experiencia ordinaria. Basta repasar la experiencia de Saulo (Pablo), llamado a ser discípulo de Jesús a través de una ceguera temporal y un embotamiento de los sentidos que antecedió a su conversión.

El relato de Siháboddin Yahya Sohravardí, místico persa del siglo xii, describe el fenómeno místico como un viaje al origen que es un desafío, pues apenas se materializa después de superar sucesivas pruebas durante la travesía. En este texto se representa la sensación de extranjería que inunda el alma del gnóstico al sentirse un “alógeno” desubicado en la prisión de Occidente, así como su anhelo de retornar a Oriente. El viaje se inicia después de una toma de consciencia de origen superior que no es más que la percepción de la trascendencia. (Duarte, 2020). Desde otra orilla, la experiencia mística ha sido descrita desde la negación y la exaltación del vacío. Roberto Juarroz (1958) dice en uno de sus poemas: “En el centro de la fiesta está el vacío. Pero en el centro del vacío hay otra fiesta” (p. 33). El viaje místico se concibe así desde diversas acepciones como un renacimiento; como el despuntar del alba después de una larga noche.

Hay diversos términos que aluden al estado de aniquilación, requisito indispensable para el vaciamiento de toda experiencia que antecede al de regocijo místico: kénosis o nihil en la tradición cristiana; faná en la filosofía sufí; súnyata para los budistas y anatman en la religión hindú, denotan este estado que antecede al de creación sagrada. La nada es, paradójicamente, la despensa de la superabundancia. La nada representa el desierto, la larga noche oscura que debe atravesar el viajero para que su marcha tenga sentido.

Laylá, del árabe layl que signifca ‘noche’, es el nombre de la protagonista de una alegoría del amor místico sufí; tras su muerte, su amado, el joven Machnún, se autorreconoce como un paria. En este contexto, el término paria es equiparado al del loco, el marginado que ha perdido su lugar en el mundo. Sin embargo, Laylá representa la noche del misterio, el no-lugar que hay que atravesar, el aniquilamiento, la muerte en vida que invita a renacer una vez despunte el día. Por ello, Machnún, quien solo puede ahora escuchar “los tambores de la separación”, sólo podrá volver a abrazar a su amada cuando acepte transitar por la noche oscura abandonándose a todo. En la mayoría de cuentos de tradición sufí, el reencuentro con la amada ocurre siempre una vez que el sujeto ha abandonado cualquier deseo de unirse a ella. (Duarte, 2020). Así, el exilio y la mística comparten el camino estrecho de la ascesis que lleva al oasis de los placeres sublimes.

Tanto en el exilio como en la mística se da un fenómeno de anonadamiento, estado en el cual el alma se substrae del mundo entero y de sí misma para convertirse en un cristal en el que pueda manifestarse el rostro del amado: vaciarse para llenarse de la nada que ocupa todo lugar.

Finalmente, el silenciamiento es un punto de intersección no menos importante entre las experiencias antes señaladas. Es ese estado justamente el espacio fecundo para que lo indecible se transforme en arcilla creativa y aflore de diversas maneras. No es infrecuente que los estados inducidos por la mística y por el exilio se conviertan en el “caldero” de la creación poética y del uso refinado y depurado de la lengua materna que trasciende su fin eminentemente comunicacional para elevarse a experiencia de retorno a la cuna y de reencuentro con lo ancestral como el hilo central que permite tejer la patria ideal en el imaginario personal.

A manera de corolario a este abordaje inicial, sería posible afirmar que todo itinerario místico demanda de un exilio de sí y que todo exilio consciente lleva implícito el camino ascético y místico a una dimensión desconocida de la propia existencia.

2. El exilio como revelación en la vida de dos pensadoras

2.1 Hannah Arendt y la representación del paria consciente

Hannah Arendt nació en 1906 en Hannover y creció en Königsberg, hoy Kaliningrado. Perteneciente a una familia judía asimilada, fue una más de las judías residentes en Alemania que estaban predestinadas al exilio gracias a la fatalidad de haber vivido en el momento histórico en que el delirio “nacional-socialista” amenazaba al mundo. Tras el incendio del Reichstag, en la primavera de 1933, Hannah fue señalada por la Gestapo de participar en actividades sionistas, lo cual la obligó a dejar Berlín junto con su madre y su primer esposo, y desplazarse a Ginebra, a Praga y después a París. En la ciudad francesa conoció a otros intelectuales y se involucró de lleno en la actividad política, al punto de haber ocupado tres cargos, todos relacionados con el desarrollo de Israel. En 1940 fue recluida en un centro de confinamiento en Gurs tras la firma de un acuerdo entre el gobierno nazi y el gobierno de Vichy1, del que consiguió huir al cabo de cinco semanas rumbo a Nueva York. Allí desembarcó en mayo de 1941 después de su paso por Portugal y España (Young-Bruehl, 1982).

A su llegada, encontró los desafíos propios del exilio: la precariedad, la dificultad en su proceso de adaptación y el sentimiento de extrañeza. Arendt sobrevivía gracias a una ayuda económica mínima de procedencia sionista que le permitía dedicarse a escribir artículos todavía marcados por su identidad. Vale decir que Arendt, además de exiliada, fue apátrida desde 1933, cuando los judíos perdieron la nacionalidad alemana, hasta 1951, cuando adoptó la nacionalidad estadounidense. A partir de entonces, empezó a recoger los frutos de su actividad intelectual y fue reconocida en diversas universidades prestigiosas. Consiguió aprender inglés como una lengua práctica, reservando el alemán como lengua íntima para expresar en su producción epistolar y poética su ligazón con la patria ancestral y la vuelta a la lengua como a un río infinito y secreto que irrigaba sus anhelos más profundos.

Para Arendt el exilio fue un proceso de renacimiento después de conocer el abismo insondable de la nada; una ventana de oportunidad para realizarse y explorar una identidad reedificada sobre la experiencia del paria lúcido. Su discurso político habría de develar un nuevo estado de consciencia desde el cual comprenderse y comprender el mundo.

Al analizar la experiencia del exilio que Arendt vivió, podría decirse que ella supo narrar y encarnar el papel del paria consciente. Este último es capaz de doblar la página y prescindir de cualquier fardo de victimismo. Es el paria que consigue superar las barreras impuestas a quien ostenta la condición de extranjero y, a partir de allí, construye una identidad personal que le permite irradiar al mundo desde la experiencia alquímica conectada con su vivencia. Así como lo hace el viajero que atraviesa la soledad del desierto y se sumerge en la larga noche oscura para salir invicto e iluminado.

En Rahel Varnhagen: la vida de una judía alemana en la época del Romantismo, Arendt consigue expresar de manera más clara la visión sobre el exilio y, en especial, el papel de su autora como mujer refugiada, pues tiene un marcado tono autoproyectivo. Su biografiada, que transitó por la Prusia de los siglos xviii y xix, era también mujer, judía y germánica. Ella se sentía marginada y, al mismo tiempo, tocada por los desafíos de su tiempo y por el compromiso de hacerse oír en medio de una sociedad hostil a la visibilidad de las mujeres. Esto último incluso aún más si no estaban dotadas de herramientas imprescindibles para la época como el dinero, la belleza y el posicionamiento social (Arendt, 2000).

En la tentativa de conquistar un espacio en la sociedad, Rahel inauguró un salón literario, el más destacado de su época en Berlín. En este tipo de espacios se daban cita diversos personajes del mundo de las letras; se trataba de un espacio inventado que fue ganando fuerza en Alemania y en Francia. Los salones eran fundamentalmente creados por mujeres judías que habrían de ser las pioneras en la carrera emancipadora de la mujer en su lucha por la igualdad y el reconocimiento de su capacidad intelectual. Allí, se alcanzaba un espacio de neutralidad e igualdad frente a las hegemonías sociales de la época. Además, la palabra, como núcleo de interés, permitía que las mujeres se hicieran visibles, pues las narrativas escritas estaban reservadas a los hombres. La vida de Rahel narrada por Hannah describe una lucha entre el esfuerzo por ir contra la corriente y por huir de la predestinación de una judía condenada a la marginalidad y, al mismo tiempo, a la fidelidad a su propia esencia que se debía conservar intacta hasta el fin de la vida.

A lo largo de la extensa obra de Arendt, y en especial en el artículo “We Refugees” (Arendt, 1943), el término paria se asocia a la marginalidad, a la no pertenencia y a la condición dual de misterioso e intocado, que a la vez invita a rasgar el velo de su singularidad. El paria es una figura irreverente que se atreve a adentrarse en un espacio que no le pertenece y que toma por morada, abriendo espacios alternativos y de cuestionamiento político. Su ilustración bien podría representarse con la figura del Loco del tarot, que parece estar embriagado, mas, en su estado semilúcido, induce a despertar a otros y subvierte el orden predeterminado. Otra palabra clave en la obra de Arendt y que se conecta con un sentido místico es el de natalidad, término que atraviesa su obra, pues desde su perspectiva, la experiencia de refugio obliga a perder el miedo a la muerte, a encontrar un segundo lugar en el mundo después de lanzarse desnudo al vacío absoluto. Por lo tanto, el concepto de natalidad no solo hace referencia a la experiencia mística del auto-descubrimiento y la oportunidad de forjar una dimensión espiritual de desarraigo y levedad para transitar por la vida, sino también a la experiencia existencial e iniciática de volver a empezar venciendo la desesperanza y la tendencia inercial de quedarse al margen del camino después de sufrir una condición de despojamiento extremo.

Si bien podría decirse que Arendt adoptó una postura práctica y legítimamente conveniente frente a su exilio personal, nunca dejó de asumir el exilio, y consecuentemente el des-exilio, como una experiencia desafiadora, como una travesía peligrosa, pero excitante, que debía ejercerse con esperanza y con suma responsabilidad ético-política desde la figura del paria. Este último transita por el mundo orgulloso y seguro de su alteridad y, al mismo tiempo, no desiste de prodigar sentimientos fraternos de amistad a quienes hacen parte de su nuevo entorno. Esa visión se conecta a su concepto de amor mundi, fuertemente influido por sus lecturas de San Agustín, único autor cuya obra llevó consigo desde su patria, siendo ello una evidencia más de la percepción sacralizada del exilio que animó la obra de esta pensadora.

2.2 María Zambrano y la Antígona resucitada

En mi exilio, como en todos los exilios de verdad, hay algo sacro, algo inefable, el tiempo y las circunstancias en que me ha tocado vivir y a lo que no puedo renunciar. Salimos del presente para caer en el futuro desconocido, pero sin olvidar el pasado, nuestra alma está cruzada por sedimentos de siglos, son más grandes las raíces que las ramas que ven la luz. Es en la obra del amanecer, trágica y de aurora, en que las sombras de la noche comienzan a mostrar su sentido y las figuras inciertas comienzan a desvelarse ante la luz, la hora en que se congregan pasado y porvenir.

Zambrano, 2015, p. 25.

María Zambrano nació en Málaga, España, en 1904; sufrió y gozó la experiencia del exilio durante cuarenta años, al cabo de los cuales recibió los galardones más importantes otorgados en España en el mundo de las letras: el premio Príncipe de Asturias en 1988 y el premio Cervantes en 1989.

En su infancia tuvo una experiencia próxima a la muerte, que seguramente marcó su afinidad por la filosofía y la búsqueda de lo sagrado. Cursó estudios de filosofía y tuvo como tutor académico a José Ortega y Gasset, que ejerció una marcada influencia en su producción literaria. Muy tempranamente hizo parte de círculos literarios y políticos y defendió la cultura como forma de resistencia frente a la opresión. En enero de 1939, en plena dictadura franquista, decidió partir para el exilio junto con su madre, su hermana Aracelly, que ocupó un papel central en su obra, y otros familiares. En Francia se reunió con su esposo, el historiador Alfonso Rodríguez Aldaba, con quien se casó tres años antes y quien tuvo que servir en el ejército apenas un año después de su boda.

Durante estos cambios, Zambrano inicialmente se estableció en México y vivió otro tiempo entre Puerto Rico y Cuba; estuvo también radicada en ciudades europeas como Roma, La Pièce y Ginebra (Zambrano, 2006). Por movimientos familiares, su madre y su hermana ya viuda y en los umbrales de la psicosis terminan viviendo en París y, por cuenta de la Segunda Guerra Mundial, Zambrano tiene que postergar su viaje para reunirse con ellas; apenas consigue viajar cuando su madre ya está muerta. Sus experiencias vitales y las de su familia, en particular las de Aracelly, a quien percibe como muerta en vida y transitando entre la realidad y el delirio, jugaron un papel determinante, no solo en su vida personal, sino también en su postura política y su obra prolífica, que pone de manifiesto la lucha entre la condición de exilado que se constituye prácticamente en una decisión de vida, una postura ética y política, y la pulsión por des-exiliarse y volver al único lugar donde no se es exilado.

Desde una perspectiva metafísica, en la obra de Zambrano el exilio es despojamiento, sacrificio, la vida sin posibilidad de vida ni de muerte, el máximo abandono. Pero, al mismo tiempo, en su retorno, Zambrano exalta el valor de su exilio y lo sublima; la luz y la sombra se abrazan para que la aurora sea posible. La memoria y la desmemoria son una sola. Pasado y porvenir se encuentran en el meridiano de la nostalgia y la desvelación mística. El exilio permite así la renuncia a lo trivial, el pretexto perfecto para encontrar las propias “raíces”; se convierte en antorcha y camino porque ofrece a quien lo padece la posibilidad casi profética de interpretar el mundo (Zambrano, 2006).

Si el paria en la obra de Arendt es la representación del exiliado, Antígona lo es en la de Zambrano (2019). La tumba de Antígona, publicada en 1967, es una representación autobiográfica y mística de la autora y cuenta con diversas alusiones metafóricas a su hermana Aracelly. En ella, Antígona conserva su condición de prisionera condenada a morir en el abandono y en la oscuridad de la caverna, pero, a diferencia de la Antígona de Sófocles, consigue transformar su tumba en cuna y encontrar el Aleph borgiano y cabalístico, experiencia iluminadora. Con su sepultura en vida, Antígona entra al no lugar, a la categoría de los seres fantasmagóricos que deambulan sin conocer su punto de llegada. Ella está en un estado alternativo de consciencia próximo al delirio, en tanto difusa interfaz entre el mundo de los vivos y de los muertos. Conoce el infierno de la soledad, el abismo, la ruina y consigue encender, a partir de las cenizas, el fuego del conocimiento profundo (Flórez, 2022).

La figura del exiliado que representa Antígona es alguien que ha salido del “Río de la Multitud”, perdiendo la posibilidad de reunirse con los que hacían parte de su corriente, y que, por lo tanto, está condenada a permanecer en un “no lugar” donde no pertenece, al mismo tiempo, que es instada a adentrarse en la obscuridad de la caverna, en la soledad del desierto, en los laberintos de la ciudad desconocida como un intérprete y espectador; es quien se va y, con su salida, alcanza una visión más clara respecto a quienes quedaron en el punto de partida. (Zambrano, 2015). Es justamente esa condición la que transforma a un exiliado en soñador lúcido ante los que tienen patria e historia. Investido de esa nueva claridad, el exiliado descubre una función mediadora ante la historia que está atravesada por peligros, en especial por el mutismo que está obligado a superar.

A través de esta obra llega a ser también sensible el encuentro con el misterio de la vida no del todo comprendida y con la muerte desconocida que no pueden dar descanso a la protagonista, quien apenas lo encontrará al final de la obra en el amor y en la piedad, equivalente del amor mundi arendtiano. A su vez, Antígona, representación del exiliado, prodiga la generosidad del don incondicional; de la ofrenda del amor no transaccional que se entrega sin esperar nada a cambio. Antígona se constituye así en la heroína iluminada quien alcanza la trascendencia a partir del conocimiento de los ínferos (pasado) y de la tierra y sus laberintos intrincados (presente), tránsito inevitable en la conquista de la aurora de la consciencia:

Ninguna víctima de sacrificio pues, y más aún si está movida por el amor, puede dejar de pasar por los infiernos. Ello sucede así, diríamos, ya en esta tierra, donde sin abandonarla el dado al amor ha de pasar por todo: por los infiernos de la soledad, del delirio, por el fuego, para acabar dando esa luz que sólo en el corazón se enciende, que sólo por el corazón se enciende. Parece que la condición sea ésta de haber de descender a los abismos para ascender, atravesando todas las regiones donde el amor es el elemento, por así decir, de la trascendencia humana; primeramente fecundo, seguidamente, si persiste, creador. Creador de vida, de luz, de conciencia (Zambrano, 2017, p. 118).

En Los bienaventurados, de manera autobiográfica, dado que en su propia esencia confluyen el exilio, la filosofía y la mística, Zambrano (2022) describe la conquista de la condición de exiliado como un viaje sagrado al que se llega después de superar la condición de refugiado y de desterrado. Inicialmente, el refugiado se alimenta de los recuerdos y de la percepción ilusoria de que podrá comenzar una nueva vida en una sociedad que apenas lo tolera. Después de un período privado de patria y de sueños, asciende a la condición de desterrado, momento en el cual se da una introspección profunda que lo hace reconocerse desterrado. En este estadio se queda pasmado, atónito; consciente de su condición marginal, es a veces asaltado por la ilusión imposible del retorno. Una vez ha sido alcanzado el desarraigo profundo y se ha conquistado el terreno de la desesperanza absoluta, llega al galardón máximo: el del exiliado que se ha despojado de todos los deseos, condición que le permite finalmente ver y encontrar el sentido de la “Patria verdadera” (Zambrano, 2022).

En lo anterior, además de una inobjetable profundidad mística y filosófica en la visión de una pensadora que iluminó su prosa poética con las lecturas de Santa Teresa y San Juan de la Cruz y de su proximidad con la literatura sufí, se advierte una vez más el concepto de lo sagrado, que está presente en toda su obra. Ella encuentra en la razón poética el puente entre lo representable y lo insondable; entre lo humano y lo divino (Duarte, 2021).

Si para Arendt el exiliado estaría representado por la figura del Loco en el tarot, en la obra zambraniana su arquetipo equivalente sería el de la Sacerdotisa, hierofante, mujer sabia y reflexiva. Arendt encontró en la política la clave para vivir su exilio y sacralizarlo. Zambrano, en la razón poética. Ambas, filósofas, buscaron respuestas universales y se atrevieron a romper con el paradigma de sumisión inmanente al papel de la mujer rezagada del derecho de escribir la historia; Arendt, Zambrano y otras tantas mujeres sumidas en el anonimato encontraron en el exilio un camino sacralizado hacia el descubrimiento de sí mismas y fueron capaces de encontrar, en el hilo de su pasado, el insumo fundamental para reinventarse, elevándose por encima de la ruina y el aniquilamiento.

3. Consideraciones finales

La luz está viva dentro de mí y no me quema. El germen de la luz es la luz misma, y así como la luz no se consume a sí misma, tampoco se consume el germen de la luz.

Zambrano, 2017, p. 107.

Miles de mujeres anónimas a través de los siglos han transitado por la larga noche del exilio buscando un sentido para sus vidas en suelo extranjero. Este artículo podría haberse referido a Isabel Allende, escritora chilena exiliada durante la dictadura de Pinochet, cuya obra literaria está inundada de mujeres profetisas que moldean el mundo que les tocó en suerte; a Victoria Kent, Silvia Mistral, María Teresa León, María Josefa Canellada, mujeres todas que lidiaron con el dolor de la Guerra civil española a través de las letras y la rebelión contra la opresión; a miles de campesinas desplazadas de su tierra que deambulan por los caminos de Colombia en busca de justicia y libertad en la patria de sus ancestros. También podría aludir a Lucy Guzmán, quien transitó por el exilio como siempre-vida, tejedora de sueños sagrados y ahora está viviendo en la Luz Eterna; a Ligia Guzmán, mi madre, sacerdotisa poética quien continua exiliada en el territorio de la nostalgia por la tierra donde los suyos lucharon por un país posible a cuya construcción tuvimos que renunciar por cuenta de los agentes de la corrupción, de la impunidad y de la muerte.

El exilio, sea cual fuere el momento histórico, siempre será una experiencia desgarradora y dolorosa; un parto del cual emerge una nueva criatura con los ojos abiertos al mundo. Para las mujeres, no importa cuál sea su origen, el exilio es doblemente desafiante, pues romper con el mutismo representa el imperativo de quebrar el silenciamiento impuesto durante siglos y al mismo tiempo, al igual que Antígona, aprender la arqueología del alma para excavar en la cueva de manera persistente hasta encontrar los tesoros.

El Credo cristiano dice:



… Creo en Jesucristo, su único Hijo, Nuestro Señor,
que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo,
nació de Santa María Virgen,
padeció bajo el poder de Poncio Pilato
crucificado, muerto y sepultado,
descendió a los infiernos,
al tercer día resucitó de entre los muertos…

El misterio de la Resurrección pasa por el descenso al infierno, a la caverna poblada de fantasmas y de vacuidad aparente, pero que es preciso conocer y dominar para ascender y transformar. La natividad en todas las culturas celebra el misterio del nacimiento (o re-nacimiento). El exilio, en tanto experiencia de muerte, es la antesala de la vida desde otra perspectiva: del abandono, de la nova vita que está más adentro en la espesura, parafraseando a San Juan de la Cruz (2014).

Una frase de Santa Teresa de Ávila, exiliada de sí y en estado inmanente al transe místico, dice: “¿Ves la gloria del mundo ? Es gloria vana; nada de estable. Todo se pasa…” (Santa Teresa de Jesús, s.f ). La frase oculta quizá una de las claves más importantes para aceptar la experiencia del exilio desde el entendimiento de que todo y todos estamos inmersos en una peregrinación constante. Si nada queda, ¿por qué tendríamos que estar anclados para siempre al mismo espacio como árboles perennes? La vida es dialéctica. Todo se mueve, y cada movimiento es una oportunidad de acción.

La mujer exiliada del siglo xxi enfrenta también el desafío de superar la vacuidad y el consumismo. Es preciso separar los ideales verdaderos de las ficciones inventadas por la cultura de la banalidad en la que la conquista de la feminidad viene equiparándose a condiciones fútiles que distraen y no guardan ninguna relación con el papel trascendental que debemos cumplir a través de la historia. El camino a la libertad no es la renuncia a la condición de mujer para imitar artificiosamente al hombre; tampoco el uso de extravagancias lingüísticas tapizará la conquista de derechos a la igualdad ni la ruta para reafirmar una identidad que parece perdida en la noche de los tiempos.

Vivir el misterio de la muerte y del renacimiento demanda recuperar la sensibilidad y comenzar a construir vivencias cargadas de afecto y significado en los lugares por los cuales se transita, contrarrestando la carga negativa que otros, los no-huéspedes, quieren conferirle. Siempre habrá bosques, fuentes, claro-oscuros, esquinas luminosas y jardines, cafés y bibliotecas para encontrar poesía. En todos los lugares hay amaneceres deslumbrantes y las estrellas iluminan con la misma intensidad. Se trata de comenzar un nuevo relato vital sin restarle valor al anterior, al que carga con la fuerza ancestral en la que reposa el mayor alimento para el alma y a la que se puede retornar una y otra vez sin importar las circunstancias, pues el país de los recuerdos es indestructible; es la patria ideal en donde los ancestros cuidan el camino onírico del eterno retorno.

La mujer exiliada está convidada a rescatar la fuerza subjetiva de su poesía para ser mediadora polifónica de la historia, a conjurar la amnesia y a irradiar a su paso el mensaje del don de la hospitalidad y el don de la palabra emancipatoria.

Referencias

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Notas

1 Ciudad que fue capital de la Francia sumisa frente a las fuerzas nazis durante la Ocupación alemana.

Información adicional

Para citar este artículo: Flórez Guzmán, S. L. (2023). Una visión mística de exilio en la vida de dos pensadoras. Universitas Philosophica, 40(80), 117-132. ISSN 0120-5323, ISSN en línea 2346- 2426. doi: 10.11144/Javeriana.uph40-80.vmep.

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