UNA REVISIÓN CRÍTICA DE LA ÉTICA JUDICIAL: MÁS ALLÁ DE LA RETÓRICA
A CRITICAL REVIEW OF JUDICIAL ETHICS: BEYOND RHETORIC
UNA REVISIÓN CRÍTICA DE LA ÉTICA JUDICIAL: MÁS ALLÁ DE LA RETÓRICA
Universitas Philosophica, vol. 40, núm. 81, 2023
Pontificia Universidad Javeriana
Alexander Restrepo Ramírez alrestrepora@unal.edu.co
Universidad Nacional de Colombia, Colombia
Recibido: 20 marzo 2023
Aceptado: 11 diciembre 2023
Publicado: 17 diciembre 2023
Resumen: Este artículo plantea la necesidad de revisar la noción de ética judicial en el sentido de que, mientras la ética en general tiene una raíz eminentemente filosófica, en la actualidad parece como si se pretendiera minimizar tal influencia con el fin de dotar a las denominadas éticas aplicadas de mayor rigor y pragmatismo al ser explicadas por quienes tienen la responsabilidad de aplicarla. Se parte de una reflexión en torno al lugar de la ética dentro de la ética judicial. Para ello, se analiza un caso concreto de faltas graves a la ética judicial en Colombia, lo que demuestra que, más allá de la retórica formativa en torno a la ética judicial, cumplirla implica una perspectiva desde la objetividad epistémica. Se concluye que las consideraciones formativas y funcionales en torno a la ética judicial deben comprometer su abordaje más allá de las generalidades en que suele caer tal discusión.
Palabras clave:moral, derecho, objetividad, principios, valores.
Abstract: This article argues for the need to reconsider the notion of judicial ethics in the sense that, while ethics in general has an eminently philosophical foundation, currently it seems as if there is an attempt to minimize such influence in order to endow the so-called applied ethics with greater rigor and pragmatism when explained by those responsible for its application. The article starts with a reflection on the place of ethics within judicial ethics. To do this, a specific case of serious violations of judicial ethics in Colombia is analyzed, demonstrating that, beyond the formative rhetoric surrounding judicial ethics, adhering to it involves a perspective from epistemic objectivity. It is concluded that formative and functional considerations regarding judicial ethics should involve addressing it beyond the generalities that such discussions often fall into.
Keywords: morality, law, objectivity, principles, values.
1. Introducción
La ética judicial es una materia que remite, sin duda, a una de las prácticas más interesantes para analizar la aplicación de criterios y estándares morales en la vida profesional. Más allá de que actualmente persisten tensiones en torno al estatus epistemológico de la moral en el derecho desde una perspectiva funcional (Vigo, 2006; 2010; Atienza, 2001; Leiter, 2017; Brink, 2017), la ética judicial debería considerarse uno de los campos más prometedores y, a la vez, problemáticos para confrontar el carácter reflexivo de los principios y valores éticos, en las actitudes y conductas de quienes ejercen roles de absoluto interés público.
En el ámbito latinoamericano, son varios los trabajos que han abordado concretamente la ética judicial, luego de un primer antecedente relevante en 2001 con la Cumbre de Bangalore (India), “en la que los presidentes de tribunales superiores de justicia reconocieron la necesidad de normas universalmente aceptables de integridad judicial y elaboraron los Principios de Bangalore sobre la conducta judicial” (UNODC, 2019). Este antecedente, que no es el primero pero sí uno de los más relevantes desde la Conferencia de Milán en 1985, da pistas en torno a un conjunto de valores, principios y postulados que, independientemente de los diferentes órdenes jurídicos y políticos a nivel mundial, comienzan a consolidar lo que se ha tratado como ética concentrada o concentración normativa (Vigo, 2010; Saldaña, 2013). Esto indica que, a pesar de lo que Atienza (2001) denomina modulaciones, la ética es una sola y contiene unos pilares ineludibles.
Un primer trabajo que retoma tal precepto es el de Roos y Woischnik (2005), quienes realizan el mejor trabajo comparativo de los diferentes códigos de ética judicial en la región1. Reconocen estos autores que, si bien existen algunas variaciones y, quizás, énfasis normativos de acuerdo con cada país y ordenamiento jurídico, parecen existir núcleos concentrados respecto de una moral en la judicatura, lo que debería tomarse como referencia a la hora de trabajar al unísono en su fortalecimiento institucional. Sin embargo, más allá de estas generalidades, existen trabajos que formulan tesis en torno a la ética judicial que aproximan más el debate a lo que aquí se abordará como un problema epistemológico-teórico.
Es el caso del trabajo de Aguiló (2009), para quien la ética judicial, más allá de las teorías positivistas y pospositivistas que la analizan, o bien como una ética especial, o bien como una forma de ética aplicada, respectivamente, no debería aparecer como un sistema normativo “convencional o superficial”, sino que el deber ético de los jueces también debería considerarse un deber jurídico (p. 538). Ahora bien, más allá de que pudiera admitirse tal argumento, aquí se considera que ello no constituye (o no debería constituir) el quid del asunto. Más bien, el problema es, en primer lugar, el lugar de la ética judicial dentro de la ética, y segundo, cuál es el estatuto epistemológico de dicho lugar para el desempeño de jueces y magistrados, con especial preocupación por la objetividad.
En Colombia son pocos los trabajos que se han aproximado a un análisis concreto de estos asuntos, aunque hay documentos interesantes que abordan la relación entre ética y derecho desde una perspectiva jurisprudencial. Por ejemplo, Gómez (2001) plantea un argumento en la línea de Aguiló (2009), al afirmar que el derecho disciplinario tiene necesariamente una fundamentación en alguna forma de vinculación entre derecho y moral. Por su parte, Giraldo (2013) revisa jurisprudencia relevante de la Corte Constitucional en donde se señalan claramente las implicaciones éticas del derecho, no necesariamente en términos de la labor jurisdiccional. Otros trabajos, como el de Anzola et al. (2021), hacen énfasis en la noción de ética profesional de los abogados, haciendo un llamado a tener posiciones más regionales e integrales que versiones locales de dicha actitud, un asunto que excede los límites de la labor jurisdiccional que preocupa aquí. Por ende, el catálogo de trabajos (no reducidos a los anteriores), si bien son importantes, no plantean una observación específica de la ética judicial a pesar de su reconocida reputación. Cuando lo hacen, redundan en las generalidades propias del Código Modelo Iberoamericano de Ética Judicial (Contreras, 2014). Precisamente, este ha sido el paradigma a partir del cual, por lo menos hace una década, la rama judicial colombiana ha avanzado en función no solo de marcos normativos internacionales, sino de las implicaciones funcionales de su adopción por parte de los diferentes órganos judiciales iberoamericanos, en el caso de Colombia, oficialmente a través de la Circular 3 de 2012 del Consejo Superior de la Judicatura2.
Este marco aparentemente favorable presenta un problema adicional en la actualidad. Mientras que la rama judicial colombiana parece tener en alta estima la ética en la formación judicial, el enfoque desde el cual pretende abordarse padece de un excesivo pragmatismo en detrimento de discusiones filosóficas y epistémicas, lo cual es entendible en virtud de las habilidades y conocimientos que desde hace años se han venido promoviendo en el entrenamiento de jueces y magistrados (Muniz-Argüelles & Fraticelli-Torres, 1985; Vásquez, 2014), junto con los enfoques propios de las escuelas judiciales (Goldbach, 2016) y las mismas directrices que el CSJ (2011) establece en Colombia para los ciclos anuales de capacitación. Este extremo pragmatismo luce, en mi opinión, vacío de contenido al abordar los aspectos fundamentales de la ética judicial:
La ética judicial no puede, sin embargo, ser distinta a las otras éticas, puesto que la ética es única y es última. Que es última quiere decir que, en un razonamiento práctico, no puede haber razones que estén más allá de la ética; por ejemplo, un individuo —pongamos, un juez—puede tener razones de diverso tipo (prudenciales, jurídicas, morales) para hacer algo, pero esas razones están estructuradas, de manera que no tendría sentido que alguien adujera razones de tipo prudencial o jurídico para hacer (o no hacer) lo moralmente correcto (Atienza, 2001, p.17).
Si consideramos cierto el postulado anterior, deberíamos estar de acuerdo en que, a pesar de que la ética se modula según la profesión (Atienza, 2001), existe una raíz fundamental que compromete los razonamientos morales con aspectos nucleares de la profesión jurídica. En efecto, ¿qué significa la ética judicial en ausencia de problemas epistémicos de largo alcance? Sabemos que, en general, se asumen como principios éticos fundamentales de la labor jurisdiccional la independencia, la imparcialidad y la motivación (Saldaña, 2013). Sin embargo, la discusión y la formación judicial en torno a los mismos no pueden reducirse a las definiciones dadas por los códigos modelos de ética judicial iberoamericanos (Vigo, 2010), ni a la idea consuetudinaria que al respecto se han formado los cuerpos colegiados de jueces y funcionarios administrativos de la rama judicial. Por el contrario, en temas cruciales para la expectativa de justicia por parte de la sociedad, la formación judicial debería comprometerse con discusiones más profundas (aunque sean polémicas) sobre el significado e implicaciones prácticas de dichos principios.
En este artículo se aportan elementos filosóficos con el fin de repensar el significado de algunos principios y valores concebidos en el marco de los fines misionales de la administración de justicia, y problematizar las implicaciones éticas de la ética judicial, en un aspecto fundamental como lo es la objetividad del juez, más allá de la retórica que pretende subsanar cualquier generalidad (y déficit) en la formación y práctica judicial.
En primer lugar, se intenta una definición de ética judicial en tanto ética, como propedéutica a una discusión más detallada de la objetividad, cuya importancia es inversamente proporcional a la casi carencia de discusiones de fondo de sus implicaciones cognitivas, morales y prácticas en la administración de justicia en Colombia. Posteriormente, se analiza fenomenológicamente un caso puntual de falta por parte de un juez colombiano a los principios cardinales, a saber: independencia, imparcialidad . motivación (Atienza, 2001, p. 17), como una carencia de objetividad que desvirtúa en la práctica la ética judicial. Y finalmente, se aborda la idea de objetividad epistémica como una virtud cognitiva de la que poco se habla en la ética judicial, pero que, como se verá, reviste la mayor importancia a nivel formativo y reflexivo.
2. Ética judicial en tanto ética
La ética judicial ha sido definidagrosso modo como un conjunto de normas que determinan el deber ser de la profesión jurídica, específicamente de quienes administran justicia (Atienza, 2001; Vigo, 2006, 2010). Concretamente, el Código Iberoamericano de Ética Judicial afirma lo siguiente:
La ética judicial incluye los deberes jurídicos que se refieren a las conductas más significativas para la vida social, pero pretende que su cumplimiento responda a una aceptación de los mismos por su valor intrínseco, esto es, basada en razones morales; además, completa esos deberes con otros que pueden parecer menos perentorios, pero que contribuyen a definir la excelencia judicial (CIEJ, 2014, p. 2).
Esto significa que la ética judicial va (o debería ir) más allá de un catálogo deontológico a modo de guía moral para jueces y magistrados, y tendría implicaciones en el ser de quienes administran justicia. De igual forma, sugiere que parte de dicha cópula entre ser y deber ser se juega en el reino de la argumentación, es decir, del saber, conexo con otras responsabilidades éticas y sociales de la función en términos de excelencia judicial. Por demás, el hecho de que el mismo Código establezca que dicho canon normativo debe ser acatado no por la amenaza de una posible sanción ética (asunto sumamente problemático), sino por su asunción voluntaria y autorreflexiva, entra en los dominios conceptuales de lo que la ética es, a secas, a partir de sus preguntas fundacionales: “No es una pregunta trivial”, dijo Sócrates, “estamos hablando de cómo debe uno vivir” (Williams, 1997, p. 15).
Cuando afirmo que es sumamente problemático que el Código establezca la necesidad de que las normas éticas sean acatadas de manera autónoma y voluntaria, lo es no solo por el rigor moral de corte imperativo a modo de una autolegislación cuya validez se pretende universal3 (Kant, 2008; 2013), sino por una aporía que persiste en las discusiones académicas y formativas de la ética judicial, y es sobre su estatus epistémico (no se diga jurídico). En efecto, ¿existe sanción ética? Si la respuesta es negativa, ¿por qué no quedarnos únicamente con el derecho disciplinario? La respuesta a estas preguntas, a mi juicio, es a la vez sencilla y difícil. Es sencilla en la medida en que podríamos afirmar sin temor a equivocarnos que el derecho disciplinario tiene otro fundamento y otra finalidad. En cuanto fundamento, el derecho disciplinario busca sancionar aquellas conductas que, si bien son del ámbito de la moral (Gómez, 2001), al ser analizadas y tratadas vía jurídica, se separan del fundamento mismo de la ética en los términos que se ha definido hasta ahora, a saber, más como autorregulación autónoma que heterónoma. Y en cuanto finalidad, el derecho disciplinario busca determinar (de manera casi que forense) la violación o infracción de una norma “disciplinaria”, independientemente de aquellos aspectos de carácter autónomo que llevaron a una persona a infringir una norma (jurídica). En esto se separa enormemente de la ética, puesto que su dominio es lo humano, el ámbito de la persona (Vigo, 2006).
Esto permite recordar la diferencia establecida por Kelsen (2011) en aquello que llamamos “justicia”, en la medida en que su falta no sería una carencia en las virtudes morales de quienes aplican la ley (o la ley misma), sino simplemente la contravención de una regla establecida en un determinado orden jurídico, no por sus fundamentos metafísicos, sino simplemente por su contrariedad fáctica con las expectativas sociales en torno a eso que llamamos utópicamente –según Kelsen– “justicia”. Traigo a colación esta enorme “ojiva nuclear” que suscitó la teoría pura del derecho (Kelsen, 1995), precisamente en un momento histórico en donde la humanidad se cuestionaba sus más altos valores por medio de sus mejores iusfilósofos, no de manera retórica, sino porque precisamente la ética judicial en tanto ética podría generar reticencias en concepciones ortodoxas de la labor jurisdiccional. En efecto, si el derecho disciplinario cumple mejor que la ética con la función de sancionar aquellas conductas consideradas antiéticas en la administración pública, ¿qué sentido tiene debatir estándares morales de conducta en jueces y magistrados?
Bajo tal perspectiva, lo que está en riesgo de ser meramente retórico es precisamente el lugar que ocupa la ética en la formación judicial inicial y continua de jueces y magistrados, en ausencia de debates más profundos y rigurosos sobre el estatuto teórico de los conceptos con que se trabaja en las cortes y las escuelas judiciales (Ibáñez, 2017). Ahora bien, tal riesgo es menor cuando se piensa en las consecuencias prácticas de una poca (o nula) rigurosidad en la asunción de las consecuencias morales de la ética judicial, precisamente en términos del ser, de eso que le da sentido a la perspectiva ética (Vigo, 2010).
Con el fin de analizar más de cerca en qué podrían consistir estos desafíos, conviene intentar ubicar, ya no el lugar de la ética judicial en la ética (con lo cual se procedería de manera inductiva), sino más bien el lugar de la ética en la ética judicial, con el fin de establecer el estatus epistémico de esta última. Al respecto, cabría establecer que, más allá del catálogo de filosofías prácticas desde las que podría abordarse la ética judicial, es preciso ubicar un gran paradigma deontológico, cuyo principal antecedente es Kant (2008), en cuanto funda las bases para una consideración racional de la moral que, si bien tiene sustento práctico en un imperativo que la persona se autoimpone como guía de acción, tiene validez objetiva en un reino inteligible desde el cual es posible abogar por una legitimidad universal.
El catálogo de códigos deónticos que se desprenden de esta concepción moral implica la existencia no condicionada de principios y valores que, por mor del deber, es necesario acatar:
Voluntad es una especie de causalidad de los seres vivos, en cuanto que son racionales, y libertad sería la propiedad de esta causalidad, por la cual puede ser eficiente, independientemente de extrañas causas que la determinen; así como necesidad natural es la propiedad de la causalidad de todos los seres irracionales de ser determinados a la actividad por el influjo de causas extrañas (Kant, 2013, p. 61; cursivas en el original).
Se entiende entonces que lo propio de la razón práctica es la indeterminación, lo que implica eludir todo tipo de condiciones de la acción moral más allá de un imperativo cuya legitimidad se asume a priori. En el caso de la ética judicial, son varios los autores que han considerado que, tratándose del juez, se espera un conjunto de atributos de tipo intelectual y moral que van más allá de las expectativas atribuibles a otras profesiones con menor impacto en el orden social y la garantía del Estado social de derecho (Vásquez, 2014; Ibáñez, 2017; Vigo, 2010). De ahí que la ética normativa conlleve aquí, si bien una separación doctrinal del derecho disciplinario y penal (debido a su fundamento y alcance), sí una legitimidad que corresponde a la necesidad de garantizar un código que permita estandarizar ese conjunto de expectativas morales sobre la persona del juez y su rol en la administración de justicia.
Que la ética judicial actualmente haya requerido de una especie de codificación normativa de sus principios y valores para hacer más explícitos sus estándares morales, conlleva lo que se ha denominado ética normativa, bajo la cual entendemos un conjunto de postulados dentológicos y axiológicos que se pretenden válidos para la acción (Pieper, 1991). Por ende, la ética, tratándose de ética judicial, postula una serie de estándares de deber ser que deben ser observados y acatados en su conveniencia para la vida práctica, independientemente de la amenaza de una sanción, propia del derecho disciplinario o penal. Sin embargo, que responda al ámbito de la ética normativa no implica un nivel meramente abstracto de la reflexión moral. Por el contrario, la ética judicial requiere no de un juez que pretende ser independiente o imparcial por conocer (incluso defender) las características teóricas de dichos principios, sino por encarnar lo que se ha denominado virtudes judiciales (Vigo, 2010). Es esto lo que se encuentra aquí problemático, toda vez que repetir como si de un salmo se tratase lo que dice el “código” de ética, sin una comprensión epistémica de las consecuencias intelectuales y prácticas de dichos postulados, podría redundar en un ejercicio meramente retórico de la ética judicial, lo que constituye un riesgo para el Estado social de derecho.
De esta manera, es preciso diferenciar la responsabilidad ética de la responsabilidad jurídica en el caso de jueces y magistrados. Si bien el origen de toda sanción en el ámbito disciplinario o penal tiene como antecedente la violación de un principio moral, la responsabilidad ética no puede (ni debe) juzgarse igual. En efecto, la naturaleza de la ética impele a quien ostenta un alto rol social a buscar la virtud más allá de la conveniencia o no de sus acciones. Cuando no lo hace, a pesar de que sus actos no conlleven posible sanción legal o jurídica (o tome mucho tiempo), es su reputación social y profesional la que está en riesgo cuando se falta a la ética. De ahí que, como bien señala Vigo (2010; 2006), tratándose de la ética judicial, lo que está en juego es principalmente el ser, más que el deber ser.
3. Una fenomenología de vacíos en la ética judicial
En Colombia (aunque no es un problema endémico), a pesar de aprobar desde hace más de una década el Código Iberoamericano de Ética Judicial4, lo que ha implicado una profusión de documentos, eventos académicos, circulares y la inclusión de un módulo de ética judicial en el curso concurso de carrera para seleccionar a nuevos jueces y magistrados (CSJ, 2019), es notable la persistencia de fallas a esos principios y valores por parte de quienes al hacer parte de la administración de justicia, están obligados a acatarlos5. Estos fallos, si bien son comprensibles en toda organización social que dependa de las conductas volubles y contingentes propias de la naturaleza humana, tienen la particularidad de repercutir en las garantías de derechos en un orden que, por lo menos, afecta todo el sistema judicial, social y político. De ahí que, en un acto de introspección de cuerpo colegiado, el Código afirme en su artículo 55: “El juez debe ser consciente de que el ejercicio de la función jurisdiccional supone exigencias que no rigen para el resto de los ciudadanos” (CIEJ, 2014, p. 13).
Esta máxima aparece deslucida cuando algunos jueces y magistrados violan uno o varios de los principios y valores que el Código establece como normas éticas aplicables a la función jurisdiccional. Esto reitera, como se ha afirmado en otros lugares (Restrepo, 2020), el carácter sistémico que implica concebir una postura ética en las profesiones, al margen del debate más detallado que merece la idea de sistematicidad en algunos conceptos que toman las cortes y las escuelas judiciales.
Un caso de toda importancia inicia con una capacitación sobre ética judicial que a finales del año 2018 fui invitado a impartir en la ciudad de Cartagena, por el Colegio de Jueces y Fiscales de Bolívar. Aquella tarde, fueron convocados jueces, fiscales y magistrados de todas las jurisdicciones: especialmente civil y penal, por lo cual basé mi “charla” en aspectos conceptuales fundamentales, pero defendiendo posiciones muy específicas desde líneas nucleares del debate Hart-Dworkin, especialmente en términos de:
La teoría hartiana sobre los casos difíciles, para Dworkin, es insatisfactoria tanto desde el punto de vista descriptivo como desde el punto de vista justificativo. En cuanto a lo primero, la idea de discrecionalidad judicial supone que cuando los jueces afirman en sus sentencias que la interpretación que defienden es la correcta de acuerdo con el derecho vigente, están utilizando una figura retórica para encubrir lo que realmente es una decisión discrecional (Rodríguez, 1997, p. 75).
Mencionar el debate Hart-Dworkin en una capacitación sobre ética judicial a jueces y magistrados de una cultura judicial que impele a la práctica como el núcleo básico de la formación judicial (Mejía y Restrepo, 2022) a pesar de que otras personas pudieran pensar lo contrario, no me parecía descabellado. En efecto, más allá de los arreglos (a veces fáciles) que se quieren formular para una administración de justicia eficiente, eficaz y adaptada a las nuevas realidades sociales y tecnológicas (CSJ, 2019), el fondo crítico de los principales desafíos de la interpretación judicial permanece vigente mientras los Estados quieran seguirse considerando democráticos. No es posible insistir en una justicia diligente basada meramente en criterios técnicos, mientras la sociedad (por lo menos en el caso colombiano) sigue padeciendo los efectos de más de medio siglo de conflicto armado interno, desigualdad estructural en educación, salud, empleo, etc., y una corrupción enquistada en sus poderes públicos, incluida la rama legislativa y judicial (Transparencia por Colombia, 2023; Barbosa, 2017).
Adicionalmente, mi “charla” se matizó en parte con las discusiones que Habermas formulara en términos de una ética del discurso, basada en criterios de legitimidad y validez, no solo a nivel comunicativo sino interpretativo. En suma, una justificación democrática de las deliberaciones que también, con significativa pertinencia, deben hacer parte de la decisión judicial y no solo de las elucubraciones filosóficas (Habermas, 1991; 2001a; 2001b). A pesar de que en el público había algunas personas que parecían conocer y valorar los temas, otros gestos dejaban entrever, ya fuera la incertidumbre conceptual, o bien el desinterés profesional en que estas discusiones fueran “necesarias” o “útiles” para personas que simplemente “administran justicia”.
A pesar de que en el auditorio al final quedó si acaso una tercera parte de los asistentes, dentro de ellos y ellas hubo un grupo cuya participación e interés permitió un debate honesto, interesado y a la vez álgido cuando, siguiendo la casuística, desarrollamos un taller de aplicación conceptual. La discusión llegó a su punto más “alto” por cuenta del juez décimo civil de Cartagena, quien, al analizar algunos casos relacionados con temas polémicos como el aborto o la eutanasia, se puso de pie en medio del auditorio y, con voz vehemente, afirmó que independientemente de que su conducta pueda tener repercusiones en un eventual proceso disciplinario, para él primaba la “ley divina” por encima de la “ley del hombre”. Lo curioso es que, poniendo un ejemplo puntual, afirmó su renuencia a casar dos personas del mismo sexo, esto después de que la Corte Constitucional avalara por medio de Sentencia C-577/11 la posibilidad de que las parejas de personas del mismo sexo puedan contraer matrimonios civiles, derecho confirmado posteriormente en Sentencia SU214/16 (Corte Constitucional de Colombia).
Cuando el juez hizo tales afirmaciones, otra jueza le replicó, siguiendo la línea argumental de la capacitación, recordándole a su vehemente colega el juramento como servidor público en respeto a la Constitución y las leyes, lo cual va más allá de las creencias o posturas personales. A pesar de ello y de que el malestar en algunos colegas era evidente, el juez en mención seguía defendiendo su postura, de una manera que, consideraba yo entonces, era incomprensible en un servidor público6 con un cargo tan importante, sobre todo cuando de él depende la primera tutela de los derechos fundamentales (Ferrajoli, 1999, pp. 68-69). Sin duda, en este caso existe la pretensión de llevar la discrecionalidad judicial a un nivel que excede todo límite razonable de interpretación jurídica, precisamente porque es el ordenamiento el que se ignora; su legitimidad; su importante sistematicidad de principios y valores que impelen a la justicia como un interés común (Ferrajoli, 2000; Russo, 2011).
Dos años después de este episodio, me sorprendí nuevamente cuando en el país se formó un gran revuelo debido a la noticia de que un Juez de Bolívar les negaba el matrimonio civil a dos mujeres alegando su moral cristiana (El Tiempo, 2020):
“No puedo casar a dicha pareja del mismo sexo porque ello contraria mi moral cristiana, va en contra de mis principios esenciales”, dice en su sentencia el juez Ramiro Flórez Torres, quien manifiesta, además: “cuando exista conflicto entre lo que dice la ley humana y lo que dice la ley de Dios, yo prefiero la ley de Dios, porque prefiero agradar primero a mi señor Dios todopoderoso antes que al ser humano”.
Cuando conocí la noticia, recordé inmediatamente el episodio durante la “fallida” capacitación de Cartagena, con algo de incredulidad de que fuera el mismo servidor, sobre todo porque yo esperaba que lo sucedido en aquel momento no se tratara más que de una discusión en lo formativo que nadie osaría llevar a su práctica real. No obstante, además de la similitud del lenguaje por medio del cual el juez en mención expresó “Sentencia” escrita, con las que de manera oral “argumentó” ante mí y sus colegas en el 2018, eran indicadores irrefutables de que se trataba de la misma persona, con una postura muy sólida, aunque infortunadamente no sea la conveniente para un Estado social de derecho, además de no corresponderle éticamente a un juez de la República. En efecto, basta analizar lo expresado en su “sentencia” para encontrar absurdo que un episodio de estos tenga cabida en una administración de justicia que valora tanto la ética judicial.
4. Análisis forense de una sentencia inverosímil
Incluso si no estuviéramos bien entrados en el siglo xxi; en una democracia bajo la figura de Estado social de derecho, y después de más de una década de adherida la administración de justicia al Código, las palabras que leeremos a continuación sonarían inadmisibles. En efecto, parecen más propias del Medioevo; la época colonial o, si se quiere, un ámbito público bajo la Constitución Política de 1886, con un marcado acento católico y un protectorado estatal a dicho credo. Pero ello no es lo más preocupante. Su tono y su posición frontal ante el mismo ordenamiento jurídico es lo que resulta inaudito e inverosímil.
La sentencia se produce luego de que, ante el juzgado décimo civil de Cartagena, dos mujeres solicitaran el matrimonio igualitario, con base en el precedente jurisprudencial que permitió en Colombia dicha figura (Corte Constitucional, sentencias C-577/11 y SU-214/16). Al juez en mención le correspondió por despacho garantizar este derecho, negándose, formulando su decisión resolutiva en los siguientes términos:
Si bien la Corte Constitucional de Colombia, mediante sentencia C 577 de 2011, abrió el espacio para tales uniones y la Sentencia de Unificación 214 de 2016, legisló y entronizó el matrimonio y adopción gay, también lo es, que el preámbulo de nuestra Constitución Política de Colombia, invoca la protección de DIOS, y en el artículo 192 de la misma Carta, se establece el Juramento que debe prestar el Presidente de la República de Colombia en estos términos: “Juro a Dios y prometo al pueblo cumplir bien y fielmente la Constitución y las leyes de Colombia”, y quien lo posesiona, le contesta, “Si así lo hiciereis, que Dios y la Patria os lo premie, y si no que Él y ella, os lo demande”, sirviendo de ejemplo para todo servidor público porque así lo exige el artículo 122 de la Carta Magna, cuando en su inciso segundo dice que “Ningún servidor público entrará a ejercer su cargo sin prestar juramento de cumplir y defender la Constitución y desempeñar los deberes que le incumben”, refiriéndose obvio es a dicho juramento, en cuyo caso cabe preguntar: ¿A que Dios se refiere? [sic] (CSJ, sentencia del 31 de agosto de 2020).
Lo preocupante en estas expresiones, más allá de la necesidad de especificar que los errores ortográficos corresponden al original, es la negación frontal para reconocer un derecho a los ciudadanos, argumentando cuestiones a todas luces irracionales. En primer lugar, el juez, si bien reconoce el precedente jurisprudencial, introduce de inmediato un argumento falaz, como es afirmar que, por el hecho de que la Constitución Política de Colombia en su preámbulo invoca “la protección de Dios”, y que el juramento a la función pública invoque nuevamente dicha figura (lo cual es meramente retórico), se sigue que todo servidor debe acatarla bajo la forma de una creencia o un orden moral superior. Empero, el argumento más falaz radica en pretender que, además de la necesidad de que todo funcionario público reconozca la supremacía de dicho orden, este no puede fundamentarse en una concepción personal de “Dios”, sino en aquella que coincide con su creencia cristiana:
así como los demás valores esenciales y los derechos fundamentales son los mismos para cualquier persona, también lo debe ser el Dios que se invoca en el preámbulo de la Constitución y en el juramento, y ese es el único Dios verdadero, el todopoderoso, creador de los cielos, la tierra, las aguas, el aire, el sol, la luna, las estrellas, las bestias y los animales del campo, las aves del cielo, y de nosotros los seres humanos, para deleite de la creación de nuestro Dios, es el Dios de la biblia [sic], el Dios de Abraham, de Isaac, de Israel [sic] (CSJ, Sentencia del 31 de agosto de 2020).
La inverosimilitud, además de localizarse en una postura antiética, violatoria de la prudencia establecida en el capítulo xi del Código (CIEJ, 2014, p. 14), es antijurídica, pues desconoce la obligatoriedad del precedente jurisprudencial e invoca en favor de su motivación una norma decimonónica, no vigente en el ordenamiento jurídico actual, lo cual constituye prevaricato:
Lo anterior, independiente de lo que hubiese dicho la Corte Constitucional en la célebre sentencia del “sagrado corazón”, la C 350 de 1994, por cuya virtud dijo, palabras más, palabras menos, que mientras la Constitución de 1886, garantizaba la libertad de cultos, pero subordinada a la moral cristiana, el Constituyente de 1991, permite la libertad de cultos sin límites en su ejercicio, así sean contrarios a la moral cristiana, lo cual contradice el artículo 13 de la ley 153 de 1887, referido a la observancia de la moral cristiana, y también las leyes del Derecho Natural como bien las defiende la misma ley en su artículo 4 cuando dice: “Los principios de derecho natural […] servirá para ilustrar la Constitución en casos dudosos” [sic] (CSJ, Sentencia del 31 de agosto de 2020).
Ahora bien, es preciso concluir que el principio ético más afectado por la postura del juez en mención es la imparcialidad: “Art. 9°. - La imparcialidad judicial tiene su fundamento en el derecho de los justiciables a ser tratados por igual y, por tanto, a no ser discriminados en lo que respecta al desarrollo de la función jurisdiccional” (CIEJ, 2014, p. 8). Estas claves argumentales nos remiten a un valor que, en el mismo artículo décimo del Código, establece la objetividadcomo muestra de imparcialidad en la actuación del juez. Es esto precisamente lo que el servidor en mención parece no solo desconocer, sino despreciar, como si ese juramento a la función pública que parece valorar no tuviera el mismo peso cuando significa reconocer la primacía del interés común, la Constitución y las leyes, lo que implica precisamente objetividad. En todo caso, ya ha tergiversado por lo menos la mitad del espíritu constitucional colombiano vigente:
Así las cosas, no puedo casar a dicha pareja del mismo sexo, porque ello contraría mi moral cristiana, va en contra de mis principios esenciales, y cuando exista conflicto entre lo que dice la ley humana y lo que dice la ley de DIOS, yo prefiero la ley de Dios, porque prefiero agradar primero a mi Señor Dios todopoderoso, antes que al ser humano.
[…]
Hay que conocer a Dios para saber la dimensión del juramento que se hace al momento de la posesión como servidor público, y esto se logra por el conocimiento de la Palabra de Dios, la biblia [sic] (CSJ, Sentencia del 31 de agosto de 2020).
Los anteriores argumentos parecerían una broma o un fake, de no ser por el membrete de la rama judicial y el CSJ que posan en el documento escaneado. Esto demanda entonces mirar de cerca las implicaciones éticas de la ética judicial, en un aspecto fundamental como lo es la objetividad, sobre todo cuando esta invita a un compromiso ético que impacta directamente la interpretación del derecho e, incluso, el jurídico y social de un país.
5. ¿Qué es realmente la objetividad para la ética judicial?
No es gratuito que Ferrater y Cohn (1988) hayan citado, al inicio de su tratado de ética aplicada, al sociobiólogo Edward O. Wilson, cuando afirma: “Tanto los científicos como los humanistas deberían considerar la posibilidad de que haya llegado la hora de sacar por un tiempo la ética de manos de los filósofos y biologizarla” (p. 11). Si bien es cierto que tal postura implica una demanda de mayor concreción y contexto práctico dentro del análisis ético de los principales problemas sociales actuales, gran parte de los dominios epistémicos con que realizamos dichos análisis no pueden escapar a la filosofía como encuadre esencial. De ahí un argumento que obraría a modo de réplica, de alguien mucho más fundamentado en ética que el sociobiólogo:
Pero alguien que piense que el cometido de la filosofía es primariamente el análisis, y que hacer juicios éticos sustantivos es algo muy diferente del análisis intelectual, no alcanza a ver por qué tales juicios tienen que formar parte de la filosofía (Williams, 1997, p. 101).
De hecho, a esta altura cabe preguntarse si la postura del juez décimo civil de Cartagena no es un indicador de que la ética judicial parece estar siendo afectada por una especie de vacío, esto es, no solo una indeterminación de sus consecuencias en el orden práctico de la administración de justicia, sino una falta de comprensión y apropiación cognitiva por parte de personas con un rol público esencial.
Parte de la postura antiética que corresponde a los jueces no radica únicamente en el hecho de desconocer con sus palabras y actos varios de los principios y valores del Código, sino en aprovecharse posiblemente de los vacíos en la misma interpretación de dichas prescripciones. En efecto, es posible que algunas percepciones en torno a la ética judicial sean motivadas por una falta de reconocimiento de su estatus epistémico; su rigor conceptual, o bien, su pertinencia en el orden práctico. De hecho, parte de las percepciones negativas en torno a la ética judicial pueden radicar en la presunción de su innecesaridad, o bien, en un posible relativismo moral de los jueces (Atienza, 2001). Esto no quiere decir que la responsabilidad institucional sea afectada íntegramente por las faltas éticas de algunos jueces, toda vez que la gran mayoría de servidores judiciales (no solo jueces) en Colombia cumplen a cabalidad sus funciones con el objetivo de lograr la excelencia judicial.
Sin embargo, tales prevenciones parecen irrisorias ante la pertinencia de las virtudes judiciales en un país cuya complejidad social y cultural demanda un adecuado balance entre el ser y el parecer. Por ejemplo, en el año 2017 se reportó, por parte de la Fiscalía General de la Nación, un total de 400 jueces y magistrados investigados por actos de corrupción en Colombia (Semana, 2017). Esto significa que al menos a modo de indicio, un 7,5 % de administradores de justicia han faltado a la ética y, consecuentemente, al derecho disciplinario, por no decir que al derecho penal en aquellos casos que revisten una grave afectación a los bienes de interés común. La proporción del 7,5 % parecería insignificante, si Colombia no tuviera un déficit de servidores: “Colombia tiene por cada 100.000 habitantes un promedio de 10.95 jueces. El estándar internacional, determinado por OECD, es de 65 jueces por cada 100.000 habitantes, lo que deja al país lejos de ese promedio”. (Consejo Superior de la Judicatura del Atlántico, 2017).
Esto indica, salvando las proporciones, que una cosa es desconocer la ética en términos de probidad, y otra ya es incurrir en un delito. En todo caso, toda sanción disciplinaria o penal a un juez apenas es la conclusión de un proceso en el que en principio hubo una falta a la ética judicial. En este punto, las palabras del juez décimo civil de Cartagena dejan entrever ya no solo una falta de prestigio de la ética como cultura profesional, sino quizás un desprecio por la misma, sea voluntaria o involuntariamente. Esto ya no es un problema de la ética misma; de su estatus epistemológico, sino un fallo de la persona misma, lo que es reactivo, puesto que, como han afirmado los autores del Código, la ética actúa sobre el ser, y es el ser del juez su campo de realización (Vigo, 2006; 2010; Atienza, 2001).
Un aspecto que se considera aquí hace parte de la médula espinal de la ética judicial es la objetividad, aunque ello sería aplicable a cualquier profesión que implique funciones deliberativas con repercusiones en el interés común, y por extensión, a cualquier ciudadano que deba ejercer racional y razonablemente la ciudadanía7. En el Código apenas se menciona la objetividad tres veces. Una, señalando que el manual deóntico dota de objetividad a la “excelencia judicial” (p. 5). Dos, estableciendo una especie de subordinación de la objetividad frente al principio cardinal de la imparcialidad:
Art. 10. - El juez imparcial es aquel que persigue con objetividad y con fundamento en la prueba la verdad de los hechos, manteniendo a lo largo de todo el proceso una equivalente distancia con las partes y con sus abogados, y evita todo tipo de comportamiento que pueda reflejar favoritismo, predisposición o prejuicio (CIEJ, 2014, p. 9).
Y tres, subordinando la cualidad de objetivo a la debida prudencia del juez: “Art. 72. - El juicio prudente exige al juez capacidad de comprensión y esfuerzo por ser objetivo” (CIEJ, 2014, p. 14).
Bajo esta perspectiva, en el Código no queda del todo clara, ni por contenido ni por fuerza deóntica, la objetividad como un valor fundamental de la ética judicial. Una definición de objetividad que recoge en buena parte lo argumentado aquí como vacío en la ética judicial, la ofrece Leiter (2017) en el mejor tratado de filosofía del derecho (desde la perspectiva de los filósofos), actual: “la demanda por ser objetivo equivale a la demanda de estar libre de sesgo o de otros factores que distorsionan el juicio y que impiden que las cosas que juzgamos se presenten por sí mismas de forma clara y precisa” (p. 21). Con base en esta definición, sería interesante realizar un seguimiento a las repercusiones jurídicas o disciplinarias que tuvo el juez décimo civil de Cartagena8.
Tanto Leiter (2017), como Brink (2017) y Svavarsdóttir (2017), formulan una perspectiva de la objetividad que es a todas luces necesaria en una discusión seria de la ética judicial, lo cual es inversamente proporcional a su ausencia en los debates sobre la materia en Colombia. Un primer elemento que debería formularse es el estatus epistémico de la objetividad. En efecto, más allá de la retórica del “sentido común”, las conductas antiéticas del caso en mención son una muestra, o bien de un desprecio absoluto por el Código; una falta de comprensión de las implicaciones prácticas de determinadas categorías éticas dentro de la excelencia judicial, o bien, un problema psicológico que debería ser tratado por las áreas correspondientes de seguridad y bienestar laboral de la administración de justicia. En este artículo asumiré lo segundo.
6. La objetividad epistémica en la ética judicial
Para estar libres de sesgo, es preciso que veamos las cosas de manera clara y distinta (diría Descartes). Esto requiere no solo un esfuerzo humano sino cognitivo. En efecto, ¿cómo, más allá de las convicciones personales, podrían ponderarse los conceptos, las tesis o los hechos? Es en este punto en que los autores anteriormente mencionados realizan un gran aporte a partir de un estado del arte filosófico de alto vuelo:
Nosotros podemos pensar que la objetividad epistémica es aquello que se obtiene cuando alguna de las siguientes condiciones es verdadera: o bien (i) el proceso cognitivo de un asunto conduce de manera fiable a representaciones precisas, o bien (ii) los procesos cognitivos se encuentran libres de aquellos factores que sabemos bien que producen representaciones imprecisas (Leiter, 2017, p. 21).
Esta definición implica que cuando a una persona, sea por su rol social o profesional, se le demanda objetividad en sus consideraciones morales y jurídicas, requiere, o bien comprender y aplicar el procedimiento lógico que a través del juicio y el raciocinio puede llevarle a conclusiones correctas, o bien, rechazar o “suspender el juicio”9 en caso de hallarse ante un caso judicial que compromete sus más íntimas convicciones religiosas o morales, lo que podría sesgar sus interpretaciones. Como se puede inferir, ambas son condiciones que exigen del juez no solo un saber especial, sino una postura ética que implica, incluso, a pesar de sus más firmes e íntimas creencias, un salir de sí; una especie de consideración autorreflexiva de la forma en que analiza los casos y su encuadre dentro del ordenamiento jurídico y la garantía de derechos.
De hecho, es posible afirmar a esta altura que la rama judicial colombiana debería preocuparse por la forma en que un juez de la República interpreta el ordenamiento jurídico ante un caso que compromete derechos individuales y, a la vez, implica problemáticas de índole moral y política que hacen de cualquier decisión un asunto difícil (Brink, 2017, p. 90). En este sentido, lo que pase con un juez compromete la excelencia judicial bajo la figura de la responsabilidad institucional (CIEJ, 2014, pp. 11-12), y cualquier actuación contraria a la ética judicial afecta no solo la imagen de un servidor en particular, sino a toda la administración de justicia. Y si bien en Colombia hay varios casos que afectan principios como la cortesía10 o la integridad11, son sin duda algunos otros (como el anteriormente comentado) los que deberían preocupar de manera alarmante a la administración de justicia, sobre todo cuando la jurisprudencia establece que los jueces deben buscar dos fines: “(i) la obtención del derecho sustancial y (ii) la búsqueda de la verdad” (Corte Constitucional, Sentencia SU768/14).
Como se desprende de lo anterior, las características del juez son un asunto que ha implicado amplios debates en torno a sus competencias funcionales, dentro de las cuales, la capacidad de un raciocinio ponderado y encaminado a la búsqueda de la mejor decisión posible en derecho (Vásquez, 2014), no puede depender de un desconocimiento del ordenamiento jurídico disfrazado de “discrecionalidad” o, en el peor de los casos, de una objeción de consciencia que, en Colombia, no opera para los jueces en la medida que son garantes de derechos y deben fallar con base en ellos y no desde una perspectiva íntima o privada (Ámbito Jurídico, 2013).
Estas tesis tienen sentido cuando, siguiendo a Leiter (2017, p. 24) en su lúcida síntesis de los problemas fundamentales de la filosofía del derecho actual, plantea que el derecho es objetivo desde dos perspectivas:
Desde un punto de vista metafísico, si existe una respuesta correcta a los asuntos del derecho.
Desde el punto de vista epistémico, si la decisión judicial y el razonamiento jurídico están libres de factores distorsionantes.
Así las cosas, confiar en la posibilidad de que, independientemente de nuestra cognición, el derecho o el ordenamiento jurídico albergan una única respuesta posible (o la mejor), como en la incorruptibilidad de nuestra capacidad de raciocinio para decidir en derecho, parecen características que deben tener prioridad a la hora de pensar en la ética judicial como un compromiso que va más allá de lo retórico, a pesar de que se insista tanto en la formación judicial continua (Goldbach, 2016).
¿Qué implica entonces la objetividad en la ética judicial? Algunos autores han analizado aspectos como la indeterminación del derecho; los casos difíciles en tanto “casos en la periferia”, y todo tipo de categorías subsecuentes de las tesis hartianas sobre la discrecionalidad judicial (Hart, 1990; Rodríguez, 1997; Leiter, 2017; Brink, 2017). Si bien estos abordajes reconocen la amplitud de un debate que, a pesar de lo que pudiera pensarse, continúa generando significativos diálogos acerca de la moral en el derecho y las virtudes judiciales (Rodríguez, 1997), existen algunos elementos que, bien sea desde una orilla u otra, resaltan aspectos como la imparcialidad, la neutralidad valorativa y la toma de decisiones basadas en una discrecionalidad judicial, no como privilegio del juez, sino como responsabilidad ética y democrática (Brink, 2017, pp. 52-53).
De esta manera, sea que se acepte una objetividad metafísica, una objetividad epistémica, o ambas, el aspecto remarcable para la ética judicial radica en la necesidad inobjetable de asumir, por un lado, la dignidad del juez basada en un rigor analítico y funcionalmás allá de que a pesar de ser juez se sigue siendo un ser humano (Vigo, 2010)–, y por otro, una postura ética que demanda “entrecomillar” toda posición subjetiva sobre la moral, con el fin de poder pensar cada categoría social o política en un contexto que va más allá incluso de las interpretaciones o representaciones sociales comunes. Esto constituye una condición con base en la cual: “los jueces no serán usados como instrumentos de injusticia” (Brink, 2017, p. 55).
Por ello, es difícil pensar el ordenamiento jurídico y el espíritu constitucional libre de valores (Brink, 2017, p. 87), de manera que quienes tienen bajo su responsabilidad garantizar derechos enmarcados en dicho orden no pueden asumir posturas contrarias, no ya a una determinada concepción de la norma, sino a la moral misma subyacente en ella, como noción abstracta de justicia, que espera concretarse en las decisiones judiciales de las que el juez es responsable. Una forma en que el lenguaje de la ética judicial ha abordado esta moral subyacente en los postulados normativos se da a través de lo que se ha denominado principios y valores. Dado que no es el lugar, no ahondaré en detalles semánticos o filosóficos, más allá de mencionar que los principios señalan determinados estándares que ordenan o prescriben la mejor interpretación y solución posible, mientras que los valores son fines con los que, sea en el orden moral, social o político, las personas se identifican a modo de ideal (Estrada, 2011). En este sentido, a pesar de que los principios tienen un carácter principalmente categorial, mientras que los valores un sentido categorial, como cuando hablamos de la independencia, la imparcialidad o la motivación, ambos criterios son parte fundamental de la ética judicial y, por ello, estándares desde los cuales evaluar la objetividad epistémica.
Ambas dimensiones remiten a consideraciones de abstracción que resultan sumamente problemáticas y a la vez interesantes para la ética. Para analizar esto, Svavarsdóttir (2017) nos ofrece un abordaje muy bien logrado de un estado del arte en donde la diferencia entre cognitivistas y no cognitivistas remite a discusiones en torno a la objetividad, sea desde una perspectiva metafísica o epistémica. Lo interesante es que, más allá de estas distinciones entre corrientes de filosofía moral, para Svavarsdóttir (2017): “todos aceptarían que para el pensamiento y el discurso moral es mejor una interpretación cognitivista que una no cognitivista” (p. 238). Esto indica que, más allá de las posiciones subjetivas, debe existir un conjunto de criterios y parámetros metodológicos para procurar la mejor (idealmente) resolución posible de problemas de índole moral y jurídica, más allá de posturas subjetivas que, como se vio en el caso del mencionado juez, podrían llegar a tener distorsiones que afectan la objetividad.
De hecho, una verdadera subjetividad ética debería tener la capacidad de salir de sí misma; de confrontar reflexivamente sus más arduos dilemas morales. Para ello es necesaria la objetividad epistémica, dentro de la cual, más allá de negar o aprobar la existencia de valores objetivos (como sería creer que todo lo postulado en el Código es verdadero independientemente de nuestra cognición), deberíamos considerar la objetividad como un valor en sí mismo. Para alcanzar tal estadio reflexivo, se requiere pensar los puntos de vista dentro y fuera de posiciones morales y políticas en torno a asuntos de interés común. En este punto, Svavarsdóttir (2017) sigue a Thomas Nagel, quien entiende la objetividad como un “método de comprensión”, lo que implica, inicialmente: “retroceder desde nuestra concepción inicial de (algún aspecto de la vida o del mundo) y formar una nueva concepción la cual tiene ese punto de vista y su relación con el mundo como su objeto” (Nagel, 1986, p.4, citado en Svavarsdóttir, 2017, p. 245).
Como se ha advertido anteriormente, independientemente de discusiones filosóficas que requieren capítulos aparte desde un punto de vista más específico de la metaética, mi interés aquí es dejar abierto un camino desde el cual seamos conscientes de las implicaciones realmente éticas de la ética judicial. Ello requiere entonces considerar que si bien la práctica judicial no es (ni debería ser) un ejercicio de profundas reflexiones teóricas con el fin de asumir posturas morales más o menos razonables, es necesario asumir la responsabilidad institucional (CIEJ, 2014, pp. 11-12), el conocimientoy la capacitación para llevar a cabo correctamente su función jurisdiccional: “Art. 29. - El juez bien formado es el que conoce el Derecho vigente y ha desarrollado las capacidades técnicas y las actitudes éticas adecuadas para aplicarlo correctamente” (CIEJ, 2014, p. 10).
Por ende, si hace una década la rama judicial colombiana adoptó el Código Iberoamericano de Ética Judicial, la benevolencia de cuerpos colegiados en torno a dicha materia debería comenzar por “entrecomillar” las categorías (valores) desde las cuales se le piensa en el ámbito, no solo de la formación judicial, sino principalmente de su práctica: “está claro que el desafío principal en la investigación del valor es neutralizar los efectos de nuestros intereses y deseos sobre cómo concebimos la vida y el mundo” (Svavarsdóttir, 2017, p. 246).
Algunas personas podrían ser reacias a aceptar que los jueces no tienen intereses en sí mismos, y que ello, en su calidad de seres humanos, impida que en determinados momentos usen su discrecionalidad para crear derecho, como, por ejemplo, en esos vacíos que la ley tiene en determinados casos difíciles (o más bien polémicos) (Brink, 2017, pp. 50-53). Sin embargo, una cosa es aceptar esa importante labor del control jurisprudencial o legislativo que realizan los jueces en los casos concretos, y otra muy distinta es permitir que sus interpretaciones sean moduladas o viciadas por creencias (o prejuicios) personales en torno a asuntos de amplio interés social y la garantía de derechos. Lo peor, no obstante, no es que tal vicio esté dado por una falta de “comprensión”, sino por una voluntad consciente y decidida de infringir una responsabilidad ética, lo que más adelante repercutirá en una responsabilidad disciplinaria y, posiblemente, penal.
Ahora bien, no se presume aquí que los jueces tengan la obligación de filosofar o investigar el mundo de los valores éticos, con su inserción normativa en el ordenamiento y la mejor manera de adaptarlos a sus interpretaciones y resoluciones jurisdiccionales. Ello sería pretensioso, teniendo en cuenta no solo una cultura de la formación judicial que pondera la práctica por encima de la teoría (Mejía y Restrepo, 2022), sino que, como se vio anteriormente, el déficit de jueces en Colombia es significativo, con repercusiones en la congestión judicial y, por ende, en la diligencia como valor ético. Sin embargo, tal prevención no puede ser usada como excusa para asumir retóricamente principios cardinales de la ética judicial como la independencia, la imparcialidad o la motivación (Atienza, 2001). En efecto, no se puede predicar independencia judicial en ausencia de una actitud del juez que, más allá de compromisos políticos o religiosos, privilegie una práctica judicial objetiva, deudora del interés común y la garantía de derechos. Sin esa independencia, será imposible lograr los demás principios y valores del Código. De hecho, el arsenal normativo y axiológico contenido en el Código y el material académico sobre ética judicial lucirían vacíos de sentido en ausencia de una reflexión profunda sobre las implicaciones éticas de la ética judicial. Quien no esté dispuesto a reconocerlas, debería
7. Una controversia en torno a la imparcialidad
Para finalizar este artículo, es preciso hacer referencia a la disyuntiva que en términos de justicia se plantea a partir de la idea de imparcialidad. Si bien, como ha reconocido un filósofo de raigambre kantiana, Rawls (1995), la imparcialidad puede ligar a un servidor público, sea moralmente o por razones meramente funcionales a la dignidad que ocupa, a menudo la imparcialidad se ha asumido como un principio cardinal, esto es, esencial a la ética judicial (Atienza, 2001). No obstante, es importante tener en cuenta que una idea de justicia no podría dar por sentada una versión de la imparcialidad como asumiendo la corrección absoluta del orden moral y jurídico de una sociedad. En efecto, cuando Brink (2017, p. 53) afirma que la discrecionalidad en el caso de Hart supone una “actividad cuasilegislativa”, es porque se considera que el legislador no ha declarado de manera absoluta y completa toda la carga normativa necesaria para resolver “casos difíciles” o controversias que implican de alguna forma la indeterminación del derecho.
Esto implica que, de alguna manera, la imparcialidad no puede tampoco ser absoluta, toda vez que llenar esos vacíos en la legislación implicará para el juez tomar una posición dada inevitablemente por la defensa de una posición u otra en la interpretación jurisprudencial o del derecho positivo. A pesar de que esto le resta valor a la idea de una objetividad metafísica, dota de sentido la idea de una objetividad epistémica. En efecto, ¿qué significa que un juez deba resolver cada caso difícil o que implique controversias frente a las autorizaciones normativas y las concepciones (mayoritarias) sociales sobre una u otra idea de la moral? Sin duda esto nos remite a que la ética judicial no podría reducirse a una cierta idea de imparcialidad meramente abstracta, universal y apolínea, sino que tendría que asumir en determinados momentos una especie de “parcialidad virtuosa”.
Para abrir el debate, son completamente pertinentes las ideas de injusticia epistémica planteadas por Fricker (2017), en el sentido de que tanto la sociedad como los funcionarios públicos con cargos que implican la garantía de derechos, bien podrían incurrir tanto en una injusticia testimonial como en una injusticia interpretativa, cuando sus nociones de ciertos principios o valores carecen de la necesaria modulación de acuerdo con los casos concretos, restando la suficiente atención y consideración diferencial de posiciones “en los márgenes”. Sin embargo, también desde ámbitos epistémicos cercanos a los estudios de género, es Young (2000) quien, a mi juicio, formula de manera sumamente argumentada por qué la idea de justicia no podría basarse en una imparcialidad meramente esencialista y/o con pretensiones de validez universal: “El ideal de la imparcialidad legitima la toma de decisiones jerárquica y permite que el punto de vista de las personas privilegiadas aparezca como universal” (p. 196).
En este sentido y, dado que no es posible mayor extensión en este punto, es del todo necesario considerar en una sociedad demandante de justicia y equidad, si, como en el caso del mencionado juez, sería virtuosa una parcialidad, no ya negadora de derechos y garantías por una particular (o mayoritaria) concepción de la moral, sino proclive a concebir en cada caso las implicaciones éticas de su práctica judicial, asumiendo como imperativo el deber de facilitar a una o varias personas sentirse protegidas por la administración de justicia.
8. Conclusiones
A través de este artículo se ha mostrado cómo, más allá de las definiciones comunes de la ética judicial que se manejan actualmente en la administración de justicia colombiana, los compromisos tanto institucionales como individuales con ella parecen seguir siendo desafiantes para una cultura judicial que, haciendo gala de una aparente discrecionalidad legítima, podría llegar a incumplir el mandato constitucional y legal de la labor jurisdiccional. De hecho, al mencionar la forma en que la administración de justicia avanza en la adopción de las TIC y privilegia un enfoque práctico tanto en la formación como en la labor jurisdiccional, queda insinuado que cualquier fisura en la ética judicial no vendría dada únicamente por la prudencia de los jueces (los nuevos y los de larga data), sino por la responsabilidad institucional, cuya labor más determinante es la de guía, pero también la de controlar y sancionar. Una de las preguntas que queda abierta en este punto es cómo, más allá de lo disciplinario, este sistema institucional de la administración de justicia puede garantizar en sí mismo el cumplimiento de las responsabilidades éticas.
De igual forma, a partir del análisis filosófico de las implicaciones éticas de la ética judicial, este artículo planteó el debate sobre la necesidad de repensar las categorías morales sobre las cuales se trabaja constantemente tanto en la formación como en la práctica judicial. En efecto, al mostrar el rigor filosófico subyacente en la ética y la metaética, si bien quedan excusados los jueces en tanto jueces y no filósofos, es indudable que una forma de constreñimiento viene dada, no solo por la adopción del Código hace más de una década, sino por las complejidades del orden social colombiano, demandante de una justicia que sea coherente con su misma misión. Es esto lo que requiere una mirada compleja y, me temo, tal mirada únicamente podría sostenerse en análisis que van más allá de las definiciones genéricas. Insistir en una formación judicial bajo tales guías vaciaría de sentido los mismos principios y valores del Código en tanto categorías, no solo del pensamiento como teoría, sino de la reflexividad como fundamento de la acción jurisdiccional.
Finalmente, si bien es evidente que excusar a los jueces en tanto jueces y no filósofos llevaría a limitar el mismo discurso metaético de las discusiones sobre ética judicial, a la luz de lo argumentado en este artículo, se observa la necesidad de una reflexión rigurosa sobre las pretensiones de objetividad dentro de la ética judicial. En efecto, si bien observamos que el Código hace mención fundamental a otros principios y valores, a la vez se evidenció que para que todo ello se cumpla, se requiere privilegiar la objetividad por encima de cualquier sesgo o distorsión del juicio en las actitudes y aptitudes judiciales. Queda claro, no obstante, que ello no puede lograrse, primero, sin una aceptación de las implicaciones realmente éticas de la ética judicial, y segundo, sin una postura comprensiva de la misma objetividad. Fue ello lo que abordé bajo la idea de objetividad epistémica, como una posibilidad de pensar la ética judicial más allá de un ejercicio retórico o formativo, para lo cual se requiere adoptar una postura reflexiva y metódica a la hora de comprender qué significa ser juez en una administración de justicia con pretensiones de eticidad.
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Notas
1
Otro trabajo comparativo (aunque con menos detalle) lo hace Vigo (2010) para la Escuela Judicial “Rodrigo Lara Bonilla” del Consejo Superior de la Judicatura.
2
En adelante “CSJ”.
3
El sociólogo alemán Georg Simmel planteó una serie de argumentos en contra de una versión universalista de la ética, defendiendo una fundamentación moral a partir de las formas individuales de motivar toda acción. No obstante, reconoce el gran valor de la herencia kantiana al formular la ética en tanto deber (Simmel, 2003, pp. 38-45).
4
En adelante, “el Código”.
5
“Obligación” en tanto responsabilidad ética institucional, mas no jurídica, disciplinaria o penal.
6
Algunos de estos elementos desde la relación moral-derecho-política, son analizados en otro trabajo (Restrepo, 2014). Véase también Brink, 2017.
7
Algunos argumentos en favor de esta tesis se encuentran en Williams, 1997, p. 27.
8
Si bien el Consejo Superior de la Judicatura solicitó en su momento a la Sala Jurisdiccional Disciplinaria de Bolívar realizar una investigación al mencionado juez (Morales, 2020), a la fecha no se sabe de alguna sanción o resolución procesal, lo que deja entrever que posiblemente, a pesar de la gravedad, no hay sanción, o bien, que el proceso carece antiéticamente de diligencia (CIEJ, 2014, p. 14; Restrepo, 2020).
9
La “suspensión del juicio” es un concepto de raigambre escéptica y fenomenológica (Descartes, 1968; Husserl, 1979), que implica una cierta neutralidad antes de emitir cualquier afirmación o negación sobre algún hecho o materia, “puesta entre paréntesis”, sea por su complejidad, o por una duda frente a la noción de verdad desde las que tradicionalmente se analiza un tema. Aunque no se asume aquí que en la ética judicial el escepticismo tenga necesariamente alguna utilidad, la “suspensión del juicio” es conveniente a nivel cognitivo para un juez cuyas convicciones religiosas o posturas morales podrían reducirle su capacidad de ver las cosas “claras y distintas”. Véase Atienza, 2001, p. 18.
10
Hace poco causó revuelo en Colombia el caso del Juez Segundo Civil del Circuito especializado en Restitución de Tierras de Apartadó, quien en una audiencia “maltrató” verbalmente a una víctima de despojo de tierras, mujer afrodescendiente, a quien llamó “mentirosa” y amenazó con “tirarla a la Fiscalía”, en una evidente muestra de revictimización y, quizás, falta de imparcialidad (Comisión Colombiana de Juristas, 2011). Las críticas no se han hecho esperar, puesto que, a pesar de que algunas instituciones defensoras de derechos humanos han interpuesto quejas ante el Consejo Superior de la Judicatura para que se investigue disciplinariamente al servidor judicial, este sigue en su cargo, presuntamente en asuntos relacionados con las víctimas del conflicto armado reclamantes de tierras.
11
Hubo hace poco otro caso en el que la jueza de control de garantías, Vivian Polanía Franco, apareció en una audiencia virtual, acostada en su cama, semidesnuda y fumando, hechos que generaron ardua polémica, llegando a ser suspendida de su cargo durante tres (3) meses, por la Comisión Seccional de Disciplina Judicial. (El Tiempo, 2022). Lo que causa inquietud es, por qué ante este caso hubo prontitud en la sanción (aunque sea temporal), y en los otros casos no. ¿Cómo determina la administración de justicia la necesidad de diligencia en la sanción ética y/o disciplinaria? ¿Cuáles sesgos hay de fondo y que subrepticiamente afectan la objetividad en su responsabilidad institucional?
Información adicional
Para citar este artículo: Restrepo Ramírez, A. (2023). Una revisión crítica de la ética judicial: más allá de la retórica. Universitas Philosophica, 40(81), 145-176. ISSN 0120-5323, ISSN en línea 2346-2426. doi: https://doi.org/10.11144/Javeriana.uph40-81.rcej