UN EXTRAÑO CASO DE MINIMALISMO LITERARIO: ROBERTO BOLAÑO, “LA PARTE DE LOS CRÍMENES”, EN 2666

A STRANGE CASE OF LITERARY MINIMALISM: ROBERTO BOLAÑO’S “THE PART ABOUT THE CRIMES” IN 2666

Adolfo Chaparro-Amaya

UN EXTRAÑO CASO DE MINIMALISMO LITERARIO: ROBERTO BOLAÑO, “LA PARTE DE LOS CRÍMENES”, EN 2666

Universitas Philosophica, vol. 40, núm. 80, 2023

Pontificia Universidad Javeriana

Adolfo Chaparro-Amaya

Universidad del Rosario, Colombia


Resumen: “La parte de los crímenes” plantea un reto inédito en cuanto al ejercicio de la narración de los feminicidios cometidos en México durante los años noventa del siglo pasado. Sobre ese fondo problemático, el presente artículo se despliega en dos partes. En la primera, siguiendo a Kant y a Lyotard, se propone mostrar la singularidad de la experiencia de lo sublime ocasionada por (el relato de) los crímenes. En la segunda, se abre la posibilidad de que una comprensión del hecho en su conjunto pueda apelar a figuras de la razón, pero, en lugar de volver a Kant, lo resuelve apelando a algunos conceptos-idea de Giorgio Agamben que han venido a enriquecer el paisaje de la filosofía política contemporánea.

Palabras clave:Agamben, sublime, bios/zoé, stasis, campo.

Abstract: “The Part About the Crimes” poses an unprecedented challenge in terms of the exercise of narrating the femicides committed in Mexico during the 1990s. Against this problematic background, this article unfolds in two parts. In the first one, following Kant and Lyotard, it intends to show the singularity of the experience of the sublime caused by (the account of ) the crimes. In the second part, it opens the possibility that an understanding of the event as a whole can appeal to figures of reason, but instead of going back to Kant, it resolves it by appealing to some concepts-ideas by Giorgio Agamben that have come to enrich the landscape of contemporary political philosophy.

Keywords: Agamben, sublime, bios/zoé, stasis, camp.

La parte de los crímenes”, el cuarto libro de la obra póstuma de Roberto Bolaño 2666 (2004), se ocupa de los hechos que se conocen como el feminicidio persistente en Ciudad Juárez, ocurrido y puesto en conocimiento del mundo a partir de los años noventa del siglo pasado. El impacto de estos crímenes en serie sobre la representación de México para los mexicanos ha sido devastador. La serie de los crímenes cometidos “en la novela” sobre las mujeres de Santa Teresa (Ciudad Juárez “en la realidad”) alcanza tal intensidad y provoca tal estado de incertidumbre y confusión que hace pensar en la fragilidad institucional y policial de las ciudades de frontera en México, pero la forma de su ejecución deja la sensación de una catástrofe del contrato social que afecta las certezas básicas de lo común.

Numerosos periodistas, críticos literarios y estudiosos sociales se han ocupado del tema y de esta parte de la novela. De nuestra parte, la idea es establecer un plano de consistencia que permita “hacer uso de la razón” (Kant) para intentar la comprensión del feminicidio sin pretender la aclaración judicial de los crímenes cometidos. O mejor, no partir de la pregunta por el asesino, sino por las condiciones de posibilidad de los asesinatos. A mi juicio, la falta de claridad judicial sobre el crimen, que nunca se resuelve en la novela ni en la realidad, se compensa con explicaciones comprensivas que buscan reconstruir los feminicidios “como si” hubiera una condición trascendental que los hace posibles. El resultado es un hipotético plano de consistencia que traduce en abstracto lo que corresponde a la experiencia literaria sobre el plano de inmanencia, mostrando la incongruencia entre la realidad social del crimen y la irrealidad institucional de su resolución.

La comprensión es suplementaria a la historia real de los feminicidios y a la narración, pero justo por eso se puede instalar en una frontera especulativa entre la imaginación acuciosa del escritor y la impotencia de las certezas siempre insuficientes del testigo, del periodista, del policía, del investigador. Es decir, puede instalarse en ese juego entre lo que sabe el narrador y lo que interpretan los distintos investigadores a medida que avanza la novela. Mientras, se va perdiendo el sentido que justifica una u otra certeza, hasta que termina por hacerse inútil la búsqueda misma de la verdad. No es difícil imaginar la fruición con la que Bolaño se instala en esa ambigüedad, desgranando la fenomenología minuciosa del feminicidio al tiempo que asume la ignorancia sobre los presuntos criminales, con lo cual crea un cortocircuito en la distinción ficción/testimonio, causa/efecto, hechos/creencias. Transitando en esa cuerda floja, Bolaño pone al lector en un límite, a saber: aceptar el secreto infranqueable de “la verdad” sobre el asesino al tiempo que se entera de los más mínimos detalles del efecto de los crímenes sobre el cuerpo de las víctimas. El resultado es un estilo “conjetural” que insiste en el formato minucioso e inútil del informe policial que queda expuesto a la curiosidad pública. De esa manera, Bolaño mantiene la duda y la confusión de los personajes con respecto a una realidad que no se puede explicar: “Nada es definitivo en la historia que cuentan los personajes, nada es seguro y todo se presta a la suposición y a la hipótesis” (Saucedo Lastra, 2012, p. 99).

Una posible lectura de esta parte de 2666 pasa por la pregunta acerca de la responsabilidad del autor con el proceso de significación que compromete cualquier texto que quiera dar cuenta de la verdad sobre los hechos que conforman el núcleo dramático del relato. La paradoja del testimonio literario es que no puede aducir “el poder ni el deber de la prueba”, está disociado de esa responsabilidad, y sin embargo, “apela a la fe del otro comprometiéndose a decir verdad”, por lo cual ningún juez aceptará que se descargue de su responsabilidad con una declaración del tipo: “eso que les digo ahí guarda el estatuto de una ficción literaria” (Derrida, 1996, p. 23)1. Todos y todas, incluidas las víctimas, tienen una verdad y una carencia de verdad. El relato cumple con darle voz a los personajes en el intento de pasar la prueba de verosimilitud que le exigen tanto los lectores como los afectados por los crímenes en cuestión. En ese sentido, se puede hablar de una verdad, no la de la investigación policíaca o periodística, sino la que el autor pugna por ahondar mezclando la literalidad de lo vivido con la ficción de lo narrado, sin esperanza de encontrar la verdad, pero con la fuerza para reconfigurar nuestra noción de verdad, de ficción y de realidad.

Ese pliegue en la frontera entre testimonio, teoría y ficción es por sí mismo un problema interesante que incita a seguir “La parte de los crímenes” como si allí se incubara una versión literaria del sublime kantiano. Me explico: la frustración de la verdad policíaca en el texto de Bolaño puede ser leída como una decepción de los recursos del entendimiento y de la imaginación que, en compensación, habilita a la razón a comprender la serie de los crímenes como un todo. Esa posibilidad conecta con una versión más contemporánea de lo sublime, tal como Jean-François Lyotard (1998) lo descubre en el minimalismo plástico y pictórico (pp. 95 y ss.), cCon una diferencia: mientras los manifiestos minimalistas de mediados de siglo xx renuncian a la imagen como objeto creativo –para hacer de la operación artística una búsqueda radicalmente abstracta y ostensiblemente matérica del sentido del arte–, Bolaño no deja de repetir las imágenes de los cuerpos asesinados, como si cada objeto, prenda, gesto o posición pudieran retener la atención del lector, en una repetición sádica deliberada que mantiene en vilo su (im)posible explicación. Es verdad que el resultado literario de esa restricción es hiperrealista en la imagen, pero se trata de seguir el programa de Bolaño y no su coherencia en relación con la historia del arte. Lo que queda es algo así como un minimalismo forense como opción anti-literaria de la descripción serial de “lo más terrible”, de “lo peor” o del “mal absoluto”, según el criterio de los críticos de la obra que en este punto, en su mayoría, coincide con el de las víctimas y la opinión pública. Esa línea de repetición pone al espectador en la situación de cada víctima y en su repetición impía de la serie de los crímenes, los cuales avanzan impasibles, reiterando la impotencia del entendimiento. Esa ausencia de concepto hace parte de lo que Kant llama la experiencia de lo sublime. En otro plano, lo mismo sucede con los habitantes de Santa Teresa, que no terminan de explicarse la historia sin final que los asedia y, frente a la decepción que ocasiona la ignorancia sobre el asesino, apelan a instancias transcendentes de comprensión que hacen un recorrido paralelo de su propia experiencia de lo sublime.

En síntesis, “La parte de los crímenes” es una experiencia desmultiplicada de los tantos testigos/víctimas/lectores de los feminicidios ocurridos en México en los años noventa, y plantea un reto inédito en cuanto al ejercicio mismo de la narración, abriendo los intersticios y las superposiciones entre la literatura y el lenguaje forense, entre el lector y el ciudadano, entre el narrador y los vecinos de Santa Teresa/Ciudad Juárez, entre el crimen incierto y el desarreglo de las facultades que ocasiona la búsqueda de su explicación.

Sobre ese fondo problemático, el presente artículo se despliega en dos partes. En la primera, siguiendo a Lyotard, que a su vez sigue a Kant, se propone mostrar la singularidad de la experiencia de lo sublime respecto del relato de los crímenes de las mujeres asesinadas. En la segunda, abre las posibilidades de que una comprensión del hecho en su conjunto pueda apelar a figuras de la razón, pero, en lugar de volver a Kant, se inspira en conceptos de Giorgio Agamben, que han venido a enriquecer el paisaje de la filosofía política: vida nuda, pueblo, campo, excepción. En el fondo, la pregunta es si el juicio sublime que surge de la experiencia “real” es distinto del sublime propiamente estético, o mejor, si hay un punto donde coinciden las paralelas no euclidianas del autor, el investigador, la víctima y el lector.

1. El anima minima del crimen serial

Esto ocurrió en 1993. En enero de 1993. A partir de esta muerte comenzó a contarse los asesinatos de mujeres. Pero es probable que antes hubiera otras. La primera muerta se llamaba Esperanza Gómez Saldaña y tenía trece años [,…] la estrangularon, dijo el juez, está más claro que el agua [, …] presentaba hematomas en el mentón y en el ojo izquierdo. Fuertes hematomas en las piernas y en las costillas. Había sido violada vaginal y analmente, probablemente más de una vez, pues ambos conductos presentaban desgarros y escoriaciones por los que había sangrado profusamente. A las dos de la mañana el forense dio por terminada la autopsia y se marchó. Un enfermero negro, que hacía años había migrado hacia el norte desde Veracruz, cogió el cadáver y lo metió en un congelador (Bolaño, 2004, pp. 443-445)2.

La adopción plena del lenguaje forense en la descripción de los feminicidios de Santa Teresa parte de la convicción de que lo que cuenta es la descripción precisa y detallada de los hechos, los indicios y los testimonios relevantes para aclarar el crimen. En “forense” no hay lugar a interpretaciones o valoraciones sin soporte empírico. Sin embargo, dado que se trata de una serie de crímenes por relatar, el escritor debe sopesar la información que se va allegando en cada crimen, sin ignorar que en conjunto se trata de un caso emblemático, singular. La opción de Bolaño es insistir estoicamente en la repetición del mismo lenguaje para cada una de las mujeres asesinadas, así lo que parecía singular, termina borrado por la monotonía de lo similar. Y al contrario. Como dice Derrida (1996), la repetición puramente representativa del lenguaje comporta una suerte de compromiso con la verdad que puede llevar lo descrito más allá del instante de su ocurrencia: “la repetición lleva al instante fuera de sí mismo” (p. 26)3.

En medio de la dinámica iterativa del horror, Bolaño insiste en la neutralidad objetiva del lenguaje policíaco, como si el parpadeo instantáneo y agudo de lo visto fuese la garantía fenomenológica de su relevancia para el informe y para el lector. El punto es que, en su precisión idealizada, el lenguaje –o su expresión hablada– no se confunde “con las cualidades sonoras de las cosas, con el ruido de los cuerpos, con sus acciones y pasiones” (Deleuze, 1989, p. 188). Eso significa que, aún en la literalidad descriptiva de los hechos, “lo expresado no se confunde con la expresión” (p. 188), especialmente si se trata de cuerpos ultrajados, abandonados y expuestos a la mirada atónita de los investigadores. De hecho, parece que la repetición es más fiable cuando se trata de las formas de la sexualidad y el erotismo, de por sí limitadas y repetitivas, que anteceden el asesinato de las mujeres. Desde la superficie de los hechos y del lenguaje, no hay fusión posible de lo expresado y la expresión, ni en el lenguaje científico ni en la descripción forense de la tragedia. Por eso, al final, la exposición escueta de las biografías y los cuerpos deja “en el aire” la intensidad de los rostros aterrados, la historia cotidiana, el ethos arcaico que confronta a la víctima con el victimario, el misterio de cada muerte en relación con su propia vida. Todo lo que escapa irremediablemente del texto al murmullo imaginario del lector.

En su abstracción, la intensidad de lo sexual comporta el “fuera de sí” que Kant (1991) concibe como lo sublime, aunque se haya inspirado más bien en la experiencia de las fuerzas de la naturaleza (p. 160). La condición es que entre la manifestación de la fuerza y la experiencia de lo sublime no haya una mediación conceptual o imaginaria que nos permita hacer uso de la facultad del entendimiento. Por eso, el juicio de lo sublime no está en conformidad con la manifestación de la naturaleza que lo ha provocado. Es verdad que Kant resulta parco en ejemplos (el volcán, la tempestad, la infinitud del paisaje visto desde la montaña), pero en principio está tratando de ilustrar las variedades de lo sublime definido como “lo que es absolutamente grande”, esto es, lo que resulta irreductible a la magnitud, a la medida, o a cualquier ejercicio de comparación (p. 162). En esa perspectiva, lo infinitamente grande podría ser lo infinitamente pequeño o lo infinitamente doloroso o, incluso, lo que místicos y artistas experimentan como gozo infinito. El erotismo y la muerte hacen parte de la experiencia de lo sublime, son igualmente incalculables y solamente “en nosotros” adquieren su cierre y fundamento.

Dado que la literatura se mantiene en la cercanía de la finitud como morada, la idea de lo sublime parece fuera de su órbita trascendental. ¿Hasta dónde es plausible conectar el plano de inmanencia en el que se desenvuelve la obra con la trascendencia que la experiencia de lo sublime produce a través del acontecimiento? Quizás haya una respuesta diferenciada, según se trate de la interioridad del lector o del autor. En cualquier caso, acotada a la literalidad de “La parte de los crímenes”, la infinitud del daño y el patrón aparentemente ilimitado de los asesinatos debería provocar en nosotros la experiencia de lo sublime, sin que haya una forma precisa para imaginarlos, ni un concepto adecuado para comprenderlos como expresión de la naturaleza humana. Dela parte del autor, es como si Bolaño disociara los dos niveles: uno en relación con lo bello, que es adecuado a la forma de los cuerpos que aquí son sistemáticamente violados y defenestrados; y el otro, esa repetición de la violencia excesiva que hace desfallecer la imaginación. El punto es que el autor no explora ese segundo nivel que va de lo bello a lo sublime, y deja al lector y a personajes secundarios la búsqueda de una alternativa de comprensión, o al menos de una idea.

Desatados los instintos por el sexo y la muerte, y dada la sinergia pulsional que entre ellos logra la novela a medida que avanza la repetición serial de los crímenes, se abre la hipótesis de una suerte de engendro sub o sobrehumano en busca de la realización tanático-sexual del placer que es potenciado como una suerte de sublime dinámico. En gracia a su constante aparición hipotética, en el relato se va instalando un dispositivo pulsional de varias máscaras, tanto más inquietante cuanto el personaje no tiene nombre, ni número, ni rostro. Es inidentificable. Desde luego, ese no es un invento de Bolaño, pero sí es un punto de vista necesario, el del asesino, sin el cual todo queda en el hueco negro de lo improbable. Paradójicamente, para asumir el punto de vista del asesino, más allá de la imaginación policíaca, el autor se instala en lo que Derrida (1996) llama “una pasividad de la pasión” (p. 26)4 que precede a la acción o a la pasión del relato propiamente dicho. Esa puesta entre paréntesis, de inspiración fenomenológica, ya había sido elaborada por Blanchot (2008) como una suerte de neutralidad narrativa que habla a distancia para lograr que el sí mismo no interfiera en el acto de escritura, incluso, y sobre todo, si se trata de ponerse en el lugar de la víctima o del asesino:

sin existencia propia, no hablando de ninguna parte, en suspenso en el todo del relato, (la voz) tampoco se disipa en él a la manera de la luz que, a pesar de ser invisible, hace visible: ella es radicalmente exterior, viene de la misma exterioridad, ese afuera que es el enigma propio del lenguaje en la escritura (p. 495).

La neutralidad de Blanchot tiene un aire de familia con el desinterés del juico estético, pero, como diría Kant, no opera de la misma manera en el autor que en el lector. En principio, el autor hace gala de esa neutralidad o pasividad previas, que le permiten “hundirse” en las intensidades más extremas. En la medida en que las obras de arte o los objetos útiles comportan una finalidad determinada en sí mismos, el exceso que produce lo sublime tiene que ser enseñado “en la naturaleza bruta (y en esta, aún, solo en la medida en que no conlleve ningún atractivo ni emoción debida a un fin efectivo), meramente en cuanto contiene magnitud” (Kant, 1991, p. 166). La operación estética sería, entonces, despojarse de la finalidad que comportan las emociones frente al asesinato de las mujeres de Santa Teresa, y presentar los cuerpos ultrajados, violados, muertos en la serialidad de su acontecer, como si se tratara de un hecho –ni natural ni social– puramente literario. Parece extraño o cínico o insensible. Pero eso es justamente lo que hace Bolaño, sin que la “pureza estética” impida que la emoción inunde de rabia, dolor e incomprensión al lector. En efecto, en el lector pueden suceder muchas cosas, entre otras, la de transgredir esa neutralidad o la de abandonar la pasividad fenomenológica para seguir cada crimen con la expectativa de algún tipo de justicia que castigue un daño tan ostensible, insoportable y gratuito. Lo cierto es que la estrategia de Bolaño parece ser la de inhibir cualquier solución justiciera, sea de la parte de la realidad o de la ficción. La frustración generalizada de las víctimas en la realidad se convierte en una finalidad sin fin de la ficción.

En ese sentido, el trazo emocional más complejo tiene que ver con el lenguaje vicario de la sexualidad. La experiencia inenarrable de cada víctima, sometida a múltiples violaciones, aparece congelada en la descripción impávida de “los hechos”, de las huellas, en un ejercicio fotográfico que presenta lo peor de cada experiencia sin representarlo en la intención del victimario, ni en la vivencia de la víctima, ni en la mezcla de placer/dolor que afecta al espectador. Lo que hace soportable la lectura interminable de la serie es la indiferencia de la expresión respecto de lo expresado. Como insiste Derrida (1996) hablando de Blanchot, esa archi-pasividad se piensa como “una voz sin persona, sin esa voz narradora en la cual el yo surge y con la cual se identifica” (p. 21)5. Tratándose de un relato testimonial, habría que decir que el testimonio tiene como condición una desactivación de la subjetividad, y aunque sea un testimonio indirecto, como ocurre en este caso, la desactivación subjetiva se prolonga en un dispositivo citadino por el que entran la sexualidad “gore”, el “mete-saca” de los bares, la pornografía cotidiana. Las mujeres del relato excepcionalmente son prostitutas, pero todas son tratadas peor de lo que suelen serlo las prostitutas. Con ellas entramos en un abismo que Bolaño intenta hacer transitable con la pulcritud descriptiva de los “restos” entregando al lector lo que queda de cada existencia, como si a través de esa colección de pintalabios, vestidos rasgados, anos escoriados, mandíbulas rotas –puestos sobre la mesa de disección del informe policial– pudiéramos avanzar atentos al asesino fantasma, sin mirar juiciosamente el medium social y la dinámica pulsional que los hace posibles.

Sumidos en esa parálisis afectiva, suponemos que el escritor tiene una salida, un recodo por el cual accede a la experiencia de lo sublime, pero sucede lo contrario, el texto insiste en sumirnos en la materialidad sin sentido de los crímenes. Nada más. Bueno, sí, el dolor de las víctimas y el goce del lector. Pero eso no alcanza para encontrar el sentido de lo narrado, ni en el plano de la magnitud ni en el del dinamismo, propios de lo sublime. En cada crimen vamos perdiendo la sensibilidad ante lo que viene, nos defendemos con la certeza de la repetición, hacemos de la novela un crimen que es descrito de muchas maneras, pero que, finalmente, es el mismo, con lo cual el paso de página se convierte por momentos en una difícil decisión. El dilema es seguir en la aprehensión sucesiva de lo que tiende a la asignificancia o asumir que la suma inconmensurable de lo mismo es un acicate para la comprehensión estética (Kant, 1991, p. 165). En fin, el acicate para avanzar en la lectura radica en que el minimalismo narrativo de la acumulación indiferenciada del mal puede ser compensado por la búsqueda de una explicación, de un sentido, de un indicio que pudiera suspender el malestar de la repetición impune. Ante la dificultad para dar cuenta de cada muerte, para reconstruir la historia viva de cada mujer asesinada, se va imponiendo la sensación de una fuerza o poder insuperable, de un sublime dinámico que termina por naturalizar el terror.

Justo en el límite de lo insoportable emerge una iluminación inesperada: la idea de que en esa repetición hay más que una pura solución formal, o la pura intensificación de la pulsión asesina. Surge un tercero que no se resuelve en la síntesis, sino en la intensificación de los opuestos a través de la escritura. Inspirado en Aby Warburg, y pensando en las artes plásticas, Didi-Huberman (2009) ha reactivado el concepto de Pathosformel para explicar la conjunción de forma y fuerza en la repetición de las imágenes en distintos periodos del arte y la cultura. Si bien la pulsión y la forma tienen cada uno su ritmo de repetición en el tiempo, el texto (o la imagen) los hace coincidir –de la misma manera que una obra pictórica repite un gesto formal de otra época en su propio diapasón emocional, en su propio pathos cultural–. En el caso de “La parte de los crímenes”, esa coincidencia sucede en el presente del mismo texto y no apela a un género formal o estético de referencia, sino al protocolo, la sintaxis y la semántica con que el lenguaje forense describe . homicidio. Es una forma enunciativa propia del informe que es utilizada con el supuesto irónico de que los horrores que compila están desactivados emocionalmente por la objetividad del observador policial.

Por momentos el texto sucede como si Bolaño quisiera hacer una instalación plástica con las palabras. Y lo logra, al menos en cuanto las imágenes persisten como lacras en la imaginación del lector. Igual que en el minimalismo de Tony Smith, las imágenes insisten en su simplicidad, en su iteración minuciosa, en su falta de fines, como diría Kant. Lo que diría Didi-Huberman (1997) es que, en ambos casos, la imagen

escapa de entrada, pese a su simplicidad y a su especificidad formal, a la expresión tautológica –segura de sí misma hasta el cinismo– de lo que vemos es lo que vemos. Por mínima que sea es una imagen dialéctica: portadora de una latencia y de una energética (p. 61).

La misteriosa secuencia de vidas cercenadas tiene muchos significados, pero el relato dispuesto iterativamente provoca dos movimientos (in)congruentes: de un lado, suspende el juicio, como si cada cuerpo quedara sumergido en su latencia, y de otro, el “resto” corporal no deja de emitir signos de ingenuidad, rabia, placer, dolor, crueldad, impotencia, convirtiendo la carne ultrajada en una pregunta donde se mezclan por partes iguales metafísica, justicia y obscenidad. La repetición de “lo peor” que le sucede a cada víctima se convierte en una suerte de epitafio visual, que nos deja entrever un rasgo, un gesto, un resto vital que pudiera dar cuenta de la vida perdida, pero muy poco acerca de su existencia. En lugar de eso, queda el lenguaje sintético de los testimonios tomados en el entorno de la víctima. Lo que parecía una suma de afecciones, de por sí incalculable, se convierte en una suma más o menos previsible de testimonios. Y, sin embargo, las palabras no convocan otras palabras, sino la mudez que se impone en el espacio de los cuerpos imaginados por el lector.

El veinte de diciembre se registró el último caso de muerte violenta con víctima femenina de aquel año de 1993. La muerta tenía cincuenta años y como para contradecir a algunas voces que empezaban tímidamente a alzarse, murió en su casa y en su casa encontraron su cadáver, no en un baldío, ni en un basurero, ni entre los matojos amarillos del desierto. Se llamaba Felicidad Jiménez Jiménez y trabajaba en la maquiladora Multizone-West. Los vecinos la encontraron tirada en el suelo de su dormitorio, desnuda de cintura para abajo, con un trozo de madera incrustado en la vagina. La causa de la muerte fueron los múltiples cuchillazos, más de sesenta contó el forense, que le asestó su hijo, Ernesto Luis Castillo Jiménez, con el que vivía (Bolaño, 2004, p. 491).

Llegamos a la más espeluznante de las tragedias, aunque ya estemos saturados de tanta sorpresa previsible. En ese juego, la literatura ha ido desapareciendo para dejar su lugar a la literalidad, aunque sabemos que al final ese es también un recurso de la ficción. El efecto es contundente. La composición de cada cuerpo, reconstruido a través de sus escoriaciones, de sus violaciones, de los golpes recibidos, de las prendas rasgadas o mal acomodadas, resuena en el silencio de su propia imagen, sin explicación, abandonado al horror, al silencio, al basural, al desierto. Las imágenes sexuales pueden llegar a parecer contundentes en su evocación pornográfica, pero no remueven el silencio tautológico del cuerpo expuesto en su desnudez sin rostro. Hay un exceso de impotencia en la imaginación de lo “irreconocible”. Para llegar a ese mínimo expresivo Bolaño ha renunciado a la literatura sin dejar de avanzar en el relato. Como si para ganar la verdad de los crímenes “reales” tuviera que evitar que el testimonio se dilapide por “la ficción, el perjurio o la mentira” (Derrida, 1996, p. 22)6 que lo acechan desde la literatura.

Una hipótesis plausible es que, desbordado por la experiencia de ese límite narrativo, Bolaño ha hecho del relato un duelo por la razón ante la barbarie. Pero hay algo más. Hay un plus de sentido en el sinsentido que no termina de revelarse en el relato. Es una sensación, o mejor, un sensorium que mezcla religiosidad y superstición en medio de las pesquisas y los bares de todo tipo donde pudieron haber quedado los indicios del victimario. Entre tantos tirones de imágenes de mujeres que no dejan de morir, Bolaño está fraguando la posibilidad de una vida. En el minimalismo plástico y pictórico, la reducción de la obra a su materialidad más “pobre” evoca la posibilidad de que la muerte del arte sea al mismo tiempo su resurrección, como si en ese hiato pudiera avivarse el fuego que alienta el anima minima del espectador, encontrar un motivo para el asombro del arte (Lyotard, 1996, pp. 165 y ss.). En la búsqueda de una experiencia estética semejante, las imágenes literarias de Bolaño nos mantienen en vela tratando de descubrir en ellas un indicio de vida, sea pasada o futura. Quizás un alma que conversa con el ánima que la imagen despierta en el lector, quizás una legión de almas que dialoga con el ánima colectiva estupefacta por la desaparición de sus hermanas en la inminencia imperturbable de la muerte. Eso es lo que queda de la experiencia de lo sublime: un resto de vida que la obra guarda para ser revelado como un intangible que bascula entre la experiencia de la muerte y la experiencia estética.

Podríamos ir más allá y aceptar que cuando se trata de la muerte en una magnitud inimaginable, como es el caso que nos ocupa, se produce más claramente la extrema tensión que caracteriza el pathos de lo sublime. “Este movimiento puede ser comparado con un sacudimiento, es decir, con una repulsa y con una atracción rápidamente cambiantes hacia uno y el mismo objeto” (Kant, 1991, p. 171). Hay un exceso de decepción en la irrepresentabilidad de la muerte, que no del cadáver. Para Boileau, recuerda Lyotard (1998), el efecto sublime supone ocultar la figura (p. 100). Por el contrario, Bolaño no deja de exponer las figuras impúdicamente ante el lector. Pero no hay personajes, no hay modo de armar “una vida”. Podemos arriesgar entonces la idea de que justamente los cuerpos están ahí para marcar la muerte con el anonimato y para borrar la figura entendida como el trazo que capta la singularidad de la persona. ¿Es posible despertar en el lector el ánima de esas figuras, o estamos condenados a seguir dando vueltas alrededor de las causas del mal y del rostro del(los) posible(s) asesino(s)? En medio del estupor y la parálisis mental a los que conduce el relato, cabe preguntar qué es lo que el arte ofrece para superarlos. ¿Qué es lo que tiene que suceder más allá de nuestra condición vicaria de testigos de la muerte pura y cruda? Ante tantos cuerpos ultrajados, muertos y abandonados, ante la insistencia de las imágenes que vienen a agolparse en un mismo bloque tanático, en un percepto que las inscribe como parte del mismo recuerdo, ese deseo infantil por ver el alma es lo que prolonga la memoria y convierte la imposibilidad de lograrlo en un mínimo goce metafísico. El despertar del anima minima. En su sencillez dialéctica, ese deseo infantil es también una experiencia de lo sublime. “Lo bello da un placer positivo. Pero hay otra clase de placer ligado a una pasión más intensa que la satisfacción, que es el dolor y la cercanía de la muerte” (Lyotard, 1998, p. 103).

Ahora, si dejamos de lado las traducciones –que van de los hechos a la versión policíaca a las especulaciones periodísticas a los movimientos en contra del feminicidio a la versión literaria a su retorno cíclico o en serie por todo el planeta–, y nos preguntamos por lo que ya Burke señalaba como “las tinieblas, la soledad, el silencio, la cercanía de la muerte” (citado por Lyotard, 1998, p. 91) que acompañan el terror, y si en lugar del lector pensamos en los habitantes de Santa Teresa/ Ciudad Juárez, podríamos preguntar si esa experiencia en bruto puede devenir una experiencia colectiva de lo sublime. La estrategia de Bolaño es justamente esa: devolver a la realidad lo que es de la realidad, y esperar que suceda algo que nos libere –a un nosotros que no sería exclusivamente el de los lectores– de la nada, la impotencia y la incomprensión.

En algún momento, ya indiferenciado, el relato refiere que “la siguiente muerta se llamaba Penélope Méndez Becerra” (Bolaño, 2004, p. 505). Además de las descripciones ya conocidas de lo anal y lo vaginal, aparece un dato difícil de ignorar: la niña muerta tenía once años. Las emociones, pensamientos, identificaciones, elaboraciones generadas por ese dato son imposibles de “devolver” a la realidad, de encarnar. No funciona así. Pero es plausible probar un experimento mental que permita cruzar lo que pasa adentro con lo que pasa afuera de la literatura. Si ese intercambio se activa, podemos pensar uno similar respeto de las ideas a las que nos acerca la experiencia de lo sublime. La operación es delicada en tanto supone que la presentación negativa que el arte ofrece, en la realidad, sería radicalmente negativa, cargada de malignidad y de toda clase de experiencias irrepresentables. La coartada para el experimento es que desde un comienzo se entienda que “La parte de los crímenes” es un testimonio que no deja de remitir a su “doble” literario para llevar la experiencia del lector a un punto de indiscernibilidad entre arte y realidad.

El minimalismo lo hace diciendo: “este objeto concreto, insignificante, sin originalidad, es arte”. La realidad de los feminicidios podría hacer lo contrario: señalar cómo la experiencia singular del arte puede provocar un sentimiento y un juicio sublime que nos acerque a lo infinito dinámico del poder o a lo absoluto de la grandeza inconmensurable, en fin, a eso que Kant entendía por Ideas puras. Para Lyotard (1998), “la insuficiencia de las imágenes es un signo negativo de la inmensidad del poder de las ideas” (p. 103). En el intento de hacer coincidir lo sublime (la experiencia del lector), lo singular (la obra literaria) y el acontecimiento (lo real que acontece) se entrevé un efecto político derivado de la acción escritural del propio Bolaño. La estrategia de acceder al sublime narrativo, tan extraño, nos habilita para utilizar las ideas trascendentes como un argumento práctico o político.

En el caso de Bolaño hay cierta ambigüedad en ese sentido. Por una parte, sabe que la literatura está acotada al plano de inmanencia, a su finitud, a la espacialidad, al relato y al nombre propio. Pero sabe también que lo que acontece, en este caso, la repetición impía del feminicidio, plantea una relación directa con la ley que el autor del relato no puede asumir, aunque lo haga a través de sus personajes. No significa que pierda la autonomía y la libertad para rechazar políticamente la desgracia, la exclusión o la opresión que connotan tales asesinatos. La cuestión es que, antes de cualquier juicio, le corresponde al escritor crearlos, darles un lenguaje. Y esa operación tan compleja no puede estar precedida del juicio. De hecho es lo contrario, es necesario hacer uso de la neutralidad que le permite al lenguaje apropiarse, fluir en, fijar el acontecimiento.

Expuesto de tal manera a la verdad, es muy difícil para el lector pensar en una experiencia de lo sublime o lograr proyectar lo sensible en lo suprasensible, y lo es menos el encontrar la adecuación de las facultades para producir un juicio. No hay una imagen completa que pudiera remitir a la representación de lo acontecido. No hay claridad sobre las causas o los ejecutores de los crímenes. No hay una explicación social convincente. El pensamiento ha quedado paralizado en los hechos, presa del dolor, el asombro y el terror. No es claro tampoco cómo o en qué plano ese núcleo intocable, inexplicable, inenarrable pudiera conectarse con el resto de la novela 2666 en busca de una conexión, de un sentido, de una relación. La imaginación de Bolaño, siempre tan prolífica y dispuesta a tentar lo infinito y lo indeterminado, se ha paralizado. La totalidad social no desaparece, pero apenas puede ser expuesta en su fragmentación, en su falta de finalidad, en la vergüenza de una ignorancia colectiva insuperable.

En ese sentido, el desarreglo de las facultades no es un privilegio del arte. De hecho, el ejemplo privilegiado que ofrece Kant como experiencia de lo sublime es el de la tempestad, aunque no deje de advertir la necesidad de estar a salvo de la fuerza natural para poder acceder al juicio de lo sublime. Habría que indagar si el desarreglo que los feminicidios ocasiona en el círculo cada vez más amplio de los testigos convoca las ideas de la razón. Con la advertencia de que aquí no hay forma de estar a salvo de la muerte, y que la muerte de las mujeres de Ciudad Juárez se proyecta en una especie de idealidad negativa que busca comprender la tragedia más allá de su fuerza natural.

2. La serie de las hipótesis (cuasi)trascendentales

La filosofía política contemporánea parece atrapada en una paradoja inaugurada por Hobbes. Al plantear como condición de la modernidad el paso del estado de naturaleza al Estado entendido como contrato social, Hobbes establece un principio de soberanía que justifica la representación política moderna como una mediación necesaria para que el individuo/la población desista de su propia soberanía y la pueda delegar en el soberano7. Con el tiempo, la representación se despliega institucionalmente en un aparato jurídico y judicial encargado de resolver los conflictos de los ciudadanos, de conservar la vida de la población y, en casos excepcionales, de decidir sobre la vida y la muerte de los individuos que atentan contra el orden social. En la periferia del sistema mundo estas precauciones tienen efectos disímiles. De una parte, autorizan los absolutismos coloniales y las dictaduras poscoloniales, de otra, después de la Independencia, abren el largo camino del Estado social de derecho. Eso no impide que la estructura social esté atravesada por el monopolio de la propiedad de la tierra, la pauperización masiva, el ejercicio del poder “hereditario” en manos de unas pocas élites, la corrupción generalizada de la administración. Con ello, lo que parecía un estadio superado se va transformando en una constante en medio de una modernidad siempre incompleta o inacabada.

Si pensamos en Santa Teresa/Ciudad Juárez, el epicentro de la novela de Bolaño, a esa descripción habría que añadir una población en flujo migratorio; el control parcial del territorio, la vida nocturna y las instituciones por el narcotráfico; y, especialmente, la recepción creciente de un flujo interno de mujeres migrantes atraídas por la instalación fronteriza de maquilas norteamericanas. Ese es el contexto de los feminicidios narrados por Bolaño a través del detective en busca de la verdad. El autor amplía el radar de esa búsqueda incorporando las psicólogas, los policías, los periodistas, las feministas, las adivinas, la gente del bajo mundo que está a dispuesta a decir verdad sobre el caso, aunque ninguno esté autorizado para ello ni posea certeza alguna sobre la identidad del asesino. En ese plano, a la pregunta por quién es el culpable, la respuesta es suficientemente heterogénea como para establecer un diagnóstico social espontáneo sin implicaciones judiciales:

Son culpables los gobiernos locales y federales, la corrupción, las clases altas, las bandas juveniles, la pobreza, el sistema de explotación de la industria maquiladora, el narcotráfico, el tráfico de armas, el tráfico de personas, la inmigración, la policía, los periodistas vendidos, la ambición de las clases altas, la falta de educación, la ignorancia, la indiferencia de todos, la violencia intrafamiliar, el poder de unos pocos (Saucedo Lastra, 2015, p. 168).

En el lenguaje de Deleuze y Guattari (1994), lo que sucede en Ciudad Juárez es “la proliferación de microfascismos” (p. 231) que circulan sin ser percibidos. Si bien puede haber alianzas o acuerdos con las autoridades para minimizar las consecuencias, no hay una sustitución, sino una destitución más o menos duradera del poder soberano. El resultado es una suerte de soberanía dispersa, justificada por la fuerza, que obedece a una justicia indescifrable y monstruosa. La idea de este apartado es que la stasis, entendida como guerra civil o conflicto interior, expresa más claramente ese proceso de desnaturalización, que ya Platón concebía como una enfermedad del cuerpo social y desde la cual Agamben (2017) insiste en replantear una instancia más íntima y familiar (el oikos) de lo político (pp. 19 y ss.). Buscando ese componente familiar del conflicto, no es difícil encontrar en “La parte de los crímenes” un zócalo inconsciente de machismo, desprecio y odio profundo hacia la mujer, en especial, hacia las mujeres pobres, mestizas, independientes, sean jóvenes estudiantes, trabajadoras célibes, prostitutas solas, amancebadas o madres solteras que emergen como agentes de una nueva configuración de lo social. Si la stasis se distingue por un germen familiar, ligado al ámbito privado, la serie de los crímenes sirve de indicio de un conflicto entre hombres y mujeres que en su abstracción habla de una polarización de la sociedad determinable como casi-causa de los asesinatos. Del hecho que no se trate de una guerra declarada contra las mujeres no se deduce la contingencia de los feminicidios, sino una causalidad más sutil e indeterminada, que no deja de expresar un conflicto social intenso.

Así, lo que en principio parecía un análisis discreto de una comunidad local, termina por trascender al ámbito nacional y, con el eco de la prensa, al de los movimientos feministas, convirtiendo el acontecimiento en un crimen de lesa humanidad con resonancia global. Entre la búsqueda de los criminales y el diagnóstico social, emerge la necesidad de una explicación estructural que funge como un trascendental que no está más allá de lo real, sino que conecta lo real a través de toda clase de símbolos, ideas, conceptos, prácticas, instituciones. Esa no es la idea formal del juicio kantiano de lo sublime. La decepción que Kant experimenta ante la impotencia de la imaginación para dar cuenta del dinamismo y la inconmensurabilidad de las fuerzas naturales no solo hace inútil el uso de los conceptos, sino que tiene un efecto contrafáctico que lo envía directamente al plano trascendental de las ideas: yo, mundo, Dios. Lo que nos proponemos es llevar las ideas a un plano más mundano, que no tiene el alcance totalizador que le otorgan Kant o Platón, aunque sean conceptos-idea que estructuran una abstracción de lo vivido en los límites del plano de inmanencia de lo social.

Pero antes quisiera mostrar cómo funciona el sublime kantiano como productor del nexo entre el acontecimiento y las ideas de la razón. Tomemos el sublime dinámico, compuesto de una parte por lo “colosal”, lo “bruto”, lo “sin forma”, y de otra parte, la idea de “infinito, la de “todo absoluto” o “causa absoluta”, en fin, todo aquello que no se puede “aprehender” por la imaginación o por el entendimiento. La clave del juicio de lo sublime es encontrar “la síntesis de esos elementos heterogéneos, su nexus” (Lyotard, 1991, p. 119)8de modo que lo “sin forma”, apenas aprehendido en la naturaleza, pueda ser remitido a una determinada idea de la razón. Así, lo que parecía demostrar la impotencia de la imaginación se convierte en “un signo de la omnipotencia de la razón” (p. 119)9. Lo impresentable puede ser entonces presentado en el reino de las ideas sin que medie un concepto determinado o una relación causal específica. David Bastidas-Bolaños (2023) señala cómo, en esa (in)adecuación de facultades, “lo trascendente (Überschwengliche) se presenta como un abismo (Abgrund) incomprehensible para la imaginación”, pero a la repulsión inicial sigue una atracción, puesto que es la propia imaginación “quien revela la capacidad de pensar tal abismo en su totalidad a través de la razón” (p. 99).

Para aclarar el movimiento, Bastidas-Bolaños (2023) añade que “la comprehensión de lo sucesivamente aprehendido en un instante es, por el contrario, un regressus”, por el cual, paradójicamente, se abandona el progreso temporal de la imaginación y se “hace intuible [anschaulich] la simultaneidad [das Zugleichsein]” (p. 100). Pensando en los feminicidios, es como si la serie pasada y futura de los crímenes pudieran ser vistas desde el presente.

El paralelismo Kant/Agamben se hace más problemático si aceptamos que la experiencia de lo sublime no solo se produce en los lectores que gozan el relato sino también en los y las sobrevivientes que sufren con cada crimen un desarreglo intenso de las facultades. El plano trascendental propuesto por Agamben está altamente contaminado de leyes, cuerpos y territorialidades y, en ese sentido, atiende más a lo trascendente como potencia cognitiva que a lo trascendental normativo. La muerte en serie de las mujeres de Ciudad Juárez/Santa Teresa es un punto de coincidencia por el cual la suspensión de la ley, en particular en lo que se refiere a la vida de las mujeres, no solo resulta ininteligible y repulsivo, sino que hace inútil cualquier ejercicio de imaginación que pudiera conducir a la explicación de los hechos10. De esa manera, todos quedamos expuestos a una serie de intuiciones y conjeturas que en su disociación de la razón nos impulsan a buscar un plano trascendental, totalizante –que, a diferencia de Kant, aquí está contaminado de datos, hipótesis y conceptos– desde donde comprender el estado de contingencia absoluta, excepcional, que afecta a los cuerpos femeninos.

Es verdad que los conceptos de Agamben siguen el impulso de la razón, pero la totalidad a la que acceden es justo de lo que niega, rechaza, contradice una determinada idea de la razón. Así como la teología negativa nos ilustra sobre todo lo que Dios no es, los conceptos de Agamben tienen como plano de fondo una idea irrealizada de la razón. La excepción es un buen ejemplo: muestra en su ejercicio el poder del soberano para trasgredir los principios que fundamentan la racionalidad el poder. En su operatividad, el paradigma –ni concepto ni idea– de la excepción puede ser asumido como un criterio topológico que atraviesa con su lógica paradójica y sus intensidades todo el corpus conceptual de Agamben (2004), trazando un nuevo plano de inmanencia para la concepción de la soberanía y de la filosofía política en general. En ese plano, la excepción conecta los símbolos, los conceptos, las instituciones, los principios morales, dando una imagen negativa de totalidad. Respecto de la novela, la constelación heterogénea de conceptos que gira alrededor de la excepción ofrece una estructura en la que la negatividad de lo inconmensurable y lo dinámico viene a configurar un plano de conjunción adonde concurren los (supuestos) hechos y su (posible) explicación. Dicho de otra manera, la experiencia común de los crímenes otorga una proyección compartida de mundo que rebasa la intuición y se convierte en un modo de comprehensión indirecta de toda clase de exclusiones, dominaciones y ejercicios de violencia.

Dado que la totalidad resultante es mundana, social, experiencial, sobre ella se puede establecer un dominio paralelo –entre el concepto y la idea– en el que se interpelan el texto literario, los feminicidios y el discurso de la filosofía política. Para este ejercicio quisiera resaltar previamente las significaciones básicas del paradigma de la excepción.. La primera acepción, inspirada en Schmitt, indica “la decisión soberana” de dar muerte al enemigo como la esencia de lo político. La segunda, dispone la excepción como un juego topológico por el cual el soberano-patriarcal se excluye de la ley que aplica a los súbditos (en este caso, las mujeres) con el pretexto de hacer cumplir la ley que él mismo transgrede. La tercera, establece el grado de repetición según el cual, en un determinado espacio social, lo que parece excepcional deviene regla, configura lo que llamamos normalmente “estado de excepción”, a través del cual se puede instaurar “una guerra civil legal” que permite eliminar tanto adversarios políticos como “categorías enteras de ciudadanos que por cualquier razón no sean integrables en el sistema político” (Agamben, 2004, p. 11). A partir de esa deducción, Agamben insiste en la tesis del estado de excepción como una práctica esencial de los Estados contemporáneos, y sugiere la condición que, a nuestro juicio, aplica en Ciudad Juárez/Santa Teresa: un estado de excepción “eventualmente no declarado en sentido técnico” (p. 11).

Presentado el paradigma de la excepción, quisiera explorar otros conceptos-idea de Agamben como hipótesis hermenéuticas de los feminicidios vistos en su totalidad negativa. Desde sus orígenes, las comunidades políticas cuentan con una noción de pueblo que las incluye. A medida que emergen las mediaciones institucionales y representativas de la mayoría por una minoría, esa unidad original se deshace, o mejor, crea una división interna que tiende a replicarse en términos de clases sociales. En el caso de México, desde la Colonia, las distinciones de raza tienden a doblarse con las de clase, creando una fractura insalvable en el interior del pueblo.A pesar de la fundación republicana, el pueblo “pueblo” entra difícilmente en la nación entendida como el Pueblo (las mayúsculas son de Agamben) de los ciudadanos. En esa deriva, “el significado político de pueblo (con minúscula) incluye a la clase de los pobres, los desheredados y los excluidos” (Agamben, 2001, p. 31), pero, a pesar de su magnitud, de hecho, esa clase queda excluida de la política y no termina de constituirse como sujeto político. Las mujeres asesinadas en Santa Teresa entran en una paradoja mayor: son mexicanas, pero todo conspira para que sean ubicadas imaginariamente por la población en el afuera de su propia nación. Quizás haya allí en germen un nuevo sentido de pueblo, cosmopolita, que trascienda la nación imaginaria, pero entretanto en la novela se impone el carácter reactivo del “nosotros los nacidos en este rincón de la nación”, con todos sus localismos, herencias y exclusiones vernáculas.

Las mujeres participan de esas divisiones sin que sea visible su presencia, o mejor, son ellas las que en cada clase parecen ajenas a la política, y a las decisiones sobre los asuntos del común. Al sustraer a las mujeres de lo público-político, son ellas las primeras en encarnar la oposición ciudadano-pueblo, de la cual se derivan otras oposiciones que finalmente separan claramente a las mujeres excluidas como aquellas que pueden ser reducidas a la vida nuda (zoé), en oposición al modo de vida que distingue al sujeto soberano (bíos). Esa es la “fractura biopolítica fundamental” (Agamben, 2001, p. 33). Sabemos que la diferencia sexual intensifica la división entre bios y zoé, por la cual le corresponde al bíos una forma de vida lograda, libre, en constante crecimiento, y a la zoé le es asignada la vida reproductiva, puramente biológica, dependiente, sujeta a la necesidad. La hipótesis es que las mujeres están inscritas en esa estructura desde el origen de lo social, a la sombra de la zoé, lo que implica la cercanía con la vida, con su reproducción y su cuidado. Esa distribución ha sido radicalmente cuestionada, pero justo por eso se la ve ahora en toda su intensidad micropolítica. Ontológicamente, se trata de una escisión más originaria que la de amigo-enemigo, como si desde el comienzo de los tiempos pudiéramos hablar de una stasis sorda, de bajo perfil, que solamente ahora adquiere su trascendencia en la (re)organización familiar de las sociedades.

El crimen serial de las mujeres expresa de diversas maneras la extrañeza masculina por la pretensión femenina de acceder al bíos, a una forma de vida diferenciada pero indistinguible como principio de la de los hombres. Respecto de las mujeres, la reducción de la vida a la zoé, a la pura condición biológica, es imposible, pero funciona desde el punto de vista del hombre-soberano y, en la novela, desde una usurpación anónima de esa soberanía en formas de asesinato cotidiano. Hemos hablado del feminicidio como un fenómeno global, pero en realidad se trata de una oscura amenaza difusa, localizada, que tiende a actualizarse en la violencia, pero también en el aislamiento, la enfermedad, la precariedad, el anonimato. El propio Agamben (1998) ha descubierto, en los orígenes del derecho romano, una figura que encarna la separación radical entre bíos y zoé: el homo sacer. La idea es que frente al infractor, al extranjero o el enemigo, que supone formas de confrontación pública que conducen a formas sacrificiales: de la libertad, del hábitat o de la vida, el homo sacer sería insacrificable, no tendría el reconocimiento jurídico y simbólico que autoriza la violencia del socius. Su muerte no es significativa, nadie la reclama, no tiene efectos penales ni políticos. Esa caracterización, en este caso puede ser nombrada como femina sacra con el fin de enfocar la condición de nuda vida del cuerpo de mujeres que, paradójicamente, han salido del hogar, han asumido su autonomía como sujetos y se han incorporado a la fuerza laboral. Cuando estas mujeres pierden sus derechos (reales) sin perderlos (formalmente), se acercan a la condición de sujetos “consagrados a la muerte”, esto es, que pueden ser asesinadas sin que se las considere como ciudadanas y sin que esas muertes sean juzgadas como delito (Agamben, 2001, pp. 27-28).

La reducción brutal del bíos a la zoé en la novela tiene la marca de la violación anal y vaginal11. A pesar de las diferencias entre los casos, el sexo es la forma constante de reducción de las mujeres a la parte del placer, en una secuencia que va de la violación al asesinato. Otro rasgo de ese patrón es la frecuencia con que los cadáveres son abandonados en los basureros, que termina por corroborar la inutilidad reproductiva de los sexos ultrajados, la irrelevancia social de las víctimas y la desconexión de la víctima y el victimario. Cuando se trata de prostitutas o de mujeres asiduas de los salones de baile, la impunidad y el desprecio por la víctima se justifican por la vía del “sentido común moral”.

Todo esto parece esquemático porque estamos enfocando la operación reductiva desde la mentalidad “social” del victimario, pero a la vez se trata de reconocer el contenido específico del concepto de femina sacra propuesto. En esa perspectiva, el cinismo parece obvio, se trata de culpabilizar a las mujeres como provocadoras del crimen que las afecta por el mero hecho de existir. En la violación se erotiza esa mirada, se culpabiliza a la víctima por haber provocado al victimario por su aspecto, su vestuario o algún gesto espontáneo que puede ser leído como una provocación. Con lo cual, no se resuelve la incógnita sobre los asesinos, y sin embargo de la novela ya se pueden deducir rasgos comunes de los posibles victimarios: misóginos; incapaces de soportar la idea de mujeres solas, trabajadoras; propensos a confundir diversión con prostitución; suficientemente poderosos y hábiles para desaparecer sin dejar pistas y para obstruir o desviar las investigaciones.

La muerte en serie de las mujeres de Santa Teresa es una versión inédita y de género del estado de naturaleza entendido como un constante estar expuesto a la muerte que, en este caso, no se resuelve por la delegación del “dar muerte” concedida al soberano. Por lo contrario, remite a la (im)potencia para defender la nuda vida, el mínimo de seguridad que hace posible la formación moderna del Estado. En esa circunstancia, el soberano no tiene el monopolio de la fuerza ni la capacidad de defender la vida de la población que le ha sido encomendada a través de la representación (Agamben, 2001, p. 16). A partir de esa disolución de la soberanía formal en soberanías de facto acotadas en un territorio, el Estado de excepción se extiende a los espacios más íntimos e impensados y se manifiesta de múltiples formas en la vida cotidiana de las mujeres. En la perspectiva de Deleuze y Guattari (1985) , cuando los códigos sociales básicos se deshacen, “el instinto de muerte se apropia del aparato represivo y se pone a dirigir la circulación de la libido”, se impone una axiomática en la que “todo desea para la muerte”, y en la que los deseos son liberados “como cadáveres que se alimentan de imágenes” (p. 348).

Inspirado en el campo de concentración alemán, “el más absoluto espacio biopolítico que se haya realizado nunca”, Agamben (2001) ha propuesto una definición más general de campo que tiene como premisa la sustracción de derechos y el despojo a sus moradores “de cualquier condición política”, hasta reducirlos “íntegramente a nuda vida”, esto es, a una condición en que “el poder no tiene frente a él más que la pura vida biológica sin mediación alguna” (pp. 40-41). Habría que hacer dos precisiones en relación con la novela. La primera es que, en “La parte de los crímenes”, el campo no se establece por la promulgación de un decreto o ley, sino de forma soterrada por un poder anónimo e indescifrable. La segunda, que no se refiere a todos los sujetos, sino solamente a las mujeres, en particular a mujeres migrantes, trabajadoras de maquilas, colegialas al azar y prostitutas. Curiosamente, en la actualidad, para Agamben el campo tiene como referente empírico el espacio “entre” Estados al que están sometidos los migrantes de todo el mundo. La masa de trabajadores residentes que reciben los estados industrializados que no van a ser naturalizados ni repatriados, igual que esa otra masa que busca emplearse, conseguir ayudas o “ganarse la vida” en el Estado receptor crece sin reparar en la anomalía de la sustracción de los derechos ciudadanos. La separación entre los nacidos en la nación es cada vez más explícita, su nacimiento comporta el goce de derechos y los recién llegados o en general los no nacidos son privados de derechos por esa circunstancia.

La propuesta de Agamben (2001), justamente, es que “los Estados-nación encuentren el coraje de poner en tela de juicio el principio de inscripción del nacimiento y de la trinidad Estado-nación-territorio en que se fundan” (p. 28). Pero esa propuesta no resuelve los fenómenos de migración interna que hacen posible el campo a partir de fronteras internas, invisibles, que expresan la stasis como un conflicto al interior de la nación. No parece evidente, pero ese tipo de campo “anómalo” se repite en el interior de los Estados poscoloniales en relación con los connacionales, como un efecto impensado del colonialismo interno que ha establecido centros y periferias en disposición fractal, en una articulación compleja –que sigue la lógica paradójica de la inclusión excluyente establecida por Agamben– de lo racial, lo sexual, lo político y lo productivo dentro del Estado nación.

Es el caso de las mujeres muertas en Santa Teresa/Ciudad Juárez. Muchas de ellas, mestizas con una fuerte presencia indígena, vienen a trabajar en las maquilas que han instalado empresas estadounidenses en territorio mexicano. La cercanía de la frontera termina por acentuar el “afuera” con que los lugareños perciben a las recién llegadas. Puede ser, incluso, que un sentimiento antiimperialista agudice esa percepción. Si a eso añadimos la desconexión familiar y cultural de las “extrañas”, y su condición de obreras inscritas en la fábrica como el espacio privilegiado de socialización, no es extraño que culturas locales terminen por proyectar sobre ellas la idea de una raza otra, que no puede ni debe ser incorporada a la cultura tradicional.

3. Conclusión

En principio, “La parte de los crímenes” ha sido pensada como un relato en que un evento singular, el asesinato de una mujer, se repite hasta convertirse en una serie. La repetición de los feminicidios en el lenguaje frío y objetivo del informe forense funciona como una operación de ralenti cinematográfico dentro del relato que hace inocua la proliferación de conjeturas en que se desenvuelve la narración. Lo que queda es el efecto hipnótico del hiperrealismo que magnifica la imagen de los cuerpos violados, ultrajados, descuartizados, magnificando el dinamismo y la inconmensurabilidad propios de la experiencia de lo sublime.

Sabemos por reiteración que la violación precede a la muerte, pero no hay modo de establecer un patrón criminal que se ajuste a un único victimario. Si volvemos a mirar los epitafios que Bolaño (2004) escribe sobre cada una de las mujeres asesinadas, no es difícil encontrar dos casos que escapan a las hipótesis anteriores: el de la madre, asesinada por su hijo con una estaca que le clavó en la vagina repetidas veces, y el de “una mujer honesta y seria”, nacida en Santa Teresa y a la que “todo el mundo quería” (p. 566). En este punto podríamos pensar que los conceptos-idea de Agamben son tan sofisticados como inútiles. La explicación imposible hace inocua la comprensión razonable.

Lo cierto es que la impronta íntima (oikos) que define el conflicto (stasis) no significa que se trate de un problema de la vida privada, puramente familiar. La fuerza inexplicable de los crímenes tiende a propagar el acontecimiento que a cada repetición se prolonga en la imaginación siempre incompleta del lector y de los habitantes de la casa, el barrio, la ciudad, todo México, en una constante desterritorialización. Nunca un crimen en serie había tenido tanta exposición pública y política. Nunca un relato había encontrado su doble en la proliferación del feminicidio como realidad global.

Por lo demás, los crímenes continúan, como si la otra cara del cuidado institucional fuese para las mujeres la adaptación a la vulnerabilidad y la violencia. Esa dificultad de la democracia mexicana para confrontarse con ella misma más allá de la política institucional nos anima a postular la escisión hombre/mujer como la más idónea para justificar el intento explicativo de los feminicidios y, al mismo tiempo, para darle al acontecimiento una proyección global capaz de totalizar el problema.

Quizá sea necesaria una última paradoja para lograrlo; al fin y al cabo, el desarreglo de los sentidos que supone el juicio de lo sublime es ahora, “para nosotros”, más universal y más político. Cada una de las escisiones expuestas, y especialmente la stasis entre hombres y mujeres, además del conflicto interno que expresan, “mantienen estrechamente unida la comunidad política, como si el conflicto fuese el incentivo de su identidad” (Agamben, 2001, p. 33).

Queda la sensación de un acontecimiento inconcluso que aún “nos espera”, que revive en su sordidez el fantasma de la guerra entre los sexos, también entre las razas y las clases, lo cual termina por reinscribir la muerte en el tejido social y por llevar al lector al afuera de la novela. La interioridad comprensiva y atenta queda suspendida. Lo que la novela hace en ese punto es arrojar al lector afuera del lenguaje, a la génesis incesante del acontecimiento, eso es, a la certeza inenarrable de lo real.

Referencias

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Saucedo Lastra, F. (2015). México en la Obra de Roberto Bolaño. Memoria y Territorio. Iberoamericana.

Notas

1 « Un témoin témoignant, explicitement ou non sous sermente, là où sans pouvoir ni devoir prouver, il fait appel à la foi de l’autre, en s’engageant à dire la vérité, aucune juge n’acceptera qu’il se décharge ironiquement de sa reponsabilité, en déclarant ou en insinuant: ce que je vous dis là garde le statut d’une fiction littéraire ».

2 Esta es la descripción del primer crimen que aparece en “La parte de los crímenes”. Por razones de espacio es imposible citar la serie completa. Se sugiere al lector releer la novela siguiendo esa estela.

3 « Or cette répétition emporte l’instant hors de lui-même ».

4 « … il y va d’une passivité de la passion avant ou au-delà de l’opposition entre passivité y activité »

5 « … voix sans personne, sans cette voix narratrice dont le se pose et s’identifie ».

6 « … le temoignage a toujours partie lièe avec la possibilité au moins de la fiction, du parjure et du mensonge ».

7 En palabras de Hobbes (2003): “Se dice que una república es instituida cuando una multitud de hombres se pone efectivamente de acuerdo, y pactan cada uno con cada uno, que a un cierto hombre o asamblea de hombres se le concederá por mayoría el derecho a representar la persona de todos ellos (es decir, el derecho de ser su representante). Todos ellos, tanto quienes votaron a favor como quienes votaron en contra, autorizarán en lo sucesivo todas las acciones y juicios de hombre o asamblea de hombres como si fueran los suyos propios hasta el final, a fin de vivir pacíficamente entre ellos y estar protegidos frente a otros hombres” (pp. 167-168, cursivas del original).

8 « La synthése de ces éléments hétérogènes, leur nexus ».

9 « A faire ainsi de l’impuissance de l’imagination un signe de la toute-puissance de la raison ».

10 En este punto, y dada la inmensa bibliografía disponible, es tentador invocar la idea kantiana de mal, especialmente la del “mal absoluto” entendida como la agencia consciente y deliberada del ejercicio del mal. No he querido entrar en esta interpretación de la novela por dos razones: la primera, porque no sabría si tratar el como Mal una idea teo-metafísica, o comoun efecto, una condición, un daño, un exceso, una fuerza; la segunda, porque la vía del mal absoluto conduce tarde que temprano al agente, al culpable, al asesino o a los asesinos en serie, los cuales son objeto de una minuciosa indagación en la novela pero que “deliberadamente” Bolaño ha dejado sin posible solución, solo hipótesis. Esto no impide preguntar por las razones que Bolaño-autor tiene para colocar la herida y el fracaso de la indagación en “la parte de la realidad”, sin hacer uso de la ficción como instancia resolutiva del crimen.

11 Años después, Agamben (2015) volverá sobre la dualidad (i)rreductible de bios y zoé a propósito de su lectura de Duns Scoto y la presencia del alma intelectiva en la forma de la corporalidad: “Eso significa que no hay jamás tal cosa como una vida desnuda, una vida sin forma cumpliendo la función de fundamento negativo de una vida superior y más perfecta: la vida corporal es siempre inseparable de una forma”. [« Cella signifie qu’il n’y a jamais quelque chose comme une vie nue, une vie sans forme faisant fonction de fondement négatif à une vie supérieure et plus parfaite: la vie corporelle est toujours déjà inséparable d’une forme »] (p. 316).

Información adicional

Para citar este artículo: Chaparro-Amaya, A. (2023). Un extraño caso de minimalismo literario: Roberto Bolaño, “La parte de los crímenes”, en 2666. Universitas Philosophica, 40(80), 15-42. ISSN 0120-5323, ISSN en línea 2346-2426. doi: 10.11144/Javeriana.uph40-80.ecml

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