LA FIDELIDAD CREADORA COMO TESTIMONIO DE LA ESPERANZA EN GABRIEL MARCEL
CREATIVE FIDELITY AS A TESTIMONY OF HOPE IN GABRIEL MARCEL
Andrés Nicolás Rodríguez Piñero
LA FIDELIDAD CREADORA COMO TESTIMONIO DE LA ESPERANZA EN GABRIEL MARCEL
Universitas Philosophica, vol. 40, núm. 81, 2023
Pontificia Universidad Javeriana
Andrés Nicolás Rodríguez Piñero andresnicolas_rodriguez@hotmail.com
Universidad Católica de La Plata, Argentina
Recibido: 31 julio 2023
Aceptado: 19 noviembre 2023
Publicado: 17 diciembre 2023
Resumen: En el presente artículo se desarrolla la comprensión marceliana de la fidelidad creadora como testimonio concreto de la esperanza, la cual nos permite reconocer la vida humana como vocación al compromiso concreto y a la entrega interpersonal, consumada plenamente en la consagración. De este modo, se pondrá de manifiesto la dinámica auténticamente creadora que subyace en los estratos más profundos de la persona humana, revelándose como una íntima inquietud ontológica que la orienta y anima hacia la trascendencia.
Palabras clave:fidelidad creadora, esperanza, vocación, testimonio, compromiso.
Abstract: This article develops Marcel’s understanding of creative fidelity as a concrete testimony of hope. Hope allows us to recognize human life as a vocation to concrete commitment and interpersonal dedication, fully realized in consecration. In this way, the authentically creative dynamics underlying the deepest strata of the human person will be revealed, manifesting itself as an intimate ontological concern that guides and encourages us towards transcendence.
Keywords: creative fidelity, hope, vocation, testimony, commitment.
1. Introducción
La noción de “fidelidad creadora” ocupa un lugar fundamental en las reflexiones del filósofo y dramaturgo francés Gabriel Marcel (1889-1973). En ellas, la fidelidad se nos revela como testimonio concreto de una comunión interpersonal profunda que es fuente de la auténtica esperanza, y que llega a desafiar al tiempo y a la muerte. De este modo, a partir del desarrollo de las reflexiones de Marcel sobre la fidelidad creadora buscaremos iluminar la vocación profunda de todo hombre al compromiso y a la entrega personal como consumación de su inquietud metafísica más íntima, que lo impulsa hacia la plenitud intersubjetiva. Para ello, no solo analizaremos los aportes reflexivos de Marcel en sus obras filosóficas, sino que también haremos referencias a algunas de sus obras dramáticas, con el apoyo de autores que estudiaron en profundidad al pensador francés. De esta manera, buscaremos poner de manifiesto en qué medida la fidelidad creadora testimonia de un modo concreto el misterio luminoso de la esperanza. Precisamente, la fidelidad y la esperanza atestiguan, según Marcel, el fundamento ontológico que permanece como substrato de la existencia humana, la cual está animada por una exigencia profunda de ser, que le posibilita superar las contingentes circunstancias históricas desde la afirmación esperanzada del ser y de la trascendencia, por medio de la fidelidad concreta y la plena consagración a los demás (Urabayen, 2001, p. 166).
2. La fidelidad creadora: presencia y promesa
En sus reflexiones sobre la fidelidad creadora, Marcel destaca de qué modo el desarrollo de la propia identidad se realiza en la medida en que somos fieles a una inquietud profunda (metafísica, que desborda las circunstancias), por la cual buscamos nuestro centro y equilibrio interior, lo cual solo podremos encontrar, paradójicamente, en la apertura sincera a los demás. En palabras de Marcel (2005): “una voz secreta que no puedo acallar me asegura, en efecto, que si los otros no son, yo tampoco soy […] si los otros se me escapan, yo también me escapo de mí mismo” (p. 150). Precisamente, la apertura a la trascendencia nos permite hacer experiencia de la exigencia ontológica que nos habita interiormente, y que está íntimamente vinculada con la exigencia de perennidad propia de la esperanza (Marcel, 2002, p. 249). Sin pretender definirla, sino aproximándose a su realidad misteriosa, nuestro autor comprende la exigencia ontológica como una interpelación profunda que clama por la permanencia del ser, frente a la inconsistencia de las apariencias: “en este ser, en esta realidad yo aspiro ávidamente a participar de alguna manera; y quizá esta exigencia sea ya, en cierto grado, una participación por rudimentaria que sea” (Marcel, 1987, p. 30). Así, en la experiencia concreta de la fidelidad, se manifestará no solo la dinámica creadora propia de la exigencia ontológica, sino también la novedad iluminadora de un horizonte de plenitud que solo la esperanza nos permite vislumbrar.
Para el pensador francés, la fidelidad humana más auténtica se nos manifiesta como fidelidad creadora (Marcel, 2005, p. 100), “que no salvaguarda sino creando” y que llega, en última instancia, a identificarse con la misma santidad (Marcel, 1969, pp. 119-120). Este tipo de fidelidad es creadora precisamente porque la experiencia concreta de intersubjetividad nos permite aproximarnos al misterio del ser, que nos fundamenta y constituye. De tal manera que el ser se revela como verdadero “lugar de la fidelidad” (Marcel, 1969, p. 51)1. Entonces, según Marcel, la renovación creadora de lo humano aflora a partir de su mismo enraizamiento ontológico, el cual termina manifestándose como apertura y permeabilidad a la Fidelidad absoluta de un Tú que sustenta y garantiza el entramado de nuestras fidelidades (Marcel, 2004, pp. 178-179). Por consiguiente, solo será posible vislumbrar esta vinculación profunda si logramos “estar en circuito abierto con respecto a la realidad reconocida como un Tú, como asimilable a un Tú” (p. 181). En efecto, la exigencia ontológica, como la comprende Marcel, se nos manifiesta como certeza de una presencia que fundamenta la fidelidad y que la configura como afirmación concreta de la primacía del ser:
Desde el momento en que testimonio la fidelidad proclamando el valor infinito de esa participación […] sucede como si una corriente que pudo parecer interrumpida se reestableciera, como si una fuente que parecía agotada volviera a correr […] como si lo que yo hubiera perdido se me restituyera […] si llego a adoptar la actitud interior que corresponde a la afirmación de la primacía del ser, doy oportunidad a la gracia, es decir, me coloco en posición para acogerla (Marcel, 1956a, p. 45).
En este sentido, para Marcel la fidelidad y la presencia están íntimamente unidas y mutuamente referidas. Además, la noción de fidelidad creadora permite vincular la novedad y la fidelidad, las cuales solo en apariencia se contradicen, ya que en nuestra profundidad más honda nos descubrimos implicados en la dinámica creadora del ser (López Luengos, 2012, pp. 194-195). Así, según Marcel, la fidelidad auténtica, con su misterioso poder creador, renueva nuestra vida hasta el punto de hacerla “permeable al soplo que anima el alma interiormente consagrada”; convirtiéndose en un testimonio concreto de la presencia de la trascendencia en el hombre, de esa “voluntad de incondicionalidad que es en nosotros la exigencia y la marca del Absoluto” (Marcel, 2005, p. 145).
Por otro lado, para Marcel, la auténtica fidelidad, siendo esencialmente intersubjetiva, solo puede referirse a una persona, susceptible de ser invocada, a un “tú”, no a una cosa. Esto implica no solo el reconocimiento de una presencia, sino también la apertura y la reciprocidad propias del amor. De esta forma, la fidelidad exige sostener la afirmación esperanzada del otro, permaneciendo dinámicamente permeable a su presencia: “la fidelidad es en realidad lo contrario de un conformismo inerte; es el reconocimiento activo de cierta permanencia no formal, a la manera de una ley, sino ontológica” (Marcel, 1987, p. 64). Sostener este reconocimiento, según el pensador francés, implica resistir activamente las dinámicas que favorecen la dispersión interior y la esclerosis de la rutina (p. 65). De esta manera, la iniciativa creadora es esencial para la verdadera fidelidad, la cual nunca se reduce a una posesividad pasiva y estéril, como ejemplifica de manera clara el mismo Marcel al ser entrevistado por Pierre Boutang en 1970:
Tomemos el ejemplo de alguien que, saliendo para un largo viaje, confía su hijo a un amigo. La fidelidad para este amigo no consistirá en devolver el niño al viajero, cuando vuelva, exactamente tal y como estaba en el momento de su partida. Ha tenido que tomar iniciativas para su educación, para su espíritu; mientras que, por el contrario, se habría mostrado infiel diciendo: “¡Ah! No quiero tomar ninguna iniciativa, es, por decirlo así, un objeto que debo devolver tal cual, exactamente como si fuese un anillo guardado en un cajón que debe permanecer en el mismo estado en el que se encontraba cuando lo dejé” (citado por López Luengos, 2012, p. 195).
Para nuestro autor, la existencia misma es una realidad palpitante en continua renovación, y nuestra plenitud vital depende de la experiencia luminosa de la fidelidad, como apertura a nuestro ser más profundo: “Debemos reconocer que en la raíz de eso que somos existe una indeterminación, y que a este esplendor existencial corresponde en la cima de nosotros mismos el destello de la creencia” (Marcel, 2004, p. 183).
En este sentido, la fidelidad no se reduce a un estéril “apego orgulloso a nosotros mismos”, el cual se termina revelando como una verdadera “ido-ego-latría” (pp. 176-178). Marcel (2004) distingue entre la constancia, entendida como inmutabilidad, y la fidelidad, que implica la revelación de una presencia firmemente sostenida: “Soy constante para mí, con respecto a mí, con mi designio, mientras estoy presente para el otro, más precisamente: para ti” (p. 164). Esta presencia se fundamenta en la espontaneidad interior propia del amor, que supera cualquier análisis superficial de la voluntad (pp. 165-167). Según Marcel, en el corazón de la fidelidad se encuentra el reconocimiento de “cierta relación experimentada como indefectible” sobre la cual se fundamenta todo compromiso personal (p. 174).
Además, la fidelidad creadora, para nuestro autor, no se fundamenta en la pretensión de inmutabilidad de la propia disposición interior, sino que se alimenta de un compromiso, de una apuesta incomprensible para el espectador externo, que apela a una fidelidad superior: “No se trata aquí de contar con uno mismo ni con sus propias fuerzas […] cuando realizo este acto de compromiso, al mismo tiempo abro un crédito infinito a Aquél con quien lo he realizado” (pp. 177-178). Esta apertura de un crédito absoluto, que fundamenta nuestra entrega y compromiso, constituye la esencia misma de la esperanza: “A partir de esta Fidelidad absoluta […] resultan posibles las otras fidelidades […] y es en ella y solo en ella que encuentra lo que las garantiza” (p. 178).
De este modo, lo que desde fuera puede resultar escandalosamente inexplicable se experimenta interiormente como crecimiento, profundización y ascensión (p. 173). Así, para Marcel, la comunión profunda que testimonia la fidelidad creadora llega a traspasar incluso las fronteras de la muerte, permaneciendo como un vínculo espiritual animado por la esperanza, que “desafía a la ausencia” y triunfa sobre ella (p. 162). Así lo sintetiza Troisfontaines (1968):
A la muerte del ser amado, la única actitud verdaderamente espiritual es, en consecuencia, la de la fe y la oración. La comunión se mantiene y florece en Dios. En este estadio, la dialéctica ascendente de la fidelidad creadora se trueca en esperanza, y esta no es verdadera esperanza si no es religiosa (ii, pp. 170-171; traducción propia)2.
Ahora bien, la comprensión marceliana de la fidelidad creadora se pone de manifiesto también en sus reflexiones sobre los vínculos familiares, y en concreto sobre la paternidad. Para nuestro autor, la misma implica comprometerse en un verdadero voto creador, que exige una profunda humildad y una “inalterable confianza en la vida”, concebida como “un orden insondable y divino en su principio” (Marcel, 2005, p. 132). Marcel insistirá en que la familia, cuando se convierte en testimonio concreto de fidelidad creadora, no solo se encuentra dinamizada por la trascendencia propia del amor, evitando reducirse a un estéril sistema cerrado; sino que también puede reconocer la vida de los hijos como un don, y no como un logro o posesión personal (pp. 131-132). Así, el voto creador es el corazón mismo de la paternidad, que anuncia proféticamente la consumación final de la intersubjetividad, revelándose ya ahora, según nuestro autor, como “anticipación temblorosa de una plenitud, de un pleroma en el seno del cual la vida […] se recoge, se concentra, se reúne en torno a la Persona absoluta, la única que puede poner el sello infrangible de la unidad” (p. 135).
Con estas afirmaciones, Marcel pone de manifiesto que la fidelidad se vincula con el juramento como referencia personal a lo sagrado (p. 144) y es fruto de la conciencia de un destino inmortal, que fundamenta todo valor y toda entrega (p. 163). En este sentido, la fidelidad, como la misma esperanza, está íntimamente ligada a la humildad; y llega a su más alta realización cuando se configura como apertura plena a la gracia (Marcel, 1969, p. 28). De tal modo que solo la viven plenamente aquellas personas sencillas y de corazón puro, quienes logran vislumbrar con más claridad el horizonte de plenitud intersubjetiva hacia el cual todos estamos llamados a caminar (Marcel, 1967, p. 44).
Conjuntamente, según Marcel (1987, p. 68), la fidelidad creadora implica permanecer activamente permeables a una presencia, cuyo influjo renovador se nos revela como un don que estamos invitados a acoger libremente. De ese modo, la presencia no se deja captar como si fuera un objeto, sino que se manifiesta como misteriosa invocación, que solo puede ser aceptada o rechazada (Marcel, 2002, p. 187). Así, la experiencia de la intersubjetividad está enraizada, para nuestro autor, sobre un indubitable existencial, el cual se nos revela como luminosa presencia, “donde debe ser fundamentado todo” (Marcel, 1959, p. 118; citado por López Luengos, 2012, p. 131). En este sentido, Marcel hará referencia a la presencia como a una experiencia profunda de revelación propiamente musical:
El misterio musical es el misterio mismo de la presencia. Y aquí debemos referirnos a lo que hay de más íntimo en el comercio entre los seres. En el sentido espiritual de la palabra, la presencia no se reduce al hecho de estar ahí. La presencia no es algo dado; yo diría, más bien, que es algo revelado (…) un ser nos es presente cuando se abre a nosotros; y esto no implica en modo alguno que esté situado en el espacio junto a nosotros (Parain-Vial, 1980, p. 57; citado por López Quintás, 2009, p. 136).
Por otro lado, según Marcel, el signo propio de la presencia es cierto encanto, que resplandece en la persona como testimonio de su gratitud y de su apertura al don3. De este modo, en el seno de la experiencia intersubjetiva, la presencia se manifiesta como profundamente reveladora: dinamizando recíprocamente el encuentro interpersonal, nos renueva interiormente y nos hace ser más plenos (Marcel, 2002, p. 186). La presencia, desde la comprensión marceliana, se realiza de un modo acabado como don de sí, que reclama la apertura acogedora por parte del otro.
Además, las reflexiones marcelianas sobre la presencia nacieron de un modo especial, a partir de la experiencia de comunión con las personas amadas que ya han muerto, vivenciada como apertura esperanzada al misterio luminoso del ser: “Mientras más activamente permeables nos mostremos a esa Luz por la que estamos en el mundo, más capacitados estaremos para aceptar esperar el momento en que la muerte nos separa de nosotros mismos para […] afirmarnos mejor en el ser” (Marcel, 2004, pp. 183-184). En este sentido, Marcel (2012) testimoniará en su autobiografía la certeza existencial inquebrantable de esta comunión profunda, que permanece más allá de cualquier aparente distancia y separación: “No quiero ni puedo separarme, ni siquiera en pensamiento, de aquellos a quienes un destino misterioso, o la providencia, han incorporado a mi vida” (p. 52). De este modo, la fidelidad se revela, para nuestro autor, como la “única victoria posible sobre el tiempo” que anuncia proféticamente la primacía de un nosotros que nos constituye y nos trasciende (Marcel, 1969, p. 19).
Sumado a lo anterior, la comprensión marceliana de la esperanza como intersubjetividad descubre en la experiencia de la fidelidad creadora un testimonio elocuente de cómo la presencia se encuentra profundamente animada por una promesa de plenitud, que es necesario revelar y testimoniar para que florezca completamente lo humano. Precisamente, para Marcel, los seres esencialmente creadores son aquellos que hacen presente esa “irradiación de bondad y amor” que “dota a la aventura humana del único sentido capaz de justificarla” (Marcel, 2002, p. 235). Así, solo si se despliegan plenamente las potencias de fidelidad creadoras, que palpitan en lo profundo como una promesa (p. 175), se podrá contrarrestar “la negación del hombre por el hombre” o “de lo más que humano por lo menos que humano” (Marcel, 2004, p. 15).
En este sentido, Marcel nos ha dejado en su obra dramática de 1923 El iconoclasta (1956b) un estremecedor testimonio de lo que implica la tragedia de la fidelidad, la cual puede vivenciarse como una estéril cerrazón, o puede realizarse plenamente en la apertura al misterio, donde encuentra su fuente de novedad y de sentido. En este drama, Abel juzga con dureza a su amigo Santiago por querer volver a casarse, aduciendo que era el deseo de su difunta esposa, a partir de lo experimentado en unas prácticas espiritistas. Abel, que estuvo enamorado de la mujer de su amigo, sigue aferrado idolátricamente a la imagen inmovilizada que conserva de ella (López Luengos, 2012, p. 196). Sumidos en esta ensombrecida situación, la luz del misterio, que revela la fidelidad verdadera (a una viviente, no a una muerta), solo se vislumbrará fugazmente al concluir la obra, como se puede reconocer en el diálogo final:
santiago: No hay nada… fantasmas en la noche: eso es lo que somos.
abel: No es cierto, puesto que sufrimos. […]
abel: Hemos caminado en las tinieblas, pero he aquí que, por unos segun- dos, ese pasado de errores y de sufrimientos se me presenta bajo una luz que no puede engañarme. Diríase que de toda esta confusión se desprende un orden […] ¡Oh! No una lección; una armonía.
santiago: Para mí no puede haber reposo si no sé que ella me escucha.
abel (firmemente): No, Santiago, aunque fuera cierto, aunque te hubiese ha- blado, no es en esa precaria conversación, en ese diálogo peligroso en donde tomarás la certidumbre que tu corazón anhela.
santiago (apasionadamente): Ver, oír, tocar. […]
abel: Esa tentación no puede engañar a la parte más pura de ti mismo. ¡Va- mos!, un mundo del cual el misterio hubiera desaparecido no te satisfaría por mucho tiempo: el hombre es así.
santiago: ¿Qué sabes tú del hombre?
abel: Créeme: el conocimiento destierra al infinito todo lo que cree estre- char. Quizá tan solo el misterio reúne. Sin el misterio la vida sería irrespirable. […]
santiago: Un orden […] una armonía […] (Marcel, 1956b, pp. 159-161)4.
3. La vocación y el compromiso personal
En el desarrollo de sus reflexiones antropológicas, Marcel pondrá especialmente de manifiesto que la persona se manifiesta como vocación a ser, siguiendo el impulso de su íntima exigencia ontológica, la cual se revela como la promesa de una anhelada plenitud (Grassi, 2014, p. 124). De este modo, la vida se desarrolla precisamente como un intento de respuesta a esta llamada profunda, asumiendo una plena significación ontológica (p. 119). De tal manera que la respuesta vital se configura como un actuar en el cual la persona se compromete totalmente, participando de una vocación única que lo anima desde el interior y que pone de manifiesto su destino trascendente (Marcel, 2005, pp. 116-118). En efecto, según Marcel (1969), en la medida en que el hombre responda fielmente a su vocación singular, asume, hace propio y recrea por dentro su destino personal (p. 144).
De este modo, para nuestro autor, el hombre es capaz de apreciar su vida como un don y posicionarse ante ella, afrontando la prueba y el desafío que conlleva la tarea de su plena realización (Marcel, 2005, p. 103): “Inicialmente tiene que producirse la experiencia de una encomienda: algo nos ha sido confiado, de modo que ya no somos solamente responsables ante nosotros mismos, sino ante un principio activo y superior” (Marcel, 1969, p. 19). Así, la vocación personal pone de manifiesto un misterio trascendente que nos fundamenta y constituye, ya que esta llamada profunda solo es posible, según Marcel, “porque en el fondo de mí mismo existe algo más que yo, algo que es mucho más profundo en mí mismo que yo mismo” (Marcel, 2004, p. 76)5.
Esta vocación profunda es descrita por Marcel como una llamada irresistible ligada a la experiencia del encuentro interpersonal y de la intersubjetividad, que modifican nuestra perspectiva autorreferencial, abriendo una brecha de luz y de sentido en nuestro amurallado y egocéntrico espacio mental (Marcel, 1969, p. 88)6. De tal manera que el mismo Marcel hizo experiencia de esta llamada desgarradora al hacerse plenamente partícipe del drama de las familias de los desaparecidos durante la Primera Guerra Mundial (Cañas, 1998, p. 55). Es interesante destacar, en este sentido, cómo la vocación no solo nace y se revela a partir del encuentro interpersonal, que nos despierta espiritualmente, sino que además se realiza plenamente en el compromiso concreto por los demás. Asimismo, paradójicamente, según nuestro autor, cuanto más preserve el hombre la sagrada intimidad de su misterio personal, más será capaz de encontrarse con su prójimo y participar en el drama universal de humanizar la Tierra (Marcel, 2005, p. 143).
Por otro lado, la comprensión marceliana de la vida como vocación nos invita a responder, en nuestra situación existencial concreta, a la llamada a la creación, a realizar plenamente nuestra libertad en la intersubjetividad (Marcel, 1955, pp. 24-25). De tal manera que Marcel (2005) afirmará que la vocación del artista, por su carácter propiamente creador, expresa plenamente la vocación propia de todo hombre (p. 261). Ya que es esencial a la vida humana ser una aspiración creadora en camino hacia su plena realización. De este modo, nos reconocemos enteramente comprometidos en un proceso creador que nos permite expresarnos plenamente a partir del desarrollo de nuestra libertad (López Luengos, 2012, pp. 179-181). En efecto, precisamente así se revela la dignidad propia de la persona, nunca asimilable a un objeto, que se fundamenta en una actualidad en la que se reconoce comprometida, pero que no la satisface plenamente, ya que “no está a la altura de la aspiración con la que se identifica”. De tal manera, Marcel afirmará que “su lema no es sum, sino sursum” (Marcel, 2005, p. 37).
Al respecto, según el pensador francés, para poder afrontar con valentía la prueba de nuestra vida, debemos abandonar la superficialidad propia de una cultura tecnocrática, que nos hace incapaces de sinceridad con nosotros mismos (Marcel, 2005, p. 120). Así, solo siendo fieles a nuestra vocación más profunda, podremos vivir con autenticidad, sin que se reduzca nuestra existencia a un mero vegetar esperando, propio de quien se deja llevar por una mentalidad de jubilado (Marcel, 1955, p. 145).
En consecuencia, para Marcel (2004), en la medida en que asumimos nuestra vocación personal, podemos vislumbrar la belleza secreta y la originalidad íntima de nuestra vida (p. 396). Además, tomamos plena conciencia de estar implicados en una búsqueda que nos afecta esencialmente, y que nos llena de la alegría propia de los exploradores que descubren horizontes insospechados (Marcel, 2012, p. 20). A su vez, así se hará manifiesta esa conciencia exclamativa de sí propia de los niños, que expone en toda su desnudez nuestra existencia, abriéndonos al encuentro sincero con los demás (Marcel, 2002, p. 91).
En este sentido, Marcel (2004) llegará a reconocer que esta intencionalidad creadora que palpita en el corazón de toda vida revela, en definitiva, el misterio de la voluntad divina del cual participamos (p. 64). De este modo, la vocación personal del hombre alcanza toda su dimensión trascendente, manifestándose como una irresistible llamada de la eternidad que nos capacita para mirar más allá de nuestra limitada situación, e incluso de nuestra inevitable muerte (Marcel, 1955, p. 150). En efecto, según nuestro autor, la vocación personal se manifiesta como una “elección incomprensible que emana del trasfondo misterioso del ser” y que no podemos captar plenamente, ya que ella misma nos abarca y sostiene (Marcel, 1971a, p. 31)7. Además, en un plano antropológico y cultural, el redes- cubrimiento de nuestra vocación trascendente puede hacernos recuperar los rasgos propios de la humanidad, que se han visto deformados por el estrechamiento moderno del horizonte vital:
Sobre las ruinas del humanismo puede evidentemente edificarse una metafísica de la fe; y aquí se desarrolla una dialéctica apasionada. Pues si se puede decir que la muerte de Dios, en el sentido nietzscheano, ha precedido y hecho posible la agonía del hombre a la que asistimos, sigue siendo legítimo, en un cierto sentido, afirmar que de las cenizas del hombre Dios puede y debe resucitar (Marcel, 2005, p. 168).
A su vez, la realización plena de la vocación humana exige, para Marcel, abandonar la actitud cómoda de mero espectador y comprometerse plenamente en el desarrollo del singular camino vital: “Lo propio de la persona consiste en afrontar directamente una situación dada y, añadiría, en comprometerse efectivamente […] el compromiso personal es la marca propia de la persona” (Marcel, 2005, p. 33). Asimismo, el pensador francés distingue entre el homo spectans, que al vincularse superficialmente con la realidad tiene una imperfecta conciencia de sí mismo; y el homo particeps, el cual se implica y arraiga plenamente en su situación existencial, elevándose en su identidad personal al participar en una realidad no problematizable (Marcel, 2002, pp. 118-119; 1987, p. 81). En este sentido, para nuestro autor, comprometerse exige “poner en juego la propia realidad de uno”, es “ponerse en lo que se quiere” (Marcel, 1957, p. 187). Así, si la vida misma es un don que se nos revela como vocación y llamada a la creación, el compromiso implica un camino concreto de respuesta a esta exigencia profunda, que nos impulsa hacia la entrega. Además, según Marcel (1969, p. 58), todo compromiso se funda en cierta presencia del ser que palpita en nuestro interior y que alimenta la fidelidad creadora.
Marcel nos hará descubrir de qué forma la vocación al compromiso personal se fundamenta en una participación real que escapa a la problematización objetivista. De tal manera que, cuando nos comprometemos plenamente, con todo nuestro ser, hacemos la experiencia de ser arrastrados por una dinámica que nos fundamenta y nos sostiene en las adversidades más insospechadas. Debido a esto, según nuestro autor, solo es posible la participación si se reconoce nuestra capacidad de respuesta o responsabilidad como característica de la libertad, la cual se encuentra arraigada en nuestra identidad vocacional más honda (Marcel, 2002, pp. 114-116)8. De esta manera, solo al comprometernos plenamente podemos reconocernos en nuestra verdad más profunda y vivir con luminosa autenticidad (Marcel, 2004, p. 173). Paradójicamente, el camino para reencontrarnos en nuestra identidad más plena, según Marcel, es entregarnos libremente, con suma lealtad, a un principio superior; el cual no es una causa impersonal, sino más bien supra-personal (Marcel, 2005, p. 167). Por otra parte, podemos reconocer un testimonio concreto de esta realidad en la misma vida familiar, que nace de la entrega personal y del don de sí, y es vivida como una responsabilidad asumida y sostenida cotidianamente, revelándose como misteriosamente fecunda (Urabayen, 2001, pp. 200-201).
En este sentido, la entrega y el compromiso personal se fundamentan, para Marcel, en una apertura interior a la trascendencia por medio de la dinámica de la esperanza, por la cual abrimos un crédito absoluto a Aquel que nos ha llamado a la existencia y que conoce el secreto para realizarnos plenamente (pp. 177-178). Precisamente, en su descripción más desarrollada de la esperanza, Marcel (2005) vinculará íntimamente la misma con la intersubjetividad y el compromiso personal:
La esperanza es esencialmente, se podría decir, la disponibilidad de un alma tan profundamente comprometida en una experiencia de comunión como para llevar a cabo el acto que trasciende la oposición entre el querer y el conocer, mediante el cual ella afirma la perennidad viviente de la cual esta experiencia le ofrece, a la vez, la prenda y las primicias (p. 79).
Esta mirada sobre nuestra identidad personal fundada en la fe nos permite reconocernos y reconstruirnos como sujetos, fruto de un designio amoroso del Creador, gracias a la participación en Dios que nos fundamenta (Marcel, 1957, p. 49).
Ahora bien, Marcel no desconoce que, frente a esta llamada a la plena realización por medio del compromiso personal, siempre acecha la posibilidad de traicionarnos a nosotros mismos, pactando con nuestro enemigo interior, quien nos invita a encerrarnos en nuestra cómoda y estéril autorreferencialidad (Marcel, 1987, p. 57). De tal modo, nuestra existencia será tanto más plena en la medida en que venzamos esta tentación y nos liberemos de las redes del egocentrismo (Marcel, 2002, p. 225).
En una de las primeras obras dramáticas de Marcel (1914), titulada Le palais de sable, escrita entre 1912 y 1913, encontramos un claro testimonio del contraste entre la vida propia del espectador superficial y la de quien se compro- mete plenamente9. En la misma, que es anterior a su primer Diario metafísico y a su “conversión existencial”, todavía se perciben resabios del idealismo propio de su formación, en particular en la “adhesión ferviente a un bello sueño” que proclama Moirans, su protagonista. Este se refugia en la evasión espiritualista propia de una religión que se ve reducida a mera apariencia social, sin un verdadero compromiso personal (Blázquez, 1988, p. 50). Moirans, un político conservador y defensor acérrimo del catolicismo, descubrirá la superficialidad de su fe al rechazar el ingreso de su hija Clarisse a un convento, siendo incapaz de comprender el valor del sacrificio al que se lo invita. En este sentido, Marcel analizará esta obra haciendo notar cómo Moirans termina experimentando dramáticamente que “no es posible encerrarse en uno mismo y vivir simplemente de lo que se piensa o se querría pensar. Desde el momento en que se ama o se es amado por otro ser, se crea una gran solidaridad”. De este modo, al no poder lograr que su hija no dependiera de él, “ha perdido para siempre el exaltante sentimiento de ser dueño de sí mismo, e incluso el de pertenecerse” (Marcel, 2002, p. 252). Además, en la misma obra, se pondrá de manifiesto el fundamento trascendente de la experiencia de la intersubjetividad ya que, según reconoce Clarisse, Dios se revela “como aquello en que los pensamientos se comunican, como el fundamento real de la comunicación entre individualidades” (Marcel, 1957, p. 68). Así, constatamos la íntima vinculación, en el pensamiento de Marcel, entre la dimensión intersubjetiva del hombre, su fundamentación trascendente y su vocación al compromiso personal.
4. Testimonio creador y consagración
En el desarrollo de sus reflexiones antropológicas, Marcel profundiza gradualmente en la dimensión trascendente de la vocación humana, comprobando cómo, al asumir la perspectiva de la fe, podemos abrirnos a esa presencia desbordante de generosidad que nos constituye metafísicamente, reconociéndola como un “tú” absoluto. De este modo, la exigencia de trascendencia que nos habita nos permite hacernos más permeables a la luz del ser, para irradiarla y hacerla resplandecer. Según Marcel (2002, pp. 299-303), se sintetiza la esencia del testimonio verdadero, que exige la plena implicación de una libertad encarnada y abierta a la trascendencia.
Marcel reconoce que el mundo propio del testimonio es el de la libertad, ya que implica una conversión personal en la cual el testigo es llamado, purificado y movilizado a partir de la permeabilidad a un acontecimiento misteriosamente irradiante (pp. 304-305). La imagen de la luz le permite a Marcel (1971a) reconocer la necesaria pureza del testimonio, como trasparencia y reverberación propias de “una luz que sería al mismo tiempo conciencia de iluminación y asimismo alegría de ser luz”. Así, afirma que “la virtud propia del testimonio consiste precisamente en transmitir esta luz-alegría, de la que es como su portador” (p. 172).
Para Marcel, el testimonio tiene un fundamento metafísico, y la especificidad del hombre se encuentra en su capacidad para testimoniar. Al afirmar una realidad, el hombre se compromete plenamente en su afirmación, reconociendo el enraizamiento religioso de nuestra realidad, sustentado en una fidelidad absoluta (Marcel, 1969, pp. 119-120). El testimonio vital del santo, según Marcel (2005), se convierte en un acercamiento concreto al misterio del ser como lugar de la fidelidad, especialmente en el martirio, que se revela como “testificación creadora tendida hacia una trascendencia” que nos sostiene e impulsa (p. 203). Reflexionando sobre la paternidad, nuestro autor la reconoce como un verdadero testimonio creador, fruto de la acción de la gracia, que posibilita “la consagración de una cierta realización interior, una efusión incoercible a partir de una plenitud vivida” (p. 100).
Marcel (1967, p. 36) sostiene que el testimonio alcanza su máxima expresión cuando no se reduce a un mero saber, sino que se encarna concretamente en el amor, experimentándose así la acción luminosa de la gracia. Un conocimiento meramente exterior degrada sacrílegamente a la persona humana, que solo puede ser conocida en el acto de amor que la afirma en su singularidad inalienable (Marcel, 2005, p. 35)10. El testimonio encarnado del amor encuentra su autenticidad en la incondicionalidad propia de una referencia a la trascendencia, revelando la “unidad misteriosa e indivisible de libertad y gracia” (pp. 307-308). Marcel (1957) afirma que en el testimonio se manifiesta la revelación propia del amor, que implica un don recíproco y, al igual que el arte, nos vincula en un plano que trasciende la objetividad, descubriendo nuestra identidad más profunda (p. 148). Podemos exponer lo que tenemos, pero solo podemos revelar parcialmente lo que somos. La creación auténtica implica superar el ámbito del tener, liberando la dinámica inostensible del ser (Marcel, 1969, p. 166).
Marcel (2012) nos brinda un verdadero testimonio de gratitud al reconocer todos los dones recibidos a lo largo de su vida, fruto de la generosidad de muchos de sus compañeros de camino. A tal punto que decide brindar un homenaje no solo agradecido sino también maravillado por tanto bien recibido11. Así, nuestro autor reconoce las posibilidades de bondad que habitan en el hombre, sin dejar de vislumbrar lúcidamente lo trágico de su situación y su ambigüedad radical: identificando tanto sus cumbres luminosas como sus abismos más sombríos (pp. 162-163). La labor profética y pedagógica del filósofo consiste, según Marcel, en atestiguar la permanencia de lo humano en el hombre, protegiéndolo de las dinámicas deshumanizantes que se extienden en la cultura contemporánea. Urabayen (2001) sintetiza: “El filósofo se convierte, de este modo, en un educador de seres humanos, pues es el testigo de lo humano en el hombre, el hombre que lucha por salvar lo humano” (p. 347). Según Marcel (1987, pp. 61-62), la alternativa a la degradación tecnocrática, que envilece a la persona humana, es la creatividad como decisiva manifestación de nuestro enraizamiento ontológico.
Marcel sostiene que el testimonio, por su constitutiva referencia metafísica, al igual que la fidelidad, tiene un carácter esencialmente creador. Esta fuerza creadora se vincula con la esperanza, que testimonia fielmente la vocación de trascendencia de la persona humana, palpita como finalidad profunda de toda auténtica creación (Blázquez, 1988, p. 225). Marcel (1955) afirma que nuestra vida, que se desarrolla en el tiempo, “se orienta hacia un cumplimiento que sería vano tratar de anticipar imaginativamente, pero cuyo presentimiento feliz es como el resorte de toda actividad digna de ese nombre, de toda verdadera creación” (p. 210). El pensador francés distingue claramente entre la indisponibilidad estéril del tecnócrata o del especialista y la gestación propia del creador, que en su obra entrega su sustancia más personal y materializa su vocación como entrega a los demás (Marcel, 2004, p. 61). La verdadera fecundidad creadora de la vocación humana se realiza plenamente en el sacrificio y la consagración.
De esta manera, según Marcel, la realización plena de la fidelidad, como perpetuación de un testimonio creador y completa disponibilidad, se consuma en la entrega total del alma consagrada. Esta se encuentra habitada por una esperanza invencible que la impulsa a sumergirse en una intimidad creciente con Dios, reconociendo que todo en su vida es un don recibido inmerecidamente (Marcel, 1969, pp. 109-112): “No cabe duda de que me doy a Dios, pero lo que le doy le pertenecía ya. Esta consagración es al mismo tiempo una especie de restitución [...] Aun perteneciendo a Dios, debo darme a él, dirigirme a él” (Marcel, 1957, p. 162).
Además, según Marcel (1987), el testimonio de la santidad nos permite sumergirnos en el enraizamiento metafísico de nuestra condición humana: “la santidad es la verdadera introducción a la ontología” (p. 75). En la medida en que nos hacemos permeables al encuentro interpersonal mediante la disponibilidad, superamos la opacidad interior del yo clausurado en el egocentrismo, y nos hacemos plenamente transparentes por el amor. Así, la persona más disponible es, para nuestro autor, la más consagrada, la más interiormente dedicada y es la que más protegida está contra la desesperación; ya que solo reconociendo que no nos pertenecemos, podemos realmente esperar y actuar de un modo creativo (pp. 76-77). En este sentido, la exigencia de consagración palpita en lo profundo del hombre, cuya vocación a la entrega hace florecer su vida como respuesta a un sentido superior, ontológico, del cual es invitado a participar libremente (Marcel, 2002, pp. 159-162). Nuestro autor distinguirá entre el fecundo desprendimiento del santo, fruto de una participación superior en lo más íntimo de lo real, y el estéril desprendimiento del espectador, producto de una cómoda deserción (Marcel, 1969, p. 26). Así, la exigencia ontológica, que nos inquieta profundamente, solo puede ser plenamente desarrollada en la medida en que nos entreguemos a un servicio en donde pongamos lo más esencial de nosotros mismos, nuestro mismo corazón (Marcel, 2002, p. 230).
Precisamente, solo desde esta consagración total, según Marcel, se puede comprender el sacrificio como fruto de un impulso de esperanza y amor, en oposición al suicidio como extrema indisponibilidad12. Además, el sacrificio se diferencia así de la inmolación del revolucionario, quien absolutiza una causa como extensión del propio yo: “Donde no interviene ni el amor a Dios ni el amor al prójimo, lo que realmente entra en juego es el amor propio” (p. 111). Para nuestro autor, quien entrega su vida plenamente por una causa que reconoce como superior y ante la cual se hace totalmente disponible, sitúa su ser más allá de su vida, dando testimonio esperanzado de su enraizamiento metafísico: “No hay, no puede haber, sacrificio sin esperanza, y la esperanza pende de lo ontológico [...] el sacrificio es esencialmente una adhesión” (Marcel, 2004, p. 86). De este modo, el sacrificio mismo se convierte en una afirmación esperanzada de un valor absoluto, inconmensurable, frente al cual se subordina todo lo demás (Marcel, 2005, p. 155). Ciertamente, este valor está concretamente encarnado, de tal modo que no es concebible, para Marcel, entregar la vida por una idea abstracta: “Mis hermanos tienen necesidad de mí; y es posible que yo no pueda responder a la llamada que me dirigen más que consintiendo en morir” (p. 156)13.
A partir de estas reflexiones, Marcel reconocerá el carácter creador del sacrificio completo y auténtico. Quien se sacrifica, paradójicamente, realiza plenamente su ser más profundo, el cual no coincide con su vida14: “El sacrificio es en sí una locura, pero una reflexión más profunda [...] permite reconocer y de alguna forma sancionar el valor de esa locura, y entender que, si el hombre la rechaza, caerá por debajo de sí mismo” (Marcel, 2002, p. 155).
Concluimos este artículo haciendo referencia a una de las grandes obras de teatro de Marcel (2004), titulada Un hombre de Dios, de 1925, que nos permitirá reconocer lo que implica el testimonio creador propio de una verdadera consagración. El protagonista es Claudio Lemoyne, un honrado y diligente pastor protestante, que en medio de una crisis vocacional profunda, se entera de que su mujer (Edmea) le fue infiel con su vecino (Miguel Sandier) y de que su hija Osmunda es fruto de esa unión. En medio de la oscuridad de la prueba, vislumbra la luz al perdonar a su mujer, lo cual le permitirá recuperar la confianza en su vocación. Luego de veinte años, Sandier vuelve a aparecer, en un estado de grave enfermedad y desea ver a su hija Osmunda. Claudio accede al pedido, lo cual desencadena la protesta de su mujer, quien le reprocha que su perdón responde más a un gesto profesional que lo fortalece como pastor, pero que no es fruto del verdadero amor al no superar la mera autocomplacencia. Precisamente así concluye el primer acto.
edmea: Tu grandeza de alma a cualquier precio me produce horror.
claudio: ¡A cualquier precio! Pero cuando te he perdonado…
edmea: Sí, me perdonaste. Pero ¡no me amabas! Dime, ¿qué quieres que haga con tu perdón? (Llora) (Marcel, 2004, p. 394).
Frente a esto Claudio se sumerge en una oscura crisis, en donde sus seguridades más arraigadas se desmoronan. En este verdadero conflicto existencial, se pondrá de manifiesto el valor de la autenticidad personal en la consagración. En el segundo acto, Edmea volverá a enrostrarle a Claudio su falta de sinceridad:
claudio: (en voz baja) Mi amor, llevo contigo tu cruz.
edmea: Claudio, eres mi marido, no un cura. (…)
claudio: Alguien ha dicho: “El miedo es signo del deber”.
edmea: ¡Dios mío, razonas, haces citas de libros! ¡El deber! ¿Qué tiene que ver el deber con todo esto? ¡Escúchame! Si fuera todo una comedia que te estás representando a ti mismo, algo así como una farsa, una especie de pose.
claudio: Una comedia…
edmea: Sí, una comedia sin que tú lo sospeches, una comedia a pesar de ti mismo (Marcel, 2004, p. 400).
Seguidamente, en otra escena de la obra, la misma Osmunda reprochará también a su madre, con crueldad, su falta de autenticidad:
edmea: Cuando se tiene tanta preocupación por uno mismo, lo único que se ve por todas partes son ofensas y malos procedimientos. Si les consagraras a los demás la décima parte de la atención que le dedicas a tu preciosa persona […]
osmunda: Mamá, yo no soy egoísta.
edmea: Primera noticia.
osmunda: Al menos no lo soy tanto como tú, tú no pones corazón en nada de lo que haces. Y lo único que importa en la vida es eso (Marcel, 2004, p. 411).
Por otro lado, ya en el tercer acto, en un diálogo con su madre, Claudio manifestará su profundo desmoronamiento interior:
señora lemoyne: […] Entérate, Claudio, yo me siento muy orgullosa de ti. Dondequiera que has ido has sembrado la buena semilla y en grandes cantidades.
claudio: Por favor, no quiero escuchar más esas palabras, lo que me ocurre es que no puedo oírlas.
señora lemoyne: Llevas la vida de un gran cristiano.
claudio: Me correspondía, ante todo, hacer la vida de un hombre, y yo no soy un hombre, no sé amar como un hombre ni sé odiar como un hombre (Marcel, 2004, p. 432).
De este modo, será solo al final de la obra que, tanto Claudio como Edmea vislumbrarán un rayo de esperanza que iluminará las tinieblas de su drama familiar y existencial (Cañas, 1998, pp. 221-224), y que les permitirá, tal vez, tanto reconocerse como reencontrarse:
claudio: ¿Te amaba yo entonces? ¿Y tú me amabas? No guardamos sobre eso nada en la memoria, quizá nunca lo supimos. (Un silencio) Es por la fe en una mirada o en una entonación por la que tú comprometiste tu vida. Era una mirada que te prometía ¿qué? Una promesa misteriosa que nunca se mantuvo, y ahí está toda la historia de nuestra vida común… Y cuando pienso en Dios es igual. En algunas ocasiones hasta me ha llegado a parecer que se dirigía a mí, que me hablaba, y en el fondo supongo que eso no era más que una exaltación misteriosa. ¿Quién soy yo? Cuando más trato de asirme, no lo logro (Marcel, 2004, p. 447)15.
Por último, ya en la escena final, en el día del aniversario del matrimonio de Claudio y Edmea, luego de que interrumpe sus profundas conversaciones el ingreso de la Señorita Aubonneau junto con René (un pequeño ahijado a quien no veían hace tiempo), los esposos concluyen:
rené: (entra) Madrina, felicidades […] (Claudio y Edmea quedan solos).
edmea: Ya estás viendo para quienes viviremos desde ahora en adelante…
claudio: (hablando consigo mismo) ¡Conocerse a sí mismo! […] (p. 450).
5. Conclusión
A partir de este recorrido por los diversos enfoques reflexivos de Gabriel Marcel sobre la noción de fidelidad creadora, podemos reconocer que esta se revela como un testimonio concreto de la esperanza, vivida como experiencia profundamente intersubjetiva. La fidelidad plenamente humana está preñada de novedad y autenticidad, ya que responde a la exigencia ontológica que nos interpela desde lo más profundo y nos impulsa a abrirnos plenamente a la trascendencia.
Además, la fidelidad creadora implica el reconocimiento firme de una presencia trascendente que fundamenta el entramado de fidelidades humanas. No solo testimonia nuestra participación ontológica en el misterio del ser, sino que también se nos revela como un anuncio profético de la primacía del ser y de la trascendencia en el hombre, frente a la tiranía objetivista de la superficialidad tecnocrática. De este modo, la fidelidad y la esperanza son constitutivamente intersubjetivas para Marcel, convirtiéndose así en la anticipación de un destino sagrado de plenitud que solo logramos entrever en la medida en que nos comprometemos en la afirmación esperanzada del otro, en un vínculo de fidelidad creadora. Esto implica permanecer activamente permeables y disponibles a la presencia reveladora del otro, como llamado e invocación a la trascendencia.
A su vez, hemos podido reconocer que la vida humana está dinamizada constitutivamente por una vocación íntima al compromiso y a la entrega personal. La exigencia ontológica que nos impulsa hacia la trascendencia nos invita a dejarnos implicar en el dinamismo creador de la vida reconocida como un don, consumando así nuestra libertad en la aspiración creadora y en la entrega amorosa. La presencia palpitante del ser en nosotros y el reconocimiento de una participación intersubjetiva fundante nos interpelan a superar la actitud propia del espectador y convertirnos en protagonistas comprometidos y auténticos en el desarrollo de un destino común. De esta manera, se revela la íntima vinculación, en el pensamiento marceliano, entre el reconocimiento tanto de la dimensión intersubjetiva del hombre como de su fundamentación trascendente y de su vocación al compromiso personal.
Por último, hemos identificado en qué medida la fidelidad creadora se revela como una plena y libre implicación en la dinámica de trascendencia que nos habita, desbordándose como testimonio creador que transparenta la plenitud ontológica que late en nuestro interior. Esta afirmación comprometida del ser, vivenciado como un misterio rebosante de intersubjetividad que nos fundamenta, nos interpela a afirmar incondicionalmente al otro, desde una consagración plena, que encuentra su máxima expresión en el sacrificio personal como testimonio de suprema disponibilidad. De esta manera, se testimonia plenamente no solo la permanencia de lo humano en el hombre, sino su misterioso enraizamiento ontológico, como fuente última de la creatividad y la fecundidad propias de la esperanza.
Referencias
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Urabayen Pérez, J. (2001). El pensamiento antropológico de Gabriel Marcel: un canto al ser humano. EUNSA.
Notas
1
Así deja expresado Marcel (1969) este descubrimiento reflexivo, en su segundo Diario metafísico: “Del ser como lugar de la fidelidad. ¿Cómo se explica que esta fórmula, que ha brotado en mí en un instante determinado del tiempo, presente para mí la fecundidad inagotable de ciertas ideas musicales? Acceso a la ontología. La traición como mal en sí mismo” (p. 51). Respecto a la dramática posibilidad de la traición, Marcel (1987, p. 64) la describirá como una niebla siniestra que envuelve nuestro mundo y que acecha con la tentación de la desesperanza a nuestros vínculos humanos.
2
« À la mort de l’être aimé, la seule attitude vraiment spirituelle est, en conséquence, celle de la foi et de la prière. La communion se maintient et s’épanouit en Dieu. A ce stade, la dialectique ascendante de la fidélité créatrice se mue en espérance, et celle-ci n’est elle-même que si elle est religieuse ».
3
Para Marcel (1958), la presencia activa se revela como “un don, una luz, que se ejerce como sin saberlo, por aquél que ha sido dotado de ella”. De tal manera que, quien está plenamente presente, se convierte en alguien “esclarecedor para los demás” (p. 13).
4
Cantero (2015) nos ayuda a comprender esta desgarradora escena: “Marcel nos pone en situación de reconocer que en estos personajes se ponen en juego dos fracciones de uno mismo, Abel que parece haber encontrado por unos segundos la plenitud que encierra el misterio y Jacques [Santiago] que se ha forjado falsas certezas que ya no le bastan […] Vemos cómo el misterio para Marcel está presente en el fondo del hombre. No es un problema a resolver, sino que se trata de una exigencia tan profunda del ser, que tiende de modo constante a buscar falsas certezas y traicionarse. El misterio, pues, trasciende nuestra sed de conocimientos pero no los satisface, he aquí el drama humano, nuestra grandeza y nuestra miseria […] Y precisamente la función del filósofo consiste en traer a la luz de la reflexión las implicaciones del misterio; claro está que esta función debe hacerse con un nuevo tipo de mayéutica, no se tratará solo del arte de sacar a la luz la distancia entre lo que sabe el hombre y lo que sabe, quizá, Dios, sino, y sobre todo, de lo que es y lo que pueda ser el hombre. Decimos nuevo tipo de mayéutica porque, además de ponernos a nosotros mismos en cuestión, realiza también una labor de profundización tal, que podamos encontramos en el núcleo del misterio del ser y podamos, asimismo, llegar a nuestro propio centro” (pp. 111-113).
5
“El ser habla desde dentro del yo mismo, y esto no porque el yo contenga al ser, sino porque el ser sostiene al yo” (Adúriz, 1949, p. 55).
6
Marcel (2005) en su obra Homo viator hace referencia a una expresión de Camus en la que reconoce la existencia de “un deseo agitado de claridad cuya llamada resuena en lo más profundo del hombre” (p. 210).
7
Marcel insistirá en que lo universal es un universal concreto, encarnado en lo profundo de nuestra intimidad: “El descubrimiento de lo universal en la intimidad pone de manifiesto que la llamada a ser más es metafísica y está fundada en su ser […] La vocación humana es metafísica porque, para Marcel, el hombre encuentra en sí mismo la trascendencia, que no es un predicado que pertenecería a una realidad, sino que implica una referencia al hombre, una referencia íntimamente vivida” (Urabayen, 2001, p. 242).
8
Marcel insistió, en reiteradas ocasiones, en que “este carácter sagrado del ser y de la intimidad humana no está ligado a ninguna confesionalidad; es metafísico, es fruto de la unión que hay entre la intimidad y la universalidad. En la intimidad, gracias al recogimiento, el hombre encuentra el vínculo de lo individual y de lo universal y, por lo tanto, lo sagrado” (Urabayen, 2001, p. 245).
9
Sobre esta obra teatral Marcel (2002) afirmará más tarde, en 1951: “Me parece hoy algo así como una anticipación de todo el pensamiento filosófico que desarrollé posteriormente. Lo veo como una experiencia interior privilegiada a partir de la cual los problemas aparecen con la mayor agudeza y precisión” (p. 250).
10
Podemos afirmar análogamente lo mismo sobre Dios: “Así como el amor comienza en el punto en que cesa la indagación, cuando, a pesar de las decepciones, damos crédito al amado, así también, con relación a Dios, el conocimiento auténtico no aparece hasta el momento en que se espera contra toda esperanza, es decir, cuando se pasa del mundo del problema al del misterio” (Moeller, 1960, p. 248).
11
Marcel no solo reconoce las “deudas de gratitud” en su camino vital, con sus familiares y amigos, sino también en su labor reflexiva, con los pensadores que impulsaron su pensamiento: “Llegado a la avanzada edad en que me encuentro, me vuelvo con gratitud indefectible […]” hacia quienes “ya hace mucho tiempo depositaron en mí la semilla de lo que iba a ser mi búsqueda” (Marcel, 1971b, pp. 12-13; citado por Blázquez, 1988, pp. 85-86).
12
“El ser absolutamente disponible para los otros no se reconoce el derecho de disponer libremente de sí. El suicidio ligado a la indisponibilidad […] ¿Por qué el ser absolutamente disponible para otro no se reconoce el derecho de disponer de sí? Precisamente porque al disponer de sí (suicidio) se hace indisponible para los otros, o por lo menos obra como alguien a quien no le importa en absoluto el quedar disponible para ellos. Hay, pues, ahí una solidaridad absoluta. Oposición rigurosa entre suicidio y martirio. Todo esto gravita en torno a la fórmula: el alma más esencialmente entregada es ipso facto la más disponible. Quiere ser instrumento. Pero el suicidio es el hecho de negarse como instrumento” (Marcel, 1969, p. 154, 157).
13
En su libro El hombre problemático, Marcel (1956a) recoge el dramático testimonio de Jacques Levy, un joven israelita convertido al catolicismo que murió en Auschwitz, el cual desde el cautiverio reflexiona: “Y bien, ese ser miserable que soy será, lo siento, justificado si lo ofrendo” (p. 71). Este reconocimiento de que la vida humana solo se realiza y consuma como oblación de amor, se encuentra hermosamente expresado en los versos finales de la poesía de Pedro Casaldáliga (2006) titulada “Profecía extrema”: “De golpe, con la muerte, / se hará verdad mi vida. / ¡Por fin habré amado!” (p. 16).
14
Marcel (2002) reconoce que los que sacrifican su vida por amor a sus hermanos “obedecieron una suerte de llamada que procedía de lo más profundo de su ser”, e incluso es posible “concebir que aquello que llamamos la muerte de esos hombres es quizá la cima, la akmé, de lo que llamamos sus vidas. Parece como si aquí se produjera una extraña transmutación entre estas dos palabras, y que la muerte pudiera ser realmente, y en un sentido supremo, la vida” (p. 156).
15
Cantero (2015) comenta el dramático itinerario de los esposos del siguiente modo: “Claude y Edmée actúan de buena fe. No cabe duda que ninguno de ellos ha ido llevando adelante su vida sin drama por haber huido de él. Pero en realidad es exactamente lo que han hecho. La ausencia de drama en sus vidas es lo que ha ocasionado que, en el momento en que los acontecimientos arrojan luz sobre el pasado, la vida vivida sin drama se transforme en el mayor drama. Quizá hubiera sido dramático en su momento manifestar la ‘verdad’ más profunda de uno mismo en lugar de omitirla para no causar dolor. Si Claude hubiera confesado abiertamente a su mujer el estado de duda e incertidumbre de su conciencia, si Edmée hubiera compartido con su marido, no solo su infidelidad, sino la falta de sinceridad de su petición, quizá ni el uno ni el otro se hubieran ‘refugiado’ en una vida ordenada y estable que funcionó como muro de contención que ocultó peligrosamente la verdad de ambos. El motivo de no haber vivido el ‘drama’ a su tiempo es precisamente el drama de la vida. El no ser sinceros entre ellos no fue ocasionado por una mala fe, sino por una incapacidad de reconocer en sí mismo el abismo que se les presentaba frente a ellos: un pastor que duda, una esposa que, sabiendo que será perdonada, no pide perdón” (p. 232).
Información adicional
Para citar este artículo: Rodríguez Piñero, A. (2023). La fidelidad creadora como testimonio de la esperanza en Gabriel Marcel. Universitas Philosophica, 40(81), 67-92. ISSN 0120-5323, ISSN en línea 2346-2426. doi: https://doi.org/10.11144/Javeriana.uph40-81.fcgm