¿ESTÁ USTED TODAVÍA TRATANDO DE DECIRME QUE YO NO SIGNIFICA ‘YO’?
ARE YOU STILL TRYING TO TELL ME THAT I DOESN’T MEAN ‘I’?
¿ESTÁ USTED TODAVÍA TRATANDO DE DECIRME QUE YO NO SIGNIFICA ‘YO’?
Universitas Philosophica, vol. 41, núm. 83, 2024
Pontificia Universidad Javeriana
Ángela Uribe Botero auribeb@unal.edu.co
Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, Colombia
Recibido: 25 junio 2024
Aceptado: 08 noviembre 2024
Publicado: 22 diciembre 2024
Resumen: La pregunta en torno a la cual giran las ideas contenidas en este texto es la siguiente, ¿qué explica que Adolf Eichmann se haya considerado a sí mismo ajeno a los crímenes en los que incurrió durante la Segunda Guerra Mundial? La respuesta exige atender a una serie de descripciones de Eichmann que, de la mano de algunos textos de Arendt, llevaré a cabo a partir de lo dicho por él mismo durante el juicio en su contra en 1961. El propósito de que la respuesta a la pregunta sea cabal pasa por mostrar que la incapacidad de Eichmann para responder por sus acciones es concebible a partir, por una parte, del término “desnivel prometeico” desarrollado por Anders y, por otra, de la idea de Husserl según la cual un yo puede, voluntariamente, llegar a naturalizar sus estados mentales.
Palabras clave:A Eichmann, conciencia, Husserl, Anders, Arendt.
Abstract: The question to be addressed in this article is the following: What explains the fact that Adolf Eichmann considered himself alien to the crimes he committed during World War II? The answer to this question requires attending to a series of descriptions of Eichmann and which, with the help of some texts by H. Arendt, I will carry out based on what he himself said during the trial against him in 1961. To offer a complete answer to the question, I try to show that Eichmann’s inability to respond for his actions is conceivable, on the one hand, in the light of the term “promethean unevenness” developed by G. Anders, and, on the other, from E. Husserl’s idea, according to which an ego can voluntarily naturalize its mental states.
Keywords: A Eichmann, consciousness, Husserl, Anders, Arendt.
1. Introducción
Las palabras que dan su título a este trabajo fueron pronunciadas por el fiscal Gideon Hausner, en 1961, durante el juicio que tuvo lugar en Jerusalén contra Adolf Eichmann 1 . Ellas tienen sentido en el siguiente contexto: en uno de los momentos, a mi manera de ver, más significativos del interrogatorio al acusado, Hausner quiso dejar clara su convicción acerca de que quien quiera que firme un documento está dispuesto a suscribir lo escrito en él y, por lo tanto, a asumir la responsabilidad por las consecuencias que se siguen de lo que se afirma, se ordena o se solicita en el documento. Tal como lo deja ver en su intercambio de palabras con el fiscal, Eichmann no parecía entender por qué tendría él que compartir la convicción de su interrogador. Desde su punto de vista, que él hubiese firmado una carta redactada por otra persona –un secretario, por ejemplo– no significaba verse obligado a suscribir lo que se decía en la carta. Más aún, si el hecho de firmar cualquier documento era el resultado de una orden o de una autorización provenientes de un superior, difícilmente habría entendido Eichmann por qué razón tendría él que identificarse con lo dicho en el documento. De allí que no entendiera por qué habría de considerársele responsable por ejecutar las órdenes transmitidas a través de papeles o de cualquier otro medio (Brauman & Sivan, 1999, 01:24:50-01:26:30). El documento al que se hacía referencia en el intercambio de palabras entre Hausner y Eichmann era uno entre muchos a través de los cuales, en su calidad de teniente coronel de las SS, este daba curso al envío de un grupo de judíos desde algún lugar en Europa hacia uno de los campos de exterminio en Polonia.
Otro de los desencuentros a los que se vieron avocados Eichmann y sus interlocutores durante el juicio sirve de contexto para entender mejor las dificultades que tuvo el acusado para hacerle frente a la convicción de Hausner. En este desencuentro, quien interpela a Eichmann es uno de los tres jueces del caso, Benjamin Halavi. Después de solicitar al tribunal permiso para hablarle al acusado en alemán 2 , tuvo lugar entre el juez y Eichmann el siguiente cruce de palabras:
H: ¿Nunca experimentó usted un conflicto; lo que uno podría llamar un conflicto entre su obligación [como funcionario] y su conciencia?
E: Podría llamársele más bien una fragmentación [Gespaltenheit]; es decir una fragmentación consciente en la que uno escapa de un lugar a otro y, al contrario (Brauman & Sivan, 1999, 01:37).
Mi propósito en este texto es responder a una pregunta que deriva del desconcierto que generan las palabras de Eichmann que he citado. La pregunta es la siguiente: ¿qué explica el hecho de que Eichmann se hubiera considerado a sí mismo ajeno a sus propias acciones o a aquellas que podríamos concebir como sus propias decisiones? Para responder a esta pregunta, en la primera parte del texto llevo a cabo un análisis del cruce de palabras sostenido entre Avner Less –el capitán de la policía israelí que tuvo a su cargo el interrogatorio previo al juicio– y el propio Eichmann. Antes de comenzar este análisis, es preciso advertir que el punto de partida es mi convicción acerca de que difícilmente hay en los recientes trabajos sobre Eichmann una posición más aguda y mejor argumentada sobre el fenómeno que él representa que aquella consignada en la obra de Hannah Arendt. Creo que mi propósito de responder a la pregunta formulada exige ampliar y profundizar en algunos de los aspectos de la vida de este nazi escandalosamente diligente y en los que Arendt no se detuvo a la hora de darnos a entender quién fue él, según ella. De allí que, también en esta primera parte del texto, recurra a la idea central de Günther Anders, según la cual nuestra capacidad de hacer –de fabricar– supera con mucho tanto nuestra capacidad de imaginar, como nuestra capacidad de sentir. Esta desigualdad fue denominada por Anders “desnivel prometeico” (Anders, 2001a, p. 256). En Eichmann, como veremos, ese desnivel abre abismos entre lo que hizo, su capacidad de concebir lo que hizo y su capacidad de sentir algo respecto a ello. Con el propósito de ampliar la perspectiva filosófica contenida en la primera parte, en la segunda parte del texto busco mostrar cómo el fenómeno Eichmann es un ejemplar de la idea de Edmund Husserl (1952), según la cual, dadas ciertas condiciones, el mundo humano pasa a hacer parte del mundo naturalizado (§§ 49-53); esto es, de un mundo en el que el sentido de la palabra yo llegar a ser peligrosamente elusivo.
2. Eichmann
Antes de dar curso al desarrollo que impone el propósito de este trabajo, es preciso hacer algunos comentarios tanto sobre la pregunta del fiscal Hausner, a la que he hecho referencia, como sobre el cruce de palabras entre el juez Halavi y Eichmann que he citado. Sobre esto último cabe preguntarse: ¿Qué es lo que, según Eichmann, estaba fragmentado? ¿Cuáles fueron los lugares entre los que, se supone, transitaba él? Tanto para el juez, como para quienes adoptamos su posición, por lo visto, uno de esos lugares era el desempeño de Eichmann como funcionario del régimen nazi; y el segundo, su conciencia. Sin embargo, la respuesta que ofreció Eichmann a la pregunta del juez no tiene sentido. Aun cuando él negó la experiencia del conflicto de conciencia, su respuesta no permite saber cuál es el lugar al que llegaba cuando no estaba actuando como teniente coronel de las SS. Quizás se deba esto a que en Eichmann faltaba la conciencia que el juez no podía más que presuponer que existía; es decir, una conciencia sobre lo que llegó a significar para millones de personas su desempeño en el oficio que le fue confiado. Por otra parte, ¿cómo entender el sentido de la huida consciente a la que se refiere Eichmann en su respuesta al juez? ¿Huía él realmente? ¿De qué? Si nos parece difícil determinar cuál es al menos uno de los lugares del que aparentemente Eichmann huía, ello se debe a que, extrañamente para él, yo no significó ‘yo’ en un momento decisivo –el del juicio en su contra–, y tampoco antes. Si yo no significó para él ‘yo’, entonces, obviamente, el acusado no vivió un conflicto en su conciencia y tampoco se sintió nunca responsable de lo que afirmaba o de lo que escribía en su calidad de teniente coronel de las SS. Esto último fue reiterado por el propio Eichmann en el siguiente intercambio con el fiscal:
H: [...] En su conciencia, ¿usted se considera culpable de complicidad en el asesinato de millones de judíos. ¿Sí o no?
E: Humanamente culpable, sí. En términos humanos, porque soy responsable de las deportaciones. El arrepentimiento no cambia nada. Con el arrepentimiento nadie vuelve a la vida. El arrepentimiento no tiene ningún efecto. El arrepentimiento es cosa de niños (Brauman & Sivan, 1999, 01.56:50).
De nuevo, resulta cuando menos difícil entender estas otras palabras de Eichmann. ¿En qué sentido llega alguien a ser “humanamente culpable” sin ser culpable de un modo distinto a este? Propongo aceptar que, aunque confunden, con estas palabras y con otras a las que haré referencia más adelante, Eichmann no quiso ocultar lo que realmente creía él que fuera el caso. En relación con esto, me separo de las posiciones que sostienen que aquello que se dejó ver del carácter de Eichmann durante el juicio, más que a un individuo escandalosamente superficial –como lo concibió Arendt (1978, p. 4)–, fue al clásico farsante antisemita que, no por farsante era menos antisemita que gran parte de la dirigencia nazi (Lipstadt, 2011, pp. 180-187; Cesarani, 2004, pp. 4-16). Eichmann aceptaba haber sido “humanamente” responsable de llevar a cabo algo tan escandaloso como las deportaciones de millones de personas hacia los campos de exterminio. Al mismo tiempo, sin embargo, cuestionaba el valor del arrepentimiento apelando a la idea de que este no tiene ningún efecto; como si existiese una relación obvia entre el arrepentimiento y su utilidad, como si el sentimiento de culpa no comportara al mismo tiempo también arrepentimiento.
Como lo veo, la dificultad para entender lo dicho por Eichmann en las palabras citadas proviene, antes que de su disposición al engaño, del hecho de que sus palabras son sueltas; es decir, al hecho de que ellas no hacen referencia a hechos dados a la experiencia o de que esa referencia es ambigua. Esta especie de desprendimiento respecto de los hechos es claramente consistente con el carácter elusivo de una responsabilidad que, a nuestros ojos, Eichmann debería haber asumido. Volveré sobre esto más adelante.
La urgencia con la que Arendt buscó hacer de los rasgos de la personalidad de Eichmann –y que salieron a relucir a través de desencuentros como los descritos– un paradigma para la historia se expresó, como sabemos, en su libro Eichmann en Jerusalén. Dicha urgencia tuvo como resultado la idea de Arendt (1978), según la cual, durante el juicio, el acusado exhibió poco más que un desconcertante espectáculo de superficialidad (p. 4). Acudiendo tanto a esta obra como a otras fuentes, paso en lo que sigue a profundizar en aquello que define, más que en aquello que explica dicho espectáculo 3 . Una de estas fuentes es, como lo he anticipado, el interrogatorio llevado a cabo por el capitán Avner Less, unos meses antes del juicio contra Eichmann.
En uno de los apartes de este interrogatorio dice Eichmann lo siguiente:
Señor Capitán: IV B4 4 nunca decidió nada a partir de su propio juicio y autoridad. Nunca habría cabido en mi cabeza el enredarme con una decisión que fuera mía. Y tampoco, como lo he dicho antes, nadie de mi equipo jamás tomó una decisión propia (Von Lang & Sibyll, 1983, p. 124).
Algunas alusiones al curso de su formación y de su carrera sirven para explicar cómo, en el curso de su vida, se fue asentando en Eichmann esta condición más reactiva que activa de su existencia:
Mi padre me sacó del colegio porque yo no fui propiamente el estudiante más aplicado. Me puso a trabajar en la compañía minera Untersberg [...]. [Después de tres meses] fui enviado a la empresa de tecnología eléctrica de Austria.
[...] como ya le dije, fui expulsado del trabajo.
Fui puesto en las barracas porque fui enlistado como no-casado, es decir, como soltero.
Por ese tiempo hubo una gran agitación en la oficina de la Policía Estatal Secreta y fui puesto en la oficina IV B4 [...]. Esa era la oficina de asuntos judíos.
[...] yo había sido siempre el jefe de la oficina IV B4 y un jefe de oficina de la Gestapo no puede, de ninguna manera, traspasar el marco en el cual ha sido puesto. [Durante la Conferencia de Wannsee] tuve que mantener la boca cerrada. Me pusieron [...] en una esquina, junto al estenotipista (Von Lang & Sibyll, 1983, pp. 8, 124, 21, 64, 90).
Y, como quien hace una evaluación de lo que ha sido la propia vida, hacia el final de la entrevista con Less, Eichmann aclara:
Toda mi vida he estado acostumbrado a la obediencia, desde la temprana infancia hasta el 8 de mayo de 1945 –una obediencia que, desde los años en los que hice parte de las SS fue ciega e incondicional–. ¿Qué habría yo ganado con la desobediencia? ¿Y a quién le habría servido? Nunca, en ningún momento cumplí un papel esencial o decisivo en los eventos [que tuvieron lugar] entre 1935 y 1945 (Von Lang & Sibyll, 1983, p. 291).
Quien quiera que insista en hablar acerca de sus acciones como siendo el resultado de las acciones de otra cosa o de decisiones de otros confunde su propia agencia con el objeto sobre el cual recae la agencia de otro o de otra cosa. La forma en la que Eichmann hizo referencia a sus acciones da lugar a pensar que su confusión es aún más dramática: el sujeto real de la acción –él mismo– es convertido en el objeto gramatical de la oración –es decir, en el objeto sobre el cual recae la acción del sujeto gramatical–. Es de esta forma como consigue él separar las palabras de lo que podríamos llamar las cosas del mundo real y a las que, suponemos, ellas habrían de hacer referencia. Quizás, y como lo sostiene Harry Frankfurt (2005), resulta más peligrosa la tendencia a despreciar el valor, acaso moral, de la relación entre nuestros enunciados y los hechos, que la descarada tendencia a mentir (pp. 56-61). Aquel que miente, después de todo, tiene en la certeza que confieren los hechos una clara referencia que sabe reconocer. Quien, como Eichmann, suelta al aire, sin más, una serie de palabras, lo que hace es exhibir un frívolo desprecio por los hechos. Y quien insiste en este desprecio vive, como lo afirmó Arendt, al margen del reclamo que los hechos del mundo nos hacen, una y otra vez, por el solo hecho de ser ellos percibidos, por nosotros mismos y por los demás (Arendt, 2006, p. 53; 1978, pp. 3-5).
¿Cómo dar un mínimo crédito a la insistencia de Eichmann en hacer creer a los demás que él no pudo decidir nunca nada por sí mismo ( Arendt. 2006, p. 32) y que, por lo tanto, “pertenecía a la categoría de gente que no se forma [a] sus propias opiniones” (p. 38)? Este soldado diligente, por diligente que haya sido, no era apenas uno de los miles de soldados de las SS que recibía órdenes de un superior y que se veía forzado a atenerse a ellas. Él, además de soldado, era, sobre todo, uno de los pocos soldados de esa organización que estuvo al mando de la planeación y de la ejecución del programa de exterminio de los judíos. Tengo en cuenta esto último, justamente para intentar responder a la pregunta sobre la manera como el espectáculo de la superficialidad que Eichmann dio es la otra cara del espectáculo de pasividad que fue él mismo. ¿Cómo, pues, entender esa propensión a mostrarse como alguien que, a pesar de haber impuesto condiciones imposibles sobre millones de personas, no creyó que hubiera decidido u opinado algo antes y durante la guerra?
Antes de empezar a ofrecer una primera respuesta a esta pregunta, es necesario advertir lo siguiente: existe una clara y crucial diferencia entre atender desde el lugar de la tercera persona –los jueces, el fiscal, nosotros mismos– a un hecho determinado y hacerlo con la esperanza de acercarse a la relación que se configura entre la primera persona y ese hecho determinado. La primera persona, para lo que nos ocupa, es Eichmann, y el hecho son los crímenes en los que él incurrió. Teniendo esto en cuenta, importa tratar de entender, más que lo hecho por Eichmann, su propio punto de vista en relación con lo que hizo. Esto último explica que la mayoría de las citas a las que acudo para hablar acerca de él sean una transcripción de sus propias palabras, explica también el lugar que ocupa el trabajo de Arendt en lo que quiero afirmar en este texto. El valor de lo dicho por Arendt (2006) estriba justamente en haber tratado ella de entender a su objeto de estudio y en que solo después de esto llegó Eichmann a ser el objeto de su juicio (pp. 253-279). Entender supuso para Arendt dar crédito a las palabras del acusado antes de anticipar motivos de orden perversos o un antisemitismo tan arraigado como difícil, él mismo, de entender.
Volvamos a la pregunta formulada arriba: ¿Cómo concebir la propensión de Eichmann a mostrarse como alguien que, a pesar de haber impuesto condiciones imposibles sobre millones de personas, no creyó que hubiera decidido u opinado algo antes y durante la guerra? Una primera manera de responder a esta pregunta impone acercarse al contexto al que Eichmann se refirió para aclarar lo que significó para él “recibir una orden”. Tal como él mismo las veía, las órdenes que él recibía no eran, en estricto sentido, órdenes; es decir, no eran órdenes en el sentido de referir a un sistema legal a través del cual se impone cierta estabilidad en una organización, a la que a su vez le ha sido delegada una función específica. Lo mandado sobre Eichmann, lo que caía sobre sus hombros, era para él nada más ni nada menos que la voluntad del Führer. Dado el contexto al que me he estado refiriendo, la voluntad del Führer llegó a constituirse para Eichmann en autoridad, no tanto porque rebelarse contra ella habría significado una franca amenaza contra su vida, como por el hecho de habérsela, él mismo, conferido (Milgram, 1974, p. xxxi). La autoridad que Hitler ejerció sobre Eichmann fue, en este sentido, una autoridad, más que mediada por el temor, mediada por el desprecio con el que Eichmann se relacionó con los hechos, y que, como vimos, se dejó ver en su forma de hablar. El desprecio por lo real puede fácilmente conducir a despreciar también la capacidad que tenemos de intervenir nosotros mismos en lo real; de decidir algo sobre él. Si nuestra relación con lo real es lábil y desarraigada, fácilmente perdemos de vista la posibilidad que tenemos de afirmar, de juzgar y de decidir, nosotros mismos, algo sobre lo real.
Y, sin embargo, la férrea e impositiva voluntad de Hitler estaba lejos de ser clara y estable. Ella era “la incansable y dinámica voluntad del Füher” (Arendt, 2006, p. 365; Cesarani, 2004, p. 11). “Las órdenes del Führer tenían la fuerza de una ley”, habría afirmado Eichmann (Arendt, 2006, p. 124; Von Lang & Sibyll, p. 198). La tarea de este soldado que se supo obediente a la autoridad consistió en convertir esa voluntad incansable y dinámica en ley; es decir, en algo que diera la apariencia de estabilidad para, entonces, aferrarse a ella ciegamente y sin mediación. Con el propósito de mostrar el alcance de la obediencia a esa voluntad dinámica, Arendt (2006) recuerda el último, si no el único, acto de desobediencia de Eichmann en relación con una orden impartida por Himmler hacia el final de la guerra. Este último habría ordenado detener los envíos de judíos a los campos de exterminio. Desde el punto de vista de Eichmann, sin embargo, era imperioso continuar con los envíos, pues esa orden contradecía la que él habría imaginado era la voluntad del Führer (pp. 144-147).
Ahora bien, la propensión de Eichmann a entregarse a la voluntad de un solo hombre no se aclara con la referencia anterior, que es apenas una descripción de la fuerza con la que una autoridad recae sobre un individuo. Es necesario, además, atender a aquello que habría motivado en Eichmann y en muchos otros esa sumisión. En Eichmann en Jerusalén, dice Arendt (2006) lo siguiente:
Antes de que Eichmann empezara a formar parte del partido y de las SS ya había dado muestras de su deseo de hacerlo, y por esto, el día 8 de mayo de 1945, fecha oficial de la derrota de Alemania, fue para Eichmann decisivo; sobre todo porque tuvo que ver cómo, a partir de entonces, tendría que vivir una vida sin pertenecer a organización alguna, “una difícil vida individualista, sin jefe que me guiara, sin recibir instrucciones, órdenes, ni representaciones, sin reglamentos que consultar, en pocas palabras, ante mí se abría una vida desconocida que nunca había llevado” (p. 124).
La fuerza con la que la ley –la voluntad del Führer– llegó a imponerse sobre Eichmann hasta el punto de estar dispuesto a incurrir en acciones inconcebibles puede ser explicada de la manera como Eichmann la explica en la cita de Arendt. Hitler y su partido constituyeron una ocasión que sirvió a millones de alemanes y muy especialmente a este hombre –que declaró no tener nada en contra de los judíos (Von Lang & Sibyll, 1983, p. 149)– para escapar de “una vida individualista”. Una vida individualista es aquella que nos confronta con el costoso y muchas veces angustioso vacío de vernos avocados a nosotros mismos en los momentos en los que hay que decidir qué hacer o qué pensar; una vida abandonada a la perturbación en la que consiste la conciencia de lo contingente, la conciencia acerca de que lo que es puede también no ser o dejar de ser. Quien escapa de una vida así tiene solo una alternativa: ser el que es puesto por otros en unos lugares, unas veces, y, en otros, otras. Se trata en últimas de la alternativa de llevar una vida sobre la que opera algo comparable a las leyes que operan sobre los objetos físicos. Volveré sobre esto último más adelante.
La segunda forma de responder a la pregunta sobre cómo llega alguien a ser incapaz de decidir nada por sí mismo está estrechamente relacionada con la anterior. Eichmann recibía órdenes. En el trasfondo de cada una de esas órdenes estaba el desempeñarse ciego en una serie de rutinas bien definidas y nada más que en ellas. Él, entones, hacía solamente su “pequeña tarea” de un modo rutinario (Von Lang & Sibyll, 1983, p. 66). Desde su punto de vista, él ocupaba un lugar más bien anónimo en una oficina y firmaba lo que había que firmar porque otra persona le deslizaba un papel sobre su escritorio. El hecho mismo de que los judíos hubieran sido arrestados, deportados y asesinados, según Eichmann, no competía a las funciones de su Departamento (p. 56); es decir, no le competía a sí mismo. Durante el interrogatorio, por ejemplo, él admitió haber colaborado con el protectorado de Praga que dispuso el envío de un grupo grande de judíos a los campos de exterminio, pero aclaró que lo hizo como quien establece con un cliente una transacción de orden comercial [business like] (pp. 56-57). A los clientes se les trata como clientes (p. 60), y el oficinista que ocupa apenas un rincón en una pequeña parcela se limita a dar por recibido el encargo y a gestionar con la clientela. Eichmann daba por sentado que ese encargo había pasado antes por otras manos: de las de Hitler a las de Himmler, de las de este a las de Heydrich, de las de este a las Müller, hasta llegar a las suyas. Él, entonces, no habría hecho nada distinto a ser diestro en gestionar lo encomendado. Si Eichmann consiguió separar aquello a lo que lo obligaba su oficio del resto de las exigencias propias de ser un individuo entre otros, él, entonces, no tenía por qué preguntarse por el propósito de lo que hacía o por el sentido que ese propósito podría tener. Él simplemente hacía, y la distancia entre esta forma de hacer, su capacidad de imaginar las consecuencias de lo que hacía y su capacidad de sentir algo respecto de lo hecho, era en él abismal.
En una serie de cartas dirigidas Klaus Eichmann –hijo de Adolf Eichmann–, dice Günther Anders (2001b) lo siguiente:
Somos casi siempre trabajadores subalternos y, como tales, no nos interesamos en absoluto por el efecto de nuestro trabajo ni, por tanto, por la representación de su efecto final; o más exactamente: porque se nos impide que nos interesemos por él; porque, en el seno de la división del trabajo, nosotros debemos limitarnos –y en esto estriba la “moral del trabajo” hoy universalmente reconocida– a interesarnos por la actividad especializada por la que se nos paga (p. 39).
Somos, insiste Anders, los hijos de Prometeo. En nosotros, todos, opera una forma de desnivel entre nuestra capacidad de hacer cosas –nuestra capacidad de producir–, nuestra capacidad de imaginar –concebir el sentido de lo que estamos haciendo– y nuestra capacidad de sentir algo respecto a lo ya hecho. Es esto a lo que Anders (2001a) designa con el término “desnivel prometeico” (p. 256). Bien podemos permitimos, además –y como trabajadores subalternos–, colaborar con quien nos da unas órdenes, hasta el punto de que entre esas tres capacidades se abra un abismo que llega a ser infranqueable. Y es justamente ese abismo el que impide aprehender mínimamente el sentido de lo que hacemos (pp. 256-264); sin embargo, del hecho de que Eichmann haya llegado a verse a sí mismo de esta manera –es decir, como un subalterno–, del hecho de que haya insistido en ser visto de esta manera durante el juicio, no se sigue, como lo he advertido arriba, que la descripción de la forma de desempeñarse el subalterno aplique sin más a él. Él, en palabras de Anders (2001b), “participó en la planeación de lo monstruoso” (p. 39). La tarea de participar en la planeación de algo impone imaginar ese algo; concebir su finalidad. Para el caso de Eichmann, concebir los millones de muertos. Pero, de nuevo, la imaginación de ningún ser humano llega a concebir tal cosa: “Tal vez podamos imaginar a los diez muertos. Con cierto esfuerzo. Pero matar, podemos matar a diez mil. Sin dificultad” (Anders, 2001a, p. 258).
Si la descripción del subalterno no aplica a Eichmann, ello se debe, entre otras cosas, a que justamente por el hecho de no haber sido un subalterno, Eichmann no se vio impedido, más que por él mismo, de representarse el objeto final de su plan. “Sea como fuere: lo que aquí nos importa es que su padre tuvo que hacer todo lo posible para alejar el peligro que representa la intrusión […] de la moral en la realización de su programa” (Anders, 2001b, p. 40). Pero ¿cómo entender esta forma de autoinhibición? ¿Qué impuso en Eichmann ese férreo obstáculo contra la intervención de lo moral?
Teniendo en cuenta lo anterior, bien podemos concebir que Eichmann hubiese pensado acerca de sí mismo de la forma descrita hasta acá; es decir, como alguien del todo ajeno a sus propias acciones: “una vez que las pautas del envío eran impartidas, la responsabilidad de la oficina paraba [y] mi responsabilidad cesaba cuando la policía militar se hacía cargo de los envíos en las estaciones de evacuación” (Von Lang & Sibyll, 1983, p. 118). No podemos, sin embargo, ceder en su favor hasta convertirlo, nosotros también, en uno más en la cadena de producción industrial. De nuevo, el referente de nuestro juicio sobre la persona que fue Eichmann no es él mismo. No obstante, proferir ese juicio comporta atender, tanto como nos sea posible, a su propia perspectiva. Sabemos, en este sentido, que Eichmann ejecutó no tanto el producto que ejecutó –lo monstruoso–, sino el plan que condujo a que lo monstruoso llegara a ser una realidad. Y, obviamente, del especialista en asuntos judíos cualquier superior tendría que haber esperado mucho más que lo que se esperaba de los restantes miles de miembros de las SS. Esta fue la razón por la que los recursos de los que Eichmann se valió para tratar a convencer al tribunal en Jerusalén de su insignificancia no fueron eficaces. Y no lo fueron, no porque ellos dejaran ver una serie colosal de mentiras con las que hubiera sido imposible tratar, sino porque tanto los jueces como el fiscal tuvieron frente a sí a un hombre cuya conciencia no funcionaba normalmente (Arendt, 1976, p. 293). Una conciencia que funciona normalmente es aquella que vuelve sobre sus actos, que hace suyas sus decisiones y que, por lo tanto, puede responder por ellas. Hay, por lo visto, una estrecha relación entre la autoinhibición a la que hace referencia Anders, según la cual Eichmann hizo lo que estuvo a su alcance para impedir que la moral interviniera en la realización de sus planes y su decisión de negarse a “llevar una difícil vida individualista”. Espero, en lo que sigue, describir esa relación, de nuevo, a la luz de la pregunta formulada por el fiscal Hausner a Eichmann: ¿Está usted todavía tratando de decirme que yo no significa ‘yo’?
3. Yo no significa ‘yo’
¿Cómo se constituye la relación que un yo llega a establecer con aquello que determina sus acciones? La respuesta a esta pregunta depende de cómo se entiende todo lo que comporta la palabra yo. Y, más precisamente, depende de la actitud que asuma cada uno de nosotros a la hora de vérselas con esa palabra. Esto último hace referencia al modo como concebimos 5 los vínculos de determinación con aquello que Husserl (1952) llama “no-yo” (p. 253). El ámbito de lo no-yoico abarca para este autor dos mundos estrechamente relacionados entre sí, pero también muy distintos: el mundo físico y el mundo espiritual –mental–, y del que hace parte necesariamente el propio cuerpo vivido (Leib). Dado el mundo físico, y si nos atenemos al curso de lo que sucede en nuestro cuerpo (Körper), podemos asumir una actitud en la que yo signifique para nosotros nada más que el objeto sobre el que se puede llevar a cabo una inspección de orden, digámoslo así, “cósico”. Si desde este punto de vista indago por el malestar que siento en mi mano, por ejemplo, propongo una explicación causal que me conduce a preguntarme qué pasa allá, quizás en alguno de los tendones de la mano. Esta forma de indagación puede llevarme tan lejos como yo quiera; por ejemplo, hasta dar con la composición fisicoquímica de los tendones o con la relación entre ellos y mi sistema nervioso.
Si, por otra parte, asumiendo la misma actitud –cósica– atiendo al mundo espiritual que me circunda, hago exactamente lo mismo que hago cuando atiendo a mi dolor físico. Recurro a las relaciones de causalidad que podrían estar determinando, por ejemplo, mi tristeza o el hecho de llevar a cabo una acción. Valiéndome de esta actitud, de nuevo, puedo ir tan lejos como yo quiera. Puedo ir hasta los primeros años de mi vida o hasta la situación en la que se encontraban mis padres antes de yo nacer. Estoy triste, por ejemplo, y, entonces, me pregunto por la actividad neuronal de mi cerebro o si hay alguna falla en mi sistema endocrino que esté causando la tristeza. Puedo preguntarme también si acaso esa actividad neuronal o si la falla en el sistema endocrino es congénita o no lo es.
Otra manera de responder a la preocupación por la fuente de mi tristeza o por la razón por la que actúo de cierta manera me lleva al cruce de vínculos propios con el hecho de que no estoy sola en el mundo. Convierto a ese mundo en un conjunto de determinaciones de orden causal. En este sentido, y si así lo prefiero, yo, la persona que soy puede ser reducida al largo historial de afrentas de las que fui objeto y así es como explico mi tristeza o la calidad de mis acciones. Vuelvo a mi infancia, al maltrato sufrido cuando tenía tres años, quizás cuando tenía diez, hace cinco años o hace unos meses. Soy, por eso, una persona propensa a la tristeza. Estoy de esta manera determinada y es por eso por lo que actúo como lo hago. En Ideas II, dice Husserl (1952) lo siguiente:
[las] disposiciones, rasgos de carácter, conocimientos etc. [manifiestas en un hombre] son “propiedades” naturales-reales y pueden ser exploradas “inductiva-científico-naturalmente”, análogamente a las propiedades físicas. [...].
En esta [actitud naturalista] [...] está ahí para nosotros la naturaleza física “objetiva” en su conjunto, sirviendo de fundamento a los cuerpos, sensitividades y vidas anímicas esparcidos en ella. Todos los hombres, animales y vidas que consideramos en esta actitud son objetos, [de interés teórico] [...] objetos antropológicos o, visto de un modo más general, zoológicos (pp. 182-183; énfasis en el original).
En la medida en que las propias vivencias sean observables exclusivamente desde la distancia que impone la actitud naturalista –teórica–, esas vivencias son abstraídas de tal manera que el yo del vínculo con los demás –el yo personal– termina por ser, dice Husserl (1952), “olvidado de sí mismo” (p. 183). Pero ¿qué, más precisamente, quiere decir que un yo sea olvidado de sí mismo?
Con mi respuesta a esta pregunta quiero atenerme solo a algunas de las características propuestas por Husserl para describir la actitud que él llama “naturalista” y que yo he llamado “cósica”. Para el tema que nos ocupa, esto quiere decir que lo más relevante del modo en que, por lo visto, se ve Eichmann a sí mismo, no incluye una actitud estrictamente cientificista. No puedo asumir que mientras atiende a su conducta o a sus estados de ánimo, él se haya comportado como un neurólogo, como un antropólogo, como un psicólogo o como un teórico social. Lo decisivo para lo que quisiera decir en lo que sigue es que Eichmann sí parece haber considerado que la manera más apropiada de explicar sus acciones o sus determinaciones fue asumir una actitud puramente teórica, es decir, a la actitud que pone a la persona que se es en el lugar del objeto sometido a una serie de intervenciones de orden causal.
La relación que un yo –para quien la palabra yo significa realmente ‘yo’– establece con el mundo –no-yo– pone el acento no solamente en el hecho de verse ese yo determinado, sino, ante todo, en la forma como vive él esa determinación. Ignorar, por la razón que sea, ese “cómo” de la determinación convierte al yo en alguien que, como lo ha sostenido Husserl, ha sido olvidado de sí mismo. Para el caso de Eichmann, esto último no hace referencia únicamente a que él permitió ser usado para propósitos ajenos; hace referencia, más bien, a la forma como él se veía, a que fue incapaz de atender a las determinaciones que lo condujeron de un lado a otro hasta el punto de no preguntarse si esas determinaciones tenían o no algún sentido para él. El deseo constante de pertenecer a una organización, por ejemplo, no parece haber tenido ningún sentido para él; es decir, el sentido de esa determinación no fue el que él mismo le atribuyó. No lo fue si, como en el caso de Eichmann, esa organización podría haber sido cualquiera. Ese deseo se configuró, más bien, como una ocasión para huir de “una difícil vida individualista”, una vida en la que no se reciben ordenes ni instrucciones.
Quisiera proponer que la idea de la organización en el contexto de la vida de Eichmann evoca lo que he querido decir acudiendo a algunas afirmaciones de Husserl. Con esto me refiero a las afirmaciones que este autor hace para aludir al hecho de que las relaciones entre cosas o entre personas pueden ser atendidas por un yo, apelando únicamente a principios de orden teórico y general que simplemente se imponen, como se imponen las leyes de causalidad. Esto, aplicado a la vida de Eichmann, supone conferirle –como él lo hizo– a la voluntad del Füher un poder análogo al de las leyes que gobiernan sobre objetos físicos; es decir, un poder que se impuso necesariamente sobre todos y cada uno de los objetos que constituyeron a la Alemania de su tiempo. En este sentido, Eichmann fue para sí mismo, “un instrumento en manos de poderes superiores” (Brauman & Sivan, 1999, 01:01:39), y un instrumento así no hace nada distinto a atenerse a lo que llegue, simplemente porque eso que llega se impone. En sus propias palabras, Eichmann obedecía “independientemente de cuáles eran las ordenes que recibía” (Von Lang & Sibyll, 1983, p. 167). Si bien es verdad que, como vimos, el poder que la voluntad del Führer ejerció sobre Eichmann fue el resultado de una serie de actos de cesión de este último en favor del primero, lo cierto es que ese constante ceder fue ciego. Por lo visto, Eichmann nunca se sintió inclinado a preguntarse qué significaba para él obedecer aquello que se le mandaba. Más precisamente, qué significaba para él el hecho de verse a sí mismo ante la posibilidad de obedecer unas órdenes que lo obligaban, una y otra vez, a enviar a miles de personas hacia los campos de exterminio. De la misma manera como la organización a la que deseó pertenecer habría perfectamente podido ser cualquiera, también la orden habría podido ser cualquiera, y la voluntad que pesó sobre él habría podido ser la de cualquiera.
Si ser olvidado de sí mismo es una entre las dos actitudes que podemos adoptar a la hora de reconocer de qué modo estamos determinados, la otra es propia del yo; el yo que es recordado por él mismo. Esto supone hacer del ámbito del no-yo –y más precisamente del mundo compartido con otros–, como vimos, un ámbito en el que lo que nos es dado es de una u otra manera para nosotros. Es cierto que no estamos nunca solos a la hora de hacer de nosotros mismos la fuente del sentido de lo que nos determina. En el no-yo que es el mundo espiritual están también los demás proponiendo sentidos para esas determinaciones. Sin embargo, seremos menos ciegos a esos sentidos, tanto como nuestra conciencia esté orientada menos a lo que puede estar causando nuestras vivencias, y más a cómo son ellas para nosotros (Husserl, 1952, p. 233). En otras palabras, si bien es cierto que el mundo –el físico o el espiritual– en todo caso constituye conjuntos de determinaciones, también es cierto que el sentido dado a estas determinaciones puede no acabarse en aquellas, propias de un mundo naturalizado: “Quien por todas partes ve solamente naturaleza [...] es precisamente ciego para la esfera del espíritu” (Husserl, 1952, p. 191). Estas palabras de Husserl pueden ser ilustradas con la siguiente idea de Arendt (1976), y que hace referencia al aislamiento y a la soledad, tan característicos de las condiciones que hacen posibles existencias como la de Eichmann:
La rebelión de las masas contra el “realismo”, el sentido común y todas las “plausibilidades del mundo” (Burke) fue el resultado de su atomización, de su pérdida de estatus, junto con el que perdieron todo el ámbito de relaciones de comunidad, que es el marco en el que tiene sentido el sentido común (p. 352).
Es importante advertir que cada una de las posibilidades descritas por Husserl, y que dan como resultado una u otra manera de vernos, está definitivamente abierta a cada uno de nosotros; es decir, ninguna de ellas ha sido el resultado de una determinación externa. Las vidas de los individuos son realmente individuales –individualistas, diría Eichmann– o no lo son, tanto como insistan –o no lo hagan– en que las determinaciones que dan curso a sus existencias provengan o no provengan de ellos mismos. Hay, en esta medida, formas de ser de aquello que nos determina; en palabras de Husserl (1952), de aquello que nos motiva (p. 222). Una primera –decisiva para la vida en común– es aquella en la que, en palabras de Husserl (1952), “lo motivado es el yo” (pp. 220-221). Dada esta forma de la motivación, he de ser yo –y no otro– quien atribuye valor de verdad a un enunciado, he de ser yo quien decide, quien ha alcanzado un pensamiento, quien, en fin, asume una posición respecto de aquello de lo cual tiene una experiencia (Husserl, 2004, §24-25). Pero aquel para quien la motivación se acaba en el deseo ciego de ocupar un lugar entre los lugares dispuestos por otros, ese, digo, pierde de vista el hecho de que el mundo no solamente es físico, sino también espiritual; pierde con ello la conciencia de que el mundo no está allá, como un contendor de objetos observables desde la distancia teorética, sino que es, ante todo, para él y, con ello, para los sentidos atribuibles a él, por él y no por otros.
Quizás sirva lo anterior para aclarar la idea de Arendt, según la cual la conciencia de Eichmann no funcionaba normalmente: un yo para quien yo no significó ‘yo’ no termina por ser un yo consciente. Por lo visto hasta acá, muy posiblemente tanto Husserl como Anders habrán suscrito la posición de la autora, según la cual la posibilidad de ser un yo íntegro –y, en palabras de Husserl (1952), “racional” (p. 222)–, esto es, la posibilidad de no inhibir la intervención de lo moral en sus planes, estuvo al alcance de Eichmann. Su decisión de no querer vivir “una difícil vida individualista” confirma, en parte, esta idea; la confirman, asimismo, las siguientes palabras: “Un adulto consiente mientras un niño obedece; si se dice de un adulto que obedece, lo que él hace es apoyar a la organización, autoridad o ley que reclama ‘obediencia’ (Arendt, 2003, p. 46)”.
Referencias
Anders, G. (2001a). La obsolescencia del hombre (Vols. I y II). Pretextos.
Anders, G. (2001b). Nosotros los hijos de Eichmann. Carta abierta a Klaus Eichmann. Paidós.
Arendt, H. (1976). The Origins of Totalitarianism. A Harvest Book.
Arendt, H. (1978). The Life of the Mind. A Harvest Book.
Arendt, H. (2003). Resposibility and Judgment. Schocken Books.
Arendt, H. (2006). Eichmann in Jerulalem. A Report on the Banality of Evil. Penguin Books.
Brauman, R. & Sivan, E. (Dirs.). (1999). The Especialist. Portrait of a Modern Criminal [Película]. Home Vision Entertainment.
Cesarani, D. (2004). Becoming Eichmann. Da Capo Press.
Frankfurt, H. (2005). On Bullshit. Princenton University Press.
Husserl, E. (1952). Ideen zu einer reinen Phänomenologie und Phänomenologischen Philosophie, Vol II (Hua IV). Martinus Nijhoff.
Husserl, E. (2004). Einleitung in die Ethik. Vorlesungen Sommersemester 1920 und 1924 (Hua XXXVII). Springer.
Lipstadt, D. (2011). The Eichmann Trial. Nextbook/Schocken.
Milgram, S. (1974). Obedience to Authority. An Experimental View. Harper Perennial Modern Classics.
Von Lang, J. & Sibyll, C. (Eds.). (1983). Eichmann Interrogated. Transcrips of theArchives of the Israeli Police. Lester & Orpen Publishers.
Notas
1
Teniente coronel de las SS (Schutzstaffel), tuvo a su cargo la oficina de asuntos judíos del régimen nazi durante la Segunda Guerra Mundial. Desde esta oficina eran planeados y organizados los transportes que conducían a grupos inmensos de judíos hacia los campos de concentración y de exterminio, principalmente en Polonia.
2
Con esto, el juez se separaba del procedimiento acordado en el juicio y que consistía en dirigirse en hebreo al acusado, a la audiencia y a los testigos.
3
Las explicaciones de Arendt sobre el carácter sumamente superficial que exhibió Eichmann durante el juicio en su contra están contenidas en su libro La vida del espíritu y remiten a su manera de entender el término pensamiento. Cito el texto en su versión original. Ver Arendt (1978, pp. 129-216).
4
Esta oficina estaba bajo la dirección de Eichmann y se ocupaba de tareas como retirar a los judíos la ciudadanía alemana, confiscarles sus propiedades y enviarlos a los campos de concentración o de exterminio (Von Lang & Sibyll, p. 73).
5
El término “concebir” usado en esta frase sugiere que no estoy tomando en cuenta todo lo que hay que decir sobre la manera como Husserl describe nuestra relación con el mundo. Hay, para este autor, un estrato de la relación yo/no-yo que se define en términos de síntesis pasivas de sentido y en el que realmente no concebimos. Sobre la base de este estrato, en efecto, concebimos, es decir, atribuimos un sentido tético –temático– al mundo y a sus cosas –juzgamos, queremos, valoramos activamente–. Para los propósitos de este trabajo no me detengo en el importante tema las síntesis pasivas. Véase Husserl, 1952, §§ 56-59
Información adicional
Para citar este artículo: Uribe Botero, Á. (2024). ¿Está usted todavía tratando de decirme que yo
no significa ‘yo’? Universitas Philosophica, 41(83), 39-57. ISSN 0120-5323, ISSN en línea 2346-
2426. doi: 10.11144/Javeriana.uph41-83.eutd