EL SESGO ANTROPOCÉNTRICO DEL HUMANISMO EN LOS CURRÍCULOS UNIVERSITARIOS DE FILOSOFÍA: ANTIHUMANISMO, DECOLONIALISMO, ANTIESPECISMO, TRANSHUMANISMO Y POSHUMANISMO
THE ANTHROPOCENTRIC BIAS OF HUMANISM IN UNIVERSITY PHILOSOPHY CURRICULA: ANTI-HUMANISM, DECOLONIALISM, ANTI-SPECIESISM, TRANSHUMANISM, AND POSTHUMANISM
EL SESGO ANTROPOCÉNTRICO DEL HUMANISMO EN LOS CURRÍCULOS UNIVERSITARIOS DE FILOSOFÍA: ANTIHUMANISMO, DECOLONIALISMO, ANTIESPECISMO, TRANSHUMANISMO Y POSHUMANISMO
Universitas Philosophica, vol. 41, núm. 83, 2024
Pontificia Universidad Javeriana
Laura Patricia Bernal Ríos laura.bernal@ucaldas.edu.co
Universidad de Caldas, Manizales, Colombia
Recibido: 11 julio 2024
Aceptado: 08 noviembre 2024
Publicado: 22 diciembre 2024
Resumen: Este artículo presenta una revisión sistemática de la literatura que problematiza el sesgo antropocéntrico del humanismo en la educación filosófica contemporánea. A partir del análisis de 51 estudios, se han elaborado cinco ejes de debate que interpelan al paradigma humanista-antropocéntrico: (1) descentrar la “cuestión humana” desde el antihumanismo; (2) decolonizar la ontología humanista racializada y la “cuestión del Otro”; (3) integrar la “cuestión animal” desde el antiespecismo; (4) explorar la “cuestión cyborg” y el transhumanismo; y (5) resignificar los currículos filosóficos a la luz del poshumanismo y la “cuestión más-que-humana”. Esta panorámica de debates, articulados como motivos filosóficos, invita a repensar la filosofía desde una perspectiva situada en la actualidad. Se argumenta a favor de la incorporación de estas cuestiones en los programas académicos de filosofía, con el fin de promover una comprensión más amplia de la condición humana en el siglo xxi, entretanto se materializa una apuesta curricular signada por la inclusión de filosofías emergentes.
Palabras clave:humanismo, antropocentrismo, sesgo antropocéntrico, currículos de filosofía, educación superior.
Abstract: This article presents a systematic review of the literature that problematizes the anthropocentric bias of humanism in contemporary philosophical education. Based on the analysis of 51 studies, five key areas of debate challenge the humanist-anthropocentric paradigm: (1) decentering the “human question” through anti-humanism; (2) decolonizing racialized humanist ontology and the “question of the Other”; (3) integrating the “animal question” through anti-speciesism; (4) exploring the “cyborg question” and transhumanism; and (5) re-signifying philosophical curricula in light of posthumanism and the “more-than-human question.” This overview of debates, articulated as philosophical motifs, invites a rethinking of philosophy from a contemporary perspective. The article argues for the inclusion of these issues in philosophy programs to foster a broader understanding of the human condition in the 21st century, while promoting a curricular framework marked by the inclusion of emerging philosophies.
Keywords: humanism, anthropocentrism, anthropocentric bias, philosophy curricula, higher education.
Si rascas fuerte, verás que soy humanista de alguna manera rara. Humanista, vamos. Ya me entiendes (Acker, 1995, p. 17).
1. Introducción
El “excepcionalismo humano”, tesis insignia de diversas variantes del humanismo, nos confronta con una narrativa tan antigua como problemática: la supuesta excepcionalidad, singularidad y superioridad del ser humano. Según esta tesis, los humanos somos seres excepcionales, únicos y especiales, diferentes de cualquier otra forma de vida que comparta nuestro planeta, y quizás otros. Esta premisa, en su médula egocéntrica y narcisista, establece una jerarquía ontológica basada en un repertorio exclusivo de capacidades no poseídas por otros seres o entidades: razón, conciencia, lenguaje, autonomía, emociones, perfectibilidad y un largo etcétera, según la forma adoptada de “excepcionalismo”. Esta segunda premisa legitimaría un trato preferencial hacia los humanos y un trato diferenciado, generalmente injusto, hacia lo no-humano: entiéndase por ello la diversidad biológica, las singularidades e incluso las máquinas y la tecnología. Una tercera premisa afirma que el humanismo, en la mayoría de sus versiones, se ha construido sobre una base de antropocentrismo, lo cual lo hace proclive a reforzar, sea de forma directa o transitiva, esa supuesta supremacía ontológica, epistemológica y ética de lo humano. Cuando concurren las tres premisas lo denominaré el sesgo antropocéntrico del humanismo.
Las críticas contemporáneas al humanismo cuestionan su “excepcionalismo”, argumentando que este paradigma ha llegado al ocaso de su vigencia. Desde estas perspectivas críticas, este concepto se percibe como lo que es: una idea obsoleta y desfasada, incapaz de comprender la realidad del ser humano en el siglo xxi. En una época marcada por transformaciones aceleradas, donde la inteligencia artificial, la biotecnología y la robótica desdibujan las fronteras entre lo humano y lo no-humano, la idea de una “excepcionalidad humana” se torna cada vez más insostenible. Según Pedersen (2010), asistimos a la “condición poshumana”, que trae consigo nuevas formas de autocomprendernos y relacionarnos con el mundo. Braidotti (2020) ubica esta condición en el contexto de la Cuarta Revolución Industrial y la Sexta Extinción Masiva: al mismo tiempo que la tecnología redefine nuestra propia existencia, nuestra especie amenaza con destruir el planeta que habitamos. El humanismo, ajeno a esta realidad, se percibe como un proyecto agotado, incapaz de ofrecer respuestas a las problemáticas de nuestro tiempo. La noción de “excepcionalismo” ocupa aquí el lugar de una ficción consoladora; un nostálgico anacronismo del que, quizás, sea hora de despedirnos:
Lo que se ha agotado en nuestro mundo es un conjunto de fórmulas conocidas, una compilación de temas y costumbres mentales que “nosotros” nos habíamos dedicado a entretejer alrededor de la idea de humano como concepto y como repertorio de representaciones. No muy diferente a los personajes de una obra de Beckett, a “nosotros”, los posthumanos, se nos han agotado las posibles combinaciones de las cuales podíamos extraer nuestros viejos trucos. Enfrentados a un espacio existencial vacío, como los minutos en silencio de un serial radiofónico, quizás recordemos, pero sin echarnos de menos necesariamente, el gran clamor del Ser, la escandalosa confianza en nosotros mismos con la que los portavoces del Logos solían taladrar nuestros oídos con grandes proclamas y teorías grandilocuentes. ¡Cómo ha cambiado todo esto! (Braidotti, 2020, p. 16).
El poshumanismo preludia un nuevo paradigma que nos conmina a repensar radicalmente la condición humana. Propone una comprensión relacional de nuestra existencia, la cual se enroca en la interconexión e interdependencia entre lo humano y el “mundo-de-la-vida” –los animales no–humanos, la biodiversidad y la tecnología–. En este sentido, el poshumanismo cede paso a la reconfiguración de nuestras relaciones: con nosotros mismos, con otros seres y con el mundo, entendido desde lo ecológico y lo ecosistémico. Braidotti (2013, 2020, 2022) argumenta que el poshumanismo no es una distopía futurista, por el contrario, es el rasgo definitorio de nuestro contexto histórico, es la fenomenología del siglo xxi. Este contexto no acepta menos que una reconsideración teórica del humanismo. Esto trae consigo la reinterpretación de nuestra relación con la naturaleza, en la que esta ya no es concebida como un recurso al servicio humano; a la vez que se pregunta por el concepto mismo de tecnología, típicamente entendida como un artefacto bajo el dominio humano.
Este expediente abierto al humanismo lo delata como una ideología potencial- mente peligrosa, cómplice de la crisis ambiental que azota al planeta. Su énfasis en el “excepcionalismo” humano se traduce en prácticas ecológicamente destructivas, como el extractivismo desmedido de la biodiversidad y sus “servicios ecosistémicos” –entendidos como los beneficios que la humanidad obtiene de la diversidad biológica–. Ante la gravedad de la crisis, el concepto de Antropoceno se ha vuelto prioritario, como una dosis de realidad que alerta sobre el impacto irreversible del Anthropos en el planeta. Como contrapunto, el Capitaloceno detecta al capitalismo como el principal responsable de la degradación ambiental. Mientras que el Antropoceno fija una culpa colectiva, el Capitaloceno da a entender que algunos humanos son más culpables que otros (Moore, 2017). Al decir de Moore (2019), hay una distancia sideral entre decir “los humanos lo hicieron” y “algunos humanos lo hicieron”. De hecho, las comunidades con menor impacto ecológico, como los pueblos indígenas, son las que padecen las peores consecuencias de la crisis.
La narrativa del Antropoceno se ha popularizado en el discurso académico con una celeridad tal que se ha convertido en una especie de meme académico por su rápida viralización. Este “giro ambiental”, usando la terminología de Araiza (2022), cataliza una impostergable renovación teórica de las humanidades, impulsada por la problematización del humanismo/antropocentrismo. A juicio de Muñoz (2021), el revuelo causado por el Antropoceno en el ámbito de las humanidades coincide con un interés particular respecto al modo acostumbrado de concebir al ser humano. El “giro ambiental” ha disparado la proliferación de nuevos campos de estudio: las humanidades ecológicas o ambientales, humanidades sostenibles, humanidades de la energía y humanidades resilientes, todas ellas signadas por el leitmotiv de la “emergencia climática” (Braidotti, 2020). Este “giro ambiental” encuentra paralelismo y sinergia con el “giro poshumano”, un conjunto de filosofías emergentes que abarcan desde el antihumanismo hasta el transhumanismo, pasando por la teoría decolonial y los estudios animales (Ferrando, 2021). Todas ellas congregadas alrededor de redefinir lo humano, repensar nuestro lugar en el mundo y nuestra responsabilidad en su protección.
Tanto el giro ambiental como el poshumano han inspirado en las humanidades nuevas líneas de investigación y reflexión; sin embargo, la filosofía académica aún no ha experimentado su impacto, de lo que se infiere cierta resistencia al cambio paradigmático. Siguiendo a Kuhn (1971), la ruptura paradigmática no es inmediata, precisa la acumulación de anomalías que no den por sentado los modelos vigentes, antes de que cedan paso a nuevas corrientes científicas. Con todo, el currículo filosófico parece desconectado de la realidad al ignorar la “condición poshumana” y la emergencia ambiental definitorias del tiempo presente (Siddiqui, 2016; Du Preez et al., 2023; Le Grange & Du Preez, 2023). Dicho esto, las propuestas disruptivas de las “pedagogías posantropocéntricas” (Pedersen, 2023) y las “pedagogías poshumanistas” (Ferrando & Rozzoni, 2023) son aguijones críticos frente a un humanismo curricular que ya no resulta viable. La clara negativa a dejar atrás los viejos paradigmas y, en su lugar, a nutrirse de perspectivas actuales en los currículos filosóficos es, por decir lo menos, preocupante. La filosofía, disciplina que se precia del pensamiento crítico y reflexivo, no puede permanecer indiferente a las problemáticas contemporáneas. Una reforma curricular integradora de las dimensiones ambientales y poshumanistas, que capacite a los estudiantes para comprender y transformar su lugar y su relacionamiento con el mundo, no admite más espera.
Estas son algunas de las capas del sustrato que precipitan la necesidad de este artículo y justifican la investigación que lo soporta. Resulta inaplazable comprender cómo la centralidad del humanismo ha viciado a la filosofía como disciplina académica, así como a sus prácticas y políticas curriculares. A la vez que llegó la hora de probar que existen posibilidades reales de conjurar el sesgo antropocéntrico del humanismo en los currículos. El lugar común que aglutina los debates aquí elaborados es una crítica al antedicho sesgo que, a su turno, adquiere sentido y gana espesor por estar inscrito en una suerte de entidad modélica: el paradigma humanista-antropocéntrico. Aquí se enmarca una propuesta crítica que puede guiar la necesaria y urgente sustitución de basamentos curriculares de la educación filosófica para confrontar el sesgo. Al tiempo, se prohíjan argumentos sobre la necesidad de encarar los fundamentos y efectos de un paradigma erosionado por las fuerzas de la época en la cual nos fue dado vivir.
2. Metodología
Este estudio nos acerca a una panorámica de la literatura reciente que tensiona el humanismo/antropocentrismo en los currículos universitarios de filosofía. El análisis sistemático de 51 estudios posibilitó la construcción analítica de lo que aquí se ha denominado sesgo antropocéntrico del humanismo. Los componentes de esta categoría, que es tanto descriptiva como normativa, se derivaron de la organización de la literatura crítica en cinco debates, cada uno con una cuestión y un motivo filosófico urgente en contra del paradigma humanista-antropocéntrico en la educación filosófica. Estos debates se presentan en un orden in crescendo, en el sentido en que cada uno aporta progresivamente elementos históricos, conceptuales y relacionales para entender lo que está en juego en la revuelta paradigmática. Tanto la delimitación de los debates como la conceptualización del sesgo se desprenden de esta investigación. La finalidad epistemológica y curricular es facilitar la comprensión y la articulación de las diferentes líneas de discusión que convergen en una crítica común al humanismo/antropocentrismo. Se entiende que cada debate se elaboró a partir de un cuestionamiento de fondo en contra del sesgo y, en este sentido, aporta un motivo curricular específico, a partir del cual se podrían diseñar las posibles estrategias para contrarrestarlo. Esto último se interpreta comprensivamente, enlazado con el esfuerzo mucho más amplio que constituye el núcleo de la investigación: el ofrecer caminos para la sustitución o el recambio del paradigma humanista-antropocéntrico en la educación filosófica, que, según se sigue de la intensidad de los debates aquí elaborados, demostraría su actual anquilosamiento y, en aspectos nucleares, su obsolescencia. La tabla 1 presenta en detalle el protocolo empleado.
3. Debates sobre el sesgo antropocéntrico del humanismo en los currículos filosóficos
3.1 Descentrar la “cuestión humana” desde el antihumanismo
Este debate tiene por motivo “deshumanizar” la filosofía o, mejor dicho, el replantear la centralidad que la “cuestión humana” ha ocupado tanto en sus currículos como en la disciplina. Aclaremos de entrada: “deshumanización”, en este contexto, no equivale a un rechazo misántropo o nihilista hacia lo humano. Al contrario, funciona como un cuestionamiento al humanismo, a sus premisas constitutivas y sus efectos derivados. El objetivo del debate antihumanista es destronar a la “cuestión humana” que, con su omnipresencia, ha desviado la atención de problemáticas urgentes de tipo ecológico, bioético y biopolítico. En otras palabras, esto se entiende como una crítica al humanismo/antropocentrismo, que ha marcado la pauta en el discurso filosófico y ha coartado su proyección a futuro. La “deshumanización” filosófica es, de hecho, una apuesta por una filosofía más consciente y comprometida con las urgencias del presente. Esto se entiende a partir de una claridad: la “deshumanización”, bajo estas circunstancias, adquiere una connotación constructiva, a diferencia de su acepción en el ámbito social, en la que sus repercusiones negativas son, sin suda, nefastas y están ampliamente documentadas (Porpora, 2017). Esta línea de debate propone la “deshumanización” filosófica como una estrategia transgresora y productiva, capaz de expandir los horizontes del saber filosófico para sintonizarlo con las demandas de un mundo que exige nuevas formas de pensarnos, de reflexionar desde la alteridad y de construir el mundo que cohabitamos.
Un análisis del canon filosófico occidental 1 muestra una marcada tendencia, casi una obsesión, por la “cuestión humana”. Ejemplos de ello no se echan de me nos en la tradición anglo-eurocéntrica: Ensayo sobre el entendimiento humano (Locke), Tratado sobre los principios del conocimiento humano (Berkeley), Tratado de la naturaleza humana (Hume), Investigación sobre el conocimiento humano (Hume), Cartas sobre la educación estética del hombre (Schiller), El hombre y lo divino (Zambrano), La condición humana (Arendt), El hombre unidimensional (Marcuse), El hombre en busca de sentido (Frankl) y un larguísimo etcétera. Todos parecen coincidir en que la “cuestión humana” constituye el objeto central e inapelable de indagación filosófica: la única, eterna e indiscutible philosophia perennis. Una filosofía centrada en la naturaleza y el destino del hombre. Esto hace justo reconocer que, a pesar de la vocación inquisitiva de la filosofía, la centralidad de la “cuestión humana” se ha mantenido prácticamente intacta. Esta obsesión por el “Hombre” se traduce en una enseñanza filosófica constantemente guiada por las preguntas kantianas: ¿Qué es el hombre? ¿Qué puedo saber? ¿Qué debo hacer? y ¿Qué me está permitido esperar? Braidotti (2020), una de las figuras más destacadas del antihumanismo contemporáneo, argumenta que la filosofía debe superar la fijación en la “cuestión humana” y abrirse a un espectro más amplio de preguntas. “Deshumanizar” la filosofía, en esta senda, no presupone un acto de destrucción, es una apuesta deconstructiva, una ruptura con el narcisismo desatado por cuenta de la sobrerrepresentación de nuestro propio reflejo. Se reconoce que la filosofía no debe girar únicamente en torno a la “cuestión humana” y que, a la vez, puede impulsar una liberación del eterno retorno a nosotros mismos.
Un creciente corpus de estudios respalda la pertinencia del debate sobre el antropocentrismo en la filosofía y la necesidad de repensar esta disciplina desde perspectivas no-antropocéntricas. Diversos autores, desde la genealogía del antihumanismo hasta el poshumanismo, convergen en la necesidad de desmantelar el andamiaje antropocéntrico que ha sostenido la filosofía durante siglos: Nišavić (2023), Braidotti (2022, 2020, 2013), Ferrando (2022a, 2022b, 2013), Bryson (2022), Britt (2021), Muñoz (2021, 2017, 2016, 2015, 2013), Tamayo (2021), Guryanova y Smotrova (2020), Pérez (2020), Porpora (2017), Tlostanova (2015), Han-Pile (2010) y Foucault (1982). La proliferación de estudios en esta vereda evidencia un interés progresivo por reconfigurar una enseñanza filosófica más atenta al mundo que habitamos.
El antihumanismo surge, en este contexto, como un grito de indignación, una “crítica a la razón antropocéntrica”, cuestionando su supuesta superioridad moral tras las atrocidades del siglo xx. Es una réplica categórica a una visión del “Hombre” que, contra toda lógica, ha engendrado “deshumanización” en el ámbito social. Es el desencanto ante un humanismo que, tras la resaca filosófica de la posguerra europea, vio cómo sus promesas de progreso y emancipación se estrellaban contra la brutalidad del siglo xx. La barbarie de la Segunda Guerra Mundial, con el horror de los campos de exterminio, el auge de los totalitarismos y la siniestra alianza entre ciencia y guerra, que llevó a la creación de la bomba atómica, marcaron el pensamiento occidental contemporáneo. Hiroshima y Nagasaki son cicatrices indelebles en la historia, símbolos de la capacidad autodestructiva del “Hombre” y la devastación de su hogar planetario. El proyecto moderno occidental, con su visión utilitarista del progreso a cualquier costo, carga con el peso de la industrialización salvaje, el imperialismo despiadado y la guerra como telón de fondo constante (Braidotti, 2020). El “Hombre” ilustrado, antes considerado la máxima expresión de la razón científica y el progreso tecnológico, se derrumbó ante el peso de los hechos; desmitificado, se revela como un ser contradictorio, capaz de lo mejor y de lo peor. La crítica al humanismo es una reacción necesaria, casi agónica, frente a sus promesas incumplidas y los efectos no calibrados de su propia obsesión. Que no se olvide:
Hay una genealogía filosófica europea muy arraigada de reevaluación del Humanismo en la Modernidad que comienza con el controvertido caso de Nietzsche y va más allá. Ya en 1933, Freud y Einstein señalaron en su correspondencia (publicada en un folleto intitulado ¿Por qué la guerra?) que la relación entre los humanos y la ciencia se rompió. Las formas modernas de guerra, impulsadas por la tecnología, revelaban ya cuán profunda es la pulsión de muerte colectiva (Thánatos) y la atracción fatal de los humanos por la autodestrucción. La generación de filósofos europeos de la posguerra se mostró decepcionada ante el incumplimiento de la promesa humanista, basada en el credo en el progreso científico y en el falso reclamo de igualdad para todos. Propusieron así una ruptura crítica con la versión excluyente del Humanismo que posiciona al “Hombre” eurocéntrico como medida universal del progreso (Braidotti, 2022, p. 32).
El antihumanismo no se detuvo en caldear el malestar intelectual ante la decepción de la posguerra; sometió a escrutinio la figura del homo universalis, el “Hombre de razón” legado por la Ilustración, que, a la manera de Protágoras, se postulaba como medida de todas las cosas. El Hombre Vitruviano de Da Vinci, ícono del humanismo, ejemplifica este ideal del Hombre: europeo, blanco, masculino… (Braidotti, 2018). Sin embargo, este Hombre, más que una realidad ontológica, se muestra como una construcción sociocultural, una norma que, aun cuando no es intrínsecamente negativa, detenta un poder reglamentario inmenso y potencialmente peligroso, susceptible de transmutar en un instrumento de exclusión y discriminación. Este modelo del Hombre abanderaba un universalismo que prometía inclusión mientras excluía a aquellos considerados “Otros”, quienes, como en el Lecho de Procusto, no encontraban acomodo en la normatividad del propio arquetipo naturalizado: los diferentes, los sexualizados, racializados y naturalizados (este motivo se analizará con más detalle en el siguiente debate). Asimismo, el sujeto cartesiano, ese “yo” con su proclamada superioridad sobre el mundo, transmutó en una entidad destinada a ejercer un dominio absoluto sobre lo no-humano, reificando un paradigma que pone al ser pensante por encima del mundo que habita, y de los seres y entidades que lo conforman.
En el panorama filosófico contemporáneo, el antihumanismo surge como una respuesta al hartazgo, al “antropocansancio” (Braidotti, 2018) generado en la exaltación de la idea del Hombre como medida de todas las cosas, símbolo de una especie que se reivindica como el summum de la excelencia. Esta postura, como se ha debatido, configura un impasse camuflado de salida trunca. El antihumanismo, en su afán deconstructivo, subvierte el objeto de estudio de las humanidades, incluida la filosofía: el Hombre y el ideal de humanitas que de él se deriva (Muñoz, 2013). En esta progresión teórica del entendimiento de lo humano, las antiguas certidumbres se erosionan. Asistimos, como señala Ferrando (2020), al ocaso, a “la muerte del Hombre”, una idea articulada de manera magistral por Foucault (1982), quien rebatió el lugar central que el Hombre se otorgó a sí mismo en la historia del pensamiento. Foucault defendió la idea de que el Hombre no constituye ni el problema más antiguo ni el más persistente que ha enfrentado el conocimiento humano. Su arqueología del saber da cuenta de por qué el Hombre es una invención reciente que, quizás, podría haber tejido su propio fin:
Foucault extrajo sus propias conclusiones en su famosa tesis sobre la muerte del “Hombre”. Sostuvo que el proyecto histórico del Humanismo, pilar de la Modernidad europea y su desarrollo tecnológico racionalista, estaba llegando al final de su ciclo histórico y condenado a terminar pronto. Ese “Hombre” particular está muerto y sus replicantes zombificados son bastantes terroríficos. […] Este deceso del “Hombre” no fue sólo un apunte negativo, como el fin de una visión concreta (y para Foucault relativamente reciente) de lo humano. También pretendía ser una inauguración afirmativa de nuevos procesos de conocimiento e intuición sobre la vida, los sistemas vivos y lo que constituye al ser humano en toda su complejidad y multiplicidad. Cabe señalar, sin embargo, que el anuncio de la muerte de ese Hombre racional pudo haber sido exagerado y que aún puede ser bastante capaz de múltiples vidas posteriores (Braidotti, 2022, pp. 34-35).
al final de su ciclo histórico y condenado a terminar pronto. Ese “Hombre” particular está muerto y sus replicantes zombificados son bastantes terroríficos. […] Este deceso del “Hombre” no fue sólo un apunte negativo, como el fin de una visión concreta (y para Foucault relativamente reciente) de lo humano. También pretendía ser una inauguración afirmativa de nuevos procesos de conocimiento e intuición sobre la vida, los sistemas vivos y lo que constituye al ser humano en toda su complejidad y multiplicidad. Cabe señalar, sin embargo, que el anuncio de la muerte de ese Hombre racional pudo haber sido exagerado y que aún puede ser bastante capaz de múltiples vidas posteriores (Braidotti, 2022, pp. 34-35).
La figura del Hombre, antaño encumbrada, se encuentra hoy en una posición de derrota, en franca decadencia. Como certeramente observa Muñoz (2013): “El Humanismo atraviesa una crisis irreparable al afirmar que la noción de Hombre está ella misma moribunda” (p. 43). Aquel Hombre, otrora imponente en su pretendida universalidad, ha sucumbido bajo el peso de sus contradicciones, se muestra como un concepto de obsoleta y desgastada irrelevancia, como un Hombre en declive, venido a menos. Ahora bien, no se trata de apresurar la firma del acta de defunción del Hombre racionalista, porque este, cual Lázaro filosófico, podría sobrevivir a partir y a pesar de sí mismo (como se verá más adelante con el motivo del transhumanismo). Más que el “fin del Hombre” per se, asistimos al fin del universo centrado en el Hombre (Braidotti, 2022). Esta transición revela la crisis del humanismo como paradigma único y totalizador (Muñoz, 2017). Es importante evitar malinterpretar la narrativa antihumanista de la “muerte del Hombre” como un discurso apocalíptico. El antihumanismo no anuncia un final catastrófico, sino que afila el aguijón de la deconstrucción de aquello que hemos entendido por “humano” (Ferrando, 2013).
Si bien los apologistas del humanismo exaltan su indiscutible contribución al avance de los derechos humanos y la justicia social, y advierten sobre los riesgos de desestimar la importancia del Hombre como sujeto moral y político, el antihumanismo no soslaya tales contribuciones. Admite la impronta del humanismo en la articulación de las democracias liberales y el secularismo, impulsores de derechos y libertades fundamentales. El reto yace en salvaguardar estos ideales sin recurrir a un esencialismo antropocéntrico, mientras se forja una interpretación de lo humano que sea coherente con el tiempo presente. Esos hechos culturales pueden subsistir sin necesidad de un fundacionalismo esencialista de lo humano, por ejemplo, a partir de antifundacionalismos que recurren al encuentro intersubjetivo como fundamento de la cultura de los derechos, en lugar de anclarse en una supuesta esencia o naturaleza humana e, inclusive, con base en las tesis posfundacionalistas ofrecidas por las corrientes en liza con el humanismo.
Para evitar su confinamiento al archivo de las teorías obsoletas, el humanismo requiere una buena dosis de realidad. Debe someterse a una reevaluación para atender a las críticas contemporáneas. El reto, si acaso decidimos aceptarlo, consiste en trazar nuevas coordenadas para un Humanismo renovado (Muñoz, 2013) con la potencia de despojar al Hombre de su pretendida superioridad ontológica, al ubicarlo como un componente más dentro de una red infinitamente más vasta de relaciones bióticas y abióticas. Las humanidades no pueden permitirse permanecer apáticas ante los hechos del mundo contemporáneo y el correspondiente recambio de paradigma que este exige. Resulta imperativo revisitar sus paradigmas curriculares y adoptar nuevas formas de pensamiento acordes a las exigencias impuestas por el Antropoceno, so pena de ser acusadas de vivir en el pasado. Esto implica redefinir los problemas tildados de “fundamentales” en la enseñanza de la filosofía y asumir la tarea de integrar nuevos marcos conceptuales en la reflexión filosófica. En palabras de Muñoz (2021),
El Antropoceno nos lanza así a escribir nuevas historias sobre nosotros mismos. Hoy la urgencia está, pues, en dotar a las humanidades de un nuevo vocabulario, de otros conceptos y de atrevidas maneras de pensar la realidad y de narrar la historia que estén a la altura del evento llamado Antropoceno” (p. 447).
La cuestión antihumanista se convierte en una ventana de oportunidad para actualizar la educación filosófica, y aprovecha el desplazamiento de la “cuestión humana” a sus justos términos. Naturalmente, la indagación sobre lo humano sigue siendo un área de interés relevante, pero ya no como el eje indiscutido de la conversación académica. Llevado a sus justas proporciones, se posiciona como un problema más, en el contexto de un espectro más amplio de preocupaciones. El caleidoscopio de la “cuestión no-humana” se perfila como un dominio prometedor para la educación filosófica y es portador de un conjunto de oportunidades para la renovación curricular. El debate antihumanista, por tanto, respalda un recambio curricular que posibilite la integración de enfoques más amplios, capaces de responder a la realidad del presente y superar la hegemonía de la “cuestión humana” como único referente. La “deshumanización” de la filosofía no debe entenderse como un fin en sí mismo, sino como un medio para ensanchar los horizontes de la enseñanza filosófica, una apertura a nuevas preguntas que puedan diversificar el currículo filosófico. Cabe aclarar, que la narrativa antihumanista de la crisis del Hombre no inaugura por sí sola una era poshumanista; pero esa circunstancia, como suele aducirse, constituye en sí misma un nuevo objeto de indagación filosófica, explorada en el quinto debate que este artículo recoge.
3.2 Decolonizar la ontología humanista racializada y la “cuestión del Otro”
En esta línea de debate se propone el motivo de una “decolonización” del humanismo, se focaliza la cuestión de su pretendida universalidad y se exponen sus condiciones en términos de reconocimiento e inclusión de los sujetos colonizados. En esta vertiente de la cuestión decolonial se defiende que el humanismo, al autoerigirse como juez de la humanidad, ha operado con un sesgo discriminatorio al determinar quién merece ser incluido en esta categoría y quién no. El problema estriba en que la construcción de la categoría de “Hombre” –nótese la mayúscula–, se ha apoyado en criterios raciales y culturales que han dejado por fuera a diversos grupos sociales. Históricamente, se les ha negado la “plena humanidad” a aquellos que no cumplen con ciertos atributos “esencialmente humanos”, definidos desde una perspectiva eurocéntrica, lo que los ha posicionado en una clase ontológica subalterna. Esta crítica decolonial al humanismo encuentra eco en la afirmación de que este ha operado bajo la premisa de que solo los europeos eran plenamente humanos. Al intentar definir las características esenciales de lo “humano”, el humanismo se enfrenta a la paradoja de la deshumanización, a la exclusión definitiva de todo aquello que se ubica fuera de sus fronteras definitorias.
La pregunta, inevitable: ¿quién es el Hombre que ha servido como modelo de la humanidad? La respuesta, predecible: un estereotipo andro y eurocéntrico, un compendio de privilegios encarnado en el varón, blanco, europeo, heterosexual, que cumple a perfección los estándares de apariencia, expresión e intelecto del proyecto moderno occidental. Esta figura del Hombre, con sus variantes contextuales y su dependencia de la matriz colonial de turno, ha creado, de la mano de su asfixiante carga normativa, patrones y relaciones de subalternización para los que no se acoplen a su molde. El resultado: una idea de universalidad falsa y de inclusividad parcial que excluye a la mayoría. El humanismo se presenta como el paladín de la inclusión; pero, en la práctica, reproduce las caras de la opresión. Algunas veces de forma sutil y otras de manera más descarada, se socava su propósito declarado: se reifica la desigualdad y la exclusión. En esencia, el humanismo beneficia a una élite, a los hombres (ellos siendo blancos, heteronormados, europeos…). A la luz de esta realidad, se impone la pregunta: ¿es posible hablar de un “ideal humanista” universalmente accesible si este solo ha estado al alcance de una minoría? La crítica a la representatividad del humanismo se torna, por tanto, en un eje central en este debate.
¿Cuán inclusiva, cuán representativa puede ser la idea humanista del Hombre? Si, como se ha planteado, este Hombre se construye a partir de un modelo excluyente, ¿cómo pueden aspirar a este ideal aquellos que nunca fueron considerados en su diseño? ¿Qué espacio queda para la mujer –las mujeres+ en plenitud de diversidad–, para las personas negras, indígenas o LGBTQ+, en esta visión reduccionista de lo humano? La cuestión, como apunta Braidotti (2022), desnuda la exclusión metódica que ha operado desde los albores del humanismo: se construye un ideal excluyente del Hombre que se convierte en la vara para medir y, consecuentemente, inferiorizar a todos los demás. El estándar del varón-blancoeuropeo permite racionalizar esta segregación alegando supuestas deficiencias o defectos en relación con dicho estándar. Su existencia se reconoce solo en su desviación de la norma, patologizando su diferencia como deficiencia. La antropología filosófica, estrechamente vinculada al humanismo liberal, ha alimentado este sesgo al tomar como referencia los rasgos de los grupos dominantes para definir lo humano y, desde luego, la humanidad que cuenta. Así, la pregunta persiste: ¿puede un marco construido sobre tal exclusión pretender representar la totalidad de la experiencia humana?
El “Hombre” del humanismo clásico fue colocado en el pináculo de una escala evolutiva que clasificaba distintas clases de seres en filas y rangos jerárquicos inferiores. Son los “otros” definidos como opuestos negativos de la norma humana dominante. La cuestión aquí es que, en realidad, la diferencia, el ser “otro” o “distinto” del “Hombre” se percibe negativamente como “de menor valor que ‘Hombre’”. Esta exclusión simbólica y epistémica no es una abstracción: se traduce en una violencia implacable contra personas de la vida real que coinciden con categorías comparativamente inferiores. Son ellas las mujeres y personas LGBTQ+ (otros sexualizados), negras e indígenas (otros racializados) y los animales no humanos, vegetales y otras entidades terrestres (otros naturalizados). Su existencia social y simbólica les fue negada, exponiéndolos a la exclusión y a la desprotección. Son múltiples y descalificados, mientras que el “Hombre” es Uno y goza de pleno derecho (Braidotti, 2022, p. 31).
El motivo decolonial, al exponer la falacia de la inclusión universal a cargo del humanismo, nos obliga a admitir la coexistencia de múltiples experiencias de lo humano, provenientes de diversos contextos, identidades y expresiones histórico-culturales. En esta labor de deconstrucción y reformulación, la teoría crítica de la raza, la teoría decolonial, las epistemologías queery los feminismos negros han sido aliados estratégicos para refutar la asumida universalidad del Humanismo, exponer sus prejuicios y las estructuras de poder que lo sustentan. Ante esta revelación, deviene ineludible para las humanidades la integración de los saberes, experiencias, historias y culturas de quienes han sido excluidos. Resulta imperativo otorgar voz a los “Otros” en toda su diversidad: las mujeres, la comunidad LGBTQ+, las culturas no-occidentales e incluso aquellos que sobrepasan los límites de lo humano, como los animales y la naturaleza. Visibilizar la jerarquización implícita en el humanismo, con sus sesgos sexistas, racistas, clasistas, homófobos y etnocéntricos, es el primer movimiento para dotar de diversidad e inclusión al concepto mismo de humanidad.
Siguiendo esta línea argumentativa, la filósofa jamaiquina Sylvia Wynter (2003) facilita herramientas analíticas para entender los mecanismos de exclusión del humanismo eurocéntrico. Al develar la “ontología racializada” que subyace a las definiciones occidentales de “Hombre” y “humano”, Wynter expone cómo estas categorías se han instrumentalizado para legitimar la omisión de la alteridad (Mora, 2021). Siguiendo a Wynter (2003), podemos comprender cómo el proyecto de la modernidad/colonialidad impuso una visión unidimensional del Hombre como único modelo válido de ser humano. Imposición que establece las bases del sistema de poder racista y colonial que ha legitimado la deshumanización de individuos y culturas enteras. La colonización europea de América Latina, según Rose (2019), es un caso paradigmático de la consolidación de esta sobrerrepresentación del Hombre como lo humano, de la forzada fusión entre los conceptos de “Hombre” y “humano” bajo una óptica eurocéntrica que sentó las bases de un sistema que avaló la violencia y la subordinación. La pretendida universalidad del Hombre oculta la imposición violenta de un modelo cultural sobre otros.
Wynter (2003) identifica dos etapas en la construcción del concepto de “lo humano” en Occidente: el Hombre 1 y el Hombre 2. El Hombre 1, desde una concepción teológica, asocia la humanidad con la adhesión a la doctrina cristiana y, por ende, con la posibilidad de salvación. Esta concepción vincula la naturaleza humana con el pecado original y, por tanto, con una maldad congénita. Quienes, a través de la salvación, escapan de esta herencia pecaminosa se convierten en seres humanos más plenos, acceden incluso a una dimensión divina. Aquellos que no abrazan la salvación cristiana, en cambio, permanecen en un estado de pecado y maldad. Con la Ilustración emerge el Hombre 2, una secularización del Hombre 1. En esta nueva configuración, la razón, y no la salvación, se establece como la característica que separa al ser humano del subhumano. El humanismo ilustrado de Kant y otros pensadores de la época ejemplifica esta forma de humanismo. Lo preocupante de este humanismo secular es su absolutismo. Mientras que el Humanismo teológico, al menos en teoría, permitía la posibilidad de “humanizar al Otro” a través de la conversión, la concepción “científica” del ser humano que da origen a la categoría de “raza” no admite tal conversión. Con el Hombre 2, Occidente se vuelve incapaz de concebir un “Otro” frente a lo que denomina humano. Todas las demás formas de ser humano son vistas, no como alternativas, más bien como desviaciones de la norma. Ambas concepciones, el Hombre 1 y el Hombre 2, son, por naturaleza, deshumanizantes. Sin embargo, Wynter (2003) vislumbra un futuro, un tercer acto, en el que los “Otros”, despojados de las categorías impuestas por el proyecto colonial, puedan reclamar y ejercer su humanidad. La genialidad del planteamiento de Wynter radica en su insistencia en la centralidad del concepto de “lo humano” en las luchas contra las diversas formas de opresión. Se argumenta que la causa que une a los movimientos decoloniales, antirracistas, feministas y de resistencia es una lucha por la definición misma de “lo humano”: una disputa frontal al humanismo occidental.
La decolonización de la comprensión de “lo humano” pasa necesariamente por una revisión crítica de la educación y el currículo, territorios epistémicos donde se consolidan las visiones hegemónicas sobre el ser humano. Es en estos espacios donde se cimientan las bases de nuestra percepción del mundo y de nosotros mismos, y es aquí donde debemos intervenir para desmantelar las estructuras coloniales que aún operan. La educación decolonial, en sinergia con una revisión curricular crítica, se establece como instrumento para contrapesar la sobrerrepresentación del Hombre como modelo universal. La decolonización curricular busca visibilizar los saberes y las culturas de los excluidos, revocando su deshumanización y transformando las instituciones educativas en espacios de justicia social. Se trata de derribar la errónea equivalencia entre “Hombre” y “humano”, falacia que ha justificado siglos de opresión. La educación, así concebida, evolucionaría hacia un modelo que promueva el reconocimiento de la otredad; un modelo en el que se denuncien los privilegios históricos y se revoque la deshumanización de los “Otros”. El proyecto decolonial, al menos en la vereda del pensamiento de Wynter, estimula una reevaluación curricular para abordar los remanentes del colonialismo.
Este debate se apoya en una constelación de autores que han explorado la decolonización del humanismo: Brown (2024), Odysseos (2023), Braidotti (2022, 2020, 2013), Pallister (2022), Mora (2021), Tate y Gutiérrez (2022), Smythe (2022), Baldwin (2021), Zembylas (2021, 2018), Adams y Weinstein (2020), Erasmus (2020), Goodley et al. (2020), Rose (2019), Snaza (2019), Rodríguez (2018), Hantel (2018), Thomas (2018) y Wynter (2015, 2003). Estos autores se suman al llamado por un enfoque antirracista y decolonial en los estudios curriculares. Coinciden en que el currículo, el espacio donde se define qué conocimiento importa, puede reproducir las injusticias del pasado, pero también tiene el potencial de subvertirlas. En el ámbito de la filosofía, la teoría crítica de la raza, la teoría decolonial, las epistemologías queery los feminismos negros actúan como aliados para este propósito declarado.
3.3 Integrar la “cuestión animal” desde el antiespecismo
El debate sobre la “cuestión animal”, ubicado históricamente en la periferia del discurso filosófico, ha irrumpido con fuerza en la academia filosófica en las últimas décadas. Este campo de indagación, que bajo el nombre de “Estudios animales” se atreve a criticar el humanismo/antropocentrismo, se configura como un área de investigación interdisciplinaria indispensable en la filosofía contemporánea. Desde la “ética animal” hasta la “cognición no-humana”, los Estudios animales transitan por un caleidoscopio de problemáticas relacionadas con los “animales no-humanos”, como las diversas aristas de su consideración moral y jurídica: ¿quiénes merecen consideración moral y en qué grado? La cuestión animal confronta nuestras nociones morales: ¿son los animales sujetos morales? Y, de ser así, ¿cuáles son sus derechos y nuestras obligaciones para con ellos? La naturaleza interdisciplinaria de esta cuestión requiere una reconsideración urgente de los currículos, asignándole un lugar central a la cuestión animal en la enseñanza de la filosofía, en pie de igualdad con los problemas filosóficos “más respetados”.
Aunque los Estudios animales puedan parecer un campo relativamente nuevo en filosofía, sus raíces filosóficas son bien antiguas. A pesar de esta larga data, la atención académica a la cuestión animal ha sido irregular. Engel y Jenni (2010) nos recuerdan que la reflexión sobre la condición moral de los animales no es un invento moderno. Lo que sí es una constante histórica es la carencia de sistematicidad en el tratamiento de este tema, pues se ha mantenido como un diálogo disperso e intermitente. Aun cuando encontramos ejemplos de reflexión sobre la condición moral de los animales desde la antigüedad, la visión de pensadores como Kant ha sido la norma. La ética kantiana, al circunscribir la esfera moral a los seres racionales capaces de comprender, dictar y seguir la ley moral, destierra a los “animales no-humanos” a una esfera moral inferior. Desprovistos de la capacidad que caracteriza al sujeto moral kantiano, los animales, según Kant, no son sujetos de derecho moral. Si bien Kant no justifica la crueldad y apoya un trato compasivo hacia los animales, lo hace por el temor a que la crueldad se extienda a las relaciones humanas, instrumentalizando a los animales y reduciéndolos a medios para un fin. El utilitarismo objetó la visión kantiana al argumentar que la capacidad de sufrir, no la de razonar, debía ser el criterio para la consideración moral; un argumento notoriamente ausente en el humanismo/antropocentrismo.
Pese a que el interés por la cuestión animal no es nada nuevo en filosofía, ha tenido que transcurrir casi toda la historia del pensamiento para que la ética animal ocupe un lugar notable en el debate filosófico. Desde finales del siglo xx, se observa un progresivo interés por la psicología animal, el estatus moral de los animales y la problemática del “especismo”, como lo demuestra el Oxford Handbook of Animal Ethics (Beauchamp & Frey, 2011). El debate sobre la cuestión animal se nutre de una corriente crítica que denuncia el especismo como un prejuicio injustificado y del desarrollo de los Estudios animales dentro de la filosofía. Obras como Animal Liberation (Singer, 1975) critican la noción de que la racionalidad deba ser el criterio para la consideración moral. Ryder, quien acuñó el término “especismo” en 1970, lo definió como una forma de discriminación moral análoga al racismo o al sexismo; un prejuicio que otorga un valor moral superior a los seres humanos solo por pertenecer a nuestra especie (Ryder, 1996). Con la publicación de Animal Liberation (Singer, 1975), el concepto de “especismo” y su crítica comenzaron a difundirse e influir en la filosofía. Tanto Singer (1975) como Regan (1983) −desde perspectivas utilitarista y deontológica, respectivamente− coinciden en que la capacidad de sufrir o gozar –experiencia que compartimos con otras especies– debería ser la medida de la dignidad moral, haciendo moralmente imperativo expandir la comunidad moral a todos los seres sintientes.
La supuesta brecha intelectual y emocional entre humanos y otros animales se desmorona ante la evidencia científica. Investigaciones como las del “Proyecto Gran Simio” refutan esa pretendida excepcionalidad, usada para justificar el especismo. Si los animales no humanos demuestran capacidades cognitivas y emocionales complejas, ¿con qué argumento se les niega un lugar en la comunidad moral? (Muñoz, 2013). La racionalidad, establecida como criterio moral supremo, pierde fuerza al analizar su dudosa relevancia ética, revelándose como un argumento débil y contradictorio. ¿Acaso la capacidad de razonar nos hace mejores? La falta de solidez del sesgo antropocéntrico del humanismo se hace patente al considerar que no todos los seres humanos cumplen con el ideal de racionalidad. ¿Significa esto que las personas con capacidades diferentes deben ser excluidas del círculo moral? Muñoz (2020a) ilustra la inconsistencia del argumento especista: si se considera a todos los seres humanos como seres morales por el puro hecho de serlo, independientemente de sus capacidades, ¿por qué no extender esa misma consideración a los animales que demuestran capacidades similares o incluso superiores en algunos aspectos? La respuesta reside en el “narcisismo de especie”, un prejuicio que lleva a sobrevalorar lo propio y a menospreciar lo ajeno:
Una vez preguntamos por qué deben todos los seres humanos (incluyendo a los psicópatas, Hitler, Stalin y el resto) tener algún tipo de dignidad o valor que el elefante, el cerdo o el chimpancé no pueden alcanzar nunca […] Tal idea de dignidad, dice Singer, no expresa sino el prejuicio que lleva a valorar a los de la especie humana por encima de las demás, por la única (y, en últimas, impresentable) razón de que es la nuestra […] La tradición humanista suele responder afirmando que el ser humano es inherentemente valioso, no por el capricho egoísta de autodeclararse así, sino en virtud de ciertas cualidades objetivamente excepcionales […] Pero, inquiere Singer, ¿qué hacer de aquellos seres humanos que no poseen o no ejercitan estas capacidades? ¿Tienen también dignidad? […] Pese a su incapacidad, no vacilarían en reconocerles de entrada la misma dignidad que, por otro lado (se irrita Singer), no están dispuestos a reconocer en algunos animales que sí poseen esas capacidades […] ¿Qué les detiene para otorgar a los animales que exhiben tales características (pensemos, p. ej. en simios como los chimpancés) el estatuto moral privilegiado que reconocen de inmediato en seres humanos que en cambio carecen o están desprovistos de esas habilidades […] ¿Puede la respuesta ser distinta, concluye Singer, al prejuicio o sesgo especista que nos lleva de manera casi espontánea a suponer que los nuestros […] tienen un valor inestimable? En otras palabras, ¿se trata de algo distinto a un puro “narcisismo de especie”? (Muñoz, 2020a, pp. 50-51).
El debate sobre el especismo, limitado al campo de la filosofía analítica en los años ochenta, se convirtió en un juego de salón, un ejercicio intelectual desconectado de la realidad de explotación animal. Se analizaba el especismo como un concepto abstracto. Se discutía si la “sintiencia” era suficiente para otorgar derechos a los animales no-humanos. Resulta lamentable que, al abordar la relación entre humanos y otras especies, la filosofía se vea obligada a esconder bajo la mesa cualquier atisbo de amor o empatía hacia los animales, como si el rigor académico fuese incompatible con nuestros vínculos afectivos con otras formas de vida. Es evidente que el debate sobre el especismo, tal como se planteó a finales del siglo pasado, ha quedado obsoleto. Ya no se trata de encontrar nuevos argumentos para justificar lo injustificable, sino de cambiar nuestra forma de relacionarnos con los animales no-humanos. Es hora de abandonar discusiones bizantinas.
Engel y Jenni (2010) brindan orientaciones para que la cuestión animal ocupe un lugar destacado en la enseñanza de la filosofía. Su estrategia: exponer a los estudiantes a dilemas éticos cotidianos, como el consumo de carne y la experimentación animal, para que se vean obligados a confrontar su propia moral. Se anima a los estudiantes a participar en un proceso de introspección que les permita detectar y abordar cualquier posible brecha entre su comportamiento y sus valores. El primer paso es describir las prácticas habituales hacia los animales, como la ganadería industrial, la caza “deportiva”, la experimentación para el desarrollo de productos y el uso de animales en circos, zoológicos o para el entretenimiento humano; prácticas que, a pesar de su normalización, se sitúan en una zona éticamente gris, se sostienen sobre una base moral, jurídica y estética, endeble. Sacar a la luz esta realidad permite a los estudiantes afrontar la validez de la línea moral divisoria entre animales humanos y no-humanos. La pregunta es: si condenamos la crueldad hacia los seres humanos, ¿qué justifica nuestra indiferencia ante el sufrimiento animal? Muñoz (2016) plantea la cuestión animal como un catalizador para una transformación moral, una oportunidad para redefinir nuestro lugar en el entramado de la vida. La filosofía, en este contexto, es un arma de deconstrucción de los andamios ideológicos que sustentan el especismo, dejándolos ver como lo que son: arbitrarios, injustificados e insostenibles:
El problema está, en efecto, en que la razón para el privilegio acordado al ser humano, por el mero hecho de serlo, se ha tornado tan sobreentendido en el pensamiento y la cultura occidentales (en virtud de su profundo talante antropocéntrico y humanista), que ni siquiera advertimos estar bajo su efecto, ni mucho menos vemos que necesita justificación. De ahí que el esfuerzo crítico deba dirigirse inicialmente a cobrar consciencia del carácter incuestionado de ese prejuicio. Por esta razón, la tarea que corresponde a la filosofía, como disciplina llamada a interrogar lo que se acostumbra a dar por evidente, ha de ser la de cuestionar sin miramiento alguno la solidez de las razones que tradicionalmente se han ofrecido para conceder al ser humano ese lugar de privilegio (Muñoz, 2020a, p. 55).
Desde esta mirada, se problematiza la inclinación antropocéntrica que influye en la educación filosófica, restringida a una defensa del excepcionalismo humano. Desde Pedersen (2004), somos conscientes de la presencia de un especismo sutil en el currículo oculto. A pesar de las declaraciones de principios, el currículo filosófico, tanto en los textos como en las discusiones, persiste en un enfoque antropocéntrico/especista que invisibiliza la otredad no-humana. La filosofía, debe revisar los componentes especistas presentes tanto en el currículo formal como en el oculto. Incorporar la cuestión animal en el currículo filosófico no se trata de añadir un módulo más sobre ética animal en los ya densos cursos de filosofía moral. La integración de la cuestión animal implica afectar el currículo en su totalidad, requiere una reestructuración completa que abarque áreas como la filosofía de la mente, la ciencia, el arte, el lenguaje, la política y la epistemología; incluso la división entre filosofía analítica y continental, así como la historiografía filosófica. Todas las áreas deberían ser reexaminadas a la luz de esta problemática.
En última instancia, la cuestión animal estimula una deconstrucción del sesgo antropocéntrico del humanismo que ha signado la historia del pensamiento occidental. Esta problemática excede el debate sobre el consumo de carne o la experimentación animal, pues involucra una crítica a un amplio espectro de prácticas normalizadas, socialmente aceptadas e integradas en la cotidianidad de diversas culturas: la alimentación, la moda, el consumo, el entretenimiento y las prácticas religiosas. Esta intrusión en el ámbito íntimo puede generar resistencia en los estudiantes. Para superar estos obstáculos, es importante proporcionar que los estudiantes cuenten con una base sólida de razonamiento lógico que les permita discernir entre datos veraces y falaces, así como combatir los bulos sobre la “insuficiencia nutritiva” de las dietas vegetarianas y veganas o la hipotética naturaleza carnívora de la especie humana. En esta línea, es lícito explorar las filosofías alimentarias vegetarianas y analizar críticamente las industrias que se benefician de la explotación animal. En el caso de la experimentación animal, se pueden ponderar con los costos y beneficios políticos, jurídicos, económicos, morales y prudenciales. De esta manera, el debate puede superar la visceralidad que, en no pocas ocasiones, lo caracterizan. La filosofía tiene la responsabilidad de ir más allá de la abstracción y confrontar la realidad del sufrimiento animal. Documentales, literatura, fotografías y estudios de caso, entre otros, constituyen recursos didácticos que pueden resultar más efectivos que la expresión filosófica escrita al momento de ilustrar, visibilizar y sensibilizar sobre el sufrimiento animal, con el fin de despertar la empatía, una capacidad que, al igual que muchas especies, se encuentra en peligro de extinción en una sociedad insensible al dolor de los demás.
El estudio de la cuestión animal es un ejercicio de introspección, que nos confronta con una alteridad que se entromete en nuestras convicciones y nos impulsa a desmontar nuestra visión antropocéntrica del mundo, nuestra conciencia especista. El cambio comportamental no representa el fin último, ya que la filosofía no funciona como un manual de autoayuda. Su función, más bien, es la de perturbar, la de ser un corolario para la generación y cultivo de conciencias anti-especistas que, a la postre, favorecerían transformaciones conductuales en la senda de lo social y culturalmente considerado. Los Estudios animales se presentan como un campo fértil para la crítica social y, sobre todo, para la autocrítica. Ofrecen un conjunto de oportunidades para recuperar la función consustancial de la filosofía: perturbar nuestras certezas más arraigadas, por convenientes que parezcan. La cuestión animal nos obliga a mirarnos en el espejo y a preguntarnos: ¿quiénes somos en relación con otros seres vivos? ¿Somos la medida de todas las cosas o nuestra “superioridad” no es más que una construcción cultural? Esta cuestión se convierte, de esta manera, en un interrogante que gira en torno a la condición humana, ya que esta se ha definido, históricamente, a partir de la negación de nuestra animalidad (Muñoz, 2013). Como bien lo expresa Muñoz (2015):
Cabe decir sin rodeos que la “cuestión animal” es también, y de qué manera, la “cuestión humana”. Todavía más: lo que se halla seriamente comprometido al abordar a fondo la “cuestión animal” es la posibilidad de dar sustento a cualquier postura que reclame abiertamente el título de humanista (pp. 49-50).
La cuestión animal ha contagiado a un número paulatinamente progresivo de voces en la filosofía académica. Desde las obras fundacionales de Singer (1975) y Regan (1983) hasta las contribuciones más recientes como Pedersen (2023, 2020, 2004), Humphreys (2023), McHugh (2022), Muñoz (2020a, 2016,2015), Horsthemke (2018), Beauchamp (2011), Beauchamp y Frey (2011),Clark (2011), Garrett (2011), Korsgaard (2011), Hursthouse (2011), Driver (2011), Frey (2011), Nussbaum (2011), Morris (2011), Copp (2011), Chan y Harris (2011), Tooley (2011), Engel y Jenni (2010), la crítica al especismo se ha ido abriendo camino en el discurso filosófico contemporáneo. Es precisamente esta diversidad discursiva la que permite proponer una revisión curricular que integre la cuestión animal. A diferencia de otros debates centrados en problemas exclusivamente humanos, este “giro animal” (y el pensamiento asociado) confluyen en una senda hacia la “cuestión más-que-humana”, tendiendo puentes hacia la filosofía poshumanista. Es preciso aclarar que la incorporación de la cuestión animal en los currículos filosóficos no implica precisamente una adhesión absoluta al poshumanismo, como se examinará en el quinto debate.
3.4 Explorar la “cuestión cyborg” y el transhumanismo
El transhumanismo es un ambicioso proyecto tecnoprogresista. Se propone nada menos que rediseñar la condición humana. El motivo de este debate reside en la tentadora posibilidad –¿o deberíamos decir fantasía?– de superar el formato actual de lo humano mediante la biotecnología. Mejoras físicas, cognitivas, emocionales… el transhumanismo lo quiere todo y lo quiere ya. La evolución natural, con ritmo pausado e impredecible, se antoja demasiado lenta para la ansiedad transhumanista. La tecnología, en cambio, se presenta como la herramienta perfecta para tomar el control de nuestro destino evolutivo y superar las supuestas deficiencias de la naturaleza. No es de extrañar que, en la era del tecnocapitalismo, la genética, la robótica y la inteligencia artificial sean los vehículos elegidos para demoler cualquier barrera biológica que se interponga en el camino. El objetivo final: un futuro donde la frontera entre lo humano y lo artificial se vuelva irrelevante. Los entusiastas del transhumanismo proclaman la llegada inminente de una nueva era evolutiva, una evolución acelerada y controlada por la ciencia y la tecnología. Esta visión, por supuesto, plantea interrogantes importantes sobre nuestra propia naturaleza y nuestro lugar en el universo. En el fondo subyace un movimiento intelectual, filosófico y científico dedicado a explorar la fusión entre la naturaleza humana y la tecnología, sin perder de vista, al menos no del todo, los inevitables dilemas éticos, bioéticos, políticos y biopolíticos que plantean el “mejorar” al ser humano.
Parece florecer una fe inquebrantable depositada en la razón científica y el progreso tecnológico, la cual se articula en torno a la noción de “mejora humana”. Se exacerba la creencia de que la tecnología representa el instrumento para acceder a una nueva humanidad; una versión, al menos teóricamente, mejorada y optimizada de nosotros mismos (Porter, 2023). El transhumanismo, como una filosofía tecnocéntrica, no es más que una expresión del excepcionalismo humano que nos ha llevado a creernos, nuevamente, amos y señores del universo. Ahora, con la biotecnología y la inteligencia artificial como panacea, los alquimistas contemporáneos del transhumanismo sueñan con un futuro donde la muerte, la enfermedad y el sufrimiento sean cosas del pasado: vivir más –mucho más, idealmente para siempre–, eliminar el sufrimiento, erradicar las enfermedades y maximizar nuestras capacidades a niveles extraordinarios. En esta utopía tecnooptimista, la humanidad, liberada de las ataduras biológicas, viviría, se supone, más feliz y el mundo sería, sin duda, un lugar “mejor”. En este debate, la tecnología, convertida en instrumento de emancipación, promete la corrección de las imperfecciones de nuestra condición actual, y apunta a redefinir los límites de lo posible y a explorar territorios inexplorados de la evolución humana, sin importar los riesgos. Pero esta búsqueda incesante de la perfección tecnológica plantea serias dudas. ¿Acaso no es nuestra propia imperfección, nuestra vulnerabilidad, lo que nos hace humanos? ¿Qué precio estaremos dispuestos a pagar por esta mejora artificial? Y ¿quién decide qué es lo que debe ser mejorado? El transhumanismo, en su carrera por crear un futuro “mejor”, corre el riesgo de conducirnos a una distopía donde la esencia misma de lo humano se vea irremediablemente comprometida.
Aquí encontramos un grupo de académicos que, desde diferentes rutas, se han dedicado a analizar y desmontar los postulados del transhumanismo: Ferrando (2013, 2021, 2022a, 2022b), Braidotti (2022), Porter (2023), Faustmann (2021), Diéguez y Roldán (2022), Diéguez (2021), Moreno (2020), Ağın (2020), Muñoz (2013, 2020b, 2020c), Guryanova y Smotrova (2020), Quesada (2018), Porpora (2017), Hottois (2015, 2016), Fukuyama (2003), Hayles (1999) y Haraway (1990). Autores que, sin dejarse llevar por la euforia tecnológica, abordan el transhumanismo desde una perspectiva crítica, examinando sus implicaciones éticas, bioéticas y filosóficas, y cuestionando si realmente anhelamos convertirnos en las criaturas perfectas que el transhumanismo nos promete.
Considerada la “filosofía de moda”, el transhumanismo, la utopía tecno-optimista de nuestro tiempo, llega en un momento de pesimismo cultural, en el cual el nihilismo y la desesperanza presagian el declive de nuestra especie. Como un evangelio tecnológico de autotrascendencia, nos ofrece una salida a las profecías apocalípticas, una salvación laica basada en la fe inquebrantable en el progreso tecnológico. Pero ¿a qué precio? Cabe preguntarse, ¿qué dice la letra pequeña? Detrás de la fachada de “mejoras” y “optimizaciones” se esconde una cuestión: ¿conservaremos nuestra “humanidad” o nos convertiremos en algo diferente? El transhumanismo, a pesar de su optimismo desbordante, nos enfrenta a una dicotomía: la permanencia de la esencia o naturaleza humana –si acaso tal cosa existe– o el nacimiento de una nueva especie, una especie “transhumana”. Muñoz (2020b), recurriendo a Heidegger, alerta sobre los peligros de la redención tecnológica. Si la tecnología se convierte en un fin en sí mismo, en una herramienta para redefinir lo humano sin considerar las consecuencias, corremos el riesgo de degradarnos a la condición de productos, de mercancías. La humanitas, nuestra dignidad como seres humanos, quedaría sometida a la lógica de la eficiencia técnica. Desde esta lectura heideggeriana, el transhumanismo, en vez de ser una solución a nuestros problemas, podría ser la bisagra de una inquietante deshumanización.
A contrapelo de este relato, los bioconservadores, como guardianes del excepcionalismo, observan con desconfianza el discurso transhumanista. Su temor, expresado por Fukuyama (2003), figura representativa del bioconservadurismo, advierte que en nuestra búsqueda de la “perfección” podríamos sacrificar aquello que nos hace únicos (una variante del excepcionalismo). Su postura cuestiona la visión idílica del progreso tecnológico, argumentando que este, en lugar de conducirnos a un futuro ideal, nos sitúa ante una serie de dilemas éticos de gran complejidad. Desde una posición de vigilante escepticismo, los bioconservadores previenen sobre los peligros que pueden derivar de nuestra obsesión por “mejorar” la condición humana, una obsesión que podría llevarnos a un futuro tan incierto como peligroso. Herederos del humanismo –o al menos de una interpretación particular del mismo–, invitan a preguntarnos si cada paso que damos hacia un “mejor nosotros” nos aleja, paradójicamente, de nuestra propia humanidad. La cautela bioconservadora no es equivalente a un rechazo al progreso, es un llamado a la responsabilidad: no ofuscar nuestra humanidad por el brillo de la tecnología. En el fondo, se trata de defender los “atemporales” valores humanistas. Mientras que los bioconservadores respaldan la protección del excepcionalismo, los transhumanistas, abanderados del bioliberalismo, consideran la tecnología una oportunidad: la tecnología puede abrir un abanico de posibilidades para potenciar nuestra excepcionalidad. Esto coincide con otra deriva del excepcionalismo.
A pesar de la aparente brecha que separa a bioconservadores y bioliberales, algunos autores, como Hottois (2015 y 2016) y Faustmann (2021), ven en el transhumanismo una especie de evolución forzada del humanismo. Un neohumanismo o ultrahumanismo que no niega el excepcionalismo humano, sino que lo lleva a sus últimas consecuencias. El transhumanismo, desde esta perspectiva, se consolida como el legítimo heredero del humanismo, apropiándose de sus ideales de progreso y perfeccionamiento para reinventarse en el siglo xxi y proyectarse hacia un futuro dominado por la tecnología. Hottois (2015) lo expresa así: “el Transhumanismo bien entendido es un Humanismo progresista” (p. 167). Una afirmación que resulta, cuando menos, punzante, teniendo en cuenta que el humanismo siempre ha buscado la mejora del ser humano a través de la educación, la cultura y la razón, no de la manipulación tecnológica de nuestro cuerpo y nuestra mente. En esta unión antinatural de ideas, la tecnología se convierte en un instrumento más al servicio del humanismo, una herramienta para esculpir un futuro donde los ideales de progreso y dignidad humanos alcancen su máxima expresión. ¿Pero a qué costo?
Siguiendo esta lógica, Muñoz (2020c) concuerda en que el transhumanismo no supone una ruptura radical con el humanismo, sino más bien una especie de extensión, una prolongación desbocada de sus postulados. Esto se manifiesta tanto en su aferramiento al excepcionalismo como en la visión negativa, casi desdeñosa, que ambas corrientes presentan del cuerpo. Para el transhumanismo, como ya lo había anunciado Descartes en su momento, el cuerpo es un obstáculo. Un impedimento que reduce nuestro potencial y nos impide alcanzar la trascendencia. En esta filosofía cartesiana 2.0, el cuerpo se reduce a una máquina obsoleta, incapaz de seguir el ritmo vertiginoso de la tecnología y de satisfacer las elevadas aspiraciones del espíritu humano (Diéguez, 2021). Braidotti (2022) lo ilustra así: “el cuerpo humano, que era la medida de todas las cosas, es ahora una maquinaria obsoleta frente a la rapidez y vigor de las nuevas tecnologías” (p. 55). Desde una perspectiva evolutiva, la idea de una excepcionalidad humana es cuestionable. Nunca hemos sido tan especiales como nos han hecho creer, al menos no en el sentido humanista, y mucho menos ahora que la tecnología amenaza con desdibujar las fronteras entre lo humano y lo artificial. Los transhumanistas, como buenos discípulos de Nietzsche, ven en la tecnología el instrumento para superar nuestra insignificante condición biológica y dar el salto hacia el superhombre. Un ser que, liberado de las ataduras del cuerpo, podrá finalmente alcanzar su pleno potencial, y, a la vez, un nuevo y superior estadio evolutivo (Porpora, 2017).
El transhumanismo ha dejado de ser un divertimento interdisciplinario de las páginas de la ciencia ficción o a las fantasías tecno-optimistas. Conceptos como “Humano 2.0” o “Humanidad Plus (H+)” ilustran esta visión naïve de un futuro donde la fusión entre biología y tecnología dará lugar a una existencia diferente, incluso a una “inmortalidad tecnológica”. Sin embargo, esta carrera desenfrenada hacia la perfección tecnológica plantea una serie de cuestiones de justicia social que no podemos ignorar. ¿Se convertirá la inmortalidad tecnológica en un privilegio reservado a una élite, agudizando aún más las desigualdades existentes? ¿Cómo afectaría una fuerza laboral inmortal al mercado laboral y al sistema económico? ¿Y qué hay de las instituciones sociales como la familia y las prácticas reproductivas? ¿Se adaptarán sin más a una realidad en la que la muerte ya no es inevitable? La pregunta más inquietante, sin duda, es ¿cómo evitar que la búsqueda de la inmortalidad se convierta en una nueva forma de tiranía? ¿Qué recaudos se pueden tomar para evitar que individuos con agendas perversas, como el propio Hitler, extiendan su dominio a través de la inmortalidad tecnológica? La paradoja de Hitler cobra aquí una relevancia escalofriante (Ferrando, 2021). Estas preguntas son una advertencia, un llamado a la responsabilidad. No se puede permitir, y mucho menos promover, un optimismo tecnológico ingenuo. El futuro transhumanista ya está aquí, y es urgente abordar los dilemas éticos, políticos, jurídicos y estéticos que plantea con la misma vehemencia con la que se defienden las bondades de la tecnología.
¿Cómo afectaría una fuerza laboral inmortal al mercado laboral y al sistema económico? ¿Y qué hay de las instituciones sociales como la familia y las prácticas reproductivas? ¿Se adaptarán sin más a una realidad en la que la muerte ya no es inevitable? La pregunta más inquietante, sin duda, es ¿cómo evitar que la búsqueda de la inmortalidad se convierta en una nueva forma de tiranía? ¿Qué recaudos se pueden tomar para evitar que individuos con agendas perversas, como el propio Hitler, extiendan su dominio a través de la inmortalidad tecnológica? La paradoja de Hitler cobra aquí una relevancia escalofriante (Ferrando, 2021). Estas preguntas son una advertencia, un llamado a la responsabilidad. No se puede permitir, y mucho menos promover, un optimismo tecnológico ingenuo. El futuro transhumanista ya está aquí, y es urgente abordar los dilemas éticos, políticos, jurídicos y estéticos que plantea con la misma vehemencia con la que se defienden las bondades de la tecnología.
En opinión de Ağın (2020), la “tecnologización y ciborgización” de nuestra especie es un proceso irreversible. Conceptos como cyborgs, hubots y androideshan dejado de ser fantasías de la ciencia ficción o de películas de Hollywood para convertirse en una amenaza que se cierne sobre nuestro horizonte evolutivo (Muñoz, 2013). La profecía de Haraway (1990) sobre la era de los cyborgs parece estar a punto de cumplirse. Saab (2022b) advierte, con razón, que el transhumanismo difumina las fronteras entre lo natural y lo artificial, lo biológico y lo tecnológico. Las dicotomías clásicas que han dado sentido a nuestra experiencia (humano/máquina, mente/cuerpo, sujeto/objeto tecnológico) se diluyen en un continuum donde la simbiosis entre organismo biológico y tecnología conduce a una metamorfosis de la existencia humana.
Ferrando (2022a) identifica un miedo visceral en la psique antropocéntrica ante el avance imparable de la inteligencia artificial, una ansiedad que se traduce en la “cuestión cyborg”. Ante la supuesta amenaza de una IA todopoderosa, la “ciborgización” se presenta como la única salida, un imperativo evolutivo al que no podemos resistirnos. Convertirnos en cyborgs, o en cualquier tipo de ser híbrido a medio camino entre lo humano y lo artificial, se establece como el último bastión para preservar nuestra decadente supremacía frente al auge de las máquinas. Compañías como Neuralink, patrocinadoras del tecno-optimismo, defienden esta idea con la convicción de un dogma religioso. Sus neurotecnologías, destinadas a tratar enfermedades neurológicas y a crear interfaces cerebro-máquina, prometen una fusión simbiótica que redefinirá la especie humana. La posibilidad de adquirir conocimientos mediante implantes cerebrales, con la misma facilidad con la que descargamos aplicaciones en nuestros teléfonos, resulta a la vez fascinante y espeluznante. Sin embargo, la “ciborgización” o “desbiologización” progresiva es un salto al vacío cuyas consecuencias apenas podemos imaginar. Ferrando (2022a) lanza una advertencia que deberíamos tomar en serio: sin una evolución consciente y controlada, corremos el riesgo de convertirnos en marionetas de nuestras propias creaciones, en esclavos de una IA que nosotros mismos hemos creado. Como un asunto de justicia poética, pasaríamos de ser los arquitectos de la IA a ser sus sirvientes: “nosotros, los humanos, podríamos perder la corona ontológica. ¡Así que cuidado! La nueva guerra es contra las supuestas máquinas rebeldes malévolas, que actúan como siervos, pero que en silencio nos están despojando de nuestra soberanía planetaria” (Ferrando, 2022a, p. 86). La cuestión cyborg requiere reflexión filosófica: ¿hasta qué punto estamos dispuestos a llegar, y cuánto estamos dispuestos a sacrificar, para mantener la posición privilegiada que hemos construido en el “orden” natural? ¿Acaso no será la “ciborgización” la prueba definitiva de nuestro fracaso como especie? ¿No será el transhumanismo un intento desesperado por escapar de nuestra propia humanidad?
Ferrando (2013) identifica las diversas facciones del movimiento transhumanista como si se tratara de diferentes sectas con un mismo dios, la tecnología: (1) el transhumanismo cibernético, que respalda la unión con la máquina a través de la figura del ciborg; (2) el transhumanismo biológico, que busca mejorar la especie mediante la ingeniería genética y otras técnicas biomédicas; (3) el transhumanismo libertario, que, con su confianza en la mano invisible del mercado, defiende la libertad individual o, mejor dicho, la libertad de unos pocos privilegiados, para acceder a las tecnologías de mejora sin la intervención del Estado, una libertad que solo beneficia a quienes pueden pagarla; (4) el transhumanismo democrático que ampara un acceso equitativo a estas tecnologías, una utopía que se desmorona ante la realidad de un mundo donde el acceso a la tecnología sigue siendo un privilegio; y (5) el extropianismo, la rama más radical del transhumanismo, adalid de la razón, la ciencia y el progreso tecnológico, que ignora convenientemente los peligros que conlleva una fe ciega en la tecnología.
A pesar de sus diferencias, todas las corrientes transhumanistas comparten una visión tecnocéntrica que sitúa a la tecnología como la panacea de la superación de los males humanos, con lo cual, puede ser que, a modo de placebo, se eluda la necesidad de una deconstrucción de “lo humano”, a partir de sus limitaciones históricas y de las estructuras de poder que lo han moldeado. Aquí ganan potencia las críticas del antihumanismo, la teoría decolonial y el antiespecismo, al ofrecer contrapuntos necesarios a la narrativa del progreso tecnológico como solución a todos nuestros problemas. La construcción de un futuro transhumano –si resulta ser el camino proteícamente elegido por y para nosotros mismos o el que acaso nos vemos obligados a transitar por la fuerza de las circunstancias– requiere abordar las cuestiones éticas, bioéticas, políticas y biopolíticas, la reflexión filosófica escudera de la transformación radical o la deconstrucción irreversible de la condición humana.
Presenciamos una escalada apresurada de innovación tecnológica, una obsesión que marca el pulso frenético del siglo xxi. Ante este panorama, es válido inquirir, una vez más, qué significa ser humano en este contexto, si es que todavía resulta legítimo asignar un uso filosóficamente significativo a eso de la “humanidad” en un mundo cada vez más deshumanizado. El transhumanismo, heredero del antiguo sueño de trascender nuestra condición biológica –esa que, a bien o mal, actualmente nos define–, se presenta como la respuesta, el siguiente paso en nuestra evolución. Pero ¿es realmente necesario “mejorar” lo humano? ¿O acaso estamos ante una nueva forma de escapismo eugenésico, un intento desesperado por huir de nuestra propia finitud, de nuestra condición imperfecta y vulnerable? ¿No será el transhumanismo, en última instancia, una negación de nuestra propia humanidad?
Ya se puede sugerir que el estudio del transhumanismo se perfila como un componente indispensable en la formación filosófica, si damos por bueno el contexto delimitado. Ignorar este campo emergente constituye una abdicación flagrante de nuestra responsabilidad como pensadores críticos, lo que priva a los estudiantes del andamiaje conceptual necesario para conducirse por los sinuosos caminos de esta era tecno-utópica, en la que la realidad se burla cada vez más de la noción misma de ficción. Si bien algunos planes de estudio incluyen alguna discusión sobre el transhumanismo, generalmente en cursos de filosofía contemporánea, en la mayoría de los casos este contenido curricular permanece ausente. Esta omisión revela una adhesión preocupante, casi nostálgica, a paradigmas humanistas anticuados, manifiestamente mal equipados para lidiar con las transformaciones éticas y sociales radicales provocadas por las tecnologías que avanzan implacablemente. A medida que la tecnología continúa su marcha inexorable, el transhumanismo se establece como un locus central e ineludible del discurso filosófico. Campos como la filosofía de la ciencia, la tecnología, la mente (extendida) y la inteligencia artificial, junto con la bioética, la filosofía política, la estética y la teoría jurídica, deben converger necesariamente en un diálogo crítico en torno al transhumanismo, no adyacente a él. Integrar el pensamiento transhumanista en el currículo cultivará pensadores críticos y ciudadanos informados capaces de analizar las seductoras promesas y los peligros latentes del avance tecnológico; y fomentará una apreciación de las metamorfosis éticas, bioéticas y políticas inherentes a este panorama tecnológico en constante evolución. La alternativa es el estancamiento intelectual disfrazado de tradición.
3.5 Resignificar los currículos filosóficos a la luz del poshumanismo y la “cuestión más-que-humana”
Este debate reviste plena actualidad, al igual que el motivo elaborado a partir del transhumanismo. En esta ocasión, el sesgo antropocéntrico del humanismo se ve interpelado por el avance de los “Estudios poshumanos”. A diferencia del optimismo tecnocrático, casi mesiánico, del transhumanismo, que pretende poseer todas las respuestas, los Estudios poshumanos formulan preguntas interdisciplinarias sobre la “cuestión más-que-humana”. Las diversas corrientes que confluyen en este campo nos conducen a reevaluar el significado de lo humano en un mundo que, a pesar de nuestras delirantes fantasías de dominio, ha dejado de girar a nuestro alrededor.
Siguiendo a Ferrando (2013), el poshumanismo −entendido como un “término paraguas” que abarca diversas, y a menudo contradictorias, filosofías− nos incita a repensar radicalmente nuestro lugar en el cosmos. El quid de este debate reside, por un lado, en diferenciarse claramente del proyecto transhumanista y, por otro, en acompañar críticamente el inevitable giro del humanismo antropocéntrico hacia un poshumanismo posantropocéntrico. Este giro implica abandonar nuestra ilusoria posición de amos y señores del planeta para asumir, con la humildad que exige la razón, nuestra verdadera identidad: una especie entre muchas, que comparte un destino incierto en un planeta cada vez más hostil para una parte considerable de la vida que lo habita, incluida, por supuesto, la nuestra.
Según Braidotti (2013), el poshumanismo excede la dicotomía humanismo/ antihumanismo. No niega el humanismo per se, es la inauguración de un nuevo escenario discursivo en el que las premisas humanistas, confrontadas con sus propias limitaciones, adquieren la capacidad de cuestionar, gradual pero inexorablemente, los fundamentos mismos de las filosofías antropocéntricas. De esta forma, el poshumanismo posibilita la exploración de territorios epistemológicos ignorados por el humanismo/antropocentrismo. En lugar de sucumbir al catastrofismo, a menudo performativo, del antihumanismo, con su retórica de la “muerte del Hombre”, los Estudios poshumanos buscan modos de pensamiento más alentadores, más productivos; exploran nuevas dimensiones conceptuales para construir futuros alternativos que no repitan, ni sean miméticos de las estructuras actuales. En palabras de Braidotti (2013): “La perspectiva posthumana se basa en la hipótesis histórica de la decadencia del Humanismo, pero también va más allá para explorar nuevas alternativas, sin por eso recaer en la retórica Antihumanista de la crisis del Hombre” (p. 51). Así, se configura un espacio discursivo que se caracteriza por su capacidad de ser atravesado por corrientes de pensamiento que, desde la crítica, y también desde la propuesta, están comprometidas con el abordaje de la complejidad del tiempo presente, sin caer en la tentación de un nihilismo paralizante.
En ese sentido, los Estudios poshumanos no constituyen una colección de elegías melancólicas al fin de la humanidad; al contrario, son una constelación de filosofías emergentes que buscan nada más y nada menos que una reconsideración radical de lo humano. El prefijo “pos” no anuncia la muerte del Hombre ni su reemplazo por alguna entidad superior, como pretenden el antihumanismo y el transhumanismo. A contracorriente, el debate poshumanista se centra en la “condición poshumana”, esa realidad caracterizada por la creciente superposición entre tecnología, ciencia y naturaleza humana –esta última, objeto de una aprobación acrítica por parte de ciertos sectores del transhumanismo–, sin olvidar la acuciante crisis ambiental –la Sexta Extinción planetaria que asola el planeta en plena era del Antropoceno–. El prefijo “pos” requiere una comprensión lúcida, cristalizada, del humanismo/antropocentrismo y su visión del mundo, la cual se torna muy cara por conducirnos sin bridas hacia el borde del abismo. De ahí la importancia del pos-antropocentrismo en este campo. Como señala Ferrando (2019), el poshumanismo no es un enemigo del humanismo, es una “segunda ola posmoderna” que posibilita sopesar las derivas conceptuales, frecuentemente problemáticas, del pensamiento humanista y, quizás, encontrar nuevas formas de habitar este planeta que, nos guste o no, compartimos con otras especies.
Ferrando (2020) diferencia el transhumanismo del poshumanismo. El primero no abandona el antropocentrismo, constituye un “ultrahumanismo”; es decir, un humanismo llevado a sus últimas, y más peligrosas, consecuencias. El poshumanismo, en cambio, propone un despertar del letargo posmoderno, una ruptura radical con el humanismo/antropocentrismo. Mientras que el transhumanismo sería una reinvención del humanismo (un “neohumanismo” tecnológico, con todo lo que ello implica), el poshumanismo sería la progresión lógica del antihumanismo (un “neoantihumanismo” crítico y reflexivo). Braidotti (2013) apoya esta idea, viendo al antihumanismo posestructuralista como la fuente intelectual del poshumanismo actual. Así como el posmodernismo proporcionó el marco teórico para comprender la “condición posmoderna”, nuestro tiempo, definido por la acuciante crisis ecológica y la omnipresencia de la tecnología, es el yunque de forja de las teorías para la “condición poshumana” (Braidotti, 2022).
El debate poshumanista se nutre de un corpus teórico diverso. Las contribuciones de pensadores como Braidotti (2022, 2020, 2013), Nišavić (2023), Ferrando y Rozzoni (2023), Pedersen (2010), Ferrando (2022a, 2022b, 2021, 2020, 2019, 2016, 2013), Porter (2023), Ferrando y Datta (2022), Le Grange y Du Preez (2023), Du Preez et al. (2023), Du Preez et al. (2022), Saab (2022a, 2022b), Muñoz (2021, 2020a), Ağın (2020), Guryanova y Smotrov (2020), Herbrechter (2023, 2018), Horsthemke (2018), Zembylas (2018), Porpora (2017), Hottois (2016, 2015), Siddiqui (2016), Snaza et al. (2014), Hayles (1999), Acker (1995) y Haraway (1990) han sido fundamentales para construir una comprensión del poshumanismo. Sus trabajos incitan un diálogo polifónico, a veces disonante, sobre la cuestión más-que-humana y sus implicaciones, asiduamente inexploradas, para la educación filosófica.
Desde su irrupción en el panorama intelectual anglófono a finales del siglo xx, el poshumanismo ha ganado espacio en la academia, aunque no sin tener que batallar contra la simplificación y la tergiversación. Repetidamente, se lo reduce a una caricatura distópica de cyborgs, confundiéndolo con su problemático gemelo: el transhumanismo. Para evitar que el poshumanismo se diluya en un concepto vacío, los Estudios poshumanos se esfuerzan por diferenciarse del transhumanismo, marcando una línea divisoria entre ambos. La confusión entre ambos, lamentablemente usual, demuestra una clara incomprensión de sus diferencias. Ferrando (2013) lo expone así: transhumanismo y poshumanismo divergen tanto en filosofías como en objetivos, sus senderos se bifurcan. El transhumanismo, aferrado a una visión prometeica, persigue el biomejoramiento –una empresa que plantea la cuestión: ¿mejoramiento para quién y a expensas de qué?-, al tiempo que se aferra a ciertos aspectos del humanismo, lo que prefigura una nueva desigualdad entre humanos “mejorados” y “no mejorados”. El poshumanismo, por su parte, adopta un ethos de equidad ontológica, que abarca tanto a los “animales no-humanos” como a lo “más-que-humano”; apuesta por un paradigma pos-jerárquico que atenúa las nociones de superioridad e inferioridad, aunque este ideal resulte complejo de alcanzar en la práctica, en un mundo aún definido por las relaciones de poder.
El poshumanismo debilita la lógica binaria del humanismo (hombre/mujer, cultura/naturaleza, mente/cuerpo) y busca una visión del ser que escape a estas dicotomías. Para Braidotti (2020), la “subjetividad poshumana” no tiene bases en un individuo universal, sino en un sujeto colectivo, relacional. Esta subjetividad envuelve una negociación constante con múltiples “Otros” (humanos, animales y objetos tecnológicos). Los sujetos “posthumanos” son entidades que coexisten en una red de interdependencia e influencia mutua, son nodos en una red de interconexiones. Porpora (2017) describe los Estudios poshumanos como un conjunto de filosofías que comparten una sensibilidad común: el reconocimiento de que el mundo se extiende más allá de los límites autoimpuestos de lo humano. La Teoría del Actor-Red, la nueva neurociencia, los nuevos materialismos feministas y diversas formas del realismo especulativo, como la “filosofía orientada a objetos” y la “ontología orientada a objetos”, conforman la vanguardia de esta conciencia expansiva.
Ferrando (2020) hace foco en un elemento diferencial del poshumanismo: su compromiso con los hallazgos críticos elaborados al vaivén del Antropoceno. No se duda de la inmensa y destructiva huella humana en el planeta, a propósito de las cicatrices planetarias que marcan la crisis ecológica actual. Puestos en la dicotomía ¿ser o no ser mejorados?, Ferrando (2021) refuta al transhumanismo, que admite el mejoramiento sin analizar críticamente sus premisas. El poshumanismo, en contraste, problematiza la noción de “mejora”, y estudia sus implicaciones sociopolíticas, económicas y ecológicas. Desde una óptica poshumanista, el mejoramiento es un proceso que impacta a la sociedad, a la especie e incluso al planeta. Para Braidotti (2020), esta interrogante estimula a habitar las mutaciones (sean tecnológicas, climáticas, sociales, etc.) que nos definen en el presente. Se trata de reconfigurar nuestra identidad dentro de un entramado planetario que desborda las categorías tradicionales del antropocentrismo, el biocentrismo y el ecocentrismo. El poshumanismo afronta el malestar del siglo xxi a partir del imperativo ético de asumir la responsabilidad colectiva, de imaginar futuros que no colapsen en la distopía o la resignación.
Ferrando (2013), en un intento por trazar un mapa de este territorio intelectual, propone una clasificación del poshumanismo en tres modalidades: cultural, filosófico y feminista. El poshumanismo cultural, con raíces en la teoría literaria y los estudios culturales, incita a repensar la cuestión más-que-humana mediante el arte y la cultura. La cuestión cyborg (que excede, con mucho, al transhumanismo) y la cuestión animal (que tampoco se reduce a las preocupaciones de la ética animal) son tópicos centrales en el debate poshumanista. Hayles (1999), con su obra Cómo nos estamos convirtiendo en poshumanos, se perfila como un referente en esta vertiente. El poshumanismo cultural reflexiona sobre cómo la cultura y el arte, en especial los medios de comunicación, debilitan el humanismo/antropocentrismo. El arte contemporáneo, que fusiona lo biológico y tecnológico, ejemplifica esta disolución de fronteras. Manifestaciones como el media art, el net art, el machine art y el bio-art, así como la literatura de ciencia ficción y las artes visuales (p. ej. cyberpunk, steampunk, biopunk), son ejemplos paradigmáticos de esta corriente (Saab, 2022a).
La tríada poshumanista no estaría completa sin su miembro más reciente: el feminismo poshumano. Liderado por Braidotti (2022), esta vertiente exige, con toda razón, la integración de las perspectivas de género en la reflexión poshumanista. Se denuncia la invisibilización y las prácticas de borramiento de las aportaciones feministas en los debates sobre el poshumanismo. Se reconoce, además, que las cuestiones centrales de este campo (como la redefinición de la subjetividad, la relación cuerpo-tecnología, la bio y tecnoética) están atravesadas por las mismas desigualdades de género que los feminismos llevan décadas denunciando. El feminismo poshumano no se contenta con ser apéndice del poshumanismo, desea modificar su definición. Su enfoque, a la vez diagnóstico y de elaboración de herramientas para el logro de este cometido, posibilita comprender las realidades del presente, entre las que se cuentan el sexismo, el racismo, el eurocentrismo, el especismo y el ecocidio. Su conclusión es categórica: el poshumanismo será feminista o no será.
Por último, el denominado poshumanismo filosófico se presenta como un descendiente –quizás algo tardío– del poshumanismo cultural. Fiel a su nombre, esta vertiente se inclina por un enfoque más reflexivo: la introspección intelectual. En su genealogía encontramos una mezcla ecléctica: desde la influencia de Heidegger y su Carta sobre el Humanismo hasta el posmodernismo, pasando por los estudios de las diferencias (género, raza, teoría queer, estudios poscoloniales, estudios de la discapacidad). Todas estas corrientes convergen en una crítica a la noción de “humano”. En esencia, el poshumanismo filosófico podría entenderse como la enésima –y quizás definitiva– iteración de la deconstrucción de lo humano: un proceso que, iniciado como causa política en los años sesenta, mutó en un proyecto académico en los setenta y culminó en un enfoque epistemológico en los noventa. El resultado es un sinnúmero de perspectivas, cada una más singular que la anterior. El poshumanismo filosófico parte de la premisa de que la diferencia está íntimamente ligada a lo humano, con todas sus variantes de género, etnia, clase, etc. En otras palabras, para reconocer al “Otro” no-humano, primero debemos reconocer al “Otro” humano. Esta idea, aunque no es precisamente revolucionaria –pues se encuentra presente, de forma larvada, en otras corrientes de pensamiento-, ha adquirido relevancia inusitada en el contexto del poshumanismo. Quizás no sea del todo descabellado caracterizar al poshumanismo filosófico como una especie de posmodernismo 2.0, una deconstrucción de lo humano llevada al extremo, en la búsqueda incesante por comprender nuestra propia condición.
Ferrando y Datta (2022) concuerdan en la abrumadora diversidad de cohabitantes que se aglutinan bajo el paraguas del poshumanismo filosófico. Ante esto, cabe preguntarse: ¿qué se entiende aquí por “filosofía”? Porque la filosofía, al menos en su acepción más ambiciosa, no es un juego de lenguaje, una especulación académica desconectada de la realidad. A lo largo de la historia del pensamiento, diversas tradiciones han concebido la filosofía como una forma de vida, una búsqueda de la sabiduría, un motor de transformación personal y social. En el contexto del poshumanismo, esto se traduce en dos variantes: aquellos que abordan la filosofía como un simple ejercicio intelectual –un nuevo juguete para el discurso académico– y aquellos que la elevan a la categoría de “proyecto existencial”, capaz de revolucionar al individuo y al mundo. Esta última postura, más radical y comprometida, vincula al poshumanismo con la reconsideración de nuestra forma de habitar el mundo, de pensar y de relacionarnos con los “Otros”. Ahora bien, es lícito confrontar los discursos poshumanistas: ¿de qué sirve la especulación sin impacto real en nuestras vidas? ¿Acaso estamos, una vez más, ante el error de elaborar una filosofía para la academia y no para el mundo? El poshumanismo bien puede apelar a su carácter radical, el cual resuena como un novedoso proyecto de investigación con alcance epistémico, ético, político, jurídico y estético, dada la transformación de nuestro tiempo.
La incipiente –casi accidental– aparición del poshumanismo en el contexto colombiano, impulsada tímidamente desde la bioética –y repetidamente confundida con el transhumanismo–, nos lleva a pensar esta corriente de pensamiento desde una perspectiva latinoamericana y colombiana, a separarla de su origen anglo-eurocéntrico. Es necesario, pues, situar a Latinoamérica y Colombia en la conversación poshumanista, por más marginal que esta participación pueda parecer. Sin embargo, esta tarea se presenta como un trabajo hercúleo en teoría y sisífeo en la práctica, sobre todo si estas contribuciones no son incorporadas en la educación filosófica. Este es el escenario de renovación de los currículos universitarios de filosofía a través de los Estudios poshumanos: un proceso que debería forzar a replantear los planes de estudio, actualizar los programas académicos e insertar la cuestión más-que-humana, entre otras acciones concretas. La cuestión estriba en si esta urgencia por la integración del poshumanismo responde a un deseo de cambiar la realidad o si, por el contrario, se busca alimentar la insaciable máquina académica con nuevas líneas de investigación, publicaciones y tesis sobre la ética de los cyborgs y el estatuto ontológico de la IA. ¿Acaso no hay algo desacoplado en el leitmotiv de renovar la filosofía para adaptarla a un futuro poshumanista, mientras ella continúa encorsetada, casi sin respiro, por las mismas estructuras académicas?
4. Discusión de los resultados y conclusiones
La delimitación de estos debates ha permitido construir una crítica sistemática al sesgo antropocéntrico del humanismo en los currículos filosóficos, en su estructura, contenido y orientación. Los debates convergen en una crítica común, compartida, al humanismo, al antropocentrismo y al excepcionalismo humano, los tres pilares que articulan dicho sesgo. Cada debate se elaboró a partir de un cuestionamiento de fondo, radical, contra las premisas que constituyen el sesgo, y, en este sentido, se podrían diseñar estrategias para contrarrestarlo. El objetivo de estas estrategias es una reforma o renovación curricular, basada en la incorporación de acciones dirigidas a inscribir la actualidad en los currículos, que nutra a los estudiantes con las posibilidades múltiples, diversas y heterogéneas que la época les brinda, a contrapelo de las posibilidades –bien restringidas, limitadas, anquilosadas– de los currículos filosóficos tradicionalistas, aferrados al canon, a la repetición, a lo establecido. Estas acciones incluyen las siguientes capacidades: descentrar la cuestión humana desde el antihumanismo; decolonizar la ontología humanista racializada mediante la cuestión del Otro; integrar la cuestión animal desde la óptica del antiespecismo; explorar la cuestión cyborg y las implicaciones del transhumanismo; y resignificar los currículos filosóficos a la luz del poshumanismo y la cuestión más-que-humana.
Dichas acciones, incorporadas al currículo, pueden llegar a ser un movimiento de apertura, una grieta, una fisura, dentro de un juego más complejo, el mismo que constituyó el núcleo de la investigación de base de este estudio: delimitar y ofrecer razones para la sustitución, desplazamiento o desmantelamiento del paradigma humanista-antropocéntrico en los currículos universitarios de filosofía. Así pues, el foco de los debates aquí delimitados estuvo puesto en la necesidad de reforma, integración y renovación curricular en el ámbito filosófico. Las cuestiones y los motivos abiertos por cada debate favorecen esta necesidad como una empresa impostergable, respaldada por una multiplicidad de razones que fundamentan su urgencia.
¿Reforma, renovación e integración curricular en filosofía? Hablemos sin rodeos: es una cuestión de supervivencia histórica –de pertinencia– si queremos que la disciplina siga teniendo algo que decir en el siglo xxi. No se trata de un cambio de frontispicio. La filosofía, si pretende seguir siendo relevante, debe someter sus estructuras y lógicas curriculares a una radical transformación –una deconstrucción o reinvención–, desmantelándolas y reconstruyéndolas desde una perspectiva pos-antropocéntrica. En primer plano, la incorporación de nuevas perspectivas le confiere a la disciplina una vital expansión de su horizonte epistemológico –una apertura a nuevas formas de conocer, comprender e interpretar–. Se pretende dotar a las nuevas generaciones de herramientas conceptuales –críticas, radicales, transformadoras– para comprender y enfrentar los retos y las incertidumbres de un mundo que exige, más que nunca, una filosofía capaz de pensar más allá de los viejos paradigmas, de subvertir los dogmas y de imaginar nuevos futuros posibles. Solo así la filosofía mantendrá su vigencia y continuidad.
Aun cuando cuestionar el paradigma humanista-antropocéntrico es moneda corriente, un lugar común, una crítica recurrente –y podría decirse, a la luz de este artículo, que es un bastión, un punto de referencia de la filosofía contemporánea–, lo cierto es que una parte considerable de la realidad curricular permanece inalterada, aferrada a los mismos esquemas anquilosados, a las mismas estructuras caducas, a los mismos contenidos curriculares obsoletos. Esta resistencia al cambio, esta obstinada adhesión a lo establecido, delata una profunda –y a menudo inconsciente– fidelidad al paradigma que se pretende cuestionar.
En este punto, le propongo a los lectores un ejercicio de inspección curricular. No pretendo que acepten acríticamente mis afirmaciones, sino más bien que las confronten con la realidad concreta de sus currículos. Los invito, pues, a un ejercicio de arqueología curricular: desempolven los planes de estudio de sus respectivos departamentos de filosofía, examínenlos con la lupa de la sospecha. La invitación a la inspección curricular se extiende, por supuesto, a la constatación de una ausencia notoria: la de los debates contemporáneos que interpelan los fundamentos mismos del humanismo/antropocentrismo. Me refiero, concretamente, al antihumanismo, al decolonialismo, al antiespecismo, al transhumanismo y al poshumanismo. ¿Se encuentran estas corrientes de pensamiento representadas en sus planes de estudio? ¿Ocupan el lugar que merecen en la formación de las nuevas generaciones de filósofos? Los invito a buscar en sus currículos las huellas de estos debates. Si la respuesta a estas preguntas es negativa –y me temo que, en muchos casos, lo será–, la invitación es a la autocrítica y a la acción curricular. No me sorprendería que, tras este ejercicio, la realidad curricular se revele como un fiel reflejo de esos “viejos paradigmas” a los que aludo: la hegemonía de la filosofía occidental, la omnipresencia de los mismos autores de siempre, la escasa –o nula– representación de mujeres (Bernal, 2023) o pensadores no-occidentales (Bernal, 2024). Esta no es una crítica gratuita, es una constatación de la inercia curricular. La invitación, por tanto, no es a la complacencia, sino a la autocrítica, a la deconstrucción de los cimientos mismos de la formación filosófica. No se busca reemplazar los clásicos, más bien complementarlos, de dialogar con ellos desde nuevas perspectivas, de abrir la filosofía a las problemáticas del presente. El sesgo antropocéntrico del humanismo se manifiesta, se materializa, precisamente en la selección de contenidos curriculares –en la elección de autores, temas y perspectivas–. Priorizar ciertas corrientes de pensamiento –canonizadas, establecidas, tradicionales– refuerza la visión antropocéntrica al excluir a las filosofías emergentes, críticas, disruptivas, transformadoras, y, a la vez, reproducir un círculo vicioso, un sistema cerrado y autorreferencial.
Debemos conceder que denunciar el sesgo antropocéntrico del humanismo y argumentar en contra del fundamento y los efectos nocivos del mismo no equivale a proporcionar un mapa para la integración de nuevos paradigmas en los currículos filosóficos. Es decir, aunque exista un interés –a menudo performativo– en abordar los motivos y cuestionamientos de esta crítica a la educación filosófica, todavía se carece de una hoja de ruta concreta para el logro de una reforma curricular genuinamente pos-antropocéntrica. La pregunta sigue siendo: ¿cómo traducir la potencia crítica de los debates, cuestionamientos y motivos aquí delimitados –antihumanismo, decolonialismo, antiespecismo, transhumanismo, posthumanismo– en acciones curriculares tangibles? ¿Cómo incorporar estas corrientes, proscritas a los márgenes del discurso filosófico, al corazón mismo del currículo? El reto, en definitiva, recae en trascender el diagnóstico –la crítica al paradigma humanista-antropocéntrico– e ingresar en el terreno de la praxis curricular.
El punto de partida, quizás obvio, puede ser el siguiente: tal como se demostró, cada uno de los debates previamente delimitados –antihumanismo, decolonialismo, etc.– facilita un motivo filosófico con su correspondiente connotación curricular, lo que permite inferir estrategias para confrontar el sesgo antropocéntrico del humanismo, tan naturalizado en la filosofía. Cada debate, en efecto, cuestiona un elemento constitutivo de una matriz paradigmática sumamente compleja, que aquí solo se ha representado en la versión de un sesgo. El humanismo, como hemos visto, forma parte del ADN de este paradigma, y en él proliferan las más variopintas formas de antropocentrismo. Desmantelar por completo este paradigma excede, sin duda, el alcance y el propósito de este artículo; sin embargo, podemos iniciar por confrontar los efectos del sesgo en el terreno abonado de los currículos filosóficos. Es aquí donde la teoría se encuentra con la praxis, donde la crítica abstracta se puede traducir en acciones concretas.
La integración de las corrientes de pensamiento emergentes en la filosofía universitaria suele circunscribirse a la creación de cursos optativos de bajo impacto curricular. Esta estrategia no logra impulsar el cambio que se necesita, más bien refuerza la marginalidad de estos debates. Para un avance real es preciso establecer estos debates como cursos obligatorios, no como opciones “de bajo riesgo” que los estudiantes pueden esquivar sin consecuencias académicas. ¿Qué clase de revolución curricular se pretende desde la opcionalidad? ¿Acaso la renovación de la disciplina puede surgir de la periferia curricular? Posicionar estos debates como cursos centrales –de “alto riesgo”, si se quiere– en los planes de estudio evitaría que se perciban como alternativas “descafeinadas”, experiencias intelectuales sin consecuencias reales en la formación filosófica. Las filosofías emergentes, si acaso buscan cambiar el panorama intelectual, merecen un lugar central, no marginal, en la formación filosófica. Deben dejar de ser apuestas experimentales de carácter secundario y convertirse en el núcleo mismo de la reflexión filosófica contemporánea. Se trata, en definitiva, de asumir el riesgo de contrarrestar la inercia curricular y apostar por una enseñanza de la filosofía que aborde las preguntas del siglo xxi con las herramientas del pensamiento crítico actual.
Es cierto que los departamentos de filosofía, en un intento –quizás bienin-tencionado, pero ineficaz– por mostrar cierta flexibilidad curricular, han ampliado su horizonte con eventos académicos –foros, simposios, conversatorios e incluso, festivales de filosofía– sobre temas vanguardistas; no obstante, estas iniciativas suelen circunscribirse al terreno de lo “extracurricular”, un espacio de experimentación que no afecta la estructura curricular establecida. Estos eventos conforman un “currículo adicional”, paralelo al “currículo formal” que realmente estructura los planes de estudio. De esta manera, un estudiante puede participar en debates sobre alguna filosofía emergente sin que ello implique una reforma real del currículo. Esta dualidad entre lo “formal” y lo “informal” –entre el currículo oficial y el currículo performativo– permite a los departamentos de filosofía proyectar una imagen de vanguardia sin alterar la arquitectura curricular de sus programas. Esto, en el fondo, es una estrategia de contención que neutraliza el potencial transformador de las nuevas corrientes de pensamiento, empujándolas a un espacio inocuo, ajeno al núcleo duro de la formación académica. La verdadera vanguardia, la que se atreve a confrontar los fundamentos mismos del paradigma humanista-antropocéntrico, no se encuentra en los márgenes, sino en el centro, en el corazón mismo del currículo.
Se hace necesario, pues, incrustar la vanguardia filosófica en el corazón de nuestros programas académicos, evitando la superficialidad de lo extracurricular. Renovar la enseñanza de la filosofía –si es que aspiramos a formar pensadores críticos y no repetidores de un canon fosilizado– exige que las corrientes de pensamiento emergentes sean componentes curriculares esenciales, no complementos o adornos de la oferta académica. Al circunscribirlas a lo extracurricular, los departamentos de filosofía constriñen el alcance de su oferta académica y se aferran a una visión obsoleta y reduccionista de la disciplina, una visión que ignora la vitalidad y el dinamismo del pensamiento contemporáneo. Insertar estas cuestiones en el currículo oficial –el que define la trayectoria educativa formal– es, por tanto, una necesidad inaplazable. Esto implica reconocer que la filosofía no es un corpuscerrado y acabado, es un campo de disputa intelectual, en el que el pasado se confronta con el presente, en el que las verdades establecidas son cuestionadas y desestabilizadas. Este estudio concluye, entonces, que para lograr una transformación curricular genuina –una transformación que vaya más allá de los gestos simbólicos y las declaraciones de intenciones– es necesario que estas corrientes críticas sean integradas al plan de estudios, en los cursos básicos y obligatorios, evitando su desplazamiento al “currículo adicional” o extracurricular. De lo contrario, el impacto de estas filosofías emergentes será superficial y no contribuirá a una renovación sustancial del paradigma humanista-antropocéntrico. La reforma curricular, la que desmantela los cimientos del antropocentrismo, comienza en el núcleo, no en la periferia.
Ahora, la cuestión de fondo es que el paradigma humanista-antropocéntrico se encuentra a tal punto normalizado, tan arraigado, que la sola introducción de cursos “de alto valor o riesgo” sobre las cuestiones abiertas en los debates críticos –aun cuando se logre su integración en el currículo oficial– tal vez no alcance a desestabilizar las premisas estructuradas en la forma del sesgo. Esta es la piedra de toque de otro paso para confrontar el sesgo disponible en el currículo. El punto de partida consiste en reconocer que la intervención curricular, aunque necesaria, no es suficiente. No se trata solamente de añadir nuevos cursos, de incorporar nuevas perspectivas a un programa de estudios preexistente. El currículo no se reduce al plan de estudios; es, más bien, un trayecto fenomenológico, una experiencia formativa imbuida de política cultural, un espacio donde se reproducen y se legitiman determinadas formas de pensar y de comprender el mundo. Y aquí se yergue un reto especial, que presento en la forma de una potencial paradoja: la intervención curricular mediante el establecimiento de cursos –la respuesta rápida, la solución aparentemente obvia– podría, por sí sola, resultar insuficiente para cuestionar la gramática profunda, la estructura desplegada en el sesgo curricular aquí identificado. En un escenario acrítico, donde no se tomen con la suficiente seriedad los debates aquí delimitados, la intervención curricular podría incluso afirmar el sesgo, reforzando las estructuras de pensamiento que se pretende desmantelar. La inclusión de nuevas perspectivas, sin una transformación de la cultura académica, corre el riesgo de convertirse en una simulación de cambio que, en realidad, refuerce el statu quo.
Llegados a este punto, la pregunta es: ¿tienen las intervenciones curriculares el potencial real de confrontar las estructuras y gramáticas profundas que subyacen al paradigma humanista-antropocéntrico o, acaso, son acciones deconstructivas; aquellas que conmueven las estructuras, lenguajes y prácticas que lo ensalzan como un paradigma dominante y excluyente? Dicho de otro modo, y sin ambages: resulta necesario priorizar acciones deconstructivas del paradigma humanista-antropocéntrico y sus múltiples expresiones –en forma de réplicas, correlatos, ecos–. Desde luego, en este marco –el de la deconstrucción paradigmática–, el interés podría generalizarse en demasía, desbordando los límites de lo curricular: ¿cómo asegurar una transformación, un recambio, un eventual tránsito paradigmático? Ante estas cuestiones, tan amplias, lo curricular podría pasar a segundo plano, a la periferia del debate, e incluso podría llegar a perder interés. El recambio paradigmático, en última instancia, excede y desborda lo curricular.
Esto conlleva, inevitablemente, una apertura radical en el modo de concebir y hacer filosofía: reconocer y tomarse en serio –sin condescendencia– las filosofías emergentes y las emergencias curriculares que estas provocan; que el espacio de las filosofías canónicas o consolidadas no sea excluyente de las primeras, y que los currículos tradicionales –anquilosados en la repetición– no pierdan la capacidad de renovación ante la fuerza de la actualidad y la necesidad de esas emergencias. Este reto evidencia la importancia de crear espacios para las nuevas corrientes filosóficas en igualdad de condiciones con las filosofías ya establecidas –las que gozan del prestigio de la tradición, las que se han acomodado en el canon–. El mensaje esencial, el que subyace a toda esta argumentación, es que no se debe circunscribir la educación filosófica a las corrientes consolidadas en el canon, al tiempo que se requiere una actualización de las prácticas curriculares, en el marco de la diversidad y la complejidad de una época cuyos problemas desbordan, con creces, la capacidad fáctica, crítica y normativa de las tradiciones hoy fosilizadas.
Dicho de manera más precisa –y con la contundencia que el asunto requiere–, se enfatiza la importancia de dar apertura a la diversidad filosófica, en la cual todas las filosofías, independientemente de su antigüedad o estatus –de su canonización o prestigio académico–, deben ser consideradas en igualdad de condiciones. Al tiempo, se aboga por una iconoclasia –una ruptura radical– en la teoría y la práctica curricular, al día de hoy excesivamente sacralizada, ritualizada y aferrada a la repetición. No se debe dar preferencia automática, acrítica, a las filosofías tradicionales solo porque han existido durante mucho tiempo o por la obviedad de ser ampliamente aceptadas, hasta el punto de haberse convertido en hegemónicas. Es necesario, por el contrario, promover un diálogo, un intercambio productivo, entre la tradición y lo emergente, entre lo canónico y lo marginal, entre lo establecido y lo subversivo. Solo así se logrará que el currículo de filosofía sea dinámico, flexible, adaptable a los cambios académicos y a las nuevas realidades socioculturales que enmarcan los cinco debates aquí delimitados, con sus respectivos e ineludibles cuestionamientos, propios del siglo xxi.
La cuestión fundamental, la que subyace a todo lo anterior, sigue siendo cómo traducir la potencia crítica de estos debates en acciones curriculares concretas.
Si bien este artículo plantea la necesidad urgente de una reforma curricular, reconoce también que el cambio paradigmático –la ruptura con lo establecido, la superación de lo hegemónico– requiere de un esfuerzo sostenido, continuo, y de la voluntad institucional –nada fácil de conseguir– de confrontar las raíces profundas del sesgo antropocéntrico del humanismo. La inclusión de cursos “de alto riesgo” –en el sentido de que resisten lo establecido y cuestionan lo canónico– sobre estas corrientes filosóficas en la formación básica de filosofía es un gesto inicial hacia la integración de nuevas perspectivas críticas en los currículos. Pero no se trata de añadir, de sumar nuevos cursos. La integración de filosofías emergentes en el currículo no debe pensarse como una adición de contenidos, como apéndice o complemento. Por el contrario, debe formar parte de una estrategia de deconstrucción sistemática y radical del paradigma humanista-antropocéntrico. Esto significa un cambio estructural en la forma en que se enseña la filosofía, que permita que las nuevas generaciones se nutran de herramientas conceptuales críticas –y, se espera, transformadoras– para enfrentar los desafíos cada vez más urgentes del siglo xxi.
En el dominio concreto de este artículo se reconoce que las filosofías emergentes, las que se sitúan en los márgenes, las que cuestionan lo establecido, pueden aportar nuevas ideas, nuevas herramientas conceptuales que revitalicen la discusión filosófica en general –sacándola de su letargo, su ensimismamiento, su repetición–. Asimismo, se requieren novedades curriculares capaces de soportar la interseccionalidad y multidimensionalidad propias de esas emergencias. La apertura hacia las filosofías críticas del paradigma humanista-antropocéntrico –las que lo cuestionan, las que lo deconstruyen, las que lo superan– debería fomentar la diversidad y ser un impulso vital para la pervivencia misma de la filosofía en condiciones de plena diversidad. Es perentorio comprender –y actuar en consecuencia– que si la filosofía no se renueva, si no aborda de manera significativa los problemas de la época, corre el riesgo de perecer, de fosilizarse, de convertirse en pura historia de la filosofía, sin capacidad fáctica, normativa, crítica y transformadora. Su vitalidad, su relevancia, su pertinencia dependen, cada vez más, de su capacidad de adaptación, mutación o evolución, y de encarar las cuestiones contemporáneas –las que nos interpelan, las que nos inquietan–. En ese mismo gesto, de apertura, transformación y renovación, el currículo debe ser capaz de criticar y trascender sus formas canonizadas, anquilosadas, hoy incapaces de dar respuestas satisfactorias a tales cuestiones: la cuestión humana, la cuestión del Otro, la cuestión animal, la cuestión cyborg y la cuestión más-que-humana. Así, y solo así, podremos construir una educación filosófica que, sin renunciar a su pasado –sin desconocer su historia u olvidar sus raíces–, se proyecte hacia el futuro con la valentía y la lucidez que exigen los tiempos que corren.
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Notas
1
En el contexto de este artículo, el “canon filosófico” se refiere al conjunto de autores y obras occidentales tradicionalmente considerados fundamentales en la historia de la filosofía, aquellos que se estudian
con mayor frecuencia en la academia y que han ejercido una influencia
considerable en la cultura occidental; es decir, el cuerpo de textos que se estudia, se debate y se transmite de generación en generación, que conforma la base de la
educación y la investigación filosófica. Este canon, predominantemente anglo-eurocéntrico y masculino, se centra en la
“cuestión humana” como objeto
principal de indagación filosófica, desde una perspectiva antropocéntrica.
Información adicional
Para citar este artículo: Bernal Ríos, L. P. (2024). El sesgo antropocéntrico del humanismo en los currículos universitarios de filosofía: antihumanismo, decolonialismo, antiespecismo, transhumanismo y posthumanismo. Universitas Philosophica, 41(83), 151-205. ISSN 0120-5323, ISSN en línea 2346-2426. doi:
10.11144/Javeriana.uph41-83.sahf