Abstract
Una de las gracias más preciosas que Dios nos ha concedido en los últimos años de este milenio es la mayor conciencia que tiene la Iglesia universal de la necesidad de encarnarse en las diversas culturas. En el Concilio Vaticano II la Iglesia se vio a sí misma en su dimensión mundial y sentó los cimientos teológicos y pastorales para caer en la cuenta de que además es una comunión de iglesias locales que responden a las experiencias y problemas locales en el contexto de la misión.

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